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Aquella mañana debería haber sido como cualquier otra de junio. Cí se había levantado al alba, se había aseado en el patio privado de Ming y había honrado a sus difuntos. Tras el desayuno, había corrido a la biblioteca y se había enfrascado con el compendio que tenía que presentar por la tarde al claustro, una recopilación de procedimientos y prácticas forenses que ilustrarían el trabajo que había desarrollado desde que comenzó a trabajar para Ming. Pero a media mañana descubrió con horror que había olvidado incluir unos pasajes de vital importancia extractados del Zhubing Yuanhou Zonglun, el Tratado general sobre las causas y los síntomas de las enfermedades, que había olvidado en el despacho de Ming.

Cí golpeó la mesa con los puños. Necesitaba el tratado con urgencia, pero precisamente esa misma mañana Ming había sido convocado de forma imprevista a la prefectura provincial y aún tardaría en llegar. Si esperaba a su regreso, no concluiría a tiempo la presentación. Pensó en la osadía que supondría entrar en su despacho privado sin su permiso. Pero necesitaba el tratado…

«Esto no es una buena idea».

Empujó la puerta y entró en el despacho. Todo estaba a oscuras, así que avanzó a tientas hasta la biblioteca privada de Ming.

Mientras buscaba el texto, sintió que se le enfriaba el corazón. Lentamente, sus dedos recorrieron el anaquel donde Ming solía ubicar el ejemplar hasta llegar a un lugar vacío. Un escalofrío le recorrió.

Se maldijo por su mala fortuna. De inmediato, escudriñó a su alrededor.

Finalmente, localizó el tratado en el escritorio, bajo otro volumen encuadernado en seda. Se acercó lentamente, casi deslizándose. Estiró el brazo con temor, pero al rozar su lomo se detuvo. Dudó qué hacer.

«Esto no es una buena idea», se repitió.

Iba a retroceder cuando de repente la puerta se abrió. Cí dio un respingo y el libro cayó al suelo arrastrando el volumen de cuero tras él.

Al girarse, vio a Ming. El maestro entró en el despacho y encendió un farol. Nada más reconocer a Cí, parpadeó, confuso. De inmediato le preguntó qué hacía allí.

—Yo… Ne-cesita-ba consul-tar el Zhubing Yuanhou Zonglun —tartamudeó.

—Te advertí que no tocaras mis cosas. —Su voz destilaba cólera.

De inmediato, Cí se agachó para recoger los libros y entregárselos a Ming, pero, al hacerlo, el volumen de cuero se abrió dejando a la vista unos dibujos de unos hombres desnudos que Ming ocultó como pudo.

—Es un tratado de anatomía —se excusó.

Cí asintió sin alcanzar a comprender por qué Ming intentaba engañarle. Conocía bien los dibujos fisiológicos, y éstos jamás representaban dos varones emparejados. Se disculpó otra vez y pidió permiso para retirarse.

—Es curioso que solicites mi autorización para salir y no la pidieras para entrar. Y tu tratado, ¿es que ya no lo necesitas? —preguntó Ming.

—Perdóneme, señor. He sido un insensato.

Ming cerró la puerta e invitó a Cí a que se sentara. Luego él hizo lo propio. Las venas de su rostro iracundo competían con la rabia de su mirada.

—Dime una cosa, Cí, ¿te has preguntado alguna vez por qué alguien haría por ti lo que estoy haciendo yo?

—Muchas veces. —Bajó la cabeza, arrepentido.

—Y, sinceramente, ¿te consideras merecedor de ello?

Cí frunció los labios.

—Supongo que no, señor.

—¿Lo supones? ¿Acaso sabes de dónde vengo? —Elevó la voz—. He estado en la prefectura provincial. Vengo de allí porque me han ordenado que asista a los jueces imperiales en calidad de consejero. Y me lo han ordenado porque, por lo visto, alguien ha cometido una monstruosa aberración; un crimen tan espeluznante que ni la mente más salvaje sería capaz de concebir. Me han pedido que acuda a la Corte, ¿y sabes qué he hecho yo? Pues les hablé de ti. ¡Como lo oyes! —Sonrió con amargura—. Les dije que en la academia existía un estudiante verdaderamente excepcional. ¡Mejor que yo! Alguien dotado de una capacidad de observación inaudita, fuera de lo común. Y les supliqué, sí, les supliqué que te permitieran acompañarme. Les hablé de ti como cualquier padre orgulloso hablaría de su hijo, de aquél al que confiaría el cuidado de su casa y hasta de su propia vida. ¿Y cómo me pagas tú? ¿Traicionando mi confianza? ¿Entrando en mis aposentos y husmeando entre mis libros? ¿Qué más podía hacer por ti, Cí? ¡Dime! Te contraté, te saqué de la inmundicia, te defendí y te protegí. ¿¡Qué más podía hacer!? —Y descargó un puñetazo sobre la mesa.

