Cuando Cí despertó entre la basura del callejón, el sol ya brillaba sobre los tejados húmedos de Lin’an.
El griterío de los transeúntes retumbó en su cabeza aún adormilada como si estallaran mil relámpagos. Se levantó lentamente y, confundido, miró a su alrededor hasta distinguir sobre su cabeza el cartel que anunciaba el Palacio del Placer. Un escalofrío le desperezó. Aún conservaba en su piel el sabor del cuerpo de la flor cimbreándose sobre él, pero también le acompañaba un extraño desconcierto. No vio ni a Astucia Gris ni a ninguno de sus acompañantes, de modo que, muy despacio, comenzó a caminar hacia la academia.
Nada más llegar al edificio, el guardián le informó de que Ming había preguntado varias veces por él. Por lo visto, el maestro había decidido que los alumnos que habían asistido a la prefectura presentaran sus informes ante el claustro de profesores en la Digna Sala de las Discusiones.
—Llevan un rato reunidos, pero ni se te ocurra entrar así o te echarán a varetazos.
Cí se contempló. Llevaba la ropa manchada de restos de comida y apestaba a licor. Se maldijo por su suerte sin entender aún por qué Astucia Gris no le había esperado, pero prefirió olvidar los lamentos para correr a una tina de agua con la que adecentarse. En un abrir y cerrar de ojos se lavó y voló hacia su cubículo en busca de ropa limpia. Una vez arreglado, cogió la talega en la que guardaba el informe para volver a correr atropelladamente hacia la Digna Sala de las Discusiones. Antes de entrar, se detuvo a recuperar el aliento. En la sala, todos le miraron. Se sentó en silencio, advirtiendo que justo en aquel momento comenzaba la exposición de Astucia Gris.
Cí le hizo un gesto con la mirada, pero Astucia Gris le rehuyó. A Cí le extrañó. Supuso que obedecería a los nervios, así que se colocó la talega entre las piernas y prestó atención. Mientras tanto, en el centro de la sala, Astucia Gris tamborileaba con sus dedos sobre el pequeño atril en el que había dispuesto sus conclusiones. Cuando se lo indicaron, el alumno solicitó el permiso de los profesores y comenzó a relatar los procedimientos preliminares que había seguido durante el examen. Cí aún debía decidir qué hacer con su propio informe, de modo que abrió su talega para repasarlo. Sin embargo, advirtió con estupor que no estaba donde lo había dejado. Aún estaba buscándolo cuando en la sala comenzaron a resonar sus propias palabras saliendo de la boca de Astucia Gris.
«No puede ser».
Sus manos temblaron mientras vaciaba la talega y aumentaron su estremecimiento cuando encontró su manuscrito en el fondo, arrugado, en lugar de pulcramente doblado, tal y como lo había guardado él. La sangre le hirvió.
Conforme Astucia Gris avanzaba en su relato, Cí comprendió hasta qué punto le había utilizado. Su aparente amistad había sido un maldito ardid, y el alcohol, el vehículo que había empleado para sonsacarle. Cí escuchó sus palabras ralentizadas, reverberando una y otra vez en su cabeza, recordándole lo necio que había sido al confiar en quien ahora le asestaba la peor de las puñaladas. Lo que para Astucia Gris era ganar una baza ante Ming, para él podía suponer su condena de por vida.
Oyó a su rival detallar la imposibilidad del accidente o el suicidio, descartando que el fallecido hubiera podido mantener aferrada la jarra. Se apropió de su descubrimiento sobre la causa de la muerte, al atribuirse el haber encontrado una larga varilla de hierro introducida en su oreja izquierda y se excusó por no habérselo comunicado a Ming durante la audiencia previa alegando la necesidad de preservar su hallazgo. Todo lo leía pausadamente de un informe, copia exacta del suyo, que a su conclusión entregó a Ming. No había omitido nada. Ni siquiera el oficio del asesinado.
Hubo de contenerse para no saltar sobre él y golpearle.
