Durante las semanas siguientes, nada fue fácil para Cí.
Cada noche se levantaba en silencio para acudir a la lonja imperial y acarrear el pescado que diariamente adquiría la mujer de Xu. De regreso a la barcaza, ayudaba a su clasificación y limpieza para adelantar parte del trabajo que correspondía a Tercera y que ésta debía cumplir, estuviera enferma o no. Después acompañaba a Xu en la ronda matinal que practicaba por mercados y muelles para averiguar lo que pudieran de cuantas muertes accidentales o violentas se hubieran producido el día anterior. Por lo general, esto incluía una visita a los hospitales y dispensarios, donde Xu, a cambio de una módica cantidad, recababa de los cuidadores los nombres y la situación personal de los enfermos más graves, las dolencias que padecían y los tratamientos que seguían, cosa que repetía en la Gran Farmacia de Lin’an. Con este listado, Xu planificaba las actuaciones, escogiendo de entre los casos más fáciles aquellos que pudieran reportar mayor beneficio.
De camino a los Campos de la Muerte, Cí recopilaba y evaluaba la información. Examinaba los antecedentes y consultaba los datos de días anteriores para comprobar que disponían de los detalles necesarios con los que aumentar la credibilidad de sus averiguaciones. Ya en el cementerio, ordenaba el instrumental que emplearía más tarde en los reconocimientos y que poco a poco iba aumentando con una parte de los beneficios que le entregaba Xu. Después, ayudaba a Xu abriendo zanjas, acarreando tierra de un lado a otro, colocando lápidas o ayudando a transportar aquellos ataúdes que los familiares se veían incapaces de arrastrar. Tras la comida se preparaban para la actuación, lo que incluía adecentarse y ataviarse con una especie de disfraz de nigromante que la primera mujer de Xu le había confeccionado y al que él había añadido una máscara para ocultar su rostro.
—Así proporcionaremos más misterio —había sugerido Cí a Xu, en lugar de explicarle que siendo un fugitivo no le interesaba ser conocido.
Al adivino no le complació la idea, pero cuando Cí le insinuó que de ese modo, si algún día le sucedía algo, cualquiera podría sustituirle sin que a él se le terminara el negocio, Xu la aceptó encantado.
Habitualmente alternaban las labores en el cementerio con los desplazamientos al Gran Monasterio budista. Aunque las incineraciones les proporcionaban menos beneficios que los enterramientos, generaban una propaganda que no hacía sino engrosar la lista de clientes ávidos de conocimiento.
Por las noches, cuando regresaba a la barcaza, despertaba a Tercera para asegurarse de que se encontrara bien y de que hubiera cumplido con sus obligaciones en la pescadería. En tal caso, le entregaba pequeños regalos consistentes en figuritas de madera que él mismo tallaba entre entierro y entierro. Luego le administraba su medicina, comprobaba sus ejercicios de escritura y recitaba con ella la lista de las mil palabras que los niños debían memorizar para aprender a leer.
—Tengo sueño —se quejaba ella, pero él acariciaba su pelo e insistía un poco más.
—No querrás ser siempre pescadera… —Y entonces ella cogía el pliego de caracteres, sacaba la lengua y se aplicaba en la lectura.
Después, cuando todos dormían, él salía fuera, al duro frío de la noche, y provisto de un farolillo se dejaba los ojos bajo el reflejo de las estrellas mientras intentaba repasar los capítulos de las Prescripciones dejadas por los espíritus de Liu Juan-Zi, un apasionante tratado de cirugía que había adquirido de segunda mano en el mercado de los libros. Allí estudiaba hasta que el sueño le vencía o la lluvia apagaba el farol. Entonces, y sólo entonces, buscaba un hueco para descansar entre los pies de Xu y el pescado podrido.
Pero cada noche, y sin que faltara una, antes de que sus párpados se doblegaran por el cansancio, recordaba la deshonra de su padre y la amargura le embargaba.
* * *
Con el paso de los meses, Cí aprendió a distinguir las heridas accidentales de las producidas con el ánimo de matar; a discernir entre los cortes producidos por las hachas de los causados por dagas, cuchillos de cocina, machetes o espadas; a diferenciar un ahorcamiento de un suicidio; a advertir que, dado que la cantidad de ponzoña ingerida en un suicidio siempre era menor que la empleada en un asesinato, un mismo veneno producía efectos distintos dependiendo de quién lo hubiera suministrado. Descubrió que los procedimientos empleados para asesinar solían ser burdos e instintivos cuando los motivos obedecían a los celos, el arrebato o la disputa inesperada, pero que incrementaban su sofisticación y su astucia si procedían de la obsesión y la premeditación.