Cí enmudeció. Le temblaba todo el cuerpo y, aunque deseaba contestar a Ming, era incapaz de articular una sola palabra. Le dolía sólo pensarlo. Le habría dicho que jamás habría entrado en su despacho de no mediar su absoluta desesperación. Le habría contado que si no amase tanto el estudio, si no le importase tanto lo que había hecho por él, si no se sintiese en la obligación de corresponder a cada una de sus expectativas, no habría mancillado su intimidad. Y que su injustificable entrada había sido para no defraudarle ante el consejo y que pudiera sentirse orgulloso de él. Sin embargo, lo único que podía expresar brotaba de sus ojos en forma de un brillo húmedo.

Se levantó antes de que Ming advirtiera su debilidad, pero el maestro le agarró del brazo.

—No tan deprisa. —Volvió a alzar la voz—. Les di mi palabra de que acudirías a la Corte y así será. Pero después de la visita te marcharás. Recogerás tus cosas y desaparecerás para siempre de esta academia. No quiero verte ni un instante más. —Y le soltó el brazo para permitir que se fuera.

* * *

Cualquier mortal en su sano juicio se habría dejado cortar una mano por traspasar la muralla del Palacio Imperial. Sin embargo, en aquel instante, Cí se habría dejado cortar las dos con tal de recibir un gesto amable de Ming.

Cabizbajo, siguió los polvorientos pasos del séquito judicial mientras avanzaba por la avenida Imperial en dirección a la colina del Fénix. Dos asistentes abrían la comitiva agitando frenéticamente los tamboriles para anunciar la presencia del juez de la prefectura, que, acomodado en su palanquín, se bamboleaba entre una multitud de curiosos ávida de cualquier chismorreo sobre torturas o ejecuciones. Ming caminaba detrás, con el semblante abatido. Cada vez que Cí lo miraba, se preguntaba cómo podía haberle defraudado así.

Ya ni siquiera le dirigía la palabra. Lo único que le había dicho era que en el palacio les esperaba el emperador Ningzong.

Ningzong, el Hijo del Cielo, el Ancestro Tranquilo. Escasos eran los elegidos para postrarse ante él y menos aún los autorizados a mirarle. Sólo sus consejeros más próximos osaban acercarse a él, sólo sus esposas e hijos podían rozarle, sólo sus eunucos lograban persuadirle. Su vida transcurría dentro del Gran Palacio, tras los muros que le protegían de la podredumbre y de la desdicha exterior. Encerrado en su jaula de oro, el Augur Supremo consumía su existencia en un interminable protocolo de recepciones, ceremonias y ritos conforme a los procedimientos confucianos sin que nunca mediara posibilidad de variación. De todos era sabida su enorme responsabilidad. Su puesto, más que un placer, era un constante sacrificio, una pesada obligación.

Y ahora él iba a traspasar el umbral que separaba el infierno del cielo, sin saber bien dónde se situaba cada cual.

Cuando franquearon la entrada, un mundo de lujo y riqueza se mostró ante Cí. Fuentes labradas en la roca salpicaban el verdor de un jardín por el que correteaban los corzos y desfilaban pavos reales de un azul tan irisado que parecían engalanados para la ocasión. Los riachuelos discurrían sonoros entre los macizos de peonías y los árboles de troncos nudosos mientras el fulgor del oro disputaba al bermellón y al cinabrio la primacía en columnas, aleros y balaústres. Cí se maravilló con los tejados, que se retorcían vivos en sus cornisas, doblándose extravagantemente hacia el firmamento. El impresionante conjunto de edificios, orientados en perfecta cuadrícula y alineados sobre un eje central de norte a sur, se elevaba desafiante y amenazador, cual gigantesco soldado que confiado de su poderío despreciase cualquier protección. Sin embargo, una perpetua fila de centinelas se apostaba a ambos lados de la vía que enlazaba la puerta de la muralla con la villa.

