Durante el sepelio, Cí sintió que una parte de él se quedaba dentro del pequeño ataúd. La otra parte era un amasijo de carne desmembrada, retales que aunque se cosieran jamás volverían a lucir como antes. Por primera vez sintió más pena por su alma que por su cuerpo, como si las quemaduras que le habían desfigurado desde niño abrasaran ahora su interior y no encontrara el agua que pudiera apagarlas.
Lloró hasta que se le secaron las lágrimas. Se encontraba vacío, como si su cuerpo fuera sólo un caparazón hueco. Únicamente sentía amargura y desesperación. Primero habían fallecido sus hermanas. Luego su hermano y sus padres. Y ahora la pequeña.
No le acompañaba nadie. Tan sólo Xu. El adivino se mantenía expectante en silencio, masticando unas raíces junto a la carretilla alquilada en la que habían transportado el féretro. Cí aún no había terminado de arreglar las flores con las que pretendía disfrazar la tristeza de la fosa cuando el adivino se le acercó y le puso en las narices el contrato de su venta como esclavo. Cí se revolvió. Aferró el papel y lo rompió en mil pedazos. Sin embargo, a Xu no pareció afectarle. Se agachó para recogerlos tranquilamente y comenzó a juntarlos con cuidado, como si pretendiese recomponerlos.
—¿No quieres firmarlo? —sonrió—. Dime una cosa, Cí. ¿En serio crees que voy a dejar escapar a la mejor baza de mi negocio?
Cí lo atravesó con la mirada. Iba a marcharse cuando escuchó aullar a Xu.
—¿A dónde crees que vas? ¡Sin mí no eres nada! Sólo un pretencioso muerto de hambre.
—¿A dónde? —Cí explotó—. ¡Lejos de ti y de tu asquerosa codicia! ¡A la Academia Ming!
Apenas podía pensar. Nada más acabar la frase se arrepintió de haberla pronunciado.
—¿De verdad crees eso? ¡Pero qué equivocado estás! —Rio—. Si me abandonas, te denunciaré a ese alguacil que vino a buscarte al cementerio, luego me mearé en la tumba de tu hermana y me iré de putas con la recompensa.
Un relámpago en forma de puñetazo interrumpió las amenazas de Xu. El segundo golpe acabó con sus dientes. Cí sacudió la mano mientras se contenía para no aplastarle el cráneo. Xu escupió sangre, pero aun así mantuvo su sonrisa bobalicona.
—Estarás conmigo o con nadie.
—¡Escúchame tú! —le retó—. Ponte tu maldito disfraz y saca las migajas que puedas. Seguramente engañarás a los suficientes como para obtener más que con la recompensa. Si algún día me entero de que has hablado con Kao, correré la voz de tus mentiras y se te acabará el negocio. —Iba a marcharse, pero se detuvo—. Y si me entero de que has rozado un grano de tierra de esta tumba, te abriré en dos y me comeré tu corazón.
Dejó una última flor sobre la tumba de Tercera y partió de la colina en dirección a Lin’an.
* * *
Cí contempló los sauces desnudos zarandeados por el viento, diciéndose que ni sus ramas más descarnadas se sentirían tan abandonadas como él. La lluvia invernal traspasaba sus ropas y golpeaba su piel mientras vagabundeaba pensando en la nada, a solas con su tristeza. Unos pasos huérfanos le condujeron por un bullicio del que no se percató entre una miríada de almas que no repararon en él.
Anduvo toda la mañana recorriendo los mismos canales, las mismas callejuelas, repitiendo trayectos sin advertirlo. Miraba al suelo. Pisaba la suciedad que poco a poco parecía trepar por sus piernas para asfixiarle la garganta. A mediodía se detuvo para respirar. Alzó la vista y se encontró atrapado en un dolor más fuerte que la soledad, padeciendo en su alma el peso agobiante de la desesperanza. Mientras deslizaba su espalda contra el viejo pilar de madera hasta acuclillarse, se preguntó si merecería la pena estudiar en la academia. ¿Acaso el conocimiento que adquiriese le devolvería la alegría de Tercera o el tierno cariño de su madre o la honestidad que su padre le había negado?
Imágenes desdibujadas de su hermana, pequeñas sonrisas que parecían desvanecerse entre la lluvia, sus ojitos vivarachos brillantes por la fiebre… Todo desaparecía volviéndose de un gris plomizo y uniforme, del horrible color del desaliento.
Pensó en su familia: en su madre, en su padre, en sus hermanos… Recordó el tiempo en que todos eran felices; el tiempo en el que compartían ilusiones que saltaban de unos a otros. Un tiempo que ya jamás regresaría.
Permaneció sentado mientras el agua que caía sobre su rostro enturbiaba su mirada, del mismo modo que la soledad ensombrecía su alma. Se habría quedado allí de no ser por el joven pordiosero que se sentó inesperadamente a su lado en busca de refugio. El muchacho no tenía brazos. Tan sólo dos muñones a los que habían atado unas bolsas de tela para que pudiera acarrear grano. Pese a su limitación, el muchacho sonreía mostrando sus encías vacías y unos ojos que desaparecían en un guiño de felicidad. Le dijo que le gustaba la lluvia porque le lavaba la cara. Cí le ajustó las bolsas y enjugó su rostro con un paño empapado. Recordó entonces la cara de Tercera, siempre risueña pese a la enfermedad. Imaginó su espíritu cerca de él, animándole a que se levantara y corriese hacia sus sueños. Sintió su presencia. Por un instante casi la tocó.
Acarició la cabeza del mozuelo y se levantó. Comenzaba a escampar. Si se apresuraba, alcanzaría la Academia Ming antes del atardecer.
Llegó antes de lo imaginado, impulsado por una ansiedad que fue incapaz de dominar. Desde el exterior del antiguo palacio donde se ubicaba la academia adivinó las siluetas de los estudiantes que discutían animadamente tras las ventanas iluminadas. Sus risas traspasaban los jardines de ciruelos, perales y albaricoqueros que se erguían frente al poderoso muro de piedra que protegía el edificio. Soñó que él era uno más de ellos y su alma chisporroteó. En ese instante, un grupo de estudiantes apareció por una calleja en dirección a la academia. Charlaban sobre los libros que acababan de adquirir y apostaban respecto a cuál sería el primero en aprobar los exámenes que les conducirían a la judicatura. Detrás de ellos, un par de criados tiraban de un carro de mano cargado de fruta, dulces y viandas.