Cada nuevo caso representaba un reto que despertaba no sólo su inteligencia, sino también su imaginación. Sin tiempo ni medios, debía ensamblar cada cicatriz, cada herida, cada inflamación, cada induración o coloración, cada detalle por nimio que éste pareciese en un mosaico completo. En ocasiones, un simple mechón de pelo o una sutil supuración podían suministrar las claves para la resolución de un asunto inexplicable.
Y él odiaba no encontrarlas.
Cadáver tras cadáver, hubo de aceptar la magnitud de su ignorancia. Por mucho que a los demás sus averiguaciones se les antojasen cosa de magia, cuanto más aprendía, más se percataba de la escasez de sus conocimientos. A veces se desesperaba ante un síntoma desconocido, ante un cadáver mudo, ante una cicatriz imposible de identificar o ante una deducción equivocada. Cuando le sucedía esto, admiraba aún más a su antiguo maestro, el juez Feng, el hombre que le había inculcado el amor por la investigación y el detalle. Con él había aprendido cosas que nunca le enseñaron en la universidad. Y al igual que entonces, Cí ahora estaba descubriendo un nuevo mundo de sabiduría que Xu compartía con él.
Porque Xu también sabía de muertos.
—A éste no hace falta abrirlo. Mira su panza. Está reventado por dentro —le decía ufano, orgulloso de conocer algo que creía que Cí ignoraba.
En efecto, Xu dominaba la observación de los cadáveres del mismo modo que ejercía con habilidad la interpretación de los gestos en los vivos. Sabía dar la vuelta a los cuerpos, encontrar huesos rotos, adivinar palizas, reconocer hematomas, augurar causas, procedencias y determinar hasta el oficio de los muertos que pasaban por sus manos igual que si interrogara a un vivo. Llevaba años en el cementerio trajinando con cadáveres, ayudaba en la incineración de los difuntos budistas y, según contaba, hasta había trabajado de enterrador en las cárceles de Sichuan, donde las torturas y las muertes violentas se sucedían a diario. Una experiencia de la que Cí carecía.
—Allí sí que se veían ejecuciones. ¡Asesinatos de verdad y no estos juegos de niños! —presumía ante Cí—. Si sus familias no les llevaban alimentos a la cárcel, el gobierno no se los proporcionaba, así que aquello era una jauría de lobos.
Al oírle, Cí recordó a su hermano Lu y la terrible muerte que había tenido. Quiso creer que en las cárceles de Sichuan su destino no habría sido muy distinto.
La experiencia de Xu era una inagotable fuente de conocimientos de la que Cí bebía sin saciarse; un torrente del que se empapaba con ansia a la espera del día en que pudiera presentarse a los exámenes imperiales.
Pero todo aquello no era suficiente y sus escasos ratos libres los dedicaba al estudio.
Cuando llegó el invierno, le propuso al adivino ampliar su instrucción adquiriendo nuevos libros. Xu estuvo de acuerdo.
—Pero tendrás que pagártelos de tu dinero.
A Cí no le importó. Al fin y al cabo, el negocio proporcionaba lo suficiente como para alimentar a Tercera y comprar nuevas medicinas, que cada vez resultaban más caras. El resto estaría bien empleado si Xu le permitía disponer de tiempo para estudiar.
Durante la primavera, Cí adquirió aplomo. Su vista se había agudizado hasta distinguir, a la primera, el color violáceo de una contusión del tono púrpura escondido bajo un golpe seco; su olfato había aprendido a separar el hedor de la corrupción de la fetidez más dulzona de la gangrena; sus dedos percibían las durezas bajo los tejidos, las pequeñas llagas producidas por una soga alrededor de un cuello, la blandura de la vejez, las quemaduras causadas por los tratamientos de moxibustión, e incluso las ínfimas cicatrices provocadas por las agujas de acupuntura.
Cada día se sentía más seguro. Más confiado.
Y ése fue su error.
Un día lluvioso de abril, un profuso séquito de nobles lujosamente ataviados ascendió lentamente por la ladera del cementerio portando un ataúd. Los dos sirvientes que le precedían se adelantaron a la comitiva y buscaron a Xu con la intención de que ilustrase a los familiares sobre las causas del deceso. Por lo visto, el fallecido, un alto cargo del Ministerio de la Guerra, había muerto la noche anterior tras una larga enfermedad de la que apenas había trascendido su causa y sus parientes deseaban saber si el fallecimiento podría haberse evitado.
Después de acordar el precio, Xu fue a buscar a Cí. Lo encontró donde lo había dejado, enfangado en el interior de una fosa cuyas paredes se habían derrumbado mientras la ensanchaba. Sus ropas estaban tan sucias que Cí pidió a Xu tiempo suficiente para adecentarse, pero éste le urgió a que se cubriera con el disfraz y atendiera a aquella gente. Cí obedeció a regañadientes, pero los guantes que le había confeccionado la mujer de Xu para ocultar las quemaduras de sus manos estaban manchados de lodo.
«Y el segundo par lo olvidé en la barcaza».
