Para cualquier otra persona, la ausencia de dolor habría supuesto un regalo del cielo, pero para Cí representaba un sigiloso enemigo que, en cuanto le volvía la espalda, le apuñalaba sin piedad. Mientras la barcaza avanzaba despacio, se palpó las costillas buscando indicios que le advirtieran de alguna fractura o contusión. Luego hizo lo propio con las piernas, acariciándolas suavemente primero y con firmeza después. La izquierda se le antojó normal, pero la derecha presentaba un preocupante color violáceo. Había poco que pudiera hacer, así que se bajó la pernera y miró los bizcochos de arroz dulce que acababa de comprar para su hermana. Imaginó su carita ilusionada y sonrió. Durante el trayecto había contado una y otra vez las monedas que le había entregado el adivino, asegurándose de que le alcanzaría para satisfacer una semana de alojamiento y otra de manutención.
Cuando alcanzó la pensión, encontró al posadero discutiendo a gritos con un joven mal encarado. Al verle, el hombre le hizo una seña para indicarle que Tercera se encontraba arriba y continuó la disputa sin prestarle mayor atención, así que Cí subió los escalones de dos en dos rezando para que la cría no hubiera empeorado.
La encontró dormida bajo una manta de lino, respirando plácidamente como un cachorro recién amamantado. Aún tenía restos de arroz en la comisura de los labios, así que imaginó que habría cenado bien. Le acarició la frente con suavidad. Su temperatura, aunque alta, no era la de por la mañana y eso le sosegó. La despertó con un arrullo para preguntarle si había tomado la medicina y sin abrir los ojos la niña afirmó. Entonces Cí se tumbó cuan largo era, rezó por los suyos sin olvidarse de su padre y por fin descansó.
Al día siguiente se despertó con una noticia desagradable. El posadero aceptaba reservarle la habitación el tiempo que quisiera, pero, aunque pagara, no podía hacerse cargo de la niña. Cí no le entendió.
—Pues está muy claro. —El hombre siguió hirviendo el cuenco del desayuno—. Éste no es lugar para una cría. Y tú deberías ser el primero en darte cuenta —añadió.
Cí siguió sin comprender. Pensó que simplemente el posadero pretendía más dinero, de modo que se dispuso a negociar.
—¡Por los dioses del cielo! Ésa no es la cuestión —se le encaró el posadero—. ¿Tú has visto qué clase de gente entra y sale de este antro? Y digo gente por llamarles de alguna forma. Si tu hermana se queda aquí, vendrás una noche y no la encontrarás. O peor aún: la encontrarás abierta de piernas y chorreando sangre por su sagrada cueva. Luego querrás matarme y seré yo quien te mate a ti. Y la verdad, me gusta tu dinero. Pero no me apetece matarte y acabar ajusticiado. De modo que ya sabes: habitación sí, pero niña no.
Cí dudó de sus palabras hasta que vio surgir a un hombre medio desnudo de una habitación de la que después salió la hija del posadero. Entonces no lo pensó. Recogió sus cosas, pagó la cuenta y abandonó la posada con Tercera.
* * *
De nada valieron sus explicaciones. Cuando se presentó en el cementerio con Tercera, el adivino puso el grito en el cielo.
—¿Acaso crees que esto es un hospicio? Te dije que el negocio sería peligroso —masculló.
El hombrecillo les agarró y los condujo a rastras a un lugar apartado. Parecía realmente enfadado. Permaneció en silencio unos instantes meneando la cabeza de un lado a otro y rascándosela como si tuviera piojos. Finalmente se acuclilló y obligó a Cí y a Tercera a que hicieran lo propio.
—Me da igual que sea tu hermana. Tiene que irse —concluyó.
—¿Por qué siempre tengo que irme? —terció la pequeña.
Cí la miró compasivo. Luego miró a Xu.
—Eso. ¿Por qué tiene que hacerlo? —le interrogó.
—Pues porque… porque… ¿qué diablos hace una niña en un cementerio? ¿Dónde la metemos? ¿La dejamos jugando con los muertos?
