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Cí se lanzó escaleras abajo aullando el nombre de su hermana. Alcanzó el piso principal casi sin resuello y se coló en la habitación del posadero, al que sacó a rastras de la esterilla en la que dormía. El hombre se protegió la cabeza pensando que iban a matarlo, pero al ver a Cí se levantó e intentó defenderse. Cí no tuvo piedad. Paró su envite y lo aferró por el cuello con rabia.

—¿Dónde está? —Le apretó hasta sofocarle.

—¿Dónde está quién? —Los ojos del posadero pugnaban por salirse de sus órbitas.

—¡La niña que vino conmigo! ¡Responde o te mato!

—Es… está ahí dentro. Yo…

Cí lo arrojó al suelo con violencia y se adentró por las habitaciones como un poseso, arramblando contra muebles y enseres mientras penetraba en un tenebroso almacén que parecía abandonado, un estercolero de taburetes viejos, baúles abiertos y armarios desvencijados que abrió uno por uno temiéndose lo peor. Finalmente, llegó a un último cuarto en el que parpadeaba un lúgubre farolillo de aceite. Entró despacio. La luz anaranjada teñía las paredes desconchadas sobre las que descansaban biombos, esteras, aperos de pesca y cajas desarmadas. La oscuridad le sobrecogió. De repente, un ruido le hizo girar la cabeza hacia el fondo de la habitación hasta distinguir la figura de una joven asustada. La muchacha, acurrucada en el suelo, temblaba como si estuviera viendo al diablo. Cí avanzó hacia ella despacio, turbado por el vacilante resplandor que iluminaba su rostro ensuciado por la mugre. No quiso aproximarse más. Sobre su regazo yacía, inerme, el cuerpecito de Tercera.

Iba a arrodillarse junto a ella cuando algo le golpeó en la cabeza con tal violencia que le hizo perder la conciencia.

* * *

Despertó entre tinieblas, con la lengua pastosa y la cabeza como si se la hubiesen coceado. Apenas podía ver y le costaba respirar. Cerca de él, la luz del farol seguía titilando, barnizando de naranja la lóbrega estancia. Intentó moverse, pero no pudo. Se encontraba boca abajo, atado y amordazado. Trató de incorporarse, pero un pie sobre su mejilla se lo impidió. No pudo apreciar de quién era, aunque apestaba al mismo tufo que el del dueño del hostal. Su voz se lo confirmó.

—¿Así es como nos lo pagas, maldito bastardo? ¡Debería matarte aquí mismo! Mira que se lo dije: «Deja que se pudra. Esa cría no es asunto tuyo…». Pero ella se empeñó en salvarla. Y ahora llegas tú, pedazo de boñiga, e intentas estrangularme y destrozas mi casa. —Apretó aún más el pie contra su cara.

—Padre, déjelo… —Se oyó una voz femenina implorar desde la oscuridad.

—¡Y tú calla, por el santo Buda! Estos cabrones se follan a las niñas, las dejan medio muertas y aún pretenden golpearnos. ¿Pues sabes lo que te digo? Que aquí se acaba tu carrera porque es la última vez que jodes a alguien. —Sacó un cuchillo y lo acercó al cuello de Cí. El joven percibió cómo la punta penetraba en su garganta y se retorció—. ¿Te duele, bastardo?

A Cí no le dolía. Tan sólo notaba la presión de la hoja fría abriéndose paso bajo su mandíbula. Creyó escuchar una vocecita antes de desvanecerse.

—Es mi her… ma-no…

Cí pensó que se moría.

* * *

De nuevo la misma sensación de pesadez… La misma oscuridad.

Apenas logró carraspear. Continuaba atado, pero la venda que antes le amordazaba cerraba ahora el corte de su cuello. Entre la penumbra logró distinguir a la hija del posadero. Seguía con Tercera en brazos y enjugaba su sudor con un paño. La pequeña tosía. Del padre de la joven no quedaba ni rastro. Supuso que estaría atendiendo a algún huésped o resolviendo cualquier otro asunto.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó Cí, refiriéndose a su hermana.

La hija del posadero negó con la cabeza.

—¡Suéltame!

—Mi padre no se fía de ti.

—¡Por todos los espíritus! ¿No ves que necesita su medicina?

La muchacha miró temerosa hacia la puerta. Luego clavó sus ojos en Cí como si dudase. Finalmente dejó a Tercera sobre una estera y se acercó hacia él. Iba a liberarle cuando la puerta se abrió de repente y la joven dio un respingo. Era su padre empuñando un cuchillo. El hombre se acuclilló junto a Cí, lo miró un momento y meneó la cabeza.

—¡A ver, malnacido! ¿Qué cuento es ése de que es tu hermana?

Cí se lo confirmó mientras tartamudeaba. Le explicó la enfermedad que padecía Tercera, que había salido a buscar un remedio y que al volver y no encontrarla pensó que se la habían llevado para venderla o violarla.

—¡Condenación! ¿Y por eso casi me matas?

—Estaba desesperado… Por favor, desatadme. Hay que darle la medicina. Está en mi bolsa.

—¿Ésta de aquí? —Se la quitó de un tirón.

—Con cuidado. Es toda la que tengo.