No podía arriesgarse a que sus quemaduras le identificaran.
—Sabes que no puedo hacerlo sin guantes —le dijo a Xu, al cual le había contado en numerosas ocasiones que le repelía examinar los cadáveres sin ellos.
—Maldita sea, Cí. Pues escóndelas o métetelas en el culo. Podrías hacerlo hasta con las manos en la espalda.
Debería haberse negado, pero Cí se confió. Al fin y al cabo, imaginó que sería otro caso más de un viejo fallecido por una enfermedad. Se colocó el disfraz en el pabellón y salió a recibir al cortejo, procurando mantener ocultas las manos bajo las mangas. Nada más ver el rostro del cadáver, adivinó que se trataba de un simple asunto de apoplejía.
«Está bien. Hagamos la escena».
Primero se inclinó ante el séquito y luego se aproximó al ataúd. El cuello del difunto presentaba cierta hinchazón. Su rostro arrugado era afable y sus ropas de gala olían a incienso y a sándalo. Nada anormal. No precisaba tocarlo. Los familiares sólo deseaban una confirmación y eso era lo que iba a darles. Se aseguró de que sus manos permanecieran bajo las mangas y simuló que examinaba el rostro, el cuello y las orejas, paseando las mangas por encima.
—Murió de apoplejía —dictaminó.
Los familiares se inclinaron con gesto de agradecimiento y Cí les correspondió. Había sido un trabajo fácil. Sin embargo, cuando ya se retiraba, una voz resonó a sus espaldas.
—¡Cogedlo!
Antes de que pudiera remediarlo, dos hombres le sujetaron y un tercero comenzó a registrarlo.
—¿Qué sucede? —intentó zafarse Cí.
—¿Dónde está? ¿Dónde lo has metido? —le increpó uno.
—Vi cómo lo escamoteaba bajo las mangas —le acusó otro.
Cí miró a Xu buscando una explicación, pero éste se mantuvo apartado. Entonces sus captores le conminaron a que devolviera el broche de perlas que acababa de robar. Cí no supo qué decir. Por más que lo intentó, no logró convencerles de que era inocente. Ni siquiera cuando lo desnudaron se quedaron tranquilos. Tras arrojarle las ropas a la cara para que se cubriera, volvieron a increparle.
—¡Maldito quemado! O nos dices dónde está el broche o te molemos a palos.
Cí intentó pensar. Uno de los familiares había ordenado a un mozo que volviera a la ciudad y comunicara el robo a las autoridades, pero el resto de los asistentes no parecían dispuestos a aguardar su regreso. Los dos hombres que le sujetaban le retorcieron los brazos, pero, para la extrañeza de ambos, Cí no se inmutó.
—¡Os repito que no he robado nada! ¡Si ni siquiera lo he rozado! —se defendió.
Un puñetazo en el estómago le dobló en dos. Sintió que le faltaba la respiración.
—Devuélvelo o no saldrás vivo.
Aquellos hombres le iban a matar. Pensó en Tercera y gritó de impotencia. No había robado nada. Tenía que ser un error. Lo repitió hasta la saciedad, pero no le creyeron. Entonces un hombre se acercó con una cuerda. Cí enmudeció.
Percibió un nudo cerrarse sobre su garganta. El hombre iba a estrangularle cuando una voz autoritaria retumbó como un trueno.
—¡Detente! ¡Suéltalo!
Cí no comprendió. De repente, los mismos que acababan de golpearle lo incorporaron mientras bajaban la testuz. Frente a ellos, el jefe de la familia enarbolaba tembloroso el broche perdido.
—Yo… No sabes cuánto lo siento. Lo acaba de encontrar mi hijo en el fondo del ataúd. Debió desprenderse durante el transporte y… —El patriarca se inclinó reconcomido por el remordimiento.
Cí no dijo nada. Se sacudió el polvo de sus ropas y se perdió entre los setos.
Esa misma tarde meditó sobre la cubierta de la barcaza hasta bien entrada la noche. Quizá su incapacidad para percibir el dolor físico provocaba que el dolor de su espíritu fuera mayor, pero lo cierto era que en buena parte se culpaba a sí mismo por lo sucedido. Si en lugar de preocuparse por mantener ocultas las quemaduras de sus manos, hubiera inspeccionado el cadáver con esmero y pulcritud, tal vez nadie habría sospechado de él. Tampoco le reprochaba a Xu su actitud. Simplemente se había mantenido al margen porque no entendía lo que estaba pasando. En cualquier caso, había aprendido que jamás debía tomar un examen a la ligera por muy evidente que pareciera su resultado y que el más mínimo error podía conducirle a la muerte o, cuando menos, a graves problemas.
Se recostó mirando las estrellas. No había sido una buena jornada. Pronto llegaría el año nuevo y cumpliría veintiún años. Era un mal presagio para comenzarlo.
