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—¡Apuesto diez mil qián por el chico!

Todos, incluido Cí, se giraron estupefactos hacia el hombre que había dado la voz.

—¡Se ha vuelto loco! —cuchichearon en un remolino.

—¡Va a perder hasta los ojos! —añadió otro, sorprendido.

El adivino no se inmutó. Sacó de sus pantalones una cartera y de ésta un billete que anunciaba exactamente ese valor. El encargado de las apuestas cogió el billete para comprobar los sellos y las firmas estampadas en el anverso y el dibujo que mostraba como advertencia a un falsificador de billetes ajusticiado en el reverso. Sin duda, era legítimo. Tan sólo faltaba acreditar si entre los apostantes había suficiente dinero para cubrir la hipotética derrota del gigante. Tras asegurarse de ello, el hombre anunció con el toque de un gong el comienzo del duelo.

Cí se situó a unos tres pasos del gigante. A sus costados, dos cocineros previamente instruidos aguardaban expectantes con sendos cuchillos en cuyas hojas habían practicado las marcas que determinarían la profundidad hasta la que deberían hundirlos. El gigante miró los cuchillos de reojo, como quien vigila a una serpiente cercana sin saber si es venenosa o no, mientras embuchaba unos últimos tragos de licor. Después escupió y gritó como un energúmeno solicitando otra botella.

El desafío comenzó.

El primer cocinero empapó un pincel en tinta negra y comenzó a pintar el trayecto que debía guiar al cuchillo sobre la masa de músculos del gigante. Luego le tocó el turno a Cí. El segundo cocinero realizó una operación similar, pero al discurrir sobre su pecho izquierdo, un temblor le sacudió. Sobre el cuerpo abrasado ya se apreciaba un camino similar, labrado en la carne por una profunda cicatriz. Al instante comprendió que no era la primera vez que el joven disputaba el desafío del dragón.

Mientras el cocinero lo pintaba, Cí entornó los párpados para invocar la protección de los espíritus. Tres años atrás, para salvaguardar el honor de un familiar, se había visto obligado, a su pesar, a participar en un desafío similar. En aquella ocasión había vencido, aunque el reto estuvo a punto de costarle la vida. Era la otra cara de la moneda: no percibía el dolor, pero su ausencia no le avisaba de ningún riesgo mortal. Y ésta era una de esas ocasiones en las que no sabía si saldría victorioso. De hecho, existía la posibilidad de que su cuchillo le perforase el pulmón antes de que el otro atravesase la gruesa capa de grasa y músculo que forraba el corpachón del gigante. Sin embargo, el riesgo merecía la pena, porque Tercera necesitaba que quedara vencedor.

* * *

Cí tragó saliva. El espectáculo iba a comenzar y los bramidos de los presentes atronaban en el salón. Parecían una jauría hambrienta y él era la presa.

No sintió el pinchazo. Sin embargo, percibió con claridad el hilo de sangre que borboteaba bajo su pezón y se deslizaba por su vientre hasta mancharle el pantalón. Era el momento más complicado. Cualquier respingo podía hacerle perder la apuesta. Precisamente por ello, debía mantener la calma y esperar a que el cuchillo de su contrincante hiciera su trabajo. Respiró profundamente cuando la punta comenzó a desgarrarle la piel. Mientras el corte crecía, observó frente a él al segundo cocinero haciendo lo propio con su adversario.

El gigante esbozó un gesto de dolor cuando la punta penetró sobre la areola amarronada, pero la sonrisa cínica que seguidamente le regaló le indicó a Cí que se enfrentaba a un serio problema. Cuanto más tiempo se prolongara la prueba, más cerca estaría él del cementerio.

De manos de los cocineros, los cuchillos avanzaron lenta pero inexorablemente, abriéndose paso a través de surcos cada vez más profundos, destrozando grasa y carne, perforando músculos, salpicando sangre y rasgando tejidos que provocaban en los contendientes gestos cada vez más dolorosos e incontrolados. En Cí, fingidos, pero en el gigante, verdaderos. Sin embargo, la boca del coloso permanecía sellada, las mandíbulas encajadas y el cuello prieto, agarrotado. Sólo su mirada iracunda, clavada en la de Cí, era el espejo de su dolor.