El cortejo avanzó en silencio hasta detenerse frente a la escalinata que daba acceso al primer palacio, el Pabellón de las Recepciones, entre el Palacio del Frío y el Palacio del Calor. Allí, bajo el pórtico de tejas esmaltadas, un hombre grueso de cara blanda y arrugada aguardaba impaciente luciendo el bonete que le identificaba como el respetable Kan, ministro del Xing Bu, el temido Consejo de los Castigos. Al acercarse, Cí advirtió la cuenca vacía que presidía su rostro. El ojo que conservaba parpadeaba nervioso.

Un funcionario de gesto adusto hizo las presentaciones protocolarias. Luego, tras las reverencias, les pidió a los recién llegados que le siguieran.

La comitiva discurrió en silencio por un pasillo interminable. Atravesaron varias salas adornadas con níveos jarrones de porcelana que contrastaban con los laqueados púrpuras de las paredes, dejaron atrás un claustro de planta cuadrada cuyo esplendor rivalizaría con una mina de jade y a continuación entraron en un nuevo pabellón de aspecto menos refinado pero igualmente imponente. Una vez allí, el funcionario que les guiaba impuso atención con un gesto.

—Honorables expertos, saludad al emperador Ningzong. —Y señaló el trono vacío que presidía la sala en la que acababan de entrar.

Todos los presentes se postraron ante el trono y golpearon el suelo con sus cabezas como si realmente lo ocupase el emperador. Una vez concluido el ritual, el funcionario le cedió la palabra al consejero Kan. El hombre tuerto se encaramó pesadamente sobre una tarima y escrutó a los presentes. Cí adivinó en su rostro una leve mueca de terror.

—Como ya sabéis, se os ha convocado por un asunto verdaderamente escabroso. Una situación que requerirá más de vuestros instintos que de vuestra agudeza. Lo que vais a presenciar excede lo humanamente admisible para entrar en el ámbito de la monstruosidad. Desconozco si el criminal al que nos enfrentamos es hombre, alimaña o aberración, pero, sea lo que sea, estáis aquí para atrapar a esa abominación.

Seguidamente, bajó de la tarima y se dirigió hacia una sala protegida por dos soldados tan descomunales como las hachas que enarbolaban. Cí se asombró ante la puerta de ébano en cuyo dintel aparecían labrados los diez reyes del infierno. Al abrirse, reconoció el hedor de la corrupción.

Antes de entrar, un discípulo de Kan ofreció a los asistentes hilas impregnadas de alcanfor que se apresuraron a embutir en sus fosas nasales. Luego los invitó a entrar en la habitación del horror.

Conforme se disponían alrededor del bulto ensangrentado, los rostros de los asistentes mudaron la curiosidad por una consternación que poco a poco se tornó en pavor. Bajo la sábana se adivinaba el cuerpo mutilado de algo parecido a un ser humano. Los estigmas encarnados chorreaban sobre el paño, empapándolo en la zona que correspondía al pecho y al cuello. Luego, la mortaja se hundía bruscamente sobre el hueco que debería haber ocupado la cabeza.

A una señal, la matrona suprema del palacio destapó el cadáver provocando un balbuceo de terror. Uno de los invitados lanzó un par de arcadas y otro vomitó. Lentamente, todos retrocedieron. Todos, menos Cí.

El joven no pestañeó. Al contrario, observó impávido el cuerpo despedazado de lo que hasta hacía poco había sido una mujer. Sus carnes blandas, profanadas sin piedad, se asemejaban a las de un animal parcialmente devorado. La cabeza había sido cercenada por completo, y los restos de la tráquea y el esófago colgaban del cuello como la tripa de un cerdo. De igual forma, los dos pies habían sido amputados a la altura de los tobillos. En el tronco, dos brutales heridas destacaban sobre las demás: la primera, bajo el seno derecho, mostraba un profundo cráter; como si una bestia hubiera enterrado en él su hocico hasta comerle los pulmones. La segunda resultaba aún más espeluznante y provocó un escalofrío en Cí. Una atroz incisión triangular recorría ambas ingles para cerrarse horizontalmente bajo el ombligo, dejando a la vista un amasijo de grasa, sangre y carne. Toda la caverna del placer había sido extirpada en algún extraño ritual. Ni sus restos, ni la cabeza, habían aparecido.

Cí contempló el cadáver con tristeza. La barbarie que había sufrido aquel cuerpo contrastaba con la delicadeza de sus manos. Incluso el suave perfume que aún desprendía luchaba contra el hedor de la descomposición. Sintió que la mano del oficial le indicaba que se retirara y Cí obedeció. Seguidamente, Kan procedió a leerles el informe preliminar elaborado por sus oficiales a raíz de las exploraciones practicadas por la matrona suprema. Cí pensó que no aportaba mucho más a lo ya advertido por él. Tan sólo mencionaba detalles como la edad aproximada de la mujer, que habían calculado en unos treinta años, la conservación de ambos senos, pequeños y fláccidos como sus pezones, o la blancura aterciopelada de su piel. También hacía notar que la mujer había sido encontrada vestida, tirada en un callejón cercano al Mercado de la Sal. Por último, opinaba sobre la clase de animal que podía haber causado semejante mutilación, especulando entre un tigre, un perro o un dragón.

