Todos miraron con desprecio a Cí, a excepción de Astucia Gris, que simplemente escupió.
Cí se disculpó en silencio y, pese a la inquietud que le producía el cadáver de Kao, se colocó lo más cerca posible de la mesa para observar el trabajo de la pareja que les precedía. Costara lo que costara, necesitaba saber qué le había ocurrido a Kao. El miedo le atenazó, pero tragó saliva y se contuvo. Luego observó a sus compañeros inspeccionar el cuerpo desnudo mientras memorizaba cuantos detalles describían sobre sus hallazgos. Así, la primera pareja destacó la ausencia de heridas que hiciesen pensar en una muerte violenta, aventurando que tal vez se tratara de un simple accidente, en tanto que la segunda se fijó en las pequeñas mordeduras que presentaban sus labios y sus párpados, un hecho que atribuyó a las bandadas de peces hambrientos que infestaban los canales. El resto de las reflexiones afectaban a hechos incuestionables como la complexión, el color de la piel o antiguas cicatrices que no aportaban luz sobre las causas del fallecimiento.
Cuando la última varilla de incienso expiró, le tocó el turno a Astucia Gris. El joven se aproximó despacio, como si la nueva varilla sólo midiese su tiempo y no el de Cí. Como un felino que merodeara su presa, rodeó el cadáver para comenzar el examen en el sentido inverso al habitual. Tocó sus pies azulados. Luego ascendió palpando sus pantorrillas, gruesas pero bien formadas, sus rodillas nudosas y sus poderosos muslos hasta detenerse en su tallo de jade, también mordisqueado por los peces. Lo levantó con cuidado y observó sus testículos caídos, que Cí juzgó que manoseaba en exceso. Cí observó el avance de la varilla de incienso. Astucia Gris no había llegado aún al torso y ya había consumido la cuarta parte del tiempo. El estudiante continuó el ascenso hacia la cabeza, que giró de un lado a otro. Al igual que con el resto del cuerpo, no realizó ningún comentario. Finalmente, pidió ayuda para voltear el cadáver, momento que aprovechó Cí para comprobar la rigidez de sus miembros.
Astucia Gris continuó con exasperante lentitud, en contraste con la rapidez con la que el incienso se quemaba. Inspeccionó las orejas, la espalda ancha, los glúteos, que separó y juntó, y de nuevo sus extremidades inferiores.
Cí miró la varilla. Se había extinguido más de la mitad. Sin embargo, ni a Astucia Gris ni al propio Ming, que permanecía distraído charlando con otro estudiante, parecía importarles. Cí optó por no interrumpirle, con la idea de que Ming prolongaría el tiempo que excediera su compañero. Para cuando Astucia Gris dio por concluida su inspección, apenas quedaba un suspiro de incienso. A toda prisa, Cí le reemplazó.
Durante las inspecciones previas había comprobado que, en efecto, el cuerpo no presentaba señales de violencia, así que acudió directamente a la cabeza, prestando especial interés a la nuca. Esperaba encontrar algo en ella, pero no halló nada relevante. Luego continuó con la boca, los ojos y las fosas nasales. Tampoco encontró heridas extrañas ni signos que revelasen la acción de una ponzoña. Por último, se detuvo en los oídos. El derecho lo apreció normal, pero, de repente, en el izquierdo, creyó encontrar algo. Era sólo una intuición, pero necesitaba confirmarlo. Corrió hacia su talega y hurgó entre sus herramientas. El tiempo transcurría y no encontraba lo que buscaba. Miró la varilla de incienso justo en el instante en que se apagaba. Entonces volcó las herramientas, las desperdigó por el suelo y aferró unas pinzas y una pequeña piedra como si le fuera la vida en ello. Apretó los dientes y rezó por estar en lo cierto. Sin embargo, cuando se disponía a culminar el examen, uno de los guardias se interpuso entre él y el cadáver. Su rostro rezumaba gravedad. Cí pensó que le habían descubierto. Bajó la mirada y aguardó unos instantes que se le hicieron eternos.
—La prueba ha concluido —indicó el hombre.
