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Mientras se arrastraba por las callejuelas menos concurridas, Cí se maldijo por su infortunio. Ahora, para comprar la medicina, tendría que acudir a alguna de las herboristerías privadas, en las que, a buen seguro, le sacarían hasta los ojos. Se detuvo en la primera que encontró, un establecimiento oscuro dedicado a la compraventa de raíces y remedios medicinales. No había ningún cliente y, pese a ello, los propietarios le miraron de arriba abajo como si fuese un desahuciado. A Cí no le importó. Nada más solicitar el medicamento, los hombrecillos cuchichearon algo entre sí para a continuación explayarse sobre su escasez y la dificultad para conseguirlo. Finalmente, le informaron de que el precio ascendía a ochocientos qián el puñado molido.

Cí intentó negociar, pues todo su capital se reducía a las cien monedas que le había entregado el anciano profesor en el mercado de libros. Se desató el cinto.

—No necesito un puñado. La cuarta parte me servirá —dijo, y depositó el cinto con las monedas sobre un mostrador repleto de raíces y hojas secas diseminadas entre un revoltijo de hongos deshidratados, semillas, vainas, tallos troceados y minerales.

—Entonces serían doscientos qián. Y aquí sólo cuento cien —denegó uno de ellos.

—Es cuanto tengo. Pero siguen siendo cien qián. —Miró el local vacío y simuló reflexionar—. No parece que marche bien el negocio. Mejor ganar algo que no ganar nada.

Los hombres se miraron incrédulos.

—Eso sin considerar que podría conseguirlo gratuitamente en la Gran Farmacia —agregó Cí al comprobar su impasibilidad.

—Mira, chico —dijo el más corpulento mientras recogía el remedio y lo guardaba—, esa treta está más repetida que los granos de un saco de arroz. Si hubieras podido adquirir esta raíz por menos dinero, ya lo habrías hecho, de modo que suelta los doscientos qián o vete por donde has venido.

«Cómo he podido ser tan iluso».

Cí frunció los labios e hizo un último intento. Se descalzó.

—Son de cuero bueno. Cien qián más los zapatos. Es todo de cuanto dispongo.

—Dime una cosa, chico, ¿tú ves que necesitemos alpargatas? ¡Venga! ¡Largo!

Por un momento Cí pensó en coger el remedio y salir corriendo, pero la cojera le hizo desistir. Cuando se marchó de la herboristería su desesperanza era tal que, si alguien le hubiera preguntado sobre su futuro, habría respondido que acabó el mismo día en que sus padres perecieron sepultados.

* * *

En las demás herboristerías recibió un trato parecido. En la última que visitó, un puesto de mala muerte próximo al mercado del puerto, pretendieron timarle con unos polvos de bambú triturado. Por fortuna, había comprado muchas veces aquel remedio y conocía su sabor acre y su textura untuosa, así que nada más catarlo adivinó el intento de engaño. Escupió la prueba y recuperó su dinero antes de que lo guardaran, pero, aun así, hubo de escapar a toda prisa de los propios dueños, que lo acusaron arteramente de romper el trato.

Caminó desolado. Su mundo se desmoronaba.

Pese a saber que sólo le pagarían con arroz, malgastó el resto de la tarde buscando trabajo. Solicitó plaza en varios puestos cercanos, pero todos le rehuyeron al advertir su aspecto enfermizo y el estado de su pierna. Para cuando quiso vendársela, la mayoría de los comercios ya habían cerrado. Lo intentó también en los distintos muelles, pero todos estaban abarrotados de peones a la espera de faena. Probó a ofrecerse como mozo de cuerda, vendedor ambulante a comisión, sirviente, limpiador de lodos negros, remero y mulo de carga, pero en la mayoría de los lugares le advirtieron de que, para encontrar trabajo, tendría que obtener el permiso de los gremios que gestionaban los empleos vacantes, cuyas oficinas estaban situadas en las montañas próximas al lago del Oeste y la colina del Fénix. En el resto, simplemente, ni le atendieron.

El tiempo transcurría mientras Tercera se apagaba.

La desesperación le impidió respirar. Pensó en robar, o incluso en venderse bajo los puentes de los canales, como hacían los enfermos y los desahuciados, pero hasta eso estaba controlado por el hampa organizada, sociedades criminales con ramas especializadas que iban desde los robos a jóvenes ricos mediante la extorsión hasta la caja de apuestas para timadores, pasando por los cortabolsas y truhanes de poca monta que pululaban por las calles. Lo sabía bien porque Feng los había perseguido durante años.