Mientras los demás tartamudeaban, Cí meneó la cabeza. A buen seguro, la matrona suprema sabía de partos, de ordenanzas domésticas y de organización de convites, pero dudaba que alcanzara a distinguir la picadura de un insecto de una simple quemadura. Sin embargo, había poco que él pudiera hacer al respecto. Un hombre tenía terminantemente prohibido tocar el cadáver de una mujer. Así eran las leyes confucianas y nadie en su sano juicio se atrevería a contravenirlas.

Concluida la lectura del informe, Kan solicitó un veredicto a los asistentes.

El juez de la prefectura fue el primero en decidirse. Se adelantó, giró pausadamente alrededor del cadáver y pidió a la matrona que le diera la vuelta para observar su dorso. Los demás aprovecharon la manipulación para acercarse. Cuando la mujer logró mover el cuerpo, quedó a la vista una espalda blancuzca libre de heridas. La cintura era gruesa y sus nalgas se apreciaban blandas y suaves. El juez dio una vuelta más antes de mesarse los escasos pelos de su perilla. Después se dirigió hacia las ropas que vestía la víctima en el momento de su hallazgo. Era un simple sayo de lino, de los usados por la servidumbre. Se rascó la cabeza y se dirigió a Kan.

—Consejero de los Castigos… Ante un hecho tan aborrecible, las palabras huyen temerosas de mi garganta. Creo que no viene al caso incidir en los tipos y número de heridas, de las cuales han dado ajustada cuenta quienes me han precedido en el examen. Desde luego, coincido con mis colegas respecto a la intervención de una bestia, cuya naturaleza no alcanzo a discernir por lo absolutamente inusual de las heridas. —Pareció meditar su siguiente frase—. Pero a la vista de los hechos, me atrevería a asegurar que nos enfrentamos a una de esas sectas que practican las oscuras artes de la hechicería. Quizá los seguidores de El Loto Blanco, o los maniqueístas, o los cristianos nestorianos, o los mesiánicos de la Maitreya. La prueba es que, impulsados por un ansia abominable, los asesinos decapitaron y cercenaron los pies de esta desgraciada en una sangrienta ceremonia y, no satisfechos con ello, saciaron su apetito de horror y depravación permitiendo que alguna bestia le comiera el pulmón. —Miró a Kan, a la espera de su aprobación—. ¿Los motivos? Podrían ser tantos como retorcidas se revelen sus mentes asesinas: un ritual de iniciación, un castigo ante una desobediencia, una ofrenda a los demonios, la búsqueda de algún elixir que precisase un componente humano…

Kan asintió con la cabeza mientras sopesaba las palabras del juez. Seguidamente, le concedió la palabra a Ming.

El profesor se levantó despacio bajo la atenta mirada de Cí. El joven prestó atención a sus gestos y a sus palabras.

—Dignísimo consejero de los Castigos, permitid que me incline ante vuestra magnanimidad. —Saludó a Kan con una reverencia—. Sólo soy un humilde profesor y por ello os agradezco que hayáis considerado mi presencia en este terrible suceso. Espero que, con la ayuda de los espíritus, se avive mi ingenio y logre arrojar algo de luz entre las tinieblas. —Kan le hizo un gesto para que continuara—. También quisiera disculparme ante aquéllos a quienes pudiera ofender si mis apreciaciones difiriesen de las expuestas hasta ahora. En tal caso, me encomiendo a vuestra benevolencia.

Ming permaneció en silencio observando la espalda del cadáver. Luego solicitó a la matrona que lo devolviese a su posición original. Al contemplar de cerca el hueco dejado sobre su sexo cercenado no pudo evitar un gesto de repulsión. Observó las heridas con detenimiento. Después pidió una varilla de bambú para hurgar en las heridas, cosa que Kan autorizó. Echó un último vistazo y se volvió hacia el consejero.