Y lo peor era que no podía denunciarle. Si lo hacía, no sólo le resultaría complicado demostrar que su compañero le había robado el informe, y no al revés, como sin duda Astucia Gris se encargaría de proclamar, sino que, además, en el caso de lograrlo, se vería obligado a explicar cómo había averiguado que el fallecido era alguacil. Por fortuna, tal explicación era lo único que había evitado reseñar en el informe original.
Por eso, Astucia Gris no supo qué argumentar cuando Ming le interrogó sobre la cuestión.
—Deduje su profesión por la extraña y reiterada petición de confidencialidad —arguyó dubitativamente.
—¿Deduje? ¿No deberías decir más bien… copié? —le preguntó Ming.
Astucia Gris enarcó ambas cejas al tiempo que sus mejillas se encendían.
—No entiendo a qué os referís.
—Entonces, tal vez pueda explicárnoslo el propio Cí. —Y le señaló indicándole que se levantara.
Cí obedeció, si bien antes tuvo cuidado de arrugar su informe y guardarlo en la talega. Cuando llegó a la altura de Astucia Gris, advirtió el temor en su mirada. No le cabía duda de que Ming sospechaba algo. Permaneció en silencio mientras pensaba en cómo resolver aquella situación.
—Estamos esperando —le urgió Ming.
—No sé bien a qué, señor —habló por fin Cí.
La respuesta desconcertó a Ming.
—¿Es que no tienes nada que objetar? —Su voz rabió.
—No, venerable maestro.
—¡Vamos, Cí! No me tomes por necio. ¿Ni siquiera tienes opinión?
Cí dirigió su mirada a Astucia Gris. Pudo apreciar como éste tragaba saliva. Antes de abrir la boca, sopesó bien su respuesta.
—Opino que alguien ha realizado una labor excelente —dijo finalmente señalando a su compañero—. Así pues, sólo resta felicitar a Astucia Gris y que los demás sigamos trabajando. —Y sin esperar a que Ming le diera permiso, bajó del estrado y salió de la Digna Sala de las Discusiones tragándose su propia hiel a bocanadas.
* * *
Se maldijo mil veces por su estupidez, y mil veces más por su cobardía.
De buena gana habría estampado sus puños contra la cara de Astucia Gris, pero eso sólo habría servido para que a él le expulsaran de la academia y para que su oponente se saliera con la suya. Y no iba a permitir que eso sucediera. Se dirigió a la biblioteca, buscó un rincón apartado y sacó de la talega su informe arrugado en busca de algún detalle que dejara a Astucia Gris en evidencia. Algo que pudiera desenmascararle y que no le comprometiera. Llevaba un rato repasándolo cuando alguien se le acercó por la espalda. Cí dio un respingo. Era Ming. El maestro meneó la cabeza y se sentó frente a él. Se mordió los labios. Su rostro reflejaba indignación.
—No me estás dejando alternativa. Si no cambias, tendré que expulsarte de la academia —dijo finalmente—. ¿Pero qué te pasa, muchacho? ¿Por qué dejaste que se saliera con la suya?
—No sé de qué me habláis. —Escamoteó el informe bajo sus mangas. Ming lo advirtió.
—¿Qué ocultas ahí? Déjame ver. —Se levantó y le arrebató el papel. Lo ojeó rápido mientras su gesto cambiaba—. Lo que imaginaba —masculló alzando la vista—. Astucia Gris jamás habría redactado un informe en estos términos. ¿Acaso crees que no conozco su estilo? —Hizo una pausa en espera de una respuesta—. ¡Por todos los dioses! Estás aquí porque confié en ti, así que confía tú ahora en mí y cuéntame lo que ha sucedido. No estás solo en el mundo, Cí…
«Sí que estoy solo. Sí que lo estoy».
Cí intentó recuperar su informe, pero Ming lo apartó de su alcance.
Se mantuvo en silencio mientras la rabia le reconcomía. ¿Qué sabía aquel hombre de lo que le sucedía? ¿Cómo hacerle entender que no sólo había desperdiciado la oportunidad de conseguir su sueño, sino que además se había colocado de nuevo en la diana de la justicia? ¿De qué forma podía explicarle que en cuantos había confiado le habían traicionado, comenzando por su propio padre? ¿Qué podía saber él de confianza?