Mientras intentaba pensar, creyó distinguir a lo lejos la figura del vendedor de caramelos al que habían visto por la mañana. El hombre continuaba ataviado con la misma piel raída de burro, pero había trocado el taburete de adivino por una suerte de estrado sobre el que reclamaba la presencia de cuantos quisieran ganar dinero. Al parecer, había embaucado a un ingenuo, que seguía con atención los extraños aspavientos que escenificaba frente a él, al tiempo que atraía la atención de otros cuantos. Pronto una multitud se congregó alrededor de sus reclamos, ante los que Cí también sucumbió.

«¿Qué demonios estará tramando?».

Se las arregló como pudo para acercarse un poco más.

Cuando estuvo a pocos pasos de él, Cí pensó que aquel hombre no sólo era peculiar por su atuendo, sino que, a juzgar por la fila de personas que aguardaban sus servicios, también debía de ser un embaucador de primera. Además del puesto de dulces, el hombrecillo había colocado a sus espaldas una suerte de escenario confeccionado con una cortina roja sobre la que pendían todo tipo de baratijas: viejas conchas de tortuga de las que se usaban para la adivinación, pequeños budas de arcilla descuidadamente pintados, pajarillos disecados, abanicos de papel mal decorados, cometas de bambú y seda, barritas de incienso de dudosa calidad, pañuelos ajados, anillos, cintos, agujas de hueso para el cabello, cajetillas y cuencos resquebrajados, sandalias de un solo pie, jaulas de todos los tipos, collares de cuentas y conchas, broches, gargantillas y pulseras, perfumes de sándalo y especias, raíces medicinales, monedas antiguas, pinceles, tintas coloreadas, farolillos de papel, esqueletos de ranas y serpientes y mil objetos más que fue incapaz de reconocer. Era como si, a modo de escaparate, toda la porquería y trastos de un basurero los hubiera amontonado sobre aquella cortina.

«Desde luego, sabe exponer el género. ¿Pero por qué aguarda tanta gente a un embustero?».

Al aproximarse más, lo comprendió.

Sobre una mesa medio oculta por el gentío, el hombrecillo había situado un tablero de madera por cuya superficie discurrían una multitud de carriles laberínticos que confluían en el centro. Cuando logró observarla de cerca, advirtió que eran seis los pasillos horadados, cada uno pintado de un color distinto. Sin duda se trataba de un circuito de carreras de grillos, un entramado de conductos por los que los pequeños animalejos discurrirían hasta alcanzar el azúcar depositado en el centro.

«Y los hombres que aguardan turno lo hacen para apostar por su bicho favorito».

Empujó lo justo hasta hacerse un sitio junto al receptáculo.

—¡Vuestra última oportunidad! ¡Vuestra última ocasión para salir de la miseria y vivir como los ricos! —aullaba el adivino—. ¡Animaos, muertos de hambre! ¡Si ganáis, podréis casaros con cuantas queráis y luego, si os quedan fuerzas, iros de putas con las que deseéis!

La promesa de carne fresca azuzó a varios indecisos, que acabaron por depositar sus únicas monedas sobre una cajonera en la que se reflejaban las apuestas y las cantidades. Mientras tanto, los grillos que iban a competir aguardaban en sus cubículos, cada uno con el dorso pintado del mismo color que su carril correspondiente.

—¿Nadie más? ¿Nadie más tiene redaños para desafiarme? —Volvió a cacarear—: ¡Hatajo de cobardes…! ¿Acaso teméis que mi viejo grillo os desplume…? De acuerdo… Hoy me he vuelto loco. Que los dioses os perdonen por abusar de este demente, porque hoy estáis de suerte. —Cogió su grillo, que se distinguía por el pegote de pintura amarilla que llevaba sobre el lomo, y le arrancó una pata delantera. Luego dejó que el animal cojeara por el laberinto y retó de nuevo a los presentes—. ¿Y ahora? ¿Creéis que podéis vencerme…? Pues demostradlo si es que tenéis los suficientes… —Y se agarró los testículos, que sacudió bajo el pantalón.

Convencidos de su locura, los últimos dudosos acumularon monedas en los cajones. A Cí se le atenazó el estómago. Aquélla era la oportunidad que estaba buscando, la forma para conseguir el dinero que necesitaba para las medicinas. Sin embargo, algo le decía que no lo hiciera.