El hombre olfateó el preparado y escupió con cara de asco. Pensó que tal vez el muchacho tuviera razón.

—Y todo ese dinero que llevabas encima, ¿a quién se lo has robado?

—Son mis ahorros. Necesito hasta la última moneda para comprar las medicinas de mi hermana.

Volvió a escupir.

—¡Anda! ¡Desátalo!

La joven obedeció mientras su padre vigilaba a Cí. Nada más liberarlo, el joven corrió hacia su hermana, le acarició el pelo, mezcló el remedio en un cuenco con agua y lo vertió en su boca haciéndole apurar hasta la última gota.

—¿Cómo estás, pequeña?

La niña esbozó una sonrisa que aplacó su angustia.

* * *

El posadero sólo le devolvió trescientos qián del dinero que le había quitado durante su desmayo. El hombre añadió que con el resto compensaría los destrozos que le había ocasionado en la habitación además de sufragar los cuidados que le habían dispensado a Tercera, entre los que incluía la blusa rota y el pantalón raído con los que su hija Luna había vestido a la chiquilla cuando la encontró tosiendo y empapada.

Aunque las cifras no le cuadraban, Cí pensó que el hombre miraba por su negocio y no protestó. Cuando una voz lejana solicitó la presencia del posadero, Cí aprovechó para intentar entablar conversación con la joven, pero ésta se mostró remisa. Finalmente, cogió en brazos a su hermana y se dispuso a regresar a su cuarto. Ya abandonaba la estancia cuando se detuvo y se giró hacia Luna.

—¿Podrías cuidarla?

La muchacha no pareció comprender.

—Sólo por las mañanas. Necesito que alguien se encargue de ella… Te pagaré —le suplicó.

La muchacha le observó con curiosidad. Luego se levantó y se dirigió hacia la puerta invitándole a que se marchara. Cuando iba a hacerlo, escuchó cómo su voz le acariciaba.

—Hasta mañana —susurró la muchacha.

Cí la miró sorprendido. Sonrió.

—Hasta mañana.

* * *

Mientras paseaba sus dedos distraídamente por las heridas de su pierna, Cí apreció la timidez de un amanecer sombrío a través de las grietas de la pared. El frío le traspasaba los huesos y se aferraba a ellos entumeciéndolos. Se frotó los brazos e hizo lo propio con los de Tercera. La cría había tosido durante toda la noche. Sin duda, el remedio surtía efecto, pero necesitaría más dosis para completar el tratamiento. Por fortuna, el ungüento que el adivino le había proporcionado para las heridas de su pierna parecía actuar igualmente en las del pecho. Se ató la sarta de monedas a la cintura y ordenó a Tercera que se preparara. La cría se desperezó y obedeció a regañadientes. Luego dobló sus ropas húmedas y se calzó las zapatillas de esparto. Cí la esperaba impaciente, caminando de un lado a otro como un gato encerrado. Le dio un dulce que había comprado la noche anterior al posadero.

—Hoy te quedarás con Luna. Ella te cuidará, de modo que pórtate bien y obedécela en cuanto te diga.

—Podría ayudarle a ordenar la casa. Está muy descuidada —sugirió la niña.

Cí le sonrió. Se echó al hombro sus pertenencias y bajaron juntos las escaleras. Abajo, Luna aguardaba de espaldas, acuclillada. Parecía estar limpiando unas vasijas de cobre. Al advertir su presencia, la muchacha les regaló una sonrisa.

—¿Ya te vas?

—Así es. He de resolver unos asuntos. Respecto al dinero…

—De eso se ocupa mi padre. Está afuera, arrancando unas hierbas.

—Entonces, nos vemos luego. En fin… no sé. Si necesitas cualquier cosa, Tercera es una buena niña. Seguro que puede ayudarte, ¿verdad?

La cría afirmó orgullosa.

—¿A qué hora regresarás? —preguntó Luna sin atreverse a mirarle.

—Supongo que al anochecer. Ten. No se lo digas a tu padre. —Y le entregó unas monedas. Luego miró a su hermana—. Ya le he dado su medicina, de modo que no te causará problemas.

La joven se inclinó y él le devolvió el saludo.

A la salida encontró al posadero trasegando con una montaña de basura. El hombre le dirigió una mirada de desprecio. Cí apretó los dientes. Se arrebujó en su chaqueta de lino y le saludó. El hombre continuó limpiando como si hubiera pasado un perro.

Cí ya iba a marcharse cuando escuchó su voz.

—¿Os vais?

—No. Aún nos quedaremos unos días… —Se hurgó en los bolsillos y, tras reservar la cantidad que necesitaría para las próximas dosis de medicina, le ofreció lo que le sobraba como pago.

—Mira, muchacho, no sé qué te habrás imaginado, pero la habitación cuesta dinero. —Miró de arriba abajo sus heridas—. Más del que parece que puedas conseguir.

—Encontraré la forma. Sólo concededme un par de días…

—¡Ja! —escupió el hombretón—. ¿Te has mirado bien? En tu estado no creo que seas capaz ni de mear solo.

Cí aspiró con dificultad. Aquel hombre tenía razón. Y lo peor de todo era que ni siquiera sabía qué argumentar para convencerle. Aumentó la cifra un poco.