Su corazón palpitó. No podía dar crédito a lo que oía. Tenía que continuar. Apenas había comenzado.
—Pero, señor, Astucia Gris empleó parte de mi tiempo —se atrevió a contestar—. Él…
—Eso no es asunto mío. Nos espera el prefecto —dijo sin apartarse de su posición.
Cí se dirigió a Ming buscando ayuda, pero éste escondió la mirada. Estaba solo.
«Tengo que hacerlo. Tengo que lograrlo».
Cí se inclinó en señal de aceptación. Se retiró despacio y dejó las pinzas en la talega. Sin embargo, antes de retirarse, pidió permiso para cubrir el cadáver con la sábana. El guardia dudó, pero se lo concedió, y Cí obedeció con diligencia.
A cualquier otro, la cara le habría cambiado. Cuando abandonaron la Habitación de la Muerte, los ojos de Cí brillaban satisfechos.
* * *
De regreso a la academia, Ming se disculpó ante Cí.
—Te aseguro que pensaba concederte más tiempo, pero no imaginé que eso contrariaría los planes del prefecto.
Cí no respondió. Sólo pensaba en las consecuencias de su descubrimiento. El prefecto, un hombre rechoncho que apestaba a sudor, les había recordado la imperiosa confidencialidad del caso, emplazándoles a encontrarse dos días más tarde para recabar los informes escritos. Dos días para decidir qué hacer con su destino.
Cí apenas tomó nada durante la comida. A su término debían presentar a Ming los resúmenes preliminares y él aún no sabía qué contarle. Probablemente, en la prefectura conocían el oficio de Kao, pues de otro modo no se explicaba el secretismo que parecía rodear el caso. Lo que ya no resultaba tan evidente era que supieran, como sabía él, que había sido asesinado. Sin embargo, si comunicaba sus conclusiones, alertaría a las autoridades sobre la existencia de un asesino y, en tal caso, quizá el primer sospechoso fuera él. Tragó un bocado que se le atascó en la boca del estómago. La segunda pareja ya había acudido al despacho de Ming. Pronto les tocaría a ellos. Miró a Astucia Gris recostado sobre una esterilla repasando sus notas. El corazón le palpitó.
«Dioses, ¿qué debo hacer?».
Se preguntó qué habría hecho su padre en su lugar y sintió una opresión en el pecho. Siempre que debía adoptar una decisión importante, su espectro le asaltaba para torturarle. Recordó los años en los que su padre había sido honesto y respetado, los años en los que le había ayudado y animado para que se presentara a los exámenes imperiales y añoró no disponer de alguien como el juez Feng en quien apoyarse.
El empellón de Astucia Gris le arrancó de sus pensamientos. Cí lo miró. Permanecía erguido frente a él, con una mirada arrogante urgiéndole a que se levantara. Cí obedeció, se sacudió las migas y le siguió sin dirigirle la palabra.
Era la primera vez que acudía al despacho privado de Ming. Le sorprendió acceder a una estancia tenebrosa, sin ventanas ni mamparas de papel que permitiesen el paso de la luz. En las paredes de madera rojiza apenas se distinguían viejas sedas que lucían grotescos dibujos de figuras humanas mostrando distintos detalles de su anatomía. El maestro aguardaba sentado tras una mesa de ébano negra, consultando un volumen en la penumbra. A sus espaldas, un anaquel iluminado con pequeños farolillos hacía resplandecer lúgubremente una colección de calaveras, clasificadas según su tamaño como si se tratase de una valiosa y extraña mercancía. Astucia Gris se le adelantó. Con el beneplácito de Ming, se arrodilló frente a la mesa y Cí le imitó. Finalmente, Ming concluyó sus anotaciones y elevó la mirada. Su rostro cansado reflejaba el hastío en sus ojos.
—Espero que al menos vosotros gocéis del mínimo entendimiento del que el resto de vuestros compañeros parece carecer. ¡En mi vida había escuchado tanta sandez junta! ¿A qué esperáis? ¡Empezad!