—Las heridas son testigos fieles que nos hablan de lo ocurrido. A veces, nos aclaran cómo; a veces, cuándo; a veces, incluso el porqué. Pero las aquí presentes hoy sólo claman venganza. El conocimiento de los cadáveres nos permite estimar la profundidad de una incisión, la intencionalidad de un golpe o incluso la fuerza con la que fue descargado, pero para resolver un crimen resulta fundamental entrar en la mente del asesino. —Hizo una pausa que provocó un nervioso repiqueteo de dedos en Kan—. Y pese a ser sólo especulaciones, dentro de ese pensamiento creo ver que la extirpación de la caverna del placer obedeció a un impulso de depravación. A una pulsión lujuriosa que desencadenó un crimen de inusitada violencia. Desconozco si la mutilación obedece a la acción de alguna secta ocultista. Quizá la herida de su pecho así lo indique, pero de lo que estoy convencido es de que el asesino no seccionó la cabeza y los pies de la víctima como parte de un macabro ritual. Si lo hizo, fue para evitar su identificación. Eliminó su rostro porque, obviamente, cualquiera habría podido reconocerlo. Y seccionó sus pies, porque escondían el secreto de su linaje o posición.

—No os entiendo —intervino Kan.

—Esta mujer no era una simple campesina. La finura de sus manos, el cuidado de sus uñas, incluso los restos de perfume que aún conserva el cadáver nos hablan de alguien perteneciente a la nobleza. Y, sin embargo, su asesino intenta hacernos creer lo contrario, vistiéndola con ropas burdas. —Paseó lentamente por la sala—. De todos es conocido que, desde su infancia, las mujeres de la alta sociedad embellecen sus pies comprimiéndolos con vendas que impiden su crecimiento. Pero lo que la mayoría desconoce es que esa dolorosa deformación que transmuta sus extremidades en muñones como puños en cada mujer es diferente. Constreñidos por los vendajes, los pulgares se descoyuntan hacia el dorso y los restantes dedos hacia la planta, plegándolos y ciñéndolos hasta que las ligaduras y los andares terminan de obrar el efecto. Un resultado deforme y, por fortuna, distinto en cada joven. Porque aunque jamás enseñan sus pies de loto en público, los miman y sus sirvientas se los cuidan en privado. Así pues, cualquier mujer, aun sin rostro, sería fácilmente reconocida por esas mismas sirvientas con el simple examen de sus muñones. Que es, precisamente, lo que su asesino pretendía impedir.

—Interesante… ¿Y respecto a la herida de su pecho…?

—¡Ah, sí! ¡El extraño cráter! Mi predecesor ha apuntado hacia la crueldad del asesino, cosa que no admite discusión, pero no encuentro razón para concluir que la herida le fuera causada inmediatamente tras su muerte. Es cierto que parece revelar los mordiscos de un animal, pero también lo es que cualquier perro pudo devorarla después de ser abandonada en el callejón.

Kan frunció sus gruesos labios. Luego dirigió la mirada hacia la clepsidra que marcaba las horas mientras meditaba algo.

—Muy bien, señores. En nombre del emperador os agradezco vuestro esfuerzo. Si volvemos a necesitaros, os llamaremos tan pronto como lo precisemos —determinó—. Ahora, si sois tan amables, mi oficial os acompañará hasta la salida. —Y se dio la vuelta para abandonar el salón.

—¡Excelencia! ¡Disculpe…! —se atrevió Ming a interrumpirle—. Falta el lector… Le hablé de él al magistrado de la prefectura y estuvo de acuerdo en que nos acompañase.

—¿El lector? —se extrañó el consejero de los Castigos.

—El lector de cadáveres. Mi mejor alumno —dijo, y señaló a Cí.

—No me han informado. —Dirigió una mirada severa a su acólito, que bajó la cabeza—. ¿Y qué es capaz de hacer que no hayáis hecho ya vos?

—Tal vez os parezca extraño, pero sus ojos son capaces de ver lo que para el resto son sólo tinieblas.

—En efecto, me parece extraño. —Kan miró a Cí con la misma incredulidad que habría mostrado si le hubieran asegurado que el joven podía resucitar a los muertos. Masculló algo y se volvió—. Está bien, pero daos prisa. ¿Algún detalle que añadir?

Cí se adelantó y cogió un cuchillo.

«Eso espero», murmuró.

Acto seguido, y ante el asombro de los presentes, descargó el cuchillo sobre el vientre de la mujer. La matrona intentó detenerlo, pero Cí continuó.

—¿Lo entendéis ahora? —Con las manos ensangrentadas, Cí le señaló las tripas abiertas.

—¿Qué habría de entender? —alcanzó a responder Kan.

—Que este cadáver es el de un hombre, no el de una mujer.