* * *
Durante los días siguientes, Cí trató de evitar a Ming y a Astucia Gris. Al primero le fue difícil, pero al segundo le resultó imposible porque ambos seguían compartiendo dormitorio. Por fortuna, su compañero había optado por una estrategia similar a la suya y se mantenía apartado de él tanto como podía. De hecho, asistía a clases distintas, disimulaba cuando se cruzaban y, durante las comidas, buscaba sitio en las mesas más alejadas. Cí se imaginó que Astucia Gris debía de temer algún tipo de respuesta, lo que a su juicio le convertía en una fiera acosada capaz de saltarle al cuello cuando menos lo esperara.
Por su parte, Ming no había vuelto a mencionar el asunto del informe, un comportamiento que le desconcertó.
Sin embargo, eso no le aplacó. Por las tardes, tras las clases de retórica, comenzó a trabajar en el documento que, según hizo creer a sus compañeros, demostraría la impostura de Astucia Gris. Incluso se vanaglorió de ello en el comedor, con la esperanza de que llegara a oídos de su rival. Estaba convencido de que Astucia Gris mordería el cebo y, tarde o temprano, sucumbiría a la tentación de robar el nuevo informe, igual que había hecho con el original.
Cuando lo tuvo todo listo, hizo correr la voz asegurando que al día siguiente lo presentaría ante el consejo y desenmascararía a Astucia Gris. Luego se fue a su dormitorio y esperó sentado a su rival.
Astucia Gris se presentó a media tarde. Nada más entrar tosió al ver a Cí, agachó la cabeza y se tumbó en la cama como si estuviera desfallecido. Cí advirtió que simulaba dormir. Pasado un rato, Cí se levantó, dejó el informe en su talega, cerciorándose de que su rival pudiera apreciarlo, y la guardó en su arcón. Luego esperó al gong que anunciaba la hora de silencio y abandonó la habitación.
Para entonces, Ming ya aguardaba en el pasillo, tal y como Cí le había suplicado.
—No sé cómo me has convencido para esta locura —murmuró el maestro.
—Tan sólo escondeos y esperad. —Se inclinó ante él.
Ming se ocultó tras una columna imitando a Cí. La luz del único farol titilaba a lo lejos como si formara parte de la conjura. Pasaron unos instantes que a ambos se le antojaron eternos, pero, al poco, desde su escondrijo, pudieron observar cómo Astucia Gris asomaba la cabeza y miraba a un lado y a otro antes de volver a desaparecer. Momentos después, en medio del silencio, se escuchó el chirrido del arcón.
—¡Va a hacerlo! —alertó Ming a Cí.
Cí negó con la cabeza y le hizo una seña para que aguardara. Contó hasta diez.
—¡Ahora! —gritó Cí.
Corrieron hacia el dormitorio e irrumpieron en él, sorprendiendo a Astucia Gris con la mano en la talega. Al verse descubierto, su cara se transformó.
—¡Tú! —maldijo a Cí.
Sin dar tiempo a que reaccionaran, emitió un rugido y se abalanzó sobre Cí haciéndole caer. Ambos rodaron por el suelo, derribando con sus cuerpos las sillas del dormitorio. Ming intentó separarlos, pero los dos jóvenes parecían gatos salvajes que intentaran despedazarse. Astucia Gris aprovechó su envergadura y se sentó a horcajadas sobre Cí, pero éste se revolvió hasta desembarazarse de su oponente. Astucia Gris descargó un puñetazo sobre el vientre de Cí, que éste no acusó. Le golpeó una segunda vez con todas sus fuerzas, pero Cí permaneció impertérrito, lo que provocó el desconcierto de su rival.
—¿Ahora te sorprendes? —Cí soltó un puñetazo que impactó en la cara de Astucia Gris—. ¿No buscabas mi demostración? —le asestó otro golpe que le reventó el labio—. ¡Pues aquí la tienes! —Un tercero hizo que Astucia Gris cayera hacia atrás antes de que Ming pudiera detenerle.
