Mientras volvía a la tarea, Cí maldijo su suerte; aquella fortuna adversa que le servía en bandeja cuanto anhelaba para luego arrebatárselo sin miramientos.
Lo que Ming le había ofrecido era más de lo que cualquier joven ambicioso hubiera podido desear. Un regalo irrechazable, de tal extraordinaria proporción que ni todo el jade del mundo sería capaz de pagarlo. Había puesto a su disposición un tesoro a cambio de muy poco. Pero, para su desgracia, ese poco era un peaje que él no podía permitirse.
No podía abandonar a su hermana.
La academia no le habría ocasionado gasto alguno. Ni de libros, ni de hospedaje, ni de manutención. Todo estaba incluido a cambio de estudiar duramente y trabajar en la biblioteca. No obstante, tampoco percibiría ningún emolumento, pues lo contrario resultaría un deshonor. Le había consultado a Ming la posibilidad de asistir a las clases y mantener su trabajo en el cementerio, pero en aquella cuestión el maestro se había mostrado inflexible. Y tampoco aceptó discutir sobre empleos externos a media jornada. Si decidía entrar, la dedicación al estudio debía ser total. Pero sin el dinero que le proporcionaba su trabajo como adivino, le resultaría imposible afrontar la compra de las medicinas de Tercera. Ni su sustento. Ni su vivienda.
Comenzó a cavar más duro que antes y siguió haciéndolo hasta que las llagas de sus manos cubrieron de sangre el mango de la azada. Ni siquiera así paró. Sólo cuando el anochecer extendió su manto sobre el cementerio, Cí recordó que su hermana le esperaba en la barcaza. Entonces se detuvo. Se adecentó como pudo y emprendió el regreso.
Aquella noche le resultó imposible dormir. Tercera sudaba y no paraba de toser. Se retorció junto al jergón maloliente sobre el que se debatía la pequeña, preguntándose qué hacer. Horas antes le había suministrado la última dosis de medicina. No disponía de más y tampoco le quedaba dinero. Xu se había negado a compartir la bolsa que le había entregado el maestro Ming, alegando que quien había arriesgado su dinero había sido él y que era a él a quien le correspondían las ganancias.
Le odió por ello. Cuando de madrugada Xu le avisó para partir hacia el cementerio, Cí hizo oídos sordos. Aunque era verano, arropó a su hermana para que dejara de temblar y retó al adivino.
—No se os ocurra hacerla trabajar.
Luego cogió su talega y abandonó la barcaza.
* * *
Mientras deambulaba por el puerto entre la marejada de hambrientos que buscaban algo que llevarse a la boca, Cí se preguntó si el juez Feng habría regresado a Lin’an.
Ya no disponía ni de recursos ni de tiempo. No podía buscar otro trabajo ni esperar a que Xu se apiadase de él. Y aunque por su condición de fugitivo le avergonzara deshonrarle con su presencia, Feng era su última esperanza.
Se arrebujó en la camisola y apresuró el paso. Atravesó la ciudad de barca en barca hasta alcanzar el barrio del Fénix, al sur de la ciudad. Una vez pasados los primeros palacetes, reconoció el pabellón de Feng, un edificio antiguo de una sola planta, con un pequeño jardín en su frente y otro a sus espaldas. Tembló de emoción al recordar que entre aquellos manzanos habían transcurrido algunos de los días más felices de su vida. Sin embargo, lo que se encontró le sorprendió. Donde años atrás floreciera un cuidado jardín, ahora un sendero desdibujado se perdía bajo la maleza. Avanzó extrañado rodeando un estanque lleno de piedras hasta unos peldaños que crujieron bajo su peso como un pobre viejo. Todo estaba abandonado. Golpeó la puerta temiéndose lo peor. Su antaño reluciente pintura roja era ahora una piel reseca y cuarteada cuyas débiles costras se desprendían como la capa exterior de una cebolla. Un farol chirrió sobre su cabeza. Al alzar la mirada, advirtió que apenas si quedaba de él más que un esqueleto de hierros que se mecía batido por el viento como un ahorcado. No obtuvo respuesta. Volvió a llamar, pero nadie contestó. Miró a través de las ventanas cuando de repente creyó ver pasar frente a él una cabeza arrugada como una castaña vieja. Fue una visión fugaz a través de una rendija en el papel raído de una ventana. Le pareció una mujer. Cí la llamó, pero la figura desapareció tras las paredes.