—Con eso no te llega ni para dormir bajo un árbol —le espetó con desprecio, pero cogió las monedas y se las guardó—. Te doy de plazo un día. Si a la noche no traes el dinero, mañana os echaré a varetazos.

Cí pensó en el juez Feng y se lamentó por su mala fortuna. De haberse encontrado en la ciudad habría acudido a él, pero ya en la aldea le había comunicado que permanecería en la frontera del norte durante varios meses. Tras asentir al posadero, se encaminó hacia el canal sorteando los charcos que anegaban las calles. Aún llovía y el agua empapaba sus heridas, pero eso no le importó. Debía encontrar un trabajo. Debía hacerlo como si en ello le fuera la vida.

* * *

Imaginó que en los alrededores de la Universidad Imperial de Lin’an encontraría algún aspirante que necesitara recibir clases privadas. Se había adecentado para mejorar su aspecto y ocultar sus magulladuras, pero si pretendía conseguir alumnos, antes tenía que obtener el certificado de aptitud, un documento en el que no sólo se detallaban los cursos superados, sino también la trayectoria de los padres y su probada honorabilidad.

Nada más descender de la barcaza, un escalofrío le sacudió el espinazo. Alzó la vista y el pulso se le aceleró. Frente a él, un ejército de estudiantes llegados de los confines del imperio se desplazaba tumultuosamente hacia la Gran Puerta de la universidad. Cí tomó aire y se encaminó hacia la explanada. Allí se arremolinaba una multitud de jóvenes en busca de la acreditación que les permitiría presentarse a los exámenes civiles, la llave que abría el camino hacia la gloria. Cí observó a su alrededor mientras la grisácea serpiente de aspirantes le engullía.

Comprobó que todo seguía igual: los senderos de cuerdas que conducían a los aspirantes como ganado a través de los jardines, las interminables hileras de puestos de bambú laqueado ordenados escrupulosamente cual fichas de dominó y los funcionarios instalados tras ellos como estatuas repetidas recién pintadas de negro, los alguaciles que con mil ojos y vara en mano espantaban a los ladronzuelos que acudían cual peces hambrientos a las migas de pan, el enjambre de vendedores de arroz y té hervido, los mercaderes de pinceles y tinta, los comerciantes de libros, los echadores de varillas adivinatorias, los pordioseros y los serviciales grupos de prostitutas primorosamente maquilladas, una marea de langostas ávida de hacer negocio en un recinto en el que el olor a comida recocida, a sudor rancio y a impaciencia se mezclaban con el griterío, los empujones y las prisas.

Cí guardó cola en una de las filas. Cuando le tocó el turno, un ardor le recorrió el estómago. Respiró con fuerza y avanzó un paso mientras rezaba para no encontrarse con ningún problema.

El funcionario que debía atenderle le miró sin levantar la cabeza, como si el bonete de seda que llevaba encasquetado hasta los párpados fuera de piedra en lugar de tela. Cí escribió su nombre en un papel y lo depositó sobre la mesa. El hombre terminó de apuntar unos números en una lista y volvió a mirarle sin inmutarse. Luego sus ojillos se fruncieron.

—Lugar de nacimiento —murmuró entre dientes.

—En Jianyang, prefectura de Jianningfu, en el circuito de Fujian. Pero realicé los exámenes provinciales aquí, en Lin’an.

—¿Y no sabes leer? —Le señaló unos cartelones que indicaban la función y disposición de los distintos puestos—. Tienes que acudir al rectorado de la universidad. Esta fila es sólo para los foráneos.

Se mordió los labios. Sabía que en el rectorado no dispondría de ninguna oportunidad.

—¿No podría gestionarlo aquí? —insistió.

El funcionario miró a Cí como si éste fuera transparente y sin dignarse responder le hizo una seña al joven que aguardaba tras él para que se adelantase.

—Señor, os lo ruego. Necesito…

Un empujón lo interrumpió.

—¡Pero qué diablos…!

Cí se giró dispuesto a enseñar modales al impaciente, pero la proximidad de un alguacil le disuadió. Tragó saliva y se apartó de la fila mientras se preguntaba si debería correr el riesgo que suponía adentrarse en el edificio del rectorado. Después de su encontronazo con Kao en la Gran Farmacia, acudir a un lugar tan señalado podía convertirse en una trampa. Pero tampoco tenía otra opción. Apretó los puños y se dirigió hacia el edificio.

Al traspasar el umbral del Palacio de la Sabiduría no pudo evitar que un escalofrío le estremeciera el corazón. Había transitado por aquellos jardines cientos de veces, había entrado en las aulas con la misma ilusión con la que un niño recibe un caramelo tras recitar correctamente las lecciones, se había dejado las ilusiones y las esperanzas que un día creyó interrumpir para siempre, y ahora, tras un año de ausencia, volvía a franquear la pesada puerta de color sangre que con su dintel tachonado de amenazadores dragones parecía espantar a cuantos se aferrasen a la ignorancia.

El bullicio de los alumnos le devolvió a la realidad.