No sabía qué decisión tomar. Iban a cerrar las apuestas cuando finalmente se desabrochó la sarta de monedas y la depositó en el cajón azul.

—¡Cien qián, ocho a uno!

«Y que el dios de la fortuna me proteja».

—¡Apuestas cerradas! Y, ahora, apartad.

El adivino enderezó su grillo cojo, que se empeñaba en girar escorado sobre su costado izquierdo dentro de su cubículo. Otros cinco receptáculos de distintos colores, distribuidos por la periferia del laberinto y encarados mediante carriles hacia el centro, albergaban otros tantos grillos marcados con diferentes colores. Acto seguido, cubrió el laberinto con una redecilla de seda para impedir que los insectos saltaran y escapasen.

A un toque del gong, el adivino tensó los hilos de las trampillas que retenían a los grillos.

—¿Preparados? —rugió.

—Prepárate tú —respondió uno de los contendientes—. Mi grillo rojo va a destrozar al tuyo y luego se comerá los trozos.

El adivino meneó la cabeza con una sonrisilla y golpeó de nuevo el gong para anunciar el comienzo del evento.

Nada más levantar las trampillas, los grillos se abalanzaron vertiginosamente sobre sus conductos, a excepción del grillo del adivino, que a duras penas si logró sobrepasar la salida.

—¡Vamos, cabrón! —le gritó el hombrecillo.

El insecto cojo pareció oírle y emprendió la caminata mientras los demás grillos progresaban a toda velocidad, con los apostantes atronándoles con su griterío. De vez en cuando, los insectos se detenían provocando la histeria de sus dueños, que alcanzaba su cénit cuando desaparecían bajo las pasarelas y túneles que salpicaban el laberinto. Cí observó que el grillo rojo avanzaba como un dardo hacia la golosina que aguardaba en el centro. Apenas faltaba un palmo para que alcanzara la meta cuando se detuvo provocando el silencio del gentío. El insecto vaciló un instante, como si frente a él se alzara un muro invisible, y retrocedió sobre sus pasos pese a los aspavientos de su dueño. Entretanto, tras salir del primer túnel, el grillo del adivino había emprendido una loca carrera que le estaba conduciendo a adelantar a sus adversarios.

—¡Maldito bicho! ¡Continúa o te despachurro! —rugió el dueño del grillo rojo cuando el animal intentó escalar la pared en lugar de continuar por su carril.

Sin embargo, el grillo no sólo desafió a los gritos y manotazos de su dueño, sino que trepó hasta cambiar de conducto, obteniendo como pago a su eliminación una oleada de improperios. Mientras tanto, Cí continuaba admirado con la velocidad que había adquirido el grillo del adivino, el cual alcanzó al de un gigantón cuando éste penetraba en el túnel que desembocaba en el último tramo. Al emerger del túnel, los dos animales se detuvieron dubitativos.

—¡Arranca de una puta vez! —bramó el gigantón. El estruendo era ensordecedor.

Cí clavó sus ojos en los dos grillos. El de la mancha amarilla permanecía confundido mientras que el azul, por el que había apostado, tomaba una ligera ventaja. Sin embargo, inesperadamente, cuando ya todos daban por vencedor al grillo azul, el insecto del adivino comenzó a avanzar a una velocidad inusitada hasta superar al del gigante a un paso de la meta.

Los reunidos se frotaron los ojos ante lo que parecía la obra de un diablo.

—¡Maldito cabrón! ¡Has hecho trampas! —bramó finalmente el gigante.

El adivino no se inmutó pese a que la mole amenazaba con machacarle el cráneo. Cogió el grillo amarillo y se lo mostró a un palmo de su cara. En efecto, le faltaba una pata delantera.

—Y ahora largaos de aquí si no queréis que llame al alguacil —espetó el adivino echando mano de un silbato.

El gigante, lejos de amilanarse, soltó un manotazo que mandó al grillo del adivino al suelo y, antes de que pudiera escapar, lo reventó de un pisotón. Luego escupió, y entre amenazas y murmuraciones se alejó, no sin antes jurar al adivino que recuperaría lo perdido. Los demás participantes recogieron sus insectos y le imitaron. Sin embargo, Cí permaneció junto al tenderete, expectante, como si aguardara a que, por arte de magia, algo le revelase lo que le resultaba inexplicable.