Cuando el grupo traspasó la puerta, el corazón se le encogió. Por un momento, se preguntó si realmente su sitio estaría en un lugar reservado a jóvenes adinerados, descendientes de nobles y de jueces hastiados de riquezas. Observó que uno de los estudiantes le miraba por encima del hombro, como si temiera que su proximidad pudiera contaminar su nobleza. Al sentirse descubierto, el joven miró hacia otro lado y cuchicheó algo a sus compañeros, quienes se giraron para mirarle con desprecio. Luego desaparecieron tras la puerta de doble hoja que daba acceso al palacio. Cí los vio marchar. Dentro se custodiaban la sabiduría y la limpieza. Afuera quedaban la basura y la ignorancia.
Se armó de valor y les siguió.
Se dirigía hacia el jardín cuando le salió al paso un hombrecillo, vara en mano, agitándola como quien espanta a una mosca. Cuando Cí le comunicó su intención de entrevistarse con el maestro Ming, el criado lo miró de arriba abajo y le contestó que era imposible. Aunque Cí le aseguró que el propio Ming le había invitado, el guardián no le creyó.
—El maestro no invita a pordioseros. —Le empujó a empellones hacia la puerta.
Mientras retrocedía, Cí advirtió cómo los estudiantes se reían de él antes de desaparecer tras los árboles.
No lo soportó. Era su oportunidad y no iba a perderla. Se zafó del hombrecillo y echó a correr hacia el edificio mientras a su espalda resonaban gritos de alarma. Traspasó el umbral de entrada y atravesó un salón al tiempo que una jauría de estudiantes se unía al criado que intentaba capturarle. Cí cerró tras de sí una segunda puerta y saltó por una ventana a otra habitación donde varios jóvenes permanecían meditando. Sin darles tiempo a reaccionar, cruzó el aula y corrió hacia una biblioteca, donde se dio de bruces contra un grupo de alumnos que consultaban sus volúmenes, haciendo que varios libros cayeran por el suelo desparramados. Miró a su alrededor. Allá donde fuera, nuevos estudiantes se unían al hombrecillo, que le pisaba los talones. Estaba rodeado. Advirtió unas escaleras que conducían hacia las dependencias superiores y se encaramó por ellas subiendo los peldaños de dos en dos. Sin embargo, al llegar arriba, encontró que la puerta en la que finalizaban estaba cerrada. Intentó forzarla a empujones, pero no cedió. Para cuando quiso retroceder, una muchedumbre enfurecida comenzaba a ascender hacia él enarbolando todo tipo de palos y varas. Cí apoyó la espalda contra la puerta y volvió a empujar. Casi podía sentir los golpes en su rostro. Se protegió la cara a la espera del primer impacto, pero no llegó a recibirlo porque la puerta se abrió sola hacia adentro.
De repente, los perseguidores se detuvieron en seco.
Cí no comprendió lo que sucedía hasta que giró la cabeza. Tras él, la figura muda de Ming, bajo un gorro alado, le observaba con fiereza.
De nada valieron sus explicaciones. Cuando Ming escuchó la versión del criado, ordenó que lo expulsaran. De inmediato, media docena de estudiantes se abalanzaron sobre Cí, lo arrastraron escaleras abajo y lo arrojaron al jardín a empellones, no sin antes advertirle que la próxima vez no tendrían tantos miramientos.
Aún estaba sacudiéndose el polvo cuando un brazo le ayudó a levantarse. Era el guardián que vigilaba la entrada. Una vez de pie, el hombrecillo le tendió una escudilla de arroz. Cí pareció no comprender, pero, aun así, le dio las gracias.
—Dáselas al maestro —dijo, y le señaló la ubicación de su despacho—. Ha dicho que te recibirá mañana si te presentas con educación.
* * *
Cí engulló la ración con avidez, pero, al poco, el arroz se le revolvió en el estómago hasta hacerle vomitar. Luego las horas transcurrieron lentas mientras se agotaban los últimos rayos de luz.
Pasó la noche a la intemperie, tumbado como un perro junto a la puerta de la academia. Apenas durmió. Tan sólo cerró los ojos imaginando a Tercera, ya feliz. Poco podía hacer por ella más que honrarla como al resto de su familia y desear que su espíritu también le protegiera.
A la mañana siguiente sintió cómo una sacudida le desperezaba.
Entre legañas, Cí distinguió al criado que el día anterior le había perseguido con la vara y que ahora le sonreía mostrándole sin rubor los huecos de sus encías urgiéndole a que se levantara y se adecentara. Cí se sacudió el polvo y se recogió el pelo bajo el gorro. Luego siguió al hombrecillo, que corría a pasos menudos, como si llevara los pies atados. El jardinero se detuvo un instante junto a una fuente para permitir que Cí se refrescara y continuó por el jardín hasta llegar a la biblioteca. Una vez allí, se inclinó ante la figura tranquila del maestro Ming, quien hojeaba impasible las páginas de un libro. Al advertir la presencia de Cí, el maestro cerró el volumen y lo depositó sobre una mesa baja que tenía delante. Alzó la vista y lo miró con curiosidad.
Cí se inclinó ante él, pero Ming le indicó que avanzase y tomase asiento. Cuando lo hizo, el profesor se tomó su tiempo en observarle. Cí reparó en su tez clara y sus bigotes de gato. El hombre lucía la misma toga de seda roja con la que le había visto en el cementerio. Cí tamborileó los dedos mientras aguardaba sus palabras. Finalmente, el maestro se levantó.
—Muchacho, muchacho… ¿Cómo debería llamarte? —Paseó de un lado a otro de la estancia—. ¿El sorprendente adivino de asesinatos? ¿O quizá el inesperado invasor de academias?
Cí se ruborizó. Atinó a balbucear que se llamaba Cí, pero cuando el maestro le preguntó por su apellido, recordó el informe sobre la conducta deshonrosa de su padre y en previsión de posteriores preguntas incómodas guardó silencio.