Cí se levantó con la respiración agitada y el pelo desmadejado mientras Astucia Gris gruñía con la cara ensangrentada a los pies de la cama. Cí escupió ante sus amenazas. Había tragado mucha hiel por su culpa y no estaba dispuesto a engullir más.
* * *
Al día siguiente, Cí y Astucia Gris se cruzaron cuando éste abandonaba la academia. Nadie había acudido a despedirle. Ni siquiera los amigos a los que siempre convidaba. Cí observó que le esperaba a la puerta un séquito de personajes cuyos costosos ropajes parecían sacados de una celebración imperial. No le extrañó. Durante el desayuno ya se rumoreaba que la plaza ofertada por la prefectura había sido asignada a Astucia Gris. Apretó los dientes resignado. Quizá hubiera perdido la oportunidad de su vida, pero al menos se había desquitado. Para su sorpresa, Astucia Gris le sonrió.
—Supongo que sabes que me voy…
—Una lástima —ironizó Cí.
Astucia Gris torció el gesto. Se inclinó hasta aproximarse a su oído.
—Disfruta de la academia y procura no olvidarme, porque yo no te olvidaré a ti.
Cí lo miró con desdén mientras su rival abandonaba la academia.
«Disfruta tú de tus nuevos labios», murmuró.
* * *
Aquella misma tarde, el claustro se reunió de urgencia para debatir la expulsión de Cí.
Los profesores convocantes alegaron que, fueran o no acertados, los augurios de Ming sobre la portentosa capacidad de Cí en ningún caso justificaban su comportamiento vehemente. Cí estaba ocupando una plaza que no sólo restaba credibilidad, sino también ingresos a la academia. Y con su último acto violento, había estado a punto de truncar la generosa donación que anualmente hacía efectiva la familia de Astucia Gris.
—De hecho, hemos tenido que avalar la candidatura de Astucia Gris a la judicatura para evitar el desastre.
Ming se opuso. Insistió en que, como había quedado demostrado, Cí había sido el autor del informe que Astucia Gris, mediante el engaño, había sustraído y empleado. Pero sus oponentes le recordaron que durante la presentación del informe, el propio Cí había aceptado la autoría de su compañero y que ni sus posteriores argumentaciones, ni el comportamiento con el que había intentado apoyarlas, eran aceptables. La opinión mayoritaria era que Cí debía abandonar la academia sin mayor dilación.
Ming no se dio por vencido. Estaba persuadido de que, tarde o temprano, la presencia del joven les reportaría más beneficios que todos los qián que cualquier padre pudiera pagar. Por esa razón, y para evitar gastos a la academia, propuso al claustro tomar al joven como ayudante personal.
Un murmullo de desaprobación se extendió entre los presentes. Yu, uno de los profesores más beligerantes, calificó a Cí de ser tan farsante como los mercaderes que en lugar de seda vendían piezas de papel o los deleznables charlatanes que prometían remedios inservibles. Incluso tachó de excéntrico a Ming, dudando de que su interés obedeciera simplemente a motivos altruistas y juzgando más bien que respondiese a apetitos más íntimos. Al escucharle, Ming bajó la cabeza y guardó silencio. Desde hacía tiempo, un grupo de envidiosos encabezado por el maestro Yu buscaba su destitución. Iba a replicarle cuando el miembro más anciano se levantó.
—Esa insidiosa insinuación está fuera de lugar. —Su voz resonó autoritaria—. Además de ser el director de esta academia, Ming es un profesor encomiable y su moral no admite discusión. Aquí siempre ha respondido con su trabajo, y los rumores sobre sus gustos, o lo que haga fuera de esta institución, es algo que sólo incumbe a su familia y a él.
Un tenso silencio se adueñó de la sala mientras todos los ojos escrutaban a Ming. El maestro pidió la palabra y el anciano se la concedió.
—No es mi reputación la que está en juego, sino la de Cí —desafió al profesor que acababa de recriminarle—. Desde el primer día, ese joven ha trabajado con denuedo. En los meses que lleva en la academia ha madrugado, limpiado, estudiado y aprendido más que muchos de sus compañeros durante toda su vida. Que haya quienes no quieran verlo o, lo que es aún peor, quienes en beneficio propio pretendan utilizar espurios argumentos contra mi persona están errando el camino. Cí es un estudiante rudo e impulsivo, pero también un joven que rebosa un talento difícil de encontrar. Y aunque su comportamiento en algún momento merezca nuestra reprobación, también merece nuestra generosidad.