—A mí me asustan los muertos —protestó Tercera.
—Tú cállate —interrumpió Cí. El joven miró a su alrededor, inspiró con fuerza y clavó sus ojos en Xu—. Sé que no ha sido buena idea, pero no tengo otro remedio —resopló—. Y como desconozco qué clase de extraño trabajo tendré que hacer, se quedará con nosotros hasta que encuentre otra solución.
—¡Ajá! ¡Perfecto! ¡El muerto de hambre poniendo condiciones a su amo! —Le pegó una patada a una piedra y sonrió.
—¡Tú no eres mi amo! —Cí se levantó.
—Tal vez no. Pero tú sí que eres un muerto de hambre. Bueno… dos —señaló a la pequeña y volvió a patear la tierra—. ¡Maldito sea mi espíritu! ¡Sabía que no era buena idea!
—¿Pero quieres explicarme cuál es el problema? Tercera es obediente. Se sentará en un rincón y no molestará.
Xu se acuclilló de nuevo y comenzó a murmurar. De repente, se levantó.
—Muy bien. Que sea lo que los dioses quieran. Fijemos, pues, el pacto.
Para discutir los términos, Xu condujo a Cí y a su hermana al Mausoleo Eterno, el pabellón donde se practicaban los amortajamientos. El adivino entró primero para encender un farol que iluminó una habitación oscura que apestaba a incienso y a cadáver. A Tercera le asustó el lugar, pero Cí le apretó la mano y la niña se tranquilizó. El adivino prendió una vela que depositó en una especie de banco alargado donde adecentaban a los muertos. Luego apartó el desbarajuste de tarros, esencias, aceites e instrumentales y sacudió los restos de dulces de las ofrendas y los trozos de arcilla provenientes de los muñecos que en ocasiones acompañaban a los difuntos.
—Aquí haremos nuestro negocio —señaló, orgulloso, alzando la vela.
Cí no entendía nada. Aquello no era más que una habitación vacía, así que permitió que Xu avanzara en su explicación.
—Lo vi desde el primer instante —continuó Xu—. Esa capacidad tuya de predicción…
—¿De predicción?
—¡Ja! ¡Y pensar que yo me las daba de adivino! ¡Qué callado te lo tenías, bribón!
—Pero…
—Escucha —le interrumpió—. Te pondrás aquí y observarás los cadáveres. Tendrás luz y libros. Cuanto creas preciso. Tú los miras y me dices lo que vayas averiguando. No sé: de qué murió el difunto, si está feliz en su nuevo mundo, si necesita algo… Te lo inventas si es preciso. Y yo se lo cuento a los familiares para que nos paguen y todos encantados.
Cí miró a Xu con estupefacción.
—No puedo hacer eso.
—¿Cómo que no? Ayer te vi hacerlo. Lo de que el hombre no murió por la caída del caballo, sino que fue estrangulado, fue algo increíble. Correré la voz y los clientes acudirán como moscas de todos lados.
Cí meneó la cabeza.
—No soy un charlatán. Lamento confesarlo, pero es así. No adivino cosas. Sólo compruebo indicios, señales… marcas en los cuerpos.
—Indicios… señales… ¿qué más da cómo lo llames? El caso es que averiguas cosas. ¡Y eso vale mucho dinero! Porque lo que hiciste ayer… podrás repetirlo, ¿no?
—Podría saber cosas, sí…
—Pues entonces, ¡trato hecho! —Sonrió.
Se sentaron en torno a un ataúd para dar cuenta del desayuno que Xu había preparado. Sobre el improvisado tablero Xu dispuso platillos de colores cubiertos con camarones de Longjing, sopa de mariposas, carpa agridulce y tofu con pescado. Desde el día en que el juez Feng les había visitado en la aldea, ni Cí ni su hermana habían comido tanto.
—Le dije a mi mujer que lo preparara. ¡Esto había que celebrarlo! —Xu sorbió la sopa.