—Está bien, Cí Sin Padres. Respóndeme a otra cosa —prosiguió Ming—. ¿Por qué debería mantener mi oferta ante alguien que reniega de sus progenitores con un simulado olvido? Ciertamente, el otro día en el cementerio pensé que alguien con tu perspicacia no sólo merecía una oportunidad, sino que hasta me atreví a imaginar que quizá tuvieses algo que aportar a la difícil ciencia de los muertos. Pero a la luz de tu violenta irrupción de ayer, más propia de un vulgar salteador de caminos que de un joven honrado, ahora albergo enormes dudas.
Cí buscó una respuesta. No podía revelar su ascendencia sin comprometer su seguridad, pero tampoco deseaba comenzar una cadena de mentiras. Valoró contar que era huérfano, pero, aun así, supuso que el maestro le interrogaría. Transcurrieron unos segundos que a Cí se le antojaron eternos. Finalmente, tomó una decisión.
—Hará unos tres años sufrí un terrible accidente, un grave percance que me borró los recuerdos. —Se desabrochó lentamente la camisola y le mostró las cicatrices que poblaban su pecho. Igual de despacio, se la cerró—. Sólo recuerdo que un día aparecí en medio del campo. Una familia me recogió y cuidó de mis heridas, pero cuando emigraron al sur yo opté por venir a la ciudad. Ellos siempre dijeron que éste debía ser mi lugar.
—Ya. —Ming se atusó los bigotes lentamente—. Y, sin embargo, conoces qué métodos emplear para revelar heridas ocultas, en qué lugar se le tatúa el nombre a un reo o de qué forma unas cuchilladas provocan o no la muerte…
—Con aquella familia trabajé en un matadero —improvisó—. El resto lo he aprendido en el cementerio.
—Muchacho, en el cementerio sólo se aprende a enterrar… y a mentir.
—Honorable señor, yo…
—Eso por no hablar de tu inapropiada irrupción de anoche… —le interrumpió.
—¡Aquel guardián era un necio! Le hablé de la oferta que me hicisteis en el cementerio, pero se negó a escucharme.
—¡Silencio! ¿Cómo te atreves a insultar a alguien a quien no conoces? Aquí todos hacen lo que se les ordena, incluso ese guardián al que tan gratuitamente tildas de necio… y que sin duda te califica a ti como a tal. —Le señaló un volumen que había sobre la mesita—. ¿Lo reconoces?
Cí cogió el volumen y lo ojeó con cuidado. Intentó tragar saliva, pero no lo consiguió. Lo conocía bien porque era el libro de su padre. El mismo que había perdido cerca del canal durante su huida de Kao.
—¿Dónde… dónde lo encontrasteis? —tartamudeó.
—¿Dónde lo perdiste tú? —replicó el maestro Ming.
Cí esquivó su mirada. Inventase lo que inventase, Ming lo descubriría.
—Me lo robaron —acertó a decir.
—Ya. Pues quizá fuera ese ladrón el mismo que me lo vendió a mí —replicó de nuevo Ming.
Cí calló. Sin duda, Ming le había reconocido y tal vez también supiera lo del alguacil que le perseguía. Acudir a la academia había sido un error. Dejó el libro donde lo había encontrado y suspiró. Luego se levantó dispuesto a marcharse, pero el maestro se lo impidió.
—Se lo compré a un rufián en el mercado. Durante nuestro encuentro en el cementerio me resultaste familiar, aunque entonces no te reconocí. Mi memoria ya no es la que era —se lamentó—. Pero la semana pasada, durante mi habitual paseo por el mercado de los libros, me llamó la atención un ejemplar que ofrecían en un puesto poco recomendable. Entonces me acordé de ti. Me imaginé que tarde o temprano aparecerías por aquí, y por eso lo adquirí. —Frunció los labios y se apretó la cara con una mano, como si meditara qué decir mientras respiraba con parsimonia. Le pidió a Cí que volviera a sentarse—. Querido muchacho, seguramente me arrepienta, pero a pesar de tus mentiras y de las poderosas razones que espero que tengas para esgrimirlas, voy a mantener mi oferta y a brindarte una oportunidad. —Cogió el libro—. No cabe duda de que posees unas cualidades excepcionales y sería una verdadera lástima que, entre tanta mediocridad, éstas se desperdiciaran. Así pues, si realmente estás dispuesto a hacer lo que te mande… —Le tendió el libro de su padre—. Ten. Es tuyo.
Cí lo aceptó temblando. Aún no comprendía por qué Ming lo admitía en la academia, pero, al menos, de sus palabras parecía desprenderse que no había conocido a Kao. Se postró de hinojos ante él, pero el maestro le incorporó.
—No me lo agradezcas. Tendrás que ganártelo día a día.
—No os arrepentiréis, señor.
—Eso espero, muchacho. Eso espero.
* * *
Cí conoció a sus futuros compañeros en la Digna Sala de las Discusiones, el fastuoso salón de tilo donde habitualmente se celebraban los debates y los exámenes. Como de costumbre, un interminable claustro de profesores junto a los alumnos de las distintas disciplinas aguardaban alineados en perfecta formación para conocer al nuevo aspirante y expresar sus objeciones. Observado por cientos de ojos, Cí permanecía de pie en el centro de la sala procurando que el temblor de sus manos permaneciera igual de escondido que el resto de sus nervios.
En medio de un solemne silencio, Ming avanzó hacia el viejo estrado de madera que presidía la sala. Ascendió la escalerilla, se inclinó ante los profesores e hizo lo propio ante los alumnos para agradecerles su presencia. Luego pasó a relatar el casual encuentro del cementerio, hecho que le permitió descubrir el sorprendente talento de Cí, el lector de cadáveres, a quien calificó como una incomprensible mezcla de hechicería, curandería y erudición y cuyo aspecto y modales burdos, tal vez, y recalcó el «tal vez», pudieran pulirse hasta hacerle brillar como una joya tallada. Por tal razón, solicitaba del claustro que la vacante escolar fuera adjudicada de forma provisional a Cí, de modo que éste tuviera la oportunidad de corroborar las cualidades que a su juicio atesoraba.