Astucia Gris carraspeó. Su mirada altiva se había quedado fuera del despacho. Extrajo sus notas y comenzó.
—Honorabilísima sabiduría, agradezco con sincera humildad la oportunidad de…
—Puedes ahorrarte tus humildades. Por favor, comienza de una vez —le interrumpió.
—Por supuesto, señor. —Carraspeó—. Pero no sé si Cí debería permanecer afuera. Como ya sabéis, un segundo juez jamás debe contaminar su juicio con el conocimiento de las conclusiones del primero.
—¡Por todos los dioses, Astucia Gris! ¿Quieres comenzar?
Volvió a carraspear. Dejó sus notas en el suelo y miró a Ming.
—Señor, antes de elucubrar sobre las causas de la muerte, habríamos de preguntarnos el porqué de tanta cautela. En otras ocasiones, tal reserva no ha sido precisa, lo que me conduce a pensar que el difunto debía de ser alguien de cierta relevancia o relacionado con alguien de cierta relevancia.
—Prosigue —dijo Ming con interés.
—En tal caso, la siguiente cuestión consistiría en entender por qué a las autoridades les interesa la opinión de unos estudiantes. Si precisan confidencialidad, la mejor forma de garantizarla es no descubrírnosla, lo cual significa que desconocen, o al menos, no tienen la seguridad de saber lo que ha ocurrido.
—Podría ser, en efecto.
—Respecto al oficio y condición social del fallecido, no disponer de información sobre su atuendo nos priva de valiosos datos, pero, al menos, la ausencia de callosidades nos hablan de un trabajo burocrático, al igual que sus uñas romas descartan un conocimiento literario.
—Una observación interesante…
—Así lo creo. —Sonrió sin recato—. Por último, en relación a las causas del deceso, el cadáver no presentaba ningún signo de violencia: ni moratones, ni heridas, ni signos de envenenamiento reciente. Tampoco ninguna excreción por ninguno de los siete orificios naturales que evidenciase una muerte provocada y que, de haber existido, habrían permanecido en forma de pequeños restos pese a la acción del agua.
—Entonces…
—Entonces deberíamos concluir que su muerte se produjo tras la caída al canal. A mi juicio, que el hombre muriera ahogado no reviste mayor importancia. Lo verdaderamente relevante es que esto sucedió tras una borrachera, como indica que apareciera aferrado a una garrafa con restos de licor.
—Ya… —El gesto de Ming cambió del interés a la decepción—. ¿Tu conclusión, pues…?
—Sí, venerable maestro —tartamudeó al advertir su mohín—. Como decía, el desdichado sin duda trabajaba en algún asunto importante. Su muerte, a todas luces inesperada, les ha supuesto un contratiempo y quieren asegurarse de que realmente se debió a un accidente.
Ming volvió a su cara de hastío. A excepción de los detalles relativos a la condición social del fallecido, cuanto había relatado Astucia Gris no era más que un calco de lo deducido por sus compañeros. Le agradeció su esfuerzo y se volvió hacia Cí.
—Tu turno —dijo sin convicción.
—Si pudiéramos examinar sus ropas… O hablar con la persona que lo encontró… —se interpuso Astucia Gris.
—Tu turno —reiteró Ming.
Cí se incorporó. Había escuchado con atención a Astucia Gris y se lamentaba de que se le hubiera adelantado con un par de conclusiones ciertas. Hasta ese instante había decidido contar esos mismos hallazgos o poco más y guardarse para él su terrible descubrimiento. Sin embargo, si se limitaba a repetir las palabras de su compañero, quedaría ante Ming como un necio. Pese a todo, lo intentó.
Ming enarcó una ceja. Esperó a que Cí continuara, pero el joven permaneció en silencio.
—¿Eso es todo?
—A la vista de lo investigado, es cuanto puedo decir. Lo que ha relatado Astucia Gris no carece de fundamento —intentó parecer convincente—. Al contrario, sus observaciones se revelan agudas y ajustadas, y coinciden con las mías por cuanto he visto y tocado.