De repente, Cí advirtió cómo la punta del cuchillo se detenía sobre sus costillas, a un suspiro del corazón. El cocinero había apretado demasiado y la hoja había chocado contra la costilla, encallándose entre ésta y el tejido cicatrizado, duro como un tendón. Cí dejó de respirar. Cualquier movimiento brusco le perforaría el pulmón. El gigante apreció el gesto de Cí, e interpretándolo como el preludio de su victoria, pidió otra jarra de licor. Cí impelió a su cocinero a que continuara, pues si se detenía más de lo convenido, caería derrotado.

—¿Estás seguro? —preguntó el cocinero. Le temblaba la mano.

«No».

Pero asintió.

El pinche apretó los dientes al tiempo que empuñaba el cuchillo con firmeza. Cí percibió su tensión. La piel se estiró como la resina hasta que en un chasquido reventó. Entonces el cuchillo avanzó directo hacia su corazón. Su pecho latió bajo la hoja y de nuevo contuvo la respiración. El cocinero esperó algún signo de renuncia, pero Cí no se lo concedió.

—¡Continúa, maldito cabrón!

En ese instante escuchó la sonrisa sarcástica del gigante. Cí lo miró. Su torso era un reguero de sangre, pero el alcohol parecía haberle adormilado no sólo los sentidos, sino también la razón.

—¿Quién es el cobarde? —rugió mientras volcaba la jarra en su garganta.

Cí sabía que si continuaban, se desencadenaría la tragedia. Pero necesitaba el dinero.

«Grita de una maldita vez».

De repente, como si le hubiera leído el pensamiento, sucedió. La cara del gigante se tornó lívida y sus ojillos embrutecidos se nublaron para a continuación abrirse espantosamente, como si acabara de ver alguna terrible aparición. Se levantó empapado en sangre y avanzó hacia Cí tambaleándose, con el cuchillo hundido hasta el mango a la altura del corazón.

—¡Fu… fue él quien se movió! —balbuceó su cocinero exculpándose.

—¡Di… ablo de mu… cha… cho!

Fueron las últimas palabras del gigante. Dio un paso más y se derrumbó como una montaña, derribando a cuantos apostantes y mesas había a su alrededor.

Un tumulto de hombres intentó reanimarlo mientras unos pocos se afanaban en cobrar lo ganado.

—¡Vámonos de aquí! ¡Rápido!

Cí no tuvo tiempo de vestirse. El adivino lo enganchó del brazo y tiró de él hacia una puerta trasera aprovechando la confusión. Afortunadamente, la noche era cerrada y apenas había gente. Corrieron por el callejón que daba al canal hasta un puente de piedra bajo el que se ocultaron.

—Toma. Cúbrete y espera aquí.

Cí cogió la chaqueta de lino que le ofrecía y tapó sus heridas después de limpiárselas. Luego aguardó un tiempo, preguntándose si alguna vez volvería a ver al adivino. Para su extrañeza, apareció al poco con un saco repleto de bártulos.

—Tuve que encargar al mozuelo de la puerta que escondiera los demás trastos en un almacén. ¿Cómo estás? ¿Te duele mucho? —Cí negó con la cabeza—. Déjame ver. ¡Por Buda! Aún no sé cómo le has derrotado.

—Ni yo por qué apostaste por mí.

—Ya te lo explicaré luego. Utiliza esto. —Sacó un emplasto y se lo aplicó sobre las heridas—. Por el gran diablo Swhan, ¿cómo te hiciste esas quemaduras?

Cí no le contestó. El hombre terminó de vendarle con un trapo viejo. Luego se despojó de la piel de burro y cubrió con ella al joven. El frío de las montañas comenzaba a aterirle los huesos.

—Y dime, ¿tienes trabajo?

Cí volvió a negar con la cabeza.

—¿Dónde vives?

—No es asunto tuyo. ¿Conseguiste cobrar? —le atajó Cí.

—Por supuesto. —Se rio—. Soy adivino, pero no estúpido. ¿Es esto lo que buscas? —Le ofreció una bolsa repleta de monedas.

Cí asintió. Se guardó la bolsa con los ochocientos qián apostados convertidos en mil seiscientos. Aunque era menos de lo que le correspondía, prefirió no porfiar.