En las paredes de los pasillos, numerosos pliegos de papel inmaculadamente caligrafiados especificaban los requisitos que se exigían aquel año. Tras echarles un vistazo, ascendió hasta el Gran Salón de la primera planta, donde atendía un funcionario de rostro afable. Al llegar su turno le sonrió. Le explicó que necesitaba el certificado de aptitud.

—¿Es para ti? —Le miró entornando los párpados.

Cí miró nervioso de un lado a otro.

—Sí.

—¿Estudiaste aquí?

—Leyes, señor.

—Muy bien. ¿Necesitas las calificaciones o sólo el certificado?

—Ambas cosas. —Cí cumplimentó la solicitud con sus datos.

El funcionario la leyó con dificultad. Luego miró al joven y asintió.

—De acuerdo. Entonces he de acudir a otro despacho. Espera aquí —le informó.

Cuando el hombre regresó, su rostro amable había desaparecido. Cí pensó que habría descubierto algo, pero el funcionario apenas le miraba. En realidad, sólo tenía ojos para el expediente que sujetaba en sus manos, el cual releía una y otra vez con estupor. Cí dudó si esperar, pero el hombre seguía absorto, sin despegar la mirada de unos documentos sellados por la prefectura.

—Lo siento —dijo al fin—. No puedo emitir el certificado. Tus notas son excelentes, pero la honorabilidad de tu padre… —Se calló.

—¿Mi padre? ¿Qué sucede con mi padre?

—Léelo tú. Hace seis meses, durante una inspección rutinaria, se descubrió que había malversado fondos en la judicatura en la que había trabajado. El peor delito de un oficial. Aunque se encontraba en excedencia por luto, fue degradado y expulsado.

* * *

Cí leyó el informe atropelladamente mientras retrocedía tambaleándose. Necesitaba aire. Apenas si podía respirar. Los documentos se le escaparon de las manos y se desperdigaron por el suelo. Su padre, condenado por corrupción… ¡Por eso se había negado a regresar! Feng se lo habría comunicado durante su visita. De ahí su cambio de opinión y su repentino silencio.

De repente, todo cobraba un patético sentido; una ironía que le salpicaba para marcarle como un estigma. Se sentía sucio por dentro, contaminado de la ignominia de su padre. Las paredes le daban vueltas. Le entraron ganas de vomitar. Dejó caer el expediente y corrió escaleras abajo.

Mientras deambulaba por los jardines, lamentó su estupidez. Vagaba de un lado a otro con la mirada perdida, chocándose con los estudiantes y los profesores como si fueran estatuas errantes. No sabía a dónde iba ni qué hacía. Tropezó con un puesto de libros y lo volcó. Intentó recoger el destrozo, pero el dueño empezó a insultarlo y él le respondió. Un guardia próximo se acercó para aclarar el suceso, pero Cí se alejó antes de que le alcanzara.

Salió del recinto mirando de un lado a otro, temeroso de que en cualquier momento alguien le detuviera. Por fortuna, nadie reparó en él, de modo que saltó a la barcaza que cubría el trayecto desde la universidad hasta la plaza de los Oficios y permaneció inmóvil camuflado entre los viajeros hasta que llegó a su destino. Una vez allí, miró la sarta de su cintura, en la que bailaban doscientas monedas. Después de haber pagado a Luna por ocuparse de Tercera y de abonar los trayectos en barca, era cuanto le quedaba. Buscó una herboristería clandestina y adquirió un tónico para la fiebre. Cuando entregó su última moneda, Cí supo que había tocado fondo. Hasta ese momento había alimentado la esperanza de emplearse en los alrededores de la universidad impartiendo clases a alguno de los estudiantes que, sobrados de recursos y acuciados por las fechas, contrataban a profesores que les abriesen las puertas de la gloria. Pero sin certificado de aptitud, todo ese sueño se había derrumbado. Seguía necesitando dinero para pagar el hospedaje y la comida, un dinero que le sería requerido sin falta aquella misma noche.

Necesitaba trabajar ya.

«Sí, ¿pero de qué?».

Elaboró un esquema mental de las tareas que presumía que sería capaz de desempeñar con eficiencia, y de éstas desestimó aquéllas por las que nadie le pagaría. Cuando terminó, repasó el listado y llegó a la conclusión de que era un inepto. En un mercado abarrotado de braceros, sus conocimientos legales no le servirían ni para distinguir un pez comestible de uno envenenado. Por lo demás, apenas si dominaba otro oficio manual que el propio de los campesinos, y convaleciente como estaba, dudaba que tuviera fuerzas para trabajar de mozo de carga. Aun así, tras ser rechazado en varios comercios, se acercó a un almacén de sal y pidió una oportunidad.

El encargado que le atendió lo miró como si le ofrecieran comprar un burro cojo. Tocó sus hombros sopesando cuánto resistiría y guiñó un ojo a su ayudante. Luego subió a una escalera e indicó a Cí que se colocara debajo.

Cuando el primer fardo cayó sobre sus espaldas, las costillas le crujieron como ramas secas. Al segundo saco, Cí dobló el espinazo y cayó de bruces bajo la carga.

Los dos hombres estallaron en carcajadas. Luego, el más grande apartó los sacos de sal y empujó a Cí como si fuera otro fardo, para seguidamente continuar acarreando sacos como si nada hubiera pasado.