—Pues entonces deberías prestar más atención, porque no te mantenemos en esta academia para que repitas lo que podría parlotear un loro. —Guardó silencio un instante, como si meditara lo que iba a decir—. ¡Y menos aún para que intentes engañarnos!
—No os entiendo. —Cí se sonrojó.
—¿De veras? Dime una cosa, Cí, ¿acaso crees que soy un necio?
Cí notó que se le encendían las mejillas. No sabía a qué se refería exactamente, pero se imaginaba que iba a averiguarlo muy pronto.
—No os comprendo… —repitió.
—¡Por todos los dioses! ¡Deja ya de actuar! ¿Crees que no me fijé cuando descubriste algo en su oreja? ¿Crees que no advertí tus extraños movimientos cuando simulaste que cubrías el cadáver? Si hasta pude apreciar tu sonrisa velada…
—No sé de qué me habláis —mintió Cí.
Ming se irguió con los orificios nasales dilatados y los ojos inyectados en sangre.
—¡Retiraos! ¡Vamos! ¡Retiraos! —aulló.
Mientras huían de la sala, ambos pudieron escucharle murmurar entre dientes «maldito mentiroso…».
* * *
Cí consumió la tarde pensando en cómo resolver una situación que se le antojaba insostenible. Las horas transcurrían lentas frente a sus notas y lo único que se le ocurría era renunciar a su sueño y escapar de Lin’an. Sin embargo, seguía en la biblioteca estrujándose la cabeza en busca de una solución. Finalmente, cogió un pincel y comenzó a escribir. Durante largo rato transcribió hasta el último detalle de cuanto había averiguado, sin saber aún si en algún momento entregaría el informe. Envidió la situación de Astucia Gris. Le había visto bromear con otros compañeros, empuñando una jarra de licor, como si el fracaso le resbalara igual que el alcohol por su garganta. A última hora, poco antes de la cena, Astucia Gris se le acercó tambaleándose. Sus ojos brillaban, igual que su sonrisa húmeda. Parecía contento. Le ofreció un sorbo de licor, pero Cí lo rechazó mientras guardaba apresuradamente su informe.
—Vamos, compañero —balbuceó—. Olvida a Ming y bebe un poco.
Cí se maravilló de los efectos que el licor podía provocar en algunas personas. Desde su ingreso en la academia, era la primera ocasión en que su compañero se dirigía a él sin insultarle. Volvió a rechazarlo, pero Astucia Gris insistió.
—¿Sabes? Tengo que confesarte que hasta esta misma tarde te odiaba… El listo de Cí… El inteligente de Cí… —Echó otro trago—. Pero, por el Gran Buda, hoy no has sido más listo. Todavía recuerdo tus palabras: «Lo que ha relatado Astucia Gris no carece de fundamento. Al contrario, sus observaciones se revelan agudas y ajustadas, y coinciden con las mías por cuanto he visto y tocado» —le imitó—. Me has caído simpático. Ten. —Le acercó la jarra y rio con estruendo.
Cí cogió la jarra y bebió un trago con la única intención de que le dejase en paz. Sintió el calor del licor de arroz atravesar su garganta y abrasarle el estómago. No estaba acostumbrado a ingerir bebidas tan fuertes.
—¡Fantástico! —rio Astucia Gris—. Escucha. Esta noche, varios estudiantes iremos a cenar al Palacio del Placer y brindaremos a la salud del viejo Ming. ¿Quieres venir? Reiremos como borrachos y disfrutaremos como príncipes.
—No, gracias. No me gustaría que Ming se enterara…
—¿Y qué si se entera? ¿Acaso crees que somos sus prisioneros? Ming sólo es un pobre avinagrado que nunca tiene suficiente. ¡Venga, anímate! Lo pasaremos bien. Te esperaremos al segundo gong, abajo, junto a la fuente del jardín. —Dejó el licor a los pies de Cí y se fue canturreando por donde había venido.