Dos días después, las cosas fueron a peor.
Aquella mañana se encontraba junto a Xu abrillantando un féretro en el Mausoleo Eterno cuando de repente le llamó la atención un extraño murmullo que provenía del exterior. Al principio lo achacó al canturreo del mozo que rastrillaba en los jardines, pero poco a poco el rumor fue acentuándose hasta transformarse en los ladridos de un perro. Al reconocerlo, su vello se erizó. La última vez que había escuchado ladridos había sido cuando huyó del alguacil Kao. En el cementerio no solían entrar perros. Corrió hacia la puerta y se asomó a través de una rendija. Su rostro se demudó.
Por la colina ascendía un sabueso azuzado por un alguacil uniformado. Era Kao. Instintivamente, Cí se agachó.
—¡Tienes que ayudarme! —le imploró al adivino.
—¿Que te ayude? ¿A qué? —preguntó Xu sin entender nada.
—¡El hombre que viene! Sal y entretenlo mientras pienso algo.
Xu acercó los ojillos a la rendija.
—¡Un alguacil! —se giró incrédulo hacia Cí—. ¿Pero qué has hecho, maldito diablo?
—¡Nada! ¡Dile que me he ido!
—¿Qué te has ido? ¿A dónde?
—No sé. ¡Invéntatelo!
—Ya… Y al perro, ¿qué le cuento?
—¡Te lo ruego, Xu!
El adivino se incorporó y salió del pabellón justo en el instante en el que el alguacil alcanzaba el soportal del mausoleo. Xu respiró al ver que sujetaba al perro.
—Bonito animal —comentó a cierta distancia—. ¿Puedo ayudaros en algo? —Cerró la puerta y se inclinó con respeto.
—Supongo que sí —gruñó el alguacil. El perro le imitó—. ¿Es a ti a quien apodan el adivino?
—Mi nombre es Xu —afirmó.
—Verás, Xu. Hace un par de días interpusieron una denuncia sobre el robo de un broche, aquí, en el cementerio. ¿Sabes de lo que hablo?
—¡Ah! ¿Aquello? Vaya si lo recuerdo… Un bochornoso malentendido. —Sonrió nervioso—. Unos familiares irritables pensaron que les habíamos sustraído un broche, pero enseguida descubrieron que en realidad se había desprendido y descansaba en el fondo del ataúd. Todo acabó solucionado.
—Sí. Eso fue lo que confirmó después uno de los parientes.
—¿Entonces…? —se extrañó Xu.
—El caso es que hablaron de un joven que te ayudaba. Alguien disfrazado, con las manos y el torso quemados… Coincide con la descripción de un fugitivo al que ando buscando. Un joven alto y delgado, bien parecido, con el pelo moreno recogido en un moño…
—¡Ah! ¿El bastardo ese? ¡Maldigo la hora en la que le contraté! —escupió indignado—. Se largó ayer con mi bolsa sin dar explicaciones. Precisamente iba a denunciarle en cuanto acabara la jornada y…
—Ya… —Sacudió la cabeza—. Y, obviamente, no sabes a dónde puede haber ido…
—Pues no sé… A cualquier lado. Quizá al puerto. ¿Por qué? ¿Ha hecho algo?
—Robó un dinero. Y hay una recompensa que podría interesarte… —añadió.
—¿Una recompensa? —Su rostro cambió.
De repente, un ruido procedente del interior del mausoleo advirtió al alguacil.
—¿Quién hay ahí dentro? —Clavó la vista en el templete.
—Nadie, señor. Yo…
—¡Aparta! —le interrumpió Kao.
Desde dentro, Cí observó cómo Xu intentaba retener al alguacil sin éxito. De un vistazo comprobó que la estancia era una cárcel, un ataúd gigante sin ningún lugar para esconderse. Si intentaba huir por la ventana trasera, el perro le cazaría en campo abierto. No había escapatoria. No tenía opción.
—Ahí no hay nada más que muertos —escuchó gritar al adivino mientras Kao pateaba la puerta, que estaba atrancada por dentro.
—Después de que entre, eso es lo que habrá —bramó el alguacil.
Kao se ensañó con el portalón sin lograr que el cerrojo cediera. La puerta era recia y el cierre resistía. Volvió a patearla hasta que descubrió una pala en el suelo. La aferró y sonrió a Xu. El primer golpe hizo saltar las astillas del repujado. Aguantó el segundo, pero al tercero crujió. Se disponía a reventar el cierre cuando de repente, sin que mediara violencia, la puerta se abrió desde dentro. El alguacil retrocedió al contemplar una figura ataviada con un disfraz de adivino que alzó los brazos temblando.
—¡Sal fuera! —ordenó—. ¡La máscara! ¡Quítatela! ¡Vamos! ¡Obedece! —Y azuzó al perro, que ladró como si ansiara devorarlo.