Cí se arrastró hasta la calle mientras intentaba recuperar el resuello. No percibía dolor físico, pero las secuelas de las heridas le habían hecho mella. Pese a saber que difícilmente obtendría un empleo sin formar parte de los gremios que controlaban hasta el más calamitoso de los oficios, se levantó y continuó recorriendo negocios, talleres, almacenes y muelles, pero no logró que nadie le ofreciese trabajo ni siquiera a cambio de comida.

Tampoco le extrañó. Si alguna cosa sobraba en Lin’an, además de delincuentes y muertos de hambre, eran mozos robustos dispuestos a dejarse la piel de sol a sol por un mísero tazón de arroz.

Hasta la corporación municipal de recogida de excrementos, cuyas cuadrillas batían a diario los canales para vender las inmundicias a los agricultores, le negó un empleo. Suplicó al oficial al mando un día de prueba a cambio de alimento, pero el hombre denegó con la cabeza mientras le señalaba los cientos como él que malvivían pidiendo.

—Si quieres recoger mierda, tendrás que cagarla primero.

Cí no malgastó saliva. Simplemente, se la tragó. Echó a andar por un callejón perpendicular a la avenida Imperial y continuó sin rumbo fijo hasta plantarse al otro lado de las murallas. Llevaba vagabundeando un rato cuando un griterío procedente de un recodo junto a los baluartes atrajo su atención.

Bajo un tendal mugriento varias personas sujetaban a un niño que se debatía semidesnudo ante el regocijo de los presentes. Los alaridos del crío se tornaron aún más agudos cuando un hombre armado con un cuchillo se acercó a él.

Cí comprendió al punto que se trataba de una castración. Sin advertirlo, había llegado al lugar donde habitualmente se apostaban los cuchilleros de las murallas, barberos especializados que por una módica cantidad convertían a pequeños indigentes rebosantes de vida en los futuros eunucos del emperador. Lo sabía porque junto a Feng había contemplado los cadáveres de decenas de ellos tras morir consumidos por las fiebres, gangrenados o simplemente vacíos de sangre como cabritos degollados. Y por el aspecto de aquel barbero y de su descuidado instrumental, todo hacía presagiar que aquel chiquillo pasaría pronto a engrosar las fosas de los cementerios.

Apartó como pudo a un par de pordioseros y se hizo un hueco entre el público que se apostaba frente al espectáculo. Entonces Cí palideció.

El barbero, un anciano sin dientes que apestaba a licor, había intentado seccionar los genitales al niño infiriéndole un corte que, en lugar de los testículos, había sajado parcialmente su pequeño pene. Cí imaginó que el anciano jamás concluiría la intervención con éxito. Ahora tendría que incluir el pene en la amputación, y ésa era una operación que exigía una destreza de la que las manos temblorosas del anciano parecían carecer. Mientras el niño se desgañitaba como si le estuvieran abriendo en dos, Cí se acercó hasta la que parecía ser su madre, quien entre sollozos pedía a su hijo que mantuviera la calma. Cí dudó de la conveniencia de lo que iba a hacer, pero finalmente se atrevió.

—Buena mujer, si permitís que este hombre continúe, vuestro hijo morirá en sus brazos.

—¡Apártate! —balbuceó el anciano esgrimiendo torpemente el cuchillo ensangrentado.

Cí retrocedió mientras clavaba su mirada en los ojos brillantes del barbero. Sin duda, aquel hombre se había bebido ya hasta la última moneda que le hubieran pagado.

—Ya eres un hombrecito, de modo que no llorarás, ¿verdad? —balbuceó.

El niño asintió, pero su rostro indicaba lo contrario.

El cuchillero se frotó los ojos e intentó restañar la hemorragia mientras achacaba el error de la incisión a un movimiento del niño. Dijo que el tajo alcanzaba el conducto urinario, lo cual le obligaría a ampliar la amputación. Sacó de entre sus adminículos un tallo de paja y embadurnó el pequeño tallo de jade sanguinolento con salsa picante.

Cí meneó la cabeza. El cuchillero parecía haber contenido el flujo, pero aun así debía apresurarse. Observó cómo se apoderaba de una venda sucia y liaba con ella el pene y los testículos del crío, retorciéndolos juntos como si fueran una tripa de embutido. El niño gritó, pero el viejo no se inmutó y preguntó al padre si realmente estaba decidido. La pregunta era obligatoria, pues la emasculación no sólo convertiría al niño en un «no hombre» para el resto de sus días, sino que, conforme a las enseñanzas confucianas, le acompañaría más allá de la tumba impidiéndole descansar en paz.

El padre asintió.

El cuchillero tomó aire. Cogió una pequeña rama y la introdujo entre los dientes del aterrorizado pequeño. Le dijo que mordiera con fuerza.

—Y vosotros, sujetadlo.