Para asombro de Cí, cuando el claustro interrogó a Ming sobre los orígenes del solicitante, éste recreó como certera la fábula del accidente que le condujo a perder la memoria, mencionando de camino su pasado como enterrador, carnicero y adivino.
Una vez concluida la presentación, Ming le cedió el estrado a Cí. Era el turno de los profesores. Cí buscó entre sus rostros algún gesto amable, pero se dio de bruces contra una fila de estatuas. Los primeros profesores lo interrogaron sobre el conocimiento de los clásicos, un segundo grupo sobre leyes y otros cuantos más sobre poesía. Después, durante el turno de las objeciones, un profesor enjuto de cejas exageradamente pobladas tomó la palabra.
—A buen seguro, deslumbrado por el artificio de tus predicciones, nuestro colega Ming no ha dudado en presentarte con todo tipo de elogios. Y no lo critico por ello. —Hizo una pausa para buscar las palabras—. En ocasiones, es difícil distinguir entre el fulgor del oro y el brillo del latón. Pero, por lo visto, la veracidad de esas mismas predicciones le ha conducido a imaginar que se encontraba ante un ser distinto, un iluminado capaz de codearse sin más con quienes han dedicado su vida al estudio de las letras. Desde luego, no me extraña. Ming es conocido por su insólita pasión hacia los riñones, las vísceras y otros despojos, en detrimento de asuntos verdaderamente importantes, como la literatura o los poemas. De hecho —se giró hacia él—, ni siquiera se ha irritado con algunas de tus erróneas respuestas. Sin embargo, y como ya deberías saber, la resolución de crímenes y la posterior aplicación de la justicia requieren de un enfoque que trasciende las simples conjeturas sobre el quién o el cómo. La verdad sólo resplandece entendiendo los motivos que impulsan a obrar, comprendiendo las inquietudes, las situaciones, las causas… Algo que no está en las heridas ni en las entrañas. Y para ello se precisan personas cultivadas en el arte, en la pintura y en las letras.
Cí permaneció mudo mientras contemplaba al profesor que acababa de expresar sus objeciones. Admitía su parte de razón, pero discrepaba de su absoluto desprecio hacia la medicina. Si en ocasiones los jueces eran incapaces de distinguir una muerte natural de un asesinato, ¿cómo demonios iban a impartir justicia? Lo pensó antes de contestar.
—Honorable profesor, yo no me presento aquí para ganar una batalla —le cumplimentó—. No pretendo hacer prevalecer lo poco que sé, ni desmerecer lo mucho que saben los maestros y alumnos que habitan en esta academia. Tan sólo quiero aprender. El conocimiento no entiende de murallas, de límites o de compartimentos. Pero tampoco entiende de prejuicios. Si me permitís ingresar, os aseguro que trabajaré tan duro como el que más, hasta dejarme, si es preciso, esas vísceras que tanto os molestan.
Un profesor grueso y blando con boca de piñón alzó el brazo para intervenir. Su respiración era un jadeo penoso y fatigado, y los pocos pasos que dio al adelantarse le hicieron resoplar como si hubiera subido a una montaña. Sus manos se cruzaron bajo el vientre mientras observaba detenidamente a Cí.
—Por lo visto, ayer mancillaste el honor de esta academia irrumpiendo en ella como un salvaje, un hecho que me trae a la memoria a un ciudadano de quien sus vecinos me decían: «De acuerdo. Será un ladrón, pero es un maravilloso flautista». ¿Y sabes qué les respondí yo? «De acuerdo. Será un maravilloso flautista, pero es un ladrón». —Su lengua fina humedeció unos labios carnosos mientras se rascaba el cuello grasiento. Bajó la cabeza despacio, como si pensara lo que iba a decir a continuación—. ¿Qué parte de verdad es la que hay en ti, Cí? ¿La del joven que desobedece las órdenes pero que lee en los cadáveres, o la del joven que lee en los cadáveres, pero desobedece las órdenes? Más aún: ¿por qué habríamos de aceptar en la academia más respetable del imperio a un vagabundo como tú?
Cí se estremeció. Había dado por supuesto que Ming, en su calidad de director, habría hecho prevalecer su opinión, pero, dadas las circunstancias, decidió modificar su discurso.
—Venerable maestro —se inclinó de nuevo—, os ruego que disculpéis mi inaceptable comportamiento. Ha sido una actuación vergonzosa que sólo obedeció a mi inexperiencia, a la impotencia y a la desesperación. Sé que esto no me excusa, y que en todo caso debería demostrar con hechos que soy merecedor de vuestra confianza. Pero para ello, para demostrároslo, también preciso de vuestra indulgencia. —Volvió a hacer una reverencia y se giró hacia el resto del claustro—. Los hombres cometen errores. Incluso los más sabios. Y yo sólo soy un joven campesino. Un joven campesino ansioso por aprender. ¿Y acaso no es eso lo que se practica aquí? Si conociese todas las reglas, si respetase todos los preceptos, si no albergase en mí la necesidad de conocer, ¿para qué necesitaría estudiar? ¿Y cómo podría evitar entonces lo que me hace imperfecto?
»Hoy me enfrento a una oportunidad tan grande como la vida, porque ¿qué es la vida sin conocimiento? No hay mayor tristeza que la de un ciego o la de un sordo. Y yo, en cierta medida, lo soy. Permitidme ver y oír, y os aseguro que no lo lamentaréis.
El maestro gordo respiró un par de veces. Luego asintió y retrocedió pesadamente hasta incorporarse a la fila para cederle la palabra al último profesor, un viejo encorvado de ojos apagados, quien se interesó acerca del motivo que le había llevado a aceptar la invitación de Ming.
Cí sólo encontró una respuesta.
—Porque éste es mi sueño.
El viejo meneó la cabeza.
—¿Sólo por eso? Hubo un hombre que soñó con volar por los cielos, pero tras arrojarse desde un precipicio sólo consiguió estrellar sus huesos contra las rocas…
Cí contempló los iris mortecinos del anciano. Bajó del estrado y se acercó al hombre de la mirada vacía.
—Cuando deseamos algo que hemos visto, tan sólo debemos alargar el brazo. Cuando lo que deseamos es un sueño, tenemos que alargar nuestro corazón.