Tiró de la aldaba y la puerta cedió, dejando paso a un penetrante olor a moho y humedad que le anegó los pulmones. Entró en la vivienda y cruzó el salón en dirección a los aposentos privados de Feng. Observó con estupor que el lugar estaba absolutamente vacío. Los antiguos muebles labrados habían desaparecido y su lugar lo ocupaba una fantasmagórica capa de telarañas y polvo. Tan sólo viejas marcas de lienzos sobre las paredes parecían evidenciar que alguna vez había existido vida en aquel edificio.
De repente, un ruido a sus espaldas le hizo dar un respingo. Al girarse, alcanzó a distinguir un bulto encorvado corriendo hacia otra habitación. Su corazón galopó. Se apoderó de un listón de bambú en el suelo y siguió el cuerpo hasta la estancia donde se había guarecido. Apenas apreciaba donde pisaba porque los postigos cerrados le impedían la visión. Avanzó a tientas hasta que escuchó algo arrastrarse a pocos pasos de él. Aguzó el oído y vaciló. Alguien parecía respirar a su lado. En ese momento, lo que fuera se movió. Sin pensarlo, Cí se desplazó lateralmente para interceptarlo, pero el bulto le golpeó en la pierna haciéndole caer. Intentó incorporarse cuando unas manos le atacaron. Al defenderse, sintió que eran unos miembros débiles, blandos y escamosos, como el cuerpo de un pez.
La figura chilló hasta aterrorizar a Cí, que se levantó como pudo y arrastró a su atacante hacia el exterior, advirtiendo que apenas pesaba lo que una oveja. La neblina de la mañana iluminó el amasijo de huesos temblorosos que Cí intentaba sujetar. Se sorprendió al comprobar que se trataba de una pobre anciana tan asustada como él. La mujer intentaba protegerse con sus brazos de palillo mientras gimoteaba como un cachorro abandonado. Suplicó que no la golpeara. Le dijo que no había robado nada. Que tan sólo vivía escondida allí.
Cuando Cí consiguió serenarse, la contempló. Bajo un saco mugriento relucían unos llamativos ojos blancos, puro reflejo del temor. Le preguntó qué hacía en la casa del juez Feng. Al principio no contestó, pero cuando la sacudió por los hombros, la mujer le aseguró que hacía meses que nadie vivía allí.
Cí la creyó. La maraña estropajosa de pelo blanco ocultaba un semblante moreno maltratado por la vejez y el hambre. Sus ojos no mentían. Tan sólo le miraban asustados. De repente, se abrieron aún más hasta iluminar su rostro.
—¡Por todos los cielos! ¿Cí? ¿Eres tú, muchacho?
Cí enmudeció cuando, por un instante, aquellos ojos refulgentes cobraron sentido para él. Poco a poco, el rostro marchito se fue alisando y la suciedad de sus arrugas desvaneciéndose hasta recuperar su antiguo rostro. La anciana que ahora le abrazaba nerviosa, con los ojos inundados de lágrimas, era Suave Corazón, la antigua sierva del juez Feng. La mujer que durante años había cuidado del magistrado y de su casa.
Cí la contempló con tristeza. Recordó que en sus últimos días con el juez Feng la anciana había comenzado a perder la cabeza. Aun así, Feng la había mantenido bajo su servicio. O, al menos, así fue hasta que murió su abuelo y hubieron de abandonar Lin’an.
Suave Corazón no supo decirle mucho más. Sólo que dejó de servir al juez cuando aquella mujer apareció.
—¿Qué mujer?
—La maldita mujer. Era hermosa, sí. Pero nunca te miraba a los ojos. —La anciana gesticulaba con sus brazos en el aire, como si pudiera conformar la figura de la que hablaba. Miraba al vacío, donde veía lo que describía como si realmente sucediera—. Trajo nuevos sirvientes… y también la desgracia.
—¿Pero dónde están ahora?
—Vivo sola. Me escondo… A veces aparecen en la oscuridad y me hablan… —Sus ojos de nuevo se aterrorizaron—. ¿Quién eres tú? ¿Por qué me sujetas? —Se soltó de Cí y retrocedió.
Cí la contempló, otra vez era un bulto encorvado y delirante. Intentó ayudarla, pero la mujer se dio la vuelta, echó a correr como si la persiguieran los diablos y desapareció en la espesura.
«Pobre anciana. Aún sigue en la tierra, pero ya vive con los espíritus».
Entró de nuevo en la vivienda en busca de alguna pista que le alumbrase de algún modo, pero no halló más que la basura acumulada por Suave Corazón. Sin duda, aquella casa llevaba tiempo abandonada. Le extrañó que el juez Feng no le hubiera comentado nada la última vez que le vio.