—Nuestra generosidad ya le fue concedida cuando ingresó —apuntó el anciano.
Ming se volvió hacia los componentes del claustro.
—Si no confiáis en él, al menos, confiad en mí.
* * *
A excepción de los cuatro detractores que ambicionaban el puesto de Ming, el resto del claustro acordó que el joven permaneciera en la academia bajo la estricta responsabilidad del director. No obstante, también pactaron que cualquier infracción que supusiese el más mínimo descrédito para la institución provocaría su expulsión inmediata. La del joven y la del propio Ming.
Cuando Ming informó a Cí, éste no le creyó.
Ming le explicó a grandes rasgos que había dejado de ser un simple alumno para convertirse en su ayudante. Le anunció que a partir de ese mismo día abandonaría la celda que había compartido con Astucia Gris y se trasladaría a sus dependencias privadas, en el piso superior, donde podría consultar su biblioteca siempre que lo precisara. Durante las mañanas continuaría acudiendo a las clases con el resto de los alumnos, pero por las tardes se dedicaría a asistirle en sus investigaciones. Cí acogió la propuesta con sorpresa y, aunque no comprendió por qué Ming apostaba tanto por él, prefirió no preguntar.
Desde ese momento, la academia se convirtió para Cí en una especie de paraíso. Cada mañana era el primero en acudir a las disertaciones sobre los clásicos y el último en abandonarlas. Asistía ansioso a las clases de leyes y efectuaba las rondas por los hospitales de Lin’an con la energía de un adolescente que intentara impresionar a su enamorada. Pero aunque el contacto con los cadáveres resultaba enriquecedor, era por las tardes cuando más disfrutaba. Tras la comida, se encerraba en el despacho de Ming y consumía las horas entre el arsenal de tratados médicos que el propio Ming había logrado recuperar de la universidad antes de su clausura. Conforme los leía y releía, Cí advirtió que, pese a la sabiduría que atesoraban, en ocasiones trataban las materias de forma confusa, repetida o desordenada, por lo que propuso a Ming sistematizar aquel caos. Según el joven, la solución pasaba por redactar nuevos tratados clasificados según las dolencias, de forma que pudieran consultarse sin tener que acudir una y otra vez a distintas fuentes en las que, al fin y al cabo, repetían y solapaban idénticos conceptos.
A Ming le entusiasmó tanto la propuesta que la tomó como propia y le otorgó la máxima prioridad. Incluso convenció al claustro de profesores de la necesidad de acometer aquella tarea, obteniendo de ellos una asignación monetaria adicional que dedicó en parte a la adquisición de material y en parte a remunerar a Cí.
Cí trabajó duro. Al principio, se limitó a recopilar y organizar información de libros médicos como el Wu-tsang-shen-lu, el Discurso divino de los sistemas funcionales del cuerpo, el Ching-hen fang, las Prescripciones a través de la experiencia, o el Nei-shu lu, el Ensayo sobre las respuestas inducidas. También estudió tratados sobre criminología, como el I-yü chi, la antigua Colección de casos dudosos, o el Che-yü kuei-chien, el Espejo mágico para resolver casos. Con el paso de los meses, además de continuar con el proceso de análisis, Cí comenzó a reflejar sus propios pensamientos. Lo hacía por las noches, cuando Ming se acostaba. Después de sus oraciones, encendía su farol y bajo la llama amarillenta reseñaba los métodos que según él debían emplearse ante el examen de un cadáver. A su juicio, no sólo resultaba fundamental un conocimiento exhaustivo de las circunstancias de un deceso, sino que debía exigirse la perfección en los actos más simples o triviales. Para evitar descuidos, se hacía preciso seguir un orden exacto, comenzando por la coronilla, las suturas craneales y la línea del nacimiento del pelo, y continuar por la frente, las cejas y los ojos, cuyos párpados deberían abrirse sin miedo a que escapase el espíritu del muerto. Acto seguido, se proseguiría por la garganta, el pecho del hombre y los senos de la mujer, el corazón, la campanilla y el ombligo, la región púbica, el tallo de jade, el escroto y los testículos, palpándolos con detenimiento para comprobar si estaban completos. En las mujeres, y con la ayuda de una comadrona siempre que fuera posible, debería comprobarse la puerta del nacimiento de los niños, o la puerta oculta si se tratara de jóvenes vírgenes. Por último, se examinarían piernas y brazos sin olvidar las uñas y los dedos. La parte trasera exigiría el mismo cuidado, por lo que se comenzaría por la nuca, el hueso que pasea sobre la almohada, el cuello, el lomo y las nalgas. Igualmente se inspeccionaría el ano, así como la parte posterior de las piernas, siempre cuidando de presionar a la vez ambos miembros con el fin de advertir cualquier desigualdad producida por golpes o inflamaciones. A partir de este reconocimiento previo, se determinarían la edad del fallecido y la fecha aproximada de su muerte.