«¿Cómo demonios lo ha conseguido?».

—Y tú, largo también —dijo el adivino.

Cí no se movió. Necesitaba imperiosamente el dinero y estaba convencido de que aquel hombre le había estafado. De algún modo, sus propios ojos le habían engañado, aunque había presenciado con total nitidez el instante en el que el adivino le había arrancado la pata al grillo que ahora yacía en el suelo despachurrado. Y, por esa misma razón, le extrañaba que el adivino no hubiera montado en cólera ante la muerte de su campeón, que permaneciera impasible canturreando una cancioncilla, sin molestarse en mirar lo que había quedado del bicho que le había enriquecido.

Aprovechando que el adivino estaba de espaldas, Cí se acuclilló junto al insecto, que aún agitaba las patas. En ese instante, un brillo bajo su abdomen atrajo su atención.

«Qué extraño…».

Iba a examinarlo cuando advirtió que el adivino se daba la vuelta. No lo pensó. En un suspiro, estiró la mano y cogió al grillo justo antes de que el hombre le viera.

—¿Se puede saber qué haces ahí agachado? Te he dicho que te marches.

—Se me cayó una manzana —disimuló, y cogió una fruta perdida en el suelo—. Pero acabo de encontrarla. Ya me voy.

—¡Un momento! ¿Qué escondes ahí?

—¿Eh? ¿Dónde? —Intentó pensar una respuesta.

—No me hagas enfadar, chico.

Cí retrocedió unos pasos, cojeando, antes de retarle.

—¿Acaso no eres adivino?

El hombrecillo frunció el ceño. Pensó en soltarle un guantazo por la insolencia, pero en su lugar dejó escapar una risotada estúpida. Luego continuó recogiendo el tenderete sin importarle que Cí le observara. Cuando terminó, colocó sus trastos en un carro y tiró de él en dirección a una taberna cercana.

Cí se quedó observando el grillo del adivino. El insecto apenas se movía, así que utilizó el extremo de su uña para desprender cuidadosamente la pequeña lámina brillante que permanecía adherida a su abdomen. Una vez en su mano, examinó lo que le pareció una simple lasca de hierro con restos de cola en su anverso. La superficie estaba alisada y se apreciaba que su perímetro había sido tallado para hacerlo coincidir con el del cuerpo del animal. No comprendió su cometido. A simple vista, más que ayudar, suponía un peso adicional que sin duda retrasaría al insecto.

Aún se preguntaba por su utilidad cuando, inesperadamente, el trozo de metal saltó de entre sus dedos y voló hasta pegarse en el cuchillo que portaba en el cinto. Cí abrió la boca casi tanto como los ojos. Luego recordó la forma del laberinto. Por último, se fijó en los restos del insecto, que recogió con igual cuidado que si siguiese vivo.

«Maldito bastardo. Así es como lo consigue».

Envolvió el cuerpo del insecto en un paño y se encaminó hacia la taberna donde había entrado el adivino. Fuera, un mozuelo vigilaba su tenderete. Cí le preguntó cuánto cobraba por el trabajo y el pequeño le mostró unos caramelos.

—Te daré una manzana si me dejas mirar una cosa —le propuso Cí.

El muchacho pareció pensárselo.

—De acuerdo. Pero sólo mirar. —Y extendió la mano como un rayo.

Cí le entregó la fruta y de inmediato se dirigió hacia el tablero del laberinto. Iba a cogerlo cuando el crío se lo impidió.

—Si lo tocas, le aviso.

—Sólo voy a mirarlo por detrás —aclaró.

—Dijiste sólo mirar.

—¡Por el Gran Buda! Muerde la manzana y calla de una vez —lo amedrentó.

Cí cogió el tablero y lo examinó con cuidado. Accionó las compuertas, olió los conductos y prestó atención a su base inferior, de la que extrajo una pieza metálica similar a una galleta que escamoteó bajo sus mangas. Luego dejó el tablero a su sitio, se despidió del chico y entró en la taberna de Los Cinco Gustos dispuesto a recuperar su dinero.

* * *

No le resultó difícil encontrar al adivino. Tan sólo tuvo que fijarse en el par de prostitutas que cuchicheaban encantadas sobre cómo desplumar al viejo de la piel de burro que estaba derrochando sus ganancias tras las cortinas.