Cí agarró la jarra y miró dentro. El líquido se agitaba en la oscuridad como su propia alma. Había apurado toda la tarde buscando una solución inexistente y ya no sabía qué hacer. Si revelaba cuanto sabía, recuperaría la confianza de Ming, pero se situaría en la diana de la justicia. Si callaba, perdería la oportunidad que tanto había soñado de acceder a la judicatura. Acercó la jarra a sus labios y volvió a beber. En esta ocasión, el licor le reconfortó. Poco a poco, su entendimiento se nubló y sus problemas comenzaron a desvanecerse.
El aviso del segundo gong le sorprendió sentado en la biblioteca. No pensaba con claridad, pero tampoco lo necesitaba. A su lado descansaba vacía la jarra de licor. Se preguntó durante cuánto tiempo más le mantendría Ming pensionado en la academia. Cuánto tiempo tardaría en enviarle de regreso al cementerio.
¿Qué más le daba?
Escuchó unas risas procedentes del jardín. Se levantó vacilante y bajó las escaleras. Abajo, junto a la fuente, cuatro estudiantes con sendas jarras rodeaban a Astucia Gris. Cí los contempló un instante. Parecían contentos. No se decidió. Finalmente, dio media vuelta para dirigirse a los dormitorios cuando Astucia Gris advirtió su presencia. Cí oyó su voz pidiéndole que se acercara. Su tono era amable y persuasivo. Lo dudó, pero no se movió. Le apetecía beber más, pero en su interior algo le decía que no era buena idea. En ese instante Astucia Gris se le acercó. Sonreía. Le pasó el brazo por el hombro y le insistió en que les acompañara, asegurándole que se divertirían. En el último instante, Cí se dijo que si todo le salía mal, al menos no perdería la oportunidad de congeniar con Astucia Gris.
* * *
En el Palacio del Placer Cí descubrió las mujeres más bellas que jamás hubiera podido imaginar.
Nada más entrar, un vivaracho sirviente salió al encuentro de Astucia Gris y con grandes aspavientos le buscó acomodo entre el bullicio de hombres acaudalados, mercaderes y universitarios que corrían tras las bailarinas. La música de los laúdes y las cítaras excitaba a los clientes, que reían y jadeaban ante las mujeres maquilladas que giraban alrededor de ellos como nenúfares en un remolino. Cí advirtió que, en ocasiones, las jóvenes se subían ligeramente sus vestidos dejando a la vista sus pequeños pies con polainas, lo que despertaba la lujuria de los hombres al mismo tiempo que sus gritos. Astucia Gris parecía formar parte del espectáculo, saludando a amigos, conocidos y camareros como si fuera el mismísimo dueño del prostíbulo. Pronto, una nube de sirvientes comenzó a abarrotar la mesa con platos y licores de todo tipo. Astucia Gris no tardó en demandar una pareja de flores para que les hicieran compañía. Enseguida dos bellezas sonrientes tomaron asiento junto a los seis jóvenes mientras Astucia Gris escanciaba las botellas. Ocho era el número perfecto.
—¿Te gustan, eh? —sonrió Astucia Gris a Cí mientras acariciaba la pierna de una de ellas—. Atended bien —se dirigió a las flores como si las conociera desde hace años—. Éste es Cí. El lector de cadáveres. Mi nuevo compañero. Puede hablar con los espíritus, así que sed dulces como la miel u os convertirá en borricos. —Y rio desencajado acompañado por sus amigos.
A Cí le incomodó que las dos flores cambiaran sus sitios para aposentarse a su lado. Sin embargo, el aguijón del deseo le hirió con fuerza. Hacía mucho tiempo que no rozaba a una mujer. Tanto que había olvidado la suavidad de su piel y la caricia de sus perfumes. Su sentido se enturbió, pero la llegada de las viandas le distrajo de otros apetitos. Había tantas y tan diferentes que parecían hacer verdad el dicho de que en Lin’an se comía cualquier cosa que volara menos las cometas, cualquier cosa que nadara menos los barcos y cualquier cosa con patas menos las mesas. Sobre los tapetes se amontonaban entrantes fríos de caracoles al vapor con jengibre, budín de las ocho gemas o cangrejos perlíferos que le disputaban el sitio a primeros platos de arroz frito, costillas de cerdo con castañas, fritura de ostras al diente de dragón y pescado crujiente de río. En otra mesa auxiliar, varios cuencos de sopas especiadas aguardaban turno para ejercer su papel digestivo. El vino tibio de arroz corría de cuenco en cuenco y las risas crecían al mismo ritmo que las manchas sobre las pecheras. Cí engullía feliz, asombrado aún con el cambio experimentado por Astucia Gris, que entre sorbo y sorbo le alentaba a que se divirtiera.