El enmascarado intentó obedecer, pero sus trémulas manos enguantadas no conseguían liberar los nudos.
—¡No me hagas perder la paciencia! ¡Quítate los guantes! ¡Rápido!
El enmascarado, dedo a dedo, se despojó lentamente del guante de la mano derecha. Luego hizo lo propio con la izquierda. Cuando terminó, los dejó caer al suelo. Entonces el rostro de Kao cambió su gesto triunfal por una mueca de estupor.
—Pero… Pero tú…
El alguacil observó unas manos arrugadas sin rastro de quemadura alguna, como si un milagro las hubiese borrado. Desbordado por la rabia, le arrancó la máscara para darse de bruces con el rostro de un viejo asustado.
—¡Aparta!
Empujó al impostor y entró en el mausoleo golpeando y desperdigando cuanto encontró a su alcance. Miró por todos lados, pero el lugar estaba vacío. Kao aulló como un animal herido. Luego salió de la sala y agarró a Xu por la pechera.
—¡Maldito embustero! ¡Dime ahora mismo dónde está o probarás sus colmillos en tu garganta! —El perro dentelleó a su lado.
Pese al pavor, Xu juró que lo ignoraba. El alguacil lo aferró por el cuello.
—¡Voy a vigilarte día y noche, y si ese joven regresa para ayudarte en tus asquerosos negocios, me aseguraré de que lo lamentes el resto de tu vida!
—Señor —intentó hablar Xu—, contraté a ese quemado por pena. Inventé sus habilidades y lo del disfraz para que los incautos no desconfiasen de mí, pero era yo quien le susurraba lo que debía decir. Por eso busqué un nuevo ayudante… —Señaló al jardinero, que temblaba en silencio a unos pasos—. Ese joven no volverá. Ya os dije que me robó. Si regresase, yo mismo le arrancaría los ojos.
Kao escupió sobre los pies de Xu. Luego apretó los dientes y abandonó el cementerio entre una oleada de juramentos.
* * *
Cuando Cí explicó a Xu que había convencido al jardinero para que se ocultase bajo su disfraz, el adivino rompió a reír.
—Pero, por las barbas de Confucio, ¿qué hiciste para que no te encontrara?
Con el temor en el cuerpo, Cí le reveló que al verse atrapado llamó al jardinero desde la ventana trasera y le convenció para que se disfrazara a cambio de un sustancioso soborno.
—E hice que claveteara el ataúd en el que me oculté, para que pareciese que estaba sellado.
Xu soltó otra carcajada mientras Cí pagaba lo convenido al jardinero. Cuando el adivino se hartó de reír, le relató a Cí la conversación que había mantenido con el alguacil.
—Según parece, todo surgió a raíz del episodio de los nobles y el broche de perlas —le confió—. Por lo visto, el que te denunció te describió como un joven disfrazado con las manos quemadas y tu descripción levantó sospechas. —Le miró fijamente—. Supongo que ahora tendrás que explicarme por qué te buscan. De hecho —se cercioró de que el jardinero no le escuchara—, mencionó una recompensa jugosa… Aunque no tanto como lo que sacamos con tus actuaciones. —Sonrió.
Cí guardó silencio. Explicar las vicisitudes que había sufrido desde la trágica desaparición de su familia no sólo era complicado, sino también difícil de creer. Por otro lado, había algo en Xu que le hacía desconfiar de él. Era una sensación parecida a la de alguien que le ofreciera un vaso de agua turbia asegurándole que era cristalina.
—Tal vez debería irme —aventuró Cí.
—De ningún modo —denegó tajante Xu—. Cambiaremos el disfraz por otro menos llamativo. Y seleccionaremos bien a los difuntos. Es más: igual que hiciste en el monasterio, amenazaremos a nuestros clientes para que no revelen el secreto. No soy ambicioso. —Sonrió—. Por ahora tenemos suficiente clientela como para tirar unos meses, así que así seguiremos.
A Cí le quedó el regusto de que Xu lo decía como si sus deseos fueran los amos de su destino. Según le había comentado, desde que trabajaba para él, había reunido más ingresos que en todo un año de estafas con los grillos. Y ahora le daba la sensación de que no iba a permitir que un negocio tan prometedor se derrumbase a las primeras de cambio por proteger a un fugitivo.
—No estoy seguro, Xu. No quiero implicarte en mis problemas —dijo Cí.
—Tus problemas son mis problemas… —le aseguró Xu—. Y tus beneficios, mis beneficios. —Rio exageradamente—. Así que no se hable más del asunto. Olvidemos por un tiempo el teatro con los cadáveres y listo.
Cí aceptó a regañadientes y Xu lo celebró.
Pero días más tarde, cuando Tercera recayó en su enfermedad, Cí comprobó que sus problemas no eran los del adivino.