Cuando salió del palacete, un sol desvaído se ocultaba bajo una gruesa capa de nubes. La lluvia no se molestó en mandar un aviso. De regreso a la barcaza, una tromba de agua le obligó a guarecerse en el mercado de esclavos. Allí, bajo un toldo que amortiguaba la lluvia, con el frío ateriéndole los huesos, la desesperación le atenazó. Su último recurso había desaparecido antes de encontrarlo. Quizá Feng aún no hubiera regresado de su periplo por el norte, o quizá lo hubieran destinado a otra ciudad. En cualquier caso, ya le daba igual. No tenía tiempo ni dinero ni trabajo. No tenía a donde ir. No podía adquirir medicinas y Tercera no podía esperar. Miró a su alrededor para darse de bruces con un grupo de esclavos procedentes del norte que caminaban atados como ganado. Yurchenes capturados durante las escaramuzas, supuso. Su aspecto era lastimoso, pero, al menos, dispondrían de alimento y cama. En cierto modo, los envidió.
Tomó una decisión. Quizá fuera la decisión más terrible de su vida, pero no se cruzaría de brazos sin intentarlo. Salió en medio de la lluvia y corrió hacia los Campos de la Muerte.
Conforme ascendía la colina que culminaba en el mausoleo, el corazón le tembló.
Encontró a Xu trabajando en un ataúd. El adivino le miró de soslayo, como si le hubiese estado esperando. Dejó de clavetear y se incorporó.
—Pareces un pollo mojado. Cámbiate y ayúdame con esto.
—Necesito dinero —le dijo sin inmutarse.
—También yo. Ya hemos hablado de eso.
—Lo necesito ahora. Tercera se muere.
—Es lo que le pasa a la gente. ¿No has visto dónde estamos?
Cí aferró a Xu por la pechera. Iba a golpearle, pero se contuvo. Lo soltó y le arregló los ropajes. Luego bajó la frente, como si no quisiera escuchar lo que iba a decirle. Frunció los labios antes de escupirle.
—¿Cuánto pagarías por mí?
Xu dejó caer el martillo. No podía creer lo que Cí acababa de proponerle. Cuando el joven le confirmó que quería venderse como esclavo, Xu resopló.
—Diez mil qián. Es cuanto puedo ofrecerte.
Cí aspiró. Sabía que si regateaba podría conseguir mucho más, pero ya no le quedaban fuerzas. Las había perdido noche tras noche escuchando los lamentos ahogados de su hermana y buscando una solución que no había encontrado. Ya todo le daba igual. Le faltaban el aire y la vida. Estaba exhausto. Por eso aceptó.
Xu soltó el ataúd y corrió a redactar el documento que certificaría la venta. Humedeció su pincel con saliva y garrapateó ansioso el contrato. Luego se levantó, llamó al jardinero para que actuara de testigo y se lo tendió a Cí para que lo validara.
—He puesto lo fundamental. Que me prestarás tus servicios y me pertenecerás hasta tu muerte. Ten. Firma.
—Primero el dinero —le exigió.
—Te lo entregaré en la barcaza. Tú firma ahora.
—Entonces lo firmaré allí, cuando lo tenga en mis manos.
Xu lo admitió a regañadientes. No obstante, ordenó a Cí que claveteara ataúdes como si ya le perteneciera. Él, mientras tanto, tarareó una cancioncilla para acompañar el mejor golpe de suerte que había tenido en años.
* * *
A media tarde emprendieron el regreso.
Xu lo hizo a paso ligero, canturreando la misma melodía una y otra vez. Cí le siguió lento, cabizbajo, arrastrando los pies a cada paso, consciente de que todo cuanto había soñado en su vida estaba desapareciendo igual que el sol que se apagaba tras el horizonte. Intentó apartar aquellos pensamientos para concentrarse en la carita de su hermana. Sonrió confiando en que por fin la curaría. Le compraría los mejores medicamentos y crecería hasta convertirse en una bella señorita. Ése, y no otro, era ahora su sueño.
Sin embargo, conforme se aproximaban al muelle, su ánimo comenzó a oscurecerse.
Cuando Cí divisó la barcaza, supo que algo terrible acababa de suceder. Afuera, las esposas de Xu gritaban y agitaban los brazos con desesperación, conminándoles a que se apresuraran. Xu aligeró el paso y Cí voló. Saltó a la barcaza desde tierra y entró en la caseta en la que solía descansar Tercera cuando empeoraba. La buscó a gritos, pero nadie contestó. Sólo las lágrimas de las mujeres le indicaban lo que había sucedido.
Se revolvió sobre sí mismo hasta que la descubrió.
Al fondo del cubículo, tapada con un trapo junto a un cubo de pescado, yacía el cuerpecito desmadejado de su hermana. Estaba allí, callada, pálida, durmiendo para siempre.