Tras comprobar que todos estaban dispuestos, dirigió el vendaje que envolvía los genitales hacia la ingle derecha, alzó la lanceta, inspiró y descargó el brazo con la violencia justa como para sajar de un único tajo los testículos y el tallo de jade, al tiempo que un grito desgarrador atronaba a los presentes. De inmediato, entregó el miembro amputado al padre para que lo custodiara y procedió a contener la sangre con unos paños empapados en agua con sal. Seguidamente, introdujo un tallo de paja en el conducto urinario para impedir su cierre, ligó las venas descuidadamente, cosió los bordes de la herida y vendó el torso del niño.

Cuando el hombre anunció la conclusión de la amputación, los parientes rompieron a llorar de alegría.

—Se ha desmayado por el dolor, pero se recuperará pronto —les aseguró.

El cuchillero instruyó al padre en la necesidad de que durante dos horas el niño caminara todo lo posible. Después debería guardar reposo tres días antes de retirarle el tallo de paja. Si orinaba sin problemas, todo quedaría resuelto.

Sin comprobar que la venda ejerciera la presión adecuada, recogió su instrumental y lo metió en una bolsa de loneta sucia. Se disponía a marcharse cuando Cí le detuvo.

—Ese niño aún necesita cuidados —observó.

El hombre le miró con desdén y soltó un escupitajo.

—Pues yo lo único que necesito son críos. —Sonrió con malicia.

Cí se mordió los labios. Iba a replicarle cuando unos alaridos a su espalda lo alertaron. Al volverse, observó con horror que los familiares del pequeño eunuco gritaban acuclillados alrededor de su hijo, el cual yacía lívido sobre un charco de sangre. De inmediato intentó ayudarles, pero el pequeño era prácticamente un cadáver. Iba a exigirle al cuchillero que le auxiliara cuando al girarse advirtió que había desaparecido. No pudo hacer más porque los gritos atrajeron a un par de guardias que al comprobar que Cí retrocedía con las manos cubiertas de sangre corrieron hacia él para detenerlo.

Se escabulló como pudo entre una multitud. Poco después encontró refugio bajo uno de los puentes de piedra, donde aprovechó para lavarse las manos. Después miró al cielo.

«Mediodía. Y aún no sé cómo pagaré al hospedero».

Un pequeño grillo trepó por su zapato.

Cí lo alejó de un capirotazo. Sin embargo, cuando el animalejo se debatía por recuperar la posición, recordó algo.

«La propuesta del adivino».

Sólo de imaginarlo le entraron náuseas. Odiaba valerse de su enfermedad, pero sus circunstancias y las de su hermana le obligaban a planteárselo. Quizá fuera para lo único para lo que realmente valiese. Para ir de pelea en pelea convertido en una atracción de feria.

Miró las aguas oscuras del canal corriendo turbias hacia el río. Imaginó el frío y tembló. Pensó en saltar, pero la imagen de su hermana le contuvo.

Apartó la vista de una corriente que le atraía con la insistente promesa de una salida rápida y se levantó decidido. Tal vez aquél fuera su destino, pero al menos lucharía por evitarlo. Escupió cerca del grillo y salió en busca del adivino.

* * *

Escudriñó hasta debajo de las piedras, pero no le encontró. Recorrió los mercadillos del distrito pesquero, el rastro de las salazones, el mercado de tejidos situado junto a las sederías del muelle y el elegante Mercado Imperial, el mayor y mejor provisto de los almacenes de la capital. En todos preguntó a mozos, a tenderos, a maleantes y a desocupados, sin que ninguno supiera darle razón. Era como si la tierra se lo hubiera tragado, hubiera lamido su rastro y después hubiera vomitado cien charlatanes distintos para que pulularan de un lado a otro ocupando su lugar.

Iba a darse por vencido cuando recordó que, la noche del desafío, el adivino le había hablado de su empleo en el Gran Cementerio de Lin’an.

* * *

De camino a los Campos de la Muerte, se preguntó si estaría haciendo lo correcto. Al fin y al cabo, su presencia en la capital obedecía a su empecinada obsesión por los estudios, un empeño que de nada le serviría si terminaba convirtiéndose en el muerto más listo del imperio.

Pensó si no habría sido mejor huir a otra ciudad y buscar refugio en un lugar en el que nadie les conociese, lejos de los amenazadores tentáculos de Kao. Pero seguía allí, intentando prolongar no sabía qué, en nombre de un sueño que cualquier cuerdo calificaría de imposible.

Cerró los ojos y pensó en su padre, el hombre que ahora sabía que les había deshonrado, el hombre que había traicionado la memoria de su familia condenándoles a él y a Tercera al oprobio perpetuo. Nada más hacerlo, una punzada le atravesó el corazón. Su padre… Le parecía imposible que la persona que le había educado en la rectitud y en el sacrificio fuera la misma que había robado y traicionado la confianza del juez Feng. Pero los informes eran concluyentes. Los había leído con cuidado y recordaba detalladamente cada una de las acusaciones. Se prometió entonces que jamás sería tan indigno, tan falso y tan infame como él. Descargó su rabia pateando los tablones de la borda. Su padre era el único responsable de cuanto les estaba sucediendo. Sin embargo, mientras la razón alimentaba su odio, una pulsión en su interior le impelía a creer en su inocencia.

No abrió los ojos hasta que el suelo de madera le sacudió. La barcaza en la que se había colado se cimbreó con torpeza hiriendo su flanco contra el dique del embarcadero del lago del Oeste, justo a las faldas de la colina en la que se ubicaba el cementerio.