—Tengo que irme —dijo Cí secamente y se levantó dispuesto a marcharse.

—¡Eh! ¿A qué tanta prisa? Mírate. Con esa pierna no llegarás muy lejos.

—Necesito una farmacia.

—¿A estas horas? Además, esa herida no te la tratarán en una farmacia. Sé de un curandero que…

—No la necesito para mí. —Intentó andar, pero cojeó—. ¡Maldita pierna!

—¡Maldición! ¡Siéntate o nos descubrirán! Esos que han apostado sus jornales no son monjes budistas. En cuanto se les pase la borrachera, nos matarán para recuperarlos.

—He ganado limpiamente.

—Sí. Tan limpiamente como yo con los grillos. A mí no me engañas, chico. Tú y yo estamos hechos de la misma arcilla. Me fijé cuando el gigante te apretó el hombro. Ni te inmutaste. En ese momento no le di importancia, pero luego, cuando enseñaste todas esas cicatrices y, sobre todo, las que coincidían con las del recorrido del dragón… ¡Vamos, chico! No era la primera vez que jugabas a esto, y a fe que sabías bien lo que hacías. Y te digo: no sé cómo diablos lo consigues, pero engañaste a toda esa gente y a ese montón de músculos. A todos menos a mí. A Xu, el adivino. Por eso aposté por ti.

—No sé de qué me hablas.

—Ya. Yo tampoco entiendo de imanes, pero bueno… A ver, deja que le eche un vistazo a esa pierna. —Le subió la pernera y observó la herida—. ¡Maldición, chico! ¿Te ha mordido un tigre?

Cí apretó los dientes. Estaba perdiendo un tiempo precioso y no podía esperar más. No se había jugado la vida por Tercera para permanecer toda la noche escondido.

—Tengo que irme. ¿Conoces alguna farmacia o no?

—Alguna conozco, pero no te abrirán a menos que te acompañe. ¿No puedes esperar a mañana?

—No. No puedo.

—¡Maldito muchacho! Está bien. Vamos.

Avanzaron entre las callejuelas de los muelles, ocultos por la bruma. Conforme se aproximaban a los almacenes, el olor a pescado podrido se mezclaba con el frío en un aroma vomitivo cada vez más espeso. Varios vagabundos se les quedaron mirando con ojos ambiciosos, pero la cojera de Cí y la piel raída de burro les disuadieron de atacarles. En el callejón de las raspas, el lugar donde los desechos y las vísceras de pescado encontraban su último provecho, el adivino se detuvo. Sorteó el caldo de sangre pútrida que encharcaba el suelo y llamó a la segunda puerta de un edificio que parecía un tugurio de bandidos. Al cabo de un instante, el resplandor de un farolillo anunció la presencia de un hombre.

—¡Abre! Soy Xu.

—¿Traes lo que me debes?

—¡Diablos! ¡Abre! Traigo un herido.

El sonido de un cerrojo oxidado precedió al ruido de la puerta al abrirse. Tras ella apareció un hombre plagado de diviesos. Les miró de abajo arriba y escupió con desgana.

—¿Tienes mi dinero?

Xu le apartó de un empujón y pasó dentro. Si el exterior parecía una cueva de ladrones, el interior era un estercolero. Una vez acomodados, Cí le solicitó el remedio. El hombre asintió con la cabeza y desapareció tras una cortinilla. Detrás se oyeron cuchicheos.

—No te preocupes. Es una rata, pero de fiar —dijo el adivino.

Al poco regresó el hombre con el remedio. Cí lo probó. Era el correcto, aunque la cantidad era escasa. Le pidió más, pero el hombre dijo que era cuanto tenía. El hombre le exigió mil qián, pero se conformó con ochocientos.

—¡Oye! Dale algo también para la pierna —le exigió Xu a su conocido.

—No necesito…

—Tranquilo, chico. Esto corre de mi cuenta.

El adivino pagó al hombre y salieron del tugurio. Comenzaba a llover y arreciaba el viento. Cí se dispuso a despedirse de Xu.

—Gracias por…

—No tiene importancia. Escucha… he estado pensando… Dijiste que no tenías trabajo…

—Así es.