—¿Estás seguro? A veces los sueños conducen al fracaso…
—Tal vez. Pero si nuestros antepasados no hubieran soñado un mundo mejor para nosotros, aún vestiríamos con harapos. Mi padre me dijo una vez —le tembló la voz al pronunciarlo— que si me empeñaba en edificar un palacio en el aire, no perdería el tiempo. Que seguramente era allí donde debería estar. Tan sólo debía esforzarme lo suficiente para construir los cimientos que lo sostuvieran.
—¿Tu padre? ¡Qué extraño! Ming comentó que perdiste la memoria.
Cí se mordió los labios mientras se le humedecían los ojos.
—Eso es lo único que recuerdo de él.
* * *
La Sala de los Jueces bullía de estudiantes que cuchicheaban en corros, a la espera de la aparición del nuevo alumno. Todos se preguntaban quién sería realmente aquel lector de cadáveres y cuáles serían las extraordinarias capacidades que le habían permitido esquivar el durísimo proceso de selección que abría las puertas de la academia. Los más sorprendidos habían corrido la voz de que sus extraños poderes procedían de la hechicería, mientras que otros más escépticos, a la luz de la presentación, lo despojaban de cualquier aura sobrenatural y especulaban que tal vez obedecieran a su experiencia como matarife. Sin embargo, ajeno a la controversia, un alumno espigado aguardaba apartado del resto mordisqueando una rama de regaliz. Cuando Cí entró acompañado por Ming, Astucia Gris escupió el regaliz al suelo y se apartó aún más. Luego los observó de soslayo.
Ming presentó a Cí a los alumnos con los que conviviría a partir de aquel día, todos ellos aspirantes a un puesto en la judicatura imperial. La mayoría eran jóvenes aristócratas de uñas largas y cabello arreglado, cuyos refinados modales se le antojaron a Cí como propios de cortesanas. Ming le informó de que en la academia se estudiaban distintas artes, entre ellas la pintura y la poesía, pero que él se alojaría en el dormitorio de los estudiantes de leyes. Pese a algunos rostros de rechazo, todos los estudiantes le saludaron cortésmente a excepción del que permanecía apartado en un rincón. Cuando Ming se percató, lo llamó elevando la voz. El joven de pelo canoso se despegó parsimoniosamente de la pared en la que se había recostado y avanzó hacia el maestro con desidia.
—Veo que no compartes la curiosidad que muestran el resto de tus compañeros, Astucia Gris.
—No sé por qué debería interesarme. He venido aquí a estudiar, no a dejarme seducir por las engañifas de un muerto de hambre.
—Me parece perfecto, querido joven… Porque tendrás ocasión de vigilarle de cerca y comprobar cuánto hay de cierto en ellas.
—¿Yo? Pero no entiendo…
—Desde hoy es tu nuevo compañero de habitación. Compartiréis libros y camastros.
—¡Pero maestro…! Yo no puedo vivir junto a un campesino… Yo…
—¡Silencio! —le espetó Ming—. ¡En esta academia no cuentan ni el dinero ni los negocios ni las influencias de tu familia! ¡Obedece y saluda a Cí, o coge tus textos y prepara tu equipaje!
Astucia Gris inclinó la cabeza, pero sus ojos se clavaron en Cí. Luego pidió permiso para retirarse. Ming se lo concedió, pero cuando el joven canoso ya alcanzaba el umbral de la puerta, su voz lo detuvo.
—Antes de irte, recoge el regaliz que has escupido en las baldosas.
Durante el resto del día, Cí tomó contacto con las actividades habituales de la academia. Ming le informó de que debería levantarse a la salida del sol para asearse y cumplir con los ritos hacia sus antepasados. A continuación, desayunaría con el resto de estudiantes y seguidamente se dedicaría a las clases. Harían un alto para comer y pasarían el resto de la tarde estudiando o discutiendo casos prácticos de las distintas disciplinas. Después de la cena trabajaría en la biblioteca para costearse la estancia. Le explicó que aunque el Gobierno de Universidades hubiera clausurado la Facultad de Medicina, él aún dedicaba una parte de su programa al conocimiento médico y al estudio de las causas que provocaban los fallecimientos. De vez en cuando acudían a las dependencias judiciales para observar en vivo los exámenes que los magistrados efectuaban sobre los cadáveres y ocasionalmente asistían a juicios para conocer de primera mano los comportamientos criminales y la forma en que los jueces actuaban para descubrirlos y condenarlos.
—Convocamos exámenes trimestralmente. Hemos de asegurarnos de que los alumnos progresan conforme a lo previsto. En caso contrario, procedemos a la expulsión de quienes no merecen nuestros esfuerzos. Y recuerda que tu plaza es provisional —añadió.
—Conmigo no ocurrirá lo que con alguno de estos hijos de ricos, señor.
Ming le miró por encima del hombro.
—Te daré un par de consejos, muchacho. No te dejes engañar por la apariencia sofisticada de estos jóvenes. Y, menos aún, la confundas con indolencia. Es cierto que pertenecen a la élite del país, pero estudian con ahínco para lograr sus objetivos. —Señaló a unos cuantos que devoraban el contenido de unos libros—. Y si ven que vas contra ellos, te despedazarán como a un conejo.
Cí asintió. Sin embargo, dudó de que las motivaciones de aquellos jóvenes ni siquiera se aproximaran a las que le impulsaban a él.
A media tarde les convocaron para la cena en el Comedor de los Albaricoques, una sala engalanada con primorosas sedas que lucían pinturas de paisajes de pabellones y árboles frutales. Cuando Cí llegó al comedor, los demás alumnos ya habían tomado asiento formando círculos alrededor de pequeñas mesas de mimbre. Le admiró el mar de platillos y cuencos repletos de sopas, salsas y frituras que parecían desbordar los tapetes junto a las bandejas de pescados y frutas variadas que aguardaban en otras mesas. Buscó un lugar libre en el que sentarse, pero cuando encontró el primer hueco, los alumnos desplazaron sus posiciones para evitar que lo ocupara. Lo intentó en la siguiente mesa con idéntico resultado. Al cuarto intento advirtió que quienes le impedían sentarse parecían acatar los gestos de un estudiante espigado situado al fondo del comedor. Cí observó a Astucia Gris. El joven no sólo le sostenía la mirada, sino que le retaba con una sonrisa sarcástica.