Cí no necesitaba que le animaran. Las dos flores ya se encargaban de ello.
La primera vez que sintió la mano de una de ellas deslizarse por su entrepierna escupió el trago de un respingo. A la segunda ocasión, Cí intentó ser honesto con la chica. Le confesó que le perturbaba su perfume y que el rojo oscuro de sus labios le aturdía hasta lo más profundo de su tallo, pero era pobre como una rata y no podría agradecerle sus servicios. Sin embargo, eso no pareció importarle a la flor, que inclinó suavemente su cabeza hasta rozarle el cuello con la lengua.
Un restallido de placer le sacudió la espalda erizándole la piel. Escuchó las risas de Astucia Gris y a sus cuatro amigos jaleándole a que la acompañara.
Cí apenas podía pensar. Los últimos cuencos de licor le habían transportado a un neblinoso mundo de caricias y esencias que le arrastraban hacia un vértigo de placeres jamás imaginados. Iba a besar a la flor cuando sintió que alguien le zarandeaba en el hombro. Creyó escuchar una recriminación.
—¡Te digo que la sueltes y te busques otra! —volvió a farfullar un hombre de mediana edad, con un bastón en la mano.
—¡Eh! ¡Déjale en paz! —intervino Astucia Gris.
El hombre no le escuchó. Agarró a la flor por el brazo y tiró de ella como si fuera a arrancárselo, arramblando con todos los platillos que quedaban en la mesa. Cí se levantó para impedírselo, pero, antes de lograrlo, recibió un bastonazo en la cara que lo arrojó al suelo. El hombre iba a propinarle otro cuando Astucia Gris se abalanzó sobre él y lo hizo caer. Enseguida acudieron varios sirvientes para separarlos.
—¡Maldito borracho! —bramó Astucia Gris mientras se limpiaba la pequeña herida que se acababa de hacer en una mano—. Deberían tener cuidado con la gente que dejan entrar. —Y ayudó a Cí a levantarse—. ¿Estás bien?
Cí aún no sabía con certeza lo que había ocurrido porque el alcohol era el amo de sus torpes movimientos. Se dejó ayudar por Astucia Gris cuando le condujo a una mesa limpia en un rincón tranquilo de la sala. Los otros estudiantes prefirieron quedarse cerca de las flores.
—¡Por el Gran Buda! Ese imbécil casi nos fastidia la noche. ¿Quieres que llame a la chica?
—No. Déjalo. —Todo le daba vueltas.
—¿Seguro? Parece una experta y sus pies son deliciosos. Apuesto a que colea como un pez recién ensartado. Pero si no te apetece, olvidémoslo. ¡Hemos venido a divertirnos! —E hizo una seña a un empleado para que les sirviera más licor.
Cí empezó a divertirse con Astucia Gris. El joven parecía haberse desprendido de sus aires de superioridad y charlaba y reía como si fueran amigos de toda la vida. Sus comentarios sobre los viejos que babeaban entre las bailarinas mientras éstas les birlaban sus monedas y sus muecas imitándoles de forma irreverente le hacían reír de una forma que ya había olvidado. Pidieron unos pastelillos de sésamo y algo de licor de arroz, y continuaron bebiendo hasta que las palabras comenzaron a atropellárseles. Por un momento, se quedaron en silencio, torpes, descansando.
Entonces, el rostro de Astucia Gris cambió.