Mientras ascendía por la suave cumbre que precedía a los Campos de la Muerte, observó a la variopinta multitud que se afanaba por alcanzar la cima. Tras la jornada laboral, los familiares solían congregarse para acudir a honrar a sus muertos portando toda clase de viandas con las que practicar sus ofrendas. Se acordó de Tercera. Comenzaba a atardecer y ni siquiera tenía la certeza de que la hija del posadero le hubiera proporcionado algo de comida. La sola idea de imaginarla hambrienta le hizo estremecer, de modo que aceleró el paso, dejó atrás al séquito de plañideras y adelantó a los hombres que se acercaban al enorme portalón de entrada con un ataúd a hombros.

Una vez en el cementerio, deambuló entre los modestos postes funerarios buscando a algún cuidador que pudiera indicarle el paradero del adivino. Al no encontrarlo, continuó el ascenso hacia la parte más noble de la colina, donde el manto de césped rodeaba primorosamente las lápidas de piedra que anunciaban el comienzo de los jardines y los mausoleos de la colina. Allí, las familias más pudientes, vestidas de riguroso blanco, ofrecían a los difuntos té recién preparado y encendían las varillas de incienso cuyo aroma se fundía con el verdor de la hierba y la húmeda neblina. Tras coronar la cima, se alejó de los llantos y los lamentos para dirigirse hacia un pabellón de color pardo oscuro cuyos aleros curvados le recordaron las alas de un siniestro cuervo. En las inmediaciones, un jardinero sombrío le indicó que encontraría a la persona por la que preguntaba no muy lejos de allí, en los alrededores del Mausoleo Eterno.

Cí se lo agradeció. Siguiendo sus indicaciones, alcanzó un templete de planta cuadrada que emergía de entre la niebla como un espectro. A sus pies, un hombrecillo semienterrado extraía tierra de una tumba abierta, escupiendo exabruptos a cada paletada. Al reconocer al adivino, un temblor le sacudió. Se detuvo un momento mientras contemplaba al hombre resoplar. Luego se acercó despacio, dudando de si aquélla sería una elección acertada.

Estaba a punto de irse cuando el adivino elevó la mirada y clavó sus ojos en él. El hombrecillo dejó la pala sobre el montón de tierra y se enderezó. Luego se escupió en las manos y meneó la cabeza. Cí no supo qué decir, pero el adivino se adelantó.

—¿Se puede saber qué demonios haces aquí? —Hundió la pala en la fosa con cara de pocos amigos—. Si lo que buscas es más dinero, ya me lo he gastado en putas y vino, así que ya puedes largarte por donde has venido.

Cí frunció el entrecejo.

—Pensé que te alegrarías de verme. Al menos, anoche parecías más entusiasmado.

El adivino le interrumpió con un resoplido.

—Anoche estaba bebido, de modo que ahueca, que tengo trabajo.

—¿Ya no recuerdas que ayer me ofreciste participar en…?

—Mira, muchacho, gracias a ti, ahora todo Lin’an sabe lo que hacía con los grillos. Y suerte que esta mañana pude escapar, que si me agarran los energúmenos que pretendían acogotarme, sería yo ahora el que ocuparía este sitio. —Y señaló la fosa que estaba abriendo.

—Disculpa, pero te recuerdo que no fui yo el que hizo las trampas.

—¡Ah! ¿No? ¿Y entonces cómo llamas a apostar contra un gigante a sabiendas de que aunque te parta en dos no soltarás ni un lamento? ¡Maldita sea! ¡Vete de aquí antes de que salga de esta fosa y te eche a palazos!

—¡Pero por Buda! ¿Qué te sucede? Ayer me suplicabas que peleara. He venido dispuesto a aceptar tu oferta, ¿lo entiendes?

—¡Y dale con ayer! Ya te he dicho que estaba borracho —rezongó.

—Pues a juzgar por el cuidado con el que contabas las monedas, no lo parecía.

—Escúchame bien: aquí el que no entiende nada eres tú. —Salió de la fosa, pala en mano—. No entiendes que por tu culpa no pueda volver al mercado. No entiendes que ya se haya corrido la voz de lo de tu ventaja especial y nadie quiera apostar contra ti. No entiendes que estás maldito y que arrastras la mala suerte contigo. Y no entiendes que tengo que acabar esta maldita tumba y que quiero que te alejes de mí. —Arrojó la pala al fondo del agujero.

Una voz ronca a su espalda le arrancó de su estupor.

—¿Te está molestando, Xu? —preguntó un hombretón de brazos tatuados salido de la nada.

—No. Ya se iba —respondió.

—Pues entonces acaba la fosa de una vez o esta noche tendrás que buscarte otro empleo —ladró, y señaló al cortejo fúnebre que se acercaba por la ladera.

El adivino agarró la pala y continuó cavando como si le fuera la vida en ello. Cuando el hombre tatuado les dio la espalda, Cí saltó a la fosa.

—¿Pero qué haces?

—¿No lo ves? Ayudar —dijo Cí mientras excavaba en la tierra con sus propias manos. El adivino lo contempló.