Cí se chupó los dedos y advirtió que Xu le estaba mirando las quemaduras de sus manos. El joven las escondió. Odiaba sentirse observado como un animal de feria. Terminó con los últimos platillos y le dijo a Tercera que saliese a jugar fuera. La niña obedeció.
—Dejemos claros los términos —zanjó Cí—. ¿Qué saco yo de todo esto?
—Veo que eres inteligente… —El adivino se rio—. La décima parte de los beneficios. —Y borró la sonrisa de su rostro.
—¿Una décima parte por llevar el peso del negocio?
—¡Eh! No te equivoques, chico. Yo pongo la idea. Pongo el lugar. Y pongo los muertos.
—Y si yo no acepto, eso es exactamente lo que tendrás: los muertos. Quiero la mitad o no hay trato.
—¿Pero qué te has creído? ¿El dios del dinero?
—Dijiste que sería peligroso.
—También lo será para mí.
Cí lo meditó. Sin la debida autorización, la manipulación de cadáveres era un delito gravemente penado, y por lo que sabía de los métodos de Xu, le daba la impresión de que en el trabajo que había planeado para él se incluía examinar a los muertos. Hizo ademán de incorporarse, pero el adivino le agarró. El hombrecillo sacó una jarra con licor de arroz y lo vertió en dos cuencos. Se bebió el primero y a continuación el segundo. Eructó.
—De acuerdo. Te daré la quinta parte —concedió.
Cí lo miró. Sintió que su corazón temblaba tanto como las manos del adivino.
—Gracias por la comida. —Y se levantó.
—¡Condenado muchacho! ¡Siéntate de una vez! Esto tiene que ser un negocio para los dos, y soy yo quien más arriesga. Si averiguan que ando mercadeando con los cadáveres, me echarán a la calle.
—Y a mí a los perros.
El adivino frunció el ceño y se sirvió otro trago de licor. Esta vez le ofreció un cuenco a Cí. Vació el suyo un par de veces más antes de hablar. Luego se levantó y cambió el tono de voz.
—Mira, hijo, tú crees que todo este negocio va a depender de esos poderes especiales que pareces poseer, pero las cosas no funcionan así. Hay que convencer a los familiares para que nos permitan acceder a los cuerpos, averiguar cuanto podamos sobre ellos, interrogarles con anterioridad para conocer hasta el último detalle de sus deseos y de sus anhelos. El arte de la adivinación se compone de una parte de verdad, diez de mentiras y un resto de ilusión. Tendremos que seleccionar a las familias más pudientes, hablar con ellas durante el velatorio, y todo ello con el mayor sigilo para que nadie nos estropee el negocio. Un tercio de lo que saquemos. Mi última oferta. Es justo para los dos.
Cí se levantó, juntó los puños sobre su pecho y se inclinó ante él.
—¿Cuándo empezamos? —preguntó.
* * *
Durante el resto de la mañana Cí ayudó a Xu a enderezar lápidas, limpiar fosas y cavar sepulturas. Mientras trabajaban, Xu le confesó que en ocasiones acudía a un templo budista para ayudar con las cremaciones. Añadió que los confucianos denostaban aquel horrible método que consumía el cuerpo, pero la creciente influencia budista y lo oneroso de los enterramientos empujaban a muchos necesitados a cruzar la frontera del más allá mediante el fuego purificador. A Cí le interesó la posibilidad de acompañarle, pues sería una oportunidad para volver a practicar el estudio con cadáveres, algo que no hacía desde que dejó de ayudar a Feng. Cuando Xu le preguntó cómo había conseguido sus habilidades, Cí improvisó que su don era un rasgo de su familia.
—¿El mismo que te impide notar el dolor?
—El mismo, sí —mintió.
—Pues entonces no te quejes tanto y ponte a trabajar. —Y le señaló una nueva tumba.
Comieron arroz aderezado con una horrible salsa preparada con agua turbia, de la que Xu se mostró especialmente orgulloso. Pasado el mediodía, Cí se dedicó a limpiar y ordenar el Mausoleo Eterno. La habitación contigua en la que el adivino almacenaba su instrumental era lo más parecido a un estercolero, así que dedujo que la casa de Xu sería una pocilga o algo peor. Por eso, cuando el adivino le propuso que él y Tercera se trasladaran a vivir con él, la idea no le entusiasmó.