Cuando Ming leyó las primeras hojas no supo bien qué decir. Muchas de sus reflexiones, en especial las referidas a la forma de abordar los exámenes forenses, superaban en claridad y precisión a las que salpicaban desordenadamente algunos tratados, pero además existían otras que incorporaban procedimientos y experiencias por él desconocidas, por no hablar de sus novedosas propuestas en cuanto a instrumental quirúrgico o la extraña heladera que Cí había adquirido y modificado para conservar órganos durante largo tiempo y a la que había denominado «cámara de conservación».
Cí apenas se relacionaba con los demás estudiantes. Sus fantasmas le habían empujado a trabajar como un esclavo, pero tampoco necesitaba nada más. No existía ninguna otra cosa en su cabeza. Hacía su trabajo tan bien como sabía y maldecía el momento en el que fallaba una pregunta o le pasaba inadvertida una herida cuando examinaba un cadáver. Así, cuando resolvía un caso, lo saboreaba solo. No tenía amigos, ni siquiera compañeros. Tampoco le importaba. Se bebía el tiempo trabajando, aislado del mundo. Sólo tenía ojos para los libros y corazón para sus sueños.
Pero Ming insistía una y otra vez en los aspectos legales.
—En ocasiones, tu función no consistirá en determinar las causas de un fallecimiento —le explicaba—. ¿Qué ocurriría si un hombre es apaleado por varias personas? O peor aún: ¿qué sucedería si muriese al cabo de unos días? ¿Cómo determinarías si su fallecimiento obedeció a las heridas infligidas o bien fue causado por alguna enfermedad previa?
Ming le habló entonces de los plazos de la muerte.
Cí conocía la clasificación de las heridas según el instrumento con el que se hubieran causado, pero le sorprendió que dicha categorización se emplease para determinar los plazos de la muerte. Ming le especificó que a las heridas producidas por golpes con manos y pies les correspondía un periodo de diez días, mientras que para las causadas con cualquier otra arma, incluidos los mordiscos, el tiempo límite se establecía en veinte días. Añadió que por escaldamiento o quemaduras pasaba a treinta días, que era el mismo plazo que correspondería al vaciado de ojos, labios cortados o huesos rotos.
—Y esto es determinante, pues si la muerte acaece dentro del plazo límite se considerará que obedece a las heridas, pero si lo traspasa, entonces se razonará que no es consecuencia directa de las secuelas y no podrá acusarse al reo de asesinato.
A Cí le resultó sorprendente que algo tan subjetivo se regulase con tal precisión.
—Pero ¿y si median heridas posteriores? ¿O si muere con posterioridad al plazo, pero a causa de las heridas iniciales?
—Te pondré un ejemplo. Imaginemos un herido por arma. Apenas un rasguño, pero que a la semana deriva en una corrupción que le conduce a la muerte. Supongamos que ésta se produce antes de los veinte días: entonces el criminal será acusado de asesinato, por leve que hubiese sido la herida causante. Ahora bien, si durante la evolución de la herida ese mismo hombre fuese mordido por una víbora y muriese a causa del veneno, entonces el criminal sería juzgado sólo por lesiones.