Una mañana fría las dos esposas de Xu se quejaron de que Tercera sólo era un estorbo. La cría no aprendía, se distraía constantemente, confundía los camarones con las gambas y comía en exceso. Además, debían vigilarla y estar pendientes de una salud que parecía empeorar continuamente. Se lo dijeron a Xu y éste se lo trasladó a Cí.
—Tal vez deberíamos venderla —le planteó el adivino.
Xu insistió en que aquella solución era lo habitual en las familias sin recursos, pero Cí se negó en redondo.
—Pues entonces casémosla —intervino la esposa mayor.
El adivino acogió la propuesta con entusiasmo. Según él, aquélla era una idea que Cí no podría rechazar. Sólo era cuestión de buscar un candidato que valorara la juventud de la cría y se hiciera cargo de ella. Al fin y al cabo, una niña era un estorbo que sólo dejaba de serlo cuando se iba de casa.
—Es lo que hicimos con nuestras hijas —explicó el adivino—. Dijiste que había cumplido ocho años, ¿no? —Hizo ademán de coger a Tercera—. Ya verás. La maquillaremos un poco para que no parezca enferma. Conozco a algunos a los que les gustará este cachorrito.
Cí se interpuso entre su hermana y el adivino. Aunque ofrecer niñas en matrimonio era algo usual, y en ocasiones hasta se revelaba como la mejor elección para el futuro de las muchachas, él no iba a permitir que su hermana acabara esclavizada y baboseada por un anciano. Xu insistió. Dijo que las niñas eran como la langosta: sólo servían para comer y ocasionar gastos. Luego, cuando se casaban, pasaban a formar parte de la familia del nuevo marido y era a éste y a sus suegros a quienes cuidaba hasta que morían.
—Y a nosotros nos olvidan —agregó—. Es una desgracia no tener hijos varones. Ellos, al menos, consiguen mujeres que nos atiendan de mayores.
Como siempre, Cí logró postergar la discusión entregando más dinero a Xu.
Pero con las semanas, sus ahorros se fueron agotando.
A cada jornada, Tercera necesitaba más medicinas. Xu las adquiría durante su ronda por las farmacias, Cí las pagaba a un precio superior, se las suministraba con tristeza a su hermana y la veía languidecer. Lentamente, Tercera se iba consumiendo sin que él encontrara la forma de impedirlo. Le partía el corazón acudir cada día al cementerio y dejarla en la barcaza postrada, casi sin fuerzas, con sus manitas enrojecidas intentando limpiar el pescado del día mientras se despedía de él con un hilito de voz y un intento de sonrisa en la cara.
—Te traeré un dulce —le decía. Se tragaba la pena como si fuera hiel y se iba rezando para que sanara.
Y el poco dinero que había logrado reunir desaparecía de sus manos como agua guardada en un bolsillo de tela.
En el cementerio, Xu había decidido pasar de simple enterrador a desempeñar el puesto de Cí como nigromante de cadáveres, pero sus predicciones erróneas habían espantado a los pocos incautos que se habían acercado a consultarle. Y eso había reducido sus ingresos a poco menos que nada.
O, al menos, eso fue lo que le respondió a Cí cuando éste le suplicó un adelanto.
—¿Crees que a mí me lo regalan? Ya ha pasado suficiente tiempo. Si necesitas dinero, tendrás que volver a ganártelo. —Y le señaló el atuendo de adivino, que descansaba tirado sobre un ataúd destartalado.
Cí se sacudió el polvo de las manos encallecidas por el trabajo y miró el disfraz del que dependía su futuro. Xu no lo había modificado. Aspiró con fuerza y frunció los labios. Temía que el alguacil regresara, pero si quería salvar a su hermana, debía asumir el riesgo.
El momento de enfundarse el disfraz se presentó aquella misma tarde, cuando una comitiva de estudiantes guiados por un profesor ascendió en ordenada procesión hasta el mausoleo. Según le contó Xu, de vez en cuando, los alumnos de la afamada Academia Ming acudían al cementerio y, por una módica cantidad que satisfacían al encargado de los Campos de la Muerte, se les permitía examinar aquellos cadáveres que en los días precedentes no hubieran sido reclamados. Por fortuna, aquel día aún esperaban sepultura tres cuerpos, y Xu lo celebró como si de repente le hubieran invitado a un banquete.
—Prepárate para contentarles —le advirtió Xu mientras le señalaba el disfraz—. Estos jóvenes son desprendidos con las propinas si sabes cómo adularlos.
Cí asintió.
Al despojarse de sus ropas, un escalofrío le recorrió la espalda. Los meses de trabajo como enterrador habían endurecido su cuerpo hasta convertirlo en un haz de fibras que se tensaban al solicitarlo, aunque quedaran ocultas bajo las quemaduras que asolaban su pecho. Cogió el disfraz y se lo enfundó. Pensó en Tercera. Procuró concentrarse y aguardó a que Xu le avisara para la actuación. Cuando le hiciera la señal, estaría preparado.