—Anda. Toma esto. —Y le proporcionó una azada.

Cavaron juntos hasta formar un agujero de un cuerpo de longitud por medio de profundidad. Xu no habló durante el trabajo, pero cuando terminaron, sacó una jarra sucia de su bolsa, vertió un líquido oscuro en un vaso y se lo ofreció a Cí.

—¿No temes que beba contigo un ser maldito?

—Venga. Traga de una vez y salgamos de este agujero.

* * *

Permanecieron junto a la sepultura mientras los familiares recitaban sus últimas plegarias. Luego, a una seña del que parecía el más anciano, procedieron a introducir el féretro en la fosa. Estaban terminando cuando inesperadamente Cí resbaló, con tan mala suerte que el ataúd se precipitó hasta el fondo y con el impacto se abrió.

Cí enmudeció.

«¡Dioses del cielo! ¿Qué más puede ocurrir?».

Al punto intentó colocar la tapa, cuyos clavos se habían desprendido, pero el adivino lo apartó de un empellón, como si con su vehemencia pudiese calmar los alaridos que los familiares proferían al ver el cuerpo del difunto ensuciado con la tierra. Xu intentó mover el cuerpo, pero se había lastimado un dedo y apenas podía manejarse.

—Sacadlo de ahí, hatajo de inútiles —gritó la que por su atuendo aparentaba ser la viuda—. ¿No ha sufrido lo bastante como para que le hagáis penar en muerte? —se quejó.

Ayudados por el resto de los parientes, Cí y Xu extrajeron el maltrecho ataúd de la fosa y entre todos lo condujeron al mausoleo para repararlo y repetir la limpieza del cadáver. Las mujeres permanecieron en el exterior lamentándose mientras los hombres se afanaban en adecentar el cuerpo. Cí observó que el adivino apenas podía utilizar una de sus manos, así que cogió una esponja humedecida con agua de jazmín y comenzó a limpiar la ropa del difunto. Los familiares se lo permitieron porque traía mala suerte tocar los cuerpos de los muertos e importunarlos tras su fallecimiento podía acarrear su venganza posterior.

A Cí no le importó. Estaba acostumbrado a manejarse con cadáveres, así que no se inmutó cuando tuvo que desabrocharle la camisola para quitarle la tierra que se había metido bajo la ropa. Al frotar con la esponja, observó unas marcas en su cuello.

Dejó de limpiar y miró al que se había identificado como progenitor.

—¿Alguien maquilló el cadáver? —le preguntó.

Al hombre le extrañó la pregunta, pero negó con la cabeza. Seguidamente, se interesó por la cuestión, pero Cí, en lugar de contestar, continuó.

—¿Cómo falleció? —Apartó un poco más la camisola para inspeccionar la nuca.

—Se cayó de un caballo y se partió el cuello.

Cí meneó la cabeza. Levantó los párpados del muerto, pero Xu le interrumpió.

—¿Qué crees que estás haciendo? ¿Quieres dejar de importunar y acabar el trabajo? —le conminó.

Cí no le escuchó. Por el contrario, miró con determinación al familiar y habló sin vacilar.

—Señor, este hombre no murió como decís.

—¿A qué te refieres? —balbució el padre del muerto sin comprender—. Su cuñado lo vio caer.

—Pues tal vez fuera así, pero, desde luego, alguien aprovechó después para estrangularlo.

Sin esperar a que respondieran, Cí les mostró unas sombras púrpuras a ambos lados del cuello.

—Estaban disimuladas bajo el maquillaje. Un trabajo burdo —añadió Cí—. Pero sin duda se corresponden con las marcas de unas manos poderosas. Aquí —le señaló los hematomas separados por un hilo de piel—. Y aquí.

Los parientes se miraron asombrados e insistieron en si estaba seguro de sus observaciones. Cí no lo dudó. Les preguntó si deseaban continuar con la inhumación, pero los padres acordaron interrumpirla de inmediato y acudir al juez para denunciar el caso.

* * *

Mientras Cí le entablillaba el dedo roto, Xu no dejó de rumiar entre dientes. En cuanto el joven terminó con la cura, Xu se lo soltó.

—Dime una cosa, ¿estás endemoniado?

—Pues claro que no. —Cí se rio.

—Entonces haremos negocios —determinó.

Cí lo miró sorprendido. Sólo un rato antes, el adivino le había asegurado que nadie apostaría contra él, y ahora su rostro sonriente parecía el de un pobre menesteroso al que de repente le hubieran regalado un palacio. A Cí no le importó. Lo único que le interesaba era conseguir unas monedas de adelanto con las que pagar al posadero. Anochecía y su temor era cada vez mayor. Se lo contó a Xu, que se rio como un crío.

—¿Problemas de dinero? ¡Ja! ¡Seremos ricos, muchacho!

El hombre hurgó en su talega y sacó lo suficiente como para satisfacer una semana de hospedaje por adelantado. Sin dejar de reír se lo entregó a Cí.

—Y ahora, jura por tu honor que mañana a primera hora regresarás al cementerio.

Cí contó las monedas y luego lo juró.

—Entonces, ¿pelearemos?

—Claro que no, chico. Será más peligroso, pero mucho mejor.