Cí supo que si retrocedía, debería soportar los caprichos de aquel estudiante durante el tiempo que permaneciera en la academia. Y no había sufrido tanto para ahora consentir aquella situación.
Avanzó hacia la mesa que ocupaba Astucia Gris y antes de que pudieran impedírselo introdujo el pie entre los dos jóvenes que intentaban quitarle el sitio. Los dos estudiantes le miraron como fieras, pero Cí no se arredró. Al contrario, apretó con la pantorrilla y se hizo hueco a la fuerza. Iba a sentarse cuando Astucia Gris se levantó.
—En esta mesa no eres bienvenido.
Cí se sentó sin prestarle atención. Cogió un cuenco de sopa y comenzó a sorber.
—¿No me has oído? —alzó la voz Astucia Gris.
—Te he oído a ti, pero no he escuchado las protestas de la sopa. —Y siguió sorbiendo sin mirarlo.
—Que no conozcas a tu padre no significa que no puedas conocer al mío —le amenazó.
Cí dejó de comer. Depositó el cuenco de sopa entre los platillos y se incorporó lentamente hasta que sus ojos se alinearon con los de su oponente. Si la mirada de Cí hubiera podido matar, Astucia Gris habría caído fulminado.
—Ahora escúchame tú a mí —le desafió—. Si en algo aprecias tu lengua, procura que jamás vuelva a pronunciar el nombre de mi padre o haré que tengas que hablar por signos. —Y se sentó para seguir cenando como si nada hubiera pasado.
Astucia Gris le miró con el rostro encendido por la cólera. Luego, sin decir palabra, se dio la vuelta y abandonó el comedor.
Cí se felicitó por el resultado. Su oponente había intentado provocar un incidente para desacreditarle en su primer día en la academia y, sin embargo, sólo había conseguido quedar en ridículo delante de sus propios compañeros. Y aunque sabía que Astucia Gris no se conformaría con una derrota, lograrlo en público le resultaría complicado.
Con la llegada de la noche, la tensión se acrecentó. El dormitorio que debían compartir era un pequeño cubículo separado de los restantes por paneles de papel, con lo que la intimidad se limitaba a la penumbra proporcionada por los pequeños faroles que pendían del techo. La celda apenas disponía del espacio suficiente para albergar dos camastros, uno junto al otro, dos mesitas y dos armarios para guardar su ropa, sus enseres y sus libros. Cí observó que el de Astucia Gris rebosaba de sedas como el de una muchacha casadera, pero también albergaba una voluminosa colección de libros lujosamente encuadernados. En el suyo tan sólo habitaban telarañas. Las apartó con la mano y depositó el libro de su padre en el centro de la primera balda. Luego se arrodilló y rezó por sus familiares bajo la mirada despectiva de Astucia Gris, quien para entonces comenzaba a desvestirse para meterse en la cama. Cí hizo lo propio, intentando aprovechar la oscuridad para ocultar las quemaduras de su torso, pero Astucia Gris las descubrió.
Se metió cada uno en su cama y permanecieron en silencio. Cí escuchaba la respiración de Astucia Gris con el temor de quien percibe la proximidad de un animal. No podía dormir. En su cabeza bullían mil pensamientos encontrados: la falta de su hermana, la pérdida de su familia, la terrible revelación sobre su padre… Y ahora que por fin los dioses le ofrecían la oportunidad de su vida, un estudiante malcriado parecía dispuesto a amargársela. Intentó encontrar la forma de apaciguar la animadversión que parecía haber despertado en Astucia Gris, pero tampoco sabía de qué forma lograrlo. Al final, llegó a la conclusión de que debía consultarlo con Ming. Seguramente, él sabría cómo ayudarle, y eso le tranquilizó. Comenzaba a conciliar el sueño cuando un siseo procedente del camastro de Astucia Gris le interrumpió.
—¡Eh, engendro! —rio entre dientes—. ¿Ése era tu secreto, no? Serás listo, sí, pero repulsivo como una cucaracha. —Volvió a reírse—. No me extraña que leas en los muertos, si pareces un cadáver podrido.
Cí no respondió. Apretó los dientes y cerró los párpados intentando no escucharle mientras una rabia ácida le corroía los intestinos. Se había acostumbrado tanto a sus cicatrices que había olvidado lo llamativas que podían resultarles a los demás. Y, aunque a decir de quienes le conocían, su rostro era agraciado y su sonrisa limpia, lo cierto era que su pecho y sus manos eran retales abrasados. Se arrebujó en la manta y apretó su sien contra la piedra que hacía de almohada hasta sentir cómo se aplastaba su cerebro, maldiciéndose por el perverso don que le impedía percibir el dolor y que le convertía en una triste aberración.
Pero justo antes de caer rendido, cuando el sueño comenzaba a vencerle, pensó que tal vez sus quemaduras sirvieran para aplacar la animosidad de Astucia Gris. Y con ese pensamiento logró conciliar el sueño.
* * *
Los días siguientes transcurrieron vertiginosamente. Cí se levantaba antes que nadie y aprovechaba hasta el último rayo de luz para repasar lo aprendido durante la jornada. Los escasos momentos de asueto los dedicaba a releer el libro de su padre, intentando memorizar hasta el último detalle de los capítulos relacionados con los aspectos criminales.
Cuando las clases se lo permitían, acompañaba a Ming en sus visitas a los hospitales. En ellos abundaban los sanadores, los hombres de las hierbas, los acupuntores y los aplicadores de moxa, pero escaseaban los cirujanos pese a su evidente necesidad. La doctrina confuciana prohibía la intervención en el interior de los cuerpos y, por tanto, la cirugía se limitaba a los casos imprescindibles, como la reducción de fracturas abiertas, los cosidos de heridas o las amputaciones. Al contrario que la mayoría de sus colegas, quienes denostaban a cuantos practicaban la sanación, Ming mostraba un inusitado interés por la medicina avanzada. El profesor se quejó amargamente del cierre de la Facultad de Medicina.