—¿Qué opinas? —preguntó el adivino sin reparar en el rostro de Cí—. Si vamos a ser socios, es lo mínimo que puedo hacer por ti, ¿no? —Se detuvo un instante y frunció el ceño—. Claro que, obviamente, tendrías que pagarme… Pero al menos solucionarías el problema de tu hermana.
—¿Pagar? Pero si no tengo dinero.
—Por eso no te preocupes. Sería apenas una bagatela que además me cobraría de tus honorarios. Digamos que… ¿la décima parte?
—¿¡La décima parte!? —Cí abrió los ojos desmesuradamente—. ¿A eso lo llamas bagatela?
—¡Por supuesto! —dijo convencido—. Y ten en cuenta que a ese precio deberás añadir que tu hermana ayude a mi mujer en la pescadería, que no quiero inútiles en mi casa.
Aunque el coste se le antojó exorbitante, a Cí le tranquilizó escuchar que su mujer cuidaría de Tercera. Xu le explicó que vivía con sus dos esposas. Había tenido tres hijas, pero por fortuna ya había conseguido casarlas, así que se había librado de ellas. A Cí sólo le preocupaba la salud de su hermana. Cuando se lo expuso a Xu, éste le comentó que de lo único de lo que debería ocuparse Tercera sería de limpiar el pescado y de ordenar el género. Cí se relajó. Parecía como si de repente toda su vida comenzara a enderezarse.
Discutieron sobre la forma en que organizarían el trabajo. Xu le contó a Cí la cadencia de entierros, que estimó en unos cincuenta diarios, de los cuales una buena parte eran causados por accidentes, ajustes de cuentas o asesinatos. Le explicó que existían otros enterradores, pero que intentaría adjudicarse los sepelios más beneficiosos. Además, entre sus planes no sólo figuraba averiguar cosas de los muertos. También aprovecharían para hacer negocio con los vivos.
—Al fin y al cabo, tú sabes algo de enfermedades. Seguro que de un vistazo puedes adivinar si alguien padece mal de estómago, o de tripas, o de intestinos…
—Tripas e intestinos son lo mismo —aclaró Cí.
—¡Eh, chico! No te hagas el listo conmigo —le atajó—. Como te decía, la gente siempre viene aquí con remordimientos. Ya sabes: algún mal comportamiento, alguna pequeña traición, algún hurto que el difunto cometió en vida… Si establecemos una relación entre el mal que pueda aquejarles con el alma atormentada del muerto, querrán desembarazarse de la maldición y podremos sacarles el dinero.
Para disgusto de Xu, Cí se negó en redondo. Una cosa era aplicar sus conocimientos para averiguar detalles sobre las circunstancias de los fallecimientos y otra muy distinta aprovecharse de unos incautos con necesidad de consuelo.
Xu no se dio por vencido.
—De acuerdo. Tú identifica la dolencia, que yo me ocuparé del resto.
Cí se rascó la cabeza. Estaba claro que trabajar con Xu le iba a ocasionar más de un disgusto.
Esa misma tarde asistieron a seis entierros. Cí trató de examinar un cadáver cuyos párpados inflamados parecían anunciar una muerte violenta, pero los familiares del difunto se lo impidieron. Cuando sucedió por tercera vez, Xu comenzó a plantearse si realmente había hecho un buen negocio. Le dijo a Cí que tendría que espabilar o que rompería el acuerdo.