El estudiante le habló de su soledad. Desde muy joven, su padre le había enviado a los mejores colegios y escuelas, donde había crecido rodeado de sabiduría, pero alejado del cariño de sus hermanos, de los besos de su madre o de las confidencias de un amigo. Había aprendido a valerse por sí mismo, pero también a no confiar en nadie. Su vida era la de un hermoso caballo de pura raza encerrado en un establo dorado, pero dispuesto a cocear al primero que se le acercara. Y odiaba esa vida triste y solitaria.
Cí le compadeció. Apenas podía mantener los ojos abiertos.
—Tendrás que disculparme —le confesó Astucia Gris—. Me he comportado contigo como un indeseable, pero es que al menos en la academia gozaba del respeto de Ming… O así lo creía, hasta que llegaste tú. Ahora sólo tiene ojos para tus deducciones…
Cí miró al joven sin saber qué decir. El licor le amodorraba el pensamiento.
—Olvídalo —balbució—. No soy tan brillante.
—Sí que lo eres —reiteró, cabizbajo—. Esta mañana, por ejemplo, en la Habitación de los Muertos, descubriste lo que ninguno de nosotros fuimos capaces de ver.
—¿Yo?
—Lo que encontraste en la oreja de ese hombre. ¡Maldición! Sólo soy un inepto engreído…
—No digas eso. Cualquiera podría haberse fijado.
—No. Yo no. —Y hundió su rostro en otro vaso de alcohol.
Cí vio la derrota en sus ojos. Hurgó en un bolsillo y sacó torpemente una pequeña piedra metálica.
—Observa esto —dijo y le mostró la piedra. Acto seguido, la aproximó lentamente a una fuente de hierro hasta que, de repente, como por arte de magia, saltó de su mano y voló hasta adherirse a la fuente. Los ojos de Astucia Gris se redondearon en sus órbitas y casi se le salieron cuando intentó separarla sin lograrlo.
—Pero… —No comprendió—. ¿Un imán?
—Un imán —le confió Cí mientras lo desprendía—. Si hubieras dispuesto de uno, tú también habrías descubierto la varilla insertada en su oído. La varilla de hierro con la que asesinaron a ese alguacil.
—¿Asesinado? ¿Alguacil? ¿Pero qué dices? Realmente eres un diablo, Cí. —Y volvió a beber más animado—. Entonces, la jarra de licor que encontraron aferrada a su mano…
Cí echó un vistazo a su alrededor hasta descubrir a un anciano que dormía en un diván con un bastón entre las manos. Se lo mostró a Astucia Gris.
—Fíjate. No lo aferra. —Los ojos se le cerraron. Los abrió un instante después para continuar—. El bastón sólo descansa dócil en sus manos. Cuando una persona fallece, con su último aliento deja escapar todas sus fuerzas. Sólo si después de muerto alguien coloca ahí la jarra, y la mantiene hasta que la rigidez cadavérica actúe…
—¿Un señuelo?
—En efecto. —Y apuró su vaso casi sin poder articular su pensamiento.
—De verdad eres un diablo.
Cí no supo qué decir. El licor le amodorraba cada vez más el entendimiento. Se le ocurrió brindar.
—Por mi nuevo amigo —dijo Cí.
Astucia Gris vació el vaso.
—Por mi nuevo amigo —repitió Astucia Gris.
Astucia Gris llamó a un camarero para pedir más licor, pero Cí lo rechazó. Apenas si podía distinguir el torbellino de vasos, clientes y bailarinas que daban vueltas a su alrededor. Sin embargo, le pareció distinguir a una figura esbelta que se destacaba entre la vorágine y se acercaba lentamente hacia él. Cí creyó reconocer la belleza fugaz de unos ojos almendrados a un suspiro de los suyos. Después, la humedad de unos labios cargados de deseo le inundó hasta transportarle al paraíso.
Mientras Cí se dejaba acurrucar por los brazos de la flor, Astucia Gris se levantó.
Si en lugar de abandonarse a las caricias, en aquel momento Cí hubiese alzado la vista, se habría asombrado al comprobar cómo Astucia Gris se deshacía de su borrachera y caminaba con determinación para entregar las monedas convenidas al mismo hombre que momentos antes les había atacado.