—Verás… Lo cierto es que desde hace años mi verdadero oficio es el de enterrador. Una profesión bien pagada si sabes cómo tratar a los familiares de los difuntos. Trabajo en los Campos de la Muerte, en el Gran Cementerio de Lin’an. Lo de adivino es sólo un apaño. En cuanto engañas a un par de paletos, se corre la voz y el truco del grillo ya se ha jodido. Tengo que ir cambiando de zona, pero los cabrones del hampa lo controlan todo. O les pagas, o más vale que te largues a otro lado. Lin’an es grande, pero no tanto.

—Ya. Entiendo… —Tenía prisa, pero no quería parecer desagradecido.

—Al final, para sacar cuatro qián, tienes que vender dulces, reparar cacerolas, adivinar el porvenir o contar cuentos. Y lo que he ganado esta noche tampoco es tanto. ¡Joder! ¡Tengo familia, y el vino y las putas cuestan dinero! —Se rio.

—Perdona, pero…

—Vale, vale. ¿Hacia dónde vas? ¿Al sur? Venga, vamos. Te acompaño.

Cí le dijo que tomaría alguna barca en el Canal Imperial, ahora que podía permitírselo.

—Es la ventaja de ser rico. ¿Te gustaría ganar más dinero? —Se carcajeó y golpeó con el codo a Cí en las costillas, olvidando que lo habían pateado.

—Vaya pregunta. ¡Por supuesto!

—Pues como te decía, lo de los grillos tan sólo cubre gastos… En cambio, tú y yo juntos… Yo conozco los mercados, los rincones. Sé embaucar a la gente, y tú con ese don… Podríamos hacernos de oro…

—¿A qué te refieres?

—Sí, hombre. Lo haríamos con cuidado. No como con ese gigante, no. Buscaremos chulos, bravucones y perdonavidas, charlatanes y fanfarrones borrachos… El puerto está lleno de imbéciles dispuestos a apostar su pellejo contra un muchacho imberbe. Los desplumaremos y, antes de que se den cuenta, estaremos lejos con su dinero.

—Te agradezco la oferta, pero lo cierto es que tengo otros planes.

—¿Otros planes? ¿Lo dices por el reparto? Si es por eso, estoy dispuesto a cederte la mitad de las ganancias. ¿O acaso crees que podrías hacerlo tú solo? ¿Es eso? Porque si es eso, te equivocas, muchacho. Yo…

—No. No es eso. Es que prefiero un empleo menos arriesgado. He de dejarte. Ten. Tu piel —dijo mientras se acercaba a la barcaza que cubría el trayecto.

—Da igual. Quédatela. Espera… ¿Cómo te llamas?

Cí no le contestó. Le dio las gracias por todo, se encaramó a la barca de un salto y se perdió entre las brumas.

* * *

El trayecto de vuelta se le antojó odiosamente interminable, como si por más que avanzara, los dioses se empeñaran en alejar una y otra vez el horizonte. Cuando desembarcó junto a la pensión, sólo pensaba en su hermana Tercera. Desconocía el motivo, pero tenía la horrible sensación de que algo malo le había sucedido. Subió las escaleras a trompicones sin reparar en su pierna herida. No había faroles y apenas se veía nada. Al llegar a la puerta encontró la cortina echada. Sólo escuchó los latidos de su corazón. El silencio le pareció tan inquietante como el de un sepulcro profanado. Apartó la cortina despacio. La lluvia entraba por el agujero de la pared encharcándolo todo.

Llamó a Tercera, pero no contestó nadie.

Mientras se acercaba al escondrijo en el que la había ocultado, sus manos comenzaron a temblar. Rezó para que Tercera estuviera dormida. Lentamente, separó las ramas de bambú. Detrás, apareció un bulto agazapado, inmóvil, inerte. A Cí se le heló el corazón. Aguardó un instante temiendo lo peor. Intentó pronunciar su nombre, pero la voz se le quebró en la garganta. Lentamente, alargó la mano, despacio, como si temiese tocarla, hasta que sus dedos rozaron el enredo de trapos que descansaban sobre el suelo. Entonces su garganta dejó escapar un grito de horror.

Bajo el bulto no había nada. Tan sólo una manta empapada y los restos de la ropa que vestía Tercera cuando la había dejado aquella mañana.