Desde un rincón observó cómo el profesor, un hombre calvo vestido de rojo cuyo aspecto le resultó familiar, situaba a los alumnos alrededor del primer cuerpo. Antes de dar comienzo, el maestro informó a los estudiantes de su responsabilidad como futuros jueces. Debían guardar respeto por los muertos y emitir su juicio con la mayor honorabilidad. Luego levantó la tela que ocultaba el cadáver. Se trataba de una niña de pocos meses que había aparecido aquella misma mañana en los canales de Lin’an. El profesor estableció entre los estudiantes un turno de preguntas para discernir las causas del deceso.
—Sin duda falleció ahogada —comenzó el primero, un joven lampiño de rostro aniñado—. Tiene el vientre hinchado y no presenta otras marcas. —Miró ufano.
El profesor asintió antes de ceder el turno al siguiente alumno.
—Un típico caso de «ahogar al niño». Sus padres lo arrojarían al canal para evitar alimentarlo —argumentó el segundo.
—Tal vez no pudieran hacerlo —matizó el maestro—. ¿Algún otro apunte?
Un estudiante de pelo canoso, más alto que los demás, bostezó descuidadamente. El profesor lo observó de reojo, pero no dijo nada. Tapó el cadáver y pidió a Xu que trajese el siguiente cuerpo, momento que el enterrador aprovechó para presentar a Cí como el gran adivino del cementerio. Al advertir su disfraz, los estudiantes lo miraron con desprecio.
—No precisamos de supercherías —le espetó el maestro—. Aquí no creemos en adivinos.
Desconcertado, Cí guardó silencio y regresó junto a Xu, quien le conminó a que se despojara de la máscara y permaneciese atento. Los estudiantes prosiguieron. Frente a ellos aguardaba el cadáver blanquecino de un anciano que había aparecido muerto tras unas barracas en uno de los mercados.
—Se trata de un caso de muerte por inanición —comentó un cuarto estudiante mientras examinaba el pobre esqueleto con piel—. Presenta hinchados los tobillos y los pies. Contaría unos setenta años. Muerte natural, por tanto.
El profesor volvió a aprobar la conclusión y todos se felicitaron. Cí observó que el estudiante canoso asentía irónicamente, como si sus compañeros estuviesen descubriendo que la lluvia caía del cielo hacia abajo. El instructor formuló un par de preguntas más a los alumnos menos participativos, que cumplimentaron con prontitud. Luego, a unas palmadas suyas, avisaron a Xu para que trasladase el último cuerpo. Cí le ayudó a arrastrar el ataúd, una caja de pino de grandes dimensiones. Cuando levantaron la tapa y colocaron el cuerpo sobre la mesa, los alumnos más cercanos retrocedieron espantados con una mueca de estupor. Sólo entonces el estudiante canoso se abrió paso para contemplar el cadáver. Su rostro aburrido se tornó en otro pleno de satisfacción.
—Parece que tendrás ocasión de demostrar tu talento —le dijo el maestro.
En lugar de responder, el estudiante se inclinó con una sonrisa irónica ante su profesor. Luego, una vez obtenida su aprobación, se acercó lentamente al cadáver como si se enfrentara a un tesoro. Sus ojos fulguraban por la codicia, entornándose y abriéndose ante el espectáculo que ofrecía aquel cuerpo cosido a puñaladas. Preparó un pliego de papel, una piedra de tinta y un pincel. Cí lo observó.
Al contrario que sus compañeros, el estudiante espigado parecía seguir un procedimiento similar al que Cí había visto emplear al juez Feng durante las investigaciones de sus casos.
En primer lugar, inspeccionó las ropas del cadáver: miró bajo sus mangas, en la parte interna de la camisola, en los pantalones y en el interior de los zapatos. Después, tras desnudar y examinar completamente el cuerpo, exigió a Cí un recipiente con agua. Una vez en su poder, limpió cuidadosamente la masa de carne ensangrentada hasta dejarla rosada como la de un cerdo. A continuación, midió la longitud del cuerpo y habló por primera vez para anunciar que la estatura del difunto excedía en dos cabezas a la de un hombre normal.
Por su voz parecía disfrutar.
El joven estudió el rostro abotargado del cadáver, del que destacó la extraña herida abierta que se extendía sobre su frente y que dejaba a la vista el tejido del cráneo. En lugar de lavarla, extrajo algo de la tierra que la impregnaba, describiéndola como el producto de una caída contra un adoquín de bordes afilados. Anotó algo con el pincel y a continuación describió sus ojos semiabiertos y sin brillo, como los de un pescado reseco; detalló sus pómulos prominentes, su bigote fino y desaliñado y su mandíbula poderosa. Luego se detuvo en el grotesco tajo que seccionaba su garganta desde la nuez hasta la oreja derecha. Examinó los bordes y con la ayuda de un palito midió su profundidad. Sonrió y volvió a escribir.