Cí meneó la cabeza, y la meneó más aún tras conocer supuestos complicados como el que afectaba a las mujeres embarazadas. Si tras ser heridas, abortaban antes de alcanzar el plazo límite, entonces éste se incrementaría en treinta días, teniendo en cuenta que la suma de los dos plazos nunca podría superar los cincuenta. Cuando le dijo que él era partidario de individualizar cada caso, fue Ming quien se extrañó.
—Las leyes están para cumplirlas. Esa rebeldía tuya ya te ha ocasionado bastantes problemas —le recriminó.
Cí no estaba seguro de ello. Era cierto que las leyes pretendían hacer el bien, pero, respetando las reglas, la Corte había otorgado el título de Oficial Imperial a un farsante como Astucia Gris. Al recordarlo, sintió un pinchazo en el estómago. Bajó la cabeza para dar por concluida la discusión y continuó con su trabajo mientras rumiaba qué sería de Astucia Gris.
* * *
El invierno transcurrió rápido, pero la primavera se enquistó en el ánimo de Cí.
A menudo se despertaba entre temblores mirando desesperado al vacío, buscando el fantasma de Tercera en la más absoluta oscuridad. La buscaba con los ojos tanto como con el corazón. Luego pasaba el resto de la noche temblando, aterrorizado por su ausencia y por la de una familia que a veces le parecía no haber tenido jamás. En tales ocasiones recordaba con añoranza al juez Feng. Alguna vez se había planteado averiguar su paradero, pero ahora en la academia las cosas marchaban bien y, además, tenía la convicción de que si entraba en su vida, tarde o temprano su condición de fugitivo le deshonraría.
Una tarde de asueto decidió buscar compañía en el Palacio del Placer.
La flor que eligió fue amable con él. Cí creyó que incluso dulce. Sus caricias no se detuvieron ante sus quemaduras y sus labios le recorrieron de formas que nunca habría podido imaginar. Él le entregaba sus qián y ella mitigaba su soledad.
Volvió a la semana siguiente, y a la otra, y otra más. Así, hasta que una noche nublada se topó con Astucia Gris sentado a la misma mesa en la que éste le había engañado meses atrás. Nada más verlo se le revolvió el estómago. El joven oficial bebía animado, rodeado de una cohorte de acémilas que reían sus gracias sin reparar en la fea cicatriz de su labio, cuando le divisó. Cí intentó escabullirse, pero cuando iba a alcanzar la puerta, Astucia Gris se lo impidió. Se le acercó despacio, lo aferró por el cuello y le conminó a que le mirase. Los amigos que le acompañaban lo sujetaron también.
No sentir los golpes hizo que éstos fueran más duros, más salvajes. No pararon hasta que quedó inerte. Se ensañaron con él.
Despertó en la academia, al cuidado de Ming. El hombre deslizaba un paño húmedo sobre su frente con la delicadeza de una madre que cuidara a su pequeño. Cí apenas podía moverse. Apenas podía ver. La negrura le envolvió. Cuando volvió a despertar, Ming continuaba allí. Escuchó su voz, pero no le comprendió. No supo cuánto tiempo transcurrió hasta que le logró entender.
El maestro le dijo que llevaba inconsciente tres días. Una muchacha, a la que al parecer conocía, había dado aviso de su situación y, acompañado de varios alumnos, había acudido a por él.
—Según relató, te atacaron unos desconocidos. O, al menos, eso es lo que yo he contado aquí.
Cí intentó incorporarse, pero Ming se lo impidió. El curandero que le había visitado le había prescrito descanso hasta que las roturas de las costillas sanasen. Debía guardar cama un par de semanas. Lo suficiente como para perderse las clases más importantes. Pero Ming le dijo que no se preocupase. Le cogió su mano con la misma dulzura que una flor.
—Yo velaré por ti.