—La inauguraron hace veinte años y ahora la han cerrado. Esos tradicionalistas del rectorado afirman que la cirugía es un retraso. Y luego pretenden que nuestros jueces encuentren criminales gracias a sus estudios de literatura y de poesía…
Cí asintió. Había tenido el privilegio de asistir a algunas clases magistrales en aquella facultad, antes de su clausura, y desde entonces añoraba sus enseñanzas. Sin embargo, era de los pocos que las apreciaban. La mayoría de los estudiantes preferían centrarse en los cánones confucianos, en la caligrafía y en la poética, a sabiendas de que les serían más útiles a la hora de afrontar los exámenes oficiales. Al fin y al cabo, cuando accedieran al puesto de juez, la mayor parte de su tiempo lo dedicarían a trabajos burocráticos, y si en alguna ocasión debían enfrentarse a algún asesinato, llamarían a un carnicero o a un matarife para que les diera su opinión y les limpiara los cadáveres.
Cualquier cosa se le antojaba una novedad, y aunque ya lo hubiera vivido durante su época de estudiante, verse rodeado de compañeros con similares inquietudes, volver a discutir de filosofía o ejercitar los ritos le resultaba tan sugestivo como examinar los modelos anatómicos tallados en madera o participar en apasionantes discusiones jurídicas. Por eso era tan feliz en la Academia Ming.
Cada día aprendía algo nuevo y, para sorpresa de sus compañeros, pronto demostró que sus conocimientos no se limitaban a las heridas o a las muertes, sino que también alcanzaban los contenidos del extenso código penal, los trámites burocráticos pertinentes en los juicios o los procedimientos para interrogar a un sospechoso. Ming le había incorporado al grupo de alumnos avanzados, aquellos que al final del curso académico dispondrían de una oportunidad para entrar directamente en la judicatura.
Y a medida que crecía la confianza de Ming en Cí, aumentaba la envidia de Astucia Gris.
Tuvo ocasión de comprobarlo cuando Ming les convocó de urgencia para el examen del mes de noviembre, anunciándoles que en aquella ocasión lo realizarían conjuntamente y se celebraría fuera de la academia, en la sede de la prefectura provincial.
—Tendrá lugar en la Habitación de los Muertos. Se trata de emular el proceso habitual de una investigación y os enfrentaréis a un caso aún no resuelto —les dijo—. Al igual que en la vida real, uno de vosotros adoptará el papel de juez principal y practicará el primer informe. El segundo hará de juez supervisor, es decir, revisará el informe de su compañero y elaborará un segundo. Después, entre los dos deberéis emitir un único veredicto. Competiréis contra otras dos parejas tan preparadas como vosotros, de modo que vuestra fortaleza puede que os enfrente y se convierta en vuestra mayor debilidad. Y ya os auguro que, al igual que harán los criminales, de ella se aprovecharán vuestros adversarios. Es, por tanto, un trabajo en unión, no en competencia. Si sumáis vuestros conocimientos, saldréis vencedores. Si os enfrentáis, sólo triunfará la estulticia. ¿Lo habéis comprendido? —Ming los escrutó sin que ninguno de los dos, Cí y Astucia Gris, moviera un solo músculo. Asintió. Luego inspiró antes de retarles con la mirada—. Hay algo más: los vencedores de esta prueba se situarán en la primera posición para el puesto de Oficial Imperial que cada año nos otorga la Corte. Os hablo del puesto fijo que siempre habéis soñado. Así pues, preparaos bien y trabajad duro.
A Cí no le incomodó que Astucia Gris se le adelantara al solicitar la figura de juez principal. Lo que realmente le molestó fue que arguyera que él no estaba preparado. Ming aceptó el reparto de papeles propuesto por Astucia Gris, no tanto por su alegato como por la antigüedad de cada alumno en la academia, pero se aseguró de que ambos trabajarían juntos sin problemas.
De Cí obtuvo su compromiso. De Astucia Gris, sólo un gruñido.
De camino a la Sala del Silencio, el lugar donde se reunían para estudiar, Cí comprendió que aquella oportunidad era demasiado importante como para mantener vivas estériles rencillas. Además, hasta aquel día no había tenido mayores problemas con Astucia Gris aparte de los insultos y burlas sobre sus quemaduras que desde el primer instante le había dirigido, pero que poco a poco había ido abandonando al comprobar que no le afectaban. Por otra parte, tenía que reconocer que los conocimientos de Astucia Gris sobre cuestiones legales y literarias eran superiores a los suyos y necesitaba su capacidad si pretendían ganar el concurso. Tras la cena, intentaría discutirlo con él.
Encontró el momento oportuno cuando se levantaron de las mesas. Algunos alumnos se habían adelantado para acudir a la biblioteca y continuar con la preparación del trabajo, así que le propuso imitarlos.
—La Habitación de los Muertos… Mañana será un gran día. Podríamos repasar algunos de los casos y…
—¿Llevas aquí cuatro meses y de veras crees que trabajaré contigo? —le interrumpió Astucia Gris burlonamente—. Estamos juntos porque nos lo han ordenado, pero no necesito una babosa a mi lado. Tú haz tu trabajo, que yo haré el mío. —Y se fue a dormir tan tranquilo, como si en lugar de enfrentarse al reto más importante de su carrera, a la mañana siguiente sólo fuera de paseo.
Cí no le siguió. Permaneció despierto hasta tarde revisando sus apuntes, examinando las anotaciones y repasando los temas en los que Ming había incidido.
El estudio no era el único asunto que le preocupaba. Desde el instante en que supo que el examen se celebraría en la Habitación de los Muertos, se dio cuenta de que se expondría a un gran peligro. Habían transcurrido seis meses desde la inesperada aparición de Kao en el cementerio y no había vuelto a saber de él, pero si, tal y como mencionó entonces el adivino, mediaba una recompensa por su detención, probablemente su descripción rondaría aún por la prefectura.
Incluso así, la oportunidad era tan extraordinaria que estaba dispuesto a arriesgarse.
Ya de madrugada, cuando los caracteres impresos comenzaron a bailar frente a sus ojos, preparó el pequeño instrumental que había traído consigo del cementerio y al que había unido grandes pliegos de papel, carboncillos, agujas con sedas ya enhebradas y un frasco de alcanfor que había obtenido en las cocinas. Lo dispuso junto a las talegas que los demás alumnos habían preparado y comprobó que entre los utensilios comunes que llevaría a la Habitación de los Muertos se hallaba cuanto precisaría.