Cí se quedó pensativo. Anochecía y pronto cerrarían las puertas del cementerio. Tomó aliento y miró el cortejo que ascendía lento por la ladera. Podría ser su última oportunidad. Enseguida advirtió que se trataba de una familia de posibles, porque el féretro estaba lujosamente labrado y porque, tras ellos, un grupo de músicos pagados entonaba una melodía lúgubre. Rápidamente buscó entre los asistentes al que le pareció más afectado, un joven enlutado cuyos ojos enrojecidos mostraban un palpable sufrimiento. A Cí le avergonzaba lo que iba a hacer, pero no lo dudó. De un modo u otro tenía que alimentar a Tercera, así que se aseguró de que sus manos permanecieran ocultas bajo los guantes y se acercó al joven con la excusa de acompañarle en el sentimiento. Luego le ofreció una varilla de un incienso al que atribuyó un poder especial. Mientras fabulaba sobre las cualidades del perfume, buscó en el aspecto del joven el rastro de alguna dolencia. Pronto advirtió un tono amarillento en sus ojos que gracias a sus conocimientos médicos identificó con una afección del hígado.
—A veces, la muerte de un familiar agrava los vómitos y las náuseas —le confesó—. Si no lo remediáis, el dolor que sufrís en vuestro costado derecho tarde o temprano os llevará a la tumba.
Al escucharlo, el joven empezó a temblar como si un espectro acabara de anticiparle un fatídico destino. Cuando le preguntó si acaso era adivino, Cí enmudeció.
—Y de los buenos —intervino Xu con una sonrisa.
Xu no perdió el tiempo. Se acercó al joven y, tras hacerle una reverencia pasmosamente exagerada, lo agarró del brazo y lo apartó un poco del cortejo. Cí no supo de qué hablaron, pero por el rostro de satisfacción de Xu y la bolsa que le mostró después, dedujo que el negocio comenzaba a dar sus frutos.
* * *
Aquella noche Cí conoció la barcaza en la que vivía el adivino. Sin duda, la nave había hecho su última singladura hacía tiempo y lo que quedaba de ella permanecía amarrado al muelle, merced a unas sogas de cáñamo que impedían que se fuera al fondo. Crujía a cada paso y apestaba a pescado podrido. A Cí le pareció cualquier cosa menos una vivienda, pero Xu se mostró orgulloso de ella. El joven iba a traspasar la loneta que hacía de puerta, cuando de repente se dio de bruces con una mujer que gritaba como si le estuvieran robando. La mujer intentó echar a Cí y a la niña, pero el adivino la detuvo.
—Ésta es mi esposa, Manzana —se rio Xu, y al instante salió otra mujer más joven que se inclinó al verlos—. Y ésta también, Luz —presumió sin dejar de reír.
Mientras cenaban, Cí hubo de soportar los cuchicheos de las dos mujeres. Ambas renegaron una y otra vez de la idea de hospedar a dos personas más en un lugar en el que no cabía ni un grillo, pero cuando Xu les arrojó la sarta de monedas que gracias a Cí había ganado en el cementerio, las mujeres mudaron el rostro y dibujaron una exagerada sonrisa.
—Ya te pagaré tu parte —le susurró a Cí, y se encogió de hombros.
Se acostaron prensados como arenques. A Cí le tocó junto a los pies de Xu, y se preguntó entonces si no habría sido preferible dormir junto al pescado podrido. Pensó si su incapacidad para distinguir el dolor le proporcionaba una especial habilidad para percibir los aromas, y al punto saltó a su mente el extraño olor que había advertido en su casa el día que fue abatida por un rayo. Aquel olor acre e intenso… aquel olor… Intentó girarse para encontrar una posición más cómoda, pero no lo consiguió.
Mecido por el chapotear del agua, trató de conciliar el sueño. En la lejanía se escuchaban los tenues golpes de gong que anunciaban el paso de las horas. No supo cuánto tiempo transcurrió hasta que el sopor comenzó a vencerle. Imágenes de su época en la universidad afloraron a su pensamiento y una extraña felicidad le embargó. Estaba soñando con su graduación cuando de repente sintió que le tapaban la boca y le agitaban con violencia. Abrió los ojos asustado y se encontró con el aliento de Xu, que le conminaba a que se levantara en silencio.
—¡Tenemos problemas! ¡Deprisa! —susurró.
—¿Por qué? ¿Qué sucede?
—Te dije que sería peligroso.