A continuación, pasó a su torso, una montaña de músculos acribillada a puñaladas. Contabilizó un total de once, todas ellas concentradas en la zona dorsal. Las palpó con los dedos y volvió a anotar algo. Después ojeó sus ingles, que escoltaban un tallo de jade pequeño y arrugado. Por último, observó sus muslos, igualmente poderosos, y sus pantorrillas recias y sin vello.
Con la ayuda de Cí, le dio la vuelta al cadáver hasta apoyarlo sobre su vientre. Pese a las manchas de sangre provocadas por la limpieza, su espalda se veía lustrosa y sana. El joven echó un último vistazo y se retiró satisfecho.
—¿Y bien? —preguntó el maestro.
Una sonrisa descarada se dibujó en el rostro del estudiante. Se tomó su tiempo antes de responder, tiempo que empleó en mirar de uno en uno a los presentes con una mueca de afectación. Sin duda, disfrutaba de su momento. Cí enarcó una ceja y atendió.
—Es obvio que nos encontramos ante un caso singular —comenzó—. Un hombre joven, extraordinariamente fuerte y robusto, apuñalado y degollado. Un asesinato que espanta por su crueldad y que parece conducirnos a una pelea con ensañamiento.
Ahora fue Cí el que no pudo impedir un bostezo. Xu se lo recriminó.
El maestro alentó al estudiante espigado para que avanzara en su exposición.
—A simple vista podríamos aventurar que se trató de un ataque multitudinario, algo evidente, dada la naturaleza del muerto. Sin duda, hizo falta el concurso de varios hombres para asaltar y doblegar a un gigante que durante el combate recibió numerosas puñaladas y que, aun así, siguió luchando hasta que algún atacante logró asestarle la decisiva en la garganta. El tajo del cuello provocó que al derrumbarse se golpeara en la frente, dejando esa curiosa marca rectangular que tanto nos ha impactado. —Marcó una pausa excesiva que creó expectación—. ¿El motivo de su asesinato? Tal vez deberíamos especular sobre varios. Desde las consecuencias de una simple bravuconería en una taberna, pasando por una deuda impagada o el resultado de algún rencor antiguo, hasta una agria disputa por alguna bella flor… Todas ellas serían posibles, desde luego, pero menos probables que la que parece provenir del simple robo, como demuestra el que se le encontrase despojado de cualquier objeto de valor —consultó sus apuntes—, incluidas las pulseras que debía haber lucido en esta mano. —Y señaló la marca de la muñeca producida por la ausencia de sol allá donde debía haber estado el adorno—. Así pues, de haber mediado denuncia, el juez encargado haría bien en ordenar una batida inmediata por los alrededores de donde fue encontrado. Yo, por supuesto, sugeriría las tabernas de la zona, haciendo especial hincapié en aquellos alborotadores heridos que estuviesen gastando más de lo necesario. —Dobló sus apuntes, cubrió el cadáver y escrutó a los presentes a la espera de su aplauso.
En ese instante, Cí recordó el consejo de Xu sobre los halagos y las propinas y se acercó para felicitar al estudiante, pero éste lo despreció como si se le hubiera aproximado un leproso.
—Estúpido fanfarrón —murmuró Cí.
—¿Cómo te atreves? —El estudiante le enganchó por el brazo.
Cí se zafó de un tirón y tensó los músculos mientras le desafiaba con la mirada. Iba a replicarle cuando el profesor se interpuso entre ambos.
—De modo que el hechicero cree que fanfarroneamos… —Miró con extrañeza a Cí, como si su rostro le resultara lejanamente familiar. Le preguntó si se conocían de algo.
—No lo creo, señor. Llevo poco en la capital —mintió. Sin embargo, nada más pronunciar la frase, Cí reconoció al profesor Ming como la persona a la que había intentado vender el ejemplar de su padre en el mercado de los libros de Lin’an.
—¿Seguro? Bueno, es igual. —Sacudió la cabeza extrañado—. En cualquier caso, creo que debes una disculpa a Astucia Gris. —Y señaló al espigado estudiante de pelo canoso, que parpadeó nerviosamente mirándole por encima del hombro.
—Tal vez él me la deba a mí —repuso Cí.
Todos murmuraron ante la impertinencia del enterrador.
—Señor, os ruego que le disculpéis —intervino rápidamente Xu—. Últimamente no sabe lo que dice.
Pero Cí no se amilanó. Si no iba a conseguir propinas, al menos borraría la sonrisa estúpida de aquel estudiante engreído e inepto. Se volvió hacia Xu y le dijo que apostara por él. Xu no le comprendió.
—Todo cuanto tengas. Es lo que sabes hacer, ¿no?