Después comenzó con su transformación.
Con sumo cuidado, se introdujo dos pequeñas bolas de algodón en ambas fosas nasales para dilatarlas al máximo. Con la ayuda de una navaja, se rasuró el escaso bigote que lucía y se recogió el pelo bajo un nuevo gorro que le había prestado un alumno. Al contemplar el resultado en el espejo de bronce pulido, sonrió satisfecho. No era un gran cambio, pero ayudaría.
Cuando quiso darse cuenta, hacía rato que Astucia Gris se había levantado. El estómago se le encogió. Se limpió los ojos en la palangana común y corrió al encuentro de sus compañeros mientras se enfundaba sus guantes. La cabeza le zumbaba como si se la hubieran pateado, de modo que apenas prestó atención a las voces que le urgían a que alcanzara a la comitiva que abandonaba ya la academia. Cogió su talega y se lanzó escaleras abajo.
Al verle llegar, Ming meneó la cabeza.
—¿Dónde te habías metido? Y por todos los dioses, ¿qué te has hecho en la nariz?
Cí respondió que había preparado unas hilas de algodón empapadas en alcanfor para soportar el hedor. Ésa era la causa de su retraso.
—Me decepcionas —le dijo, y le señaló el cabello desmadejado que se le escapaba bajo el gorro.
Cí calló. Tan sólo inclinó la cabeza y se colocó en la fila junto a Astucia Gris, cuyo aspecto era impecable.
Poco después llegaban al cuartel de la prefectura, una soberbia construcción amurallada ubicada entre los canales principales que delimitaban la plaza Imperial y que ocupaba el espacio normalmente asignado a cuatro edificios. Sus larguísimas paredes desnudas, despejadas de cualquier pedigüeño, contrastaban con las construcciones vecinas, devoradas por un hervidero de tenderetes, puestos de frutas y verduras, gandules desocupados y transeúntes veloces desplazándose como hormigas desorganizadas de un lado a otro. Visto así, la prefectura parecía un edificio muerto y desolado, como si una riada hubiera barrido a cuantos se hubieran apostado contra sus murallas. Cualquiera que habitase en Lin’an conocía y temía el lugar. Pero más que ninguno de ellos, lo temía Cí.
No pudo evitar estremecerse.
Se caló el gorro hasta las sienes y se arrebujó en su chaqueta. Al entrar, se pegó a Astucia Gris como si fuera su sombra y sólo cuando alcanzaron la Habitación de los Muertos se atrevió a levantar la cabeza. El alcanfor no le hizo efecto. Respiró el olor de la muerte, pero, al menos, respiró.
La estancia era un asfixiante despacho en el que apenas cabían todos apretados. En un lateral, un pilón con agua parecía aguardar su turno para limpiar toda la inmundicia que quedaba adherida al pequeño canal que a modo de desagüe atravesaba la habitación. En el centro, sobre una mesa alargada, se apreciaba la figura de un cuerpo cubierto con una sábana. Apestaba a cadáver. Un guardia enjuto con cara de galgo apareció por otra puerta para anunciarles la inminente llegada del prefecto y proporcionarles los detalles preliminares. Según dijo, se enfrentaban a un caso oscuro que exigía la máxima discreción y del que, por igual motivo, no se les facilitarían todos los pormenores.
Dos noches antes había aparecido un cuerpo flotando en el canal. El cadáver, un varón de apariencia y complexión vulgar que rondaría los cuarenta años, había sido descubierto por uno de los encargados de las esclusas. Lo habían encontrado vestido y empuñando una jarra de licor. No portaba identificación personal, dinero o efectos de valor, y aunque sus ropajes habían permitido determinar su oficio, éste era otro dato que tampoco les sería revelado. En la víspera, los prácticos de la prefectura ya habían efectuado sus exámenes bajo la supervisión del juez encargado y sus conclusiones permanecían en secreto. Ahora ofrecían a los estudiantes más avanzados la oportunidad de sumar sus opiniones. Una vez explicados los procedimientos básicos que debían emplear en la inspección, el guardia otorgó la palabra a Ming.
Disponían de una hora.
Rápidamente, el maestro aleccionó a las tres parejas que examinarían el cadáver. Para administrar el tiempo, cada componente dispondría de un intervalo limitado que él regularía quemando varillas de incienso. Una varilla por pareja. Prescindirían de los formalismos burocráticos y comenzarían directamente el examen. Les insistió en que anotaran cuantos hallazgos e indicios encontrasen relevantes, pues los necesitarían para elaborar un informe que sería contrastado con los oficiales. Finalmente, estableció un orden de actuación. Primero intervendrían los dos hermanos cantoneses expertos en literatura, a continuación dos estudiantes de leyes y, por último, Astucia Gris y Cí.
Al punto, Astucia Gris hizo notar la desventaja que suponía atender un cadáver tan manipulado. Sin embargo, a Cí no le importó. Al fin y al cabo, las parejas que les precedían, al carecer de conocimientos de anatomía, apenas tocarían el cadáver, pero el retraso le proporcionaría la oportunidad de seguir los avances de sus compañeros. Mientras los hermanos cantoneses se dirigían hacia la mesa central, preparó el papel y el pincel que emplearía para sus notas. Se situó lo mejor que pudo y comenzó a humedecer la piedra de tinta.
Ming encendió la varilla que daba inicio a la prueba. Al instante, los estudiantes cantoneses se inclinaron ante el profesor. Luego se dispusieron uno a cada lado de la mesa y retiraron al unísono la mortaja que ocultaba al cadáver. Iban a comenzar el examen cuando de repente un estrépito sonó a sus espaldas. Los estudiantes se detuvieron y todos los presentes se giraron para descubrir una enorme mancha de tinta negra extendiéndose junto a sus pies. El causante había sido Cí. Sus dedos enguantados conservaban la postura en la que habían sostenido la piedra de tinta que ahora yacía en el suelo partida en mil pedazos. Frente a él, sobre la mesa de inspección, descansaba el cadáver del alguacil Kao.