* * *
Además de sus cuidados, durante la convalecencia, Cí hubo de soportar los continuos reproches de Ming. El maestro le recriminó que su comportamiento huraño le impidiera disfrutar del conocimiento, de la alegría de otros alumnos. Alababa su laboriosidad, pero la misma superioridad que mostraba en sus análisis parecía abocarle a un aislamiento pernicioso. Y, a juzgar por las consecuencias, la compañía de una flor no parecía ser el mejor remedio. Cí simulaba no escucharle, pero, durante la noche, cuando las horas transcurrían lentas, meditaba sobre las palabras que había fingido no oír. Palabras que le punzaban porque sabía que destilaban razón. Los mismos fantasmas que le asaltaban por las noches le estaban enterrando en vida. Las dudas sobre su padre le devoraban poco a poco, aferradas a sus vísceras, cada día creciendo más. Si en verdad pretendía conseguir su sueño, tendría que expulsar a aquel espectro de su corazón.
Pero desconocía cómo.
Decidió que aquella noche se lo confesaría a Ming.
Lo encontró en su despacho, semioculto tras una nube de incienso que, con sus halos fantasmagóricos, impregnaba de un gris sucio la oscuridad. El aroma denso y dulzón del sándalo penetró en sus pulmones, que se resintieron al hincharse. Sus ojos descubrieron a un Ming inmóvil meditando frente a una taza de té. Su rostro tenía el brillo mortecino de la cera. Al reconocerle, el maestro le invitó a sentarse con un hilo de voz. Cí le obedeció y guardó silencio. No sabía por dónde empezar, pero Ming se lo facilitó.
—Debe de ser importante para que interrumpas mis oraciones, pero adelante, estaré encantado de escucharte.
Su voz sonaba suave. Cí respiró. Ming sabía cómo transformar las aristas de una rama quebrada en un pincel fino, listo para el trabajo.
Le explicó quién era y de dónde venía. Le habló de la extraña enfermedad que marcaba su cuerpo, de su estancia en la universidad años atrás, de los días como ayudante del juez Feng, de la desaparición de su familia y de su terrible soledad. Pero, sobre todo, le reveló la ignominiosa actuación de su padre y el deshonor que había derramado sobre él. Cuando llegó el momento de contarle que él mismo era un fugitivo del alguacil que precisamente había aparecido asesinado, no se atrevió.
Ming le escuchó tranquilo mientras sorbía el té humeante como si se tratara de un manjar caro y exquisito. Su tez impasible era la de un anciano que acabara de escuchar una historia mil veces contada. Cuando terminó, colocó la taza sobre la mesa baja y le miró fijamente.
—Ya has cumplido veintidós años. Un árbol siempre es responsable de sus frutas, pero una fruta no puede serlo de su árbol. Aun así, estoy seguro de que, si buscas en tu interior, encontrarás motivos para enorgullecerte de tu padre. Yo los veo en tu sabiduría, en tus gestos, en tu educación.
—¿Mi educación? Desde que llegué a la academia mi vida ha sido un reguero de farsas y mentiras. Yo…
—Tú eres un joven ambicioso e impetuoso, pero no un desalmado. De lo contrario, no te asaltarían esos remordimientos que te impiden el descanso. En cuanto a tus mentiras… —vertió un poco más de té sobre su taza—, no es un buen consejo, pero deberías aprender a mentir mejor.
Ming se levantó y se dirigió a la biblioteca, de la que regresó con un libro que Cí reconoció. Era un código penal similar al de su padre.
—¿Un carnicero que domina el Songxingtong? —le retó—. ¿Un enterrador que aunque acaba de llegar a Lin’an conoce el único lugar donde se vende un alimento tan poco común como el queso? ¿Un pobre inculto que lo ha olvidado todo excepto sus extensos conocimientos sobre heridas y anatomía? Dime una cosa, Cí, ¿de verdad pensabas que podrías engañarme?
Cí no supo qué decir. Por fortuna para él, Ming interrumpió su balbuceo.
—Vi algo en ti, Cí. Detrás de las mentiras que vertía tu boca, advertí una sombra de tristeza. Tus ojos pedían ayuda. Inocentes… desvalidos. No me defraudes, Cí.
Aquella noche, Cí por fin descansó.
Fue la primera y la última vez. Al día siguiente, una noticia le sobrecogió.