Mientras estudiaba su estrategia, Cí miró a su alrededor. La taberna era un cuchitril de los que abundaban en el puerto, un antro saturado de humo de frituras en el que decenas de comensales daban cuenta de platos de cerdo hervido, salsas cantonesas y sopas de pescado del Zhe servidos por mozos agobiados por los gritos y las carreras. El aroma a pollo y camarones cocidos competía hasta mezclarse con el hedor a sudor de pescadores, estibadores y marineros que celebraban el final de la jornada cantando y emborrachándose a ritmo de flautas y de cítaras como si fuera el último día de sus vidas. Tras la barra, sobre un escenario improvisado, un grupo de flores cimbreaban sus caderas y entonaban melodías apagadas por el barullo, buscando con sus miradas lujuriosas a futuros clientes. Una de las flores, pequeña y rechoncha como una ciruela, se acercó a Cí sin que pareciera importarle su aspecto y su herida y frotó su trasero blando contra su entrepierna. Cí la rechazó. Avanzó sobre la pegajosa capa de grasa que barnizaba el suelo hasta situarse junto a las cortinas decoradas con burdos paisajes tras las que permanecía el adivino. No se lo pensó. Separó la cortina y penetró en el cubículo, dándose de bruces con el hombrecillo que, en una posición ridícula, meneaba su blanco culo sobre una jovencita. Al verle, el adivino se detuvo, extrañado, pero curiosamente no pareció molestarle. Tan sólo le mostró una sonrisa bobalicona con sus dientes podridos y siguió moviéndose. Sin duda, el licor ya le nublaba los sesos.

—Lo estás pasando bien con mi dinero, ¿eh? —Cí lo apartó de un empujón. De inmediato, la muchacha escapó hacia las cocinas.

—¿Pero qué diablos…?

Antes de que pudiera incorporarse, Cí lo enganchó por la pechera.

—Vas a devolverme hasta la última moneda. ¡Y va a ser ahora mismo!

Iba a hurgarle en el cinto cuando Cí sintió que lo agarraban por la espalda y lo elevaban en volandas hasta arrojarle contra unas macetas en medio de la sala. De repente, la música enmudeció bajo un tremendo griterío.

—No se molesta a los clientes —bramó el dueño de la taberna.

Cí observó a la mole que acababa de vapulearle con la facilidad de quien se sacude una mosca. Los brazos de aquella bestia eran más anchos que sus piernas y su mirada, la de un búfalo enfurecido. Antes de que pudiera responderle, una patada le impactó en las costillas. Cí se levantó como pudo. El tabernero iba a golpearle de nuevo, pero el joven retrocedió.

—Ese hombre es un tramposo. Me ha estafado el dinero de las apuestas.

Otra patada le sacudió. Cí se retorció, pese a no sentir dolor.

—¿Es que estáis ciegos? Os engaña como a niños.

—Aquí lo único que sabemos es que quien paga, manda. —Y volvió a patearle.

—Déjalo ya. Es sólo un mozo —dijo el adivino deteniéndole—. Venga, muchacho. Márchate de aquí antes de que te hagan daño.

Cí se levantó agarrándose a una de las prostitutas. Le volvía a sangrar la herida de la pierna.

—Me iré cuando me pagues.

—¿Que te pague? No seas necio, chico. ¿Acaso quieres que esa bestia te abra la cabeza?

—Sé cómo lo haces. He examinado tu laberinto.

La cara del adivinó mudó su expresión estúpida por un punto de inquietud.

—¡Oh! ¿Sí? Siéntate. Y dime… ¿qué has encontrado exactamente? —Se le acercó al rostro.

Cí sacó del bolsillo la lámina de metal que había encontrado adherida al grillo, apartó una botella de vino y la dejó sobre una mesa.

—¿La reconoces?

El adivino cogió la laminilla y la miró con desdén. Luego la tiró sobre la mesa.

—Lo único que reconozco es que has perdido el juicio. —Pero su mirada permaneció fija en la lámina.

—Muy bien. —Sacó la galleta de metal que había cogido del laberinto y la colocó con decisión bajo la mesa—. Entonces, aprende.

Cí movió la pieza bajo el tablero hasta aproximarla a la posición que ocupaba la laminilla sobre la mesa. En un primer momento no sucedió nada, pero, de repente, como impulsada por una mano invisible, la laminilla brincó sola hasta detenerse justo sobre el punto en el que Cí mantenía la galleta metálica. Luego desplazó la mano por debajo y la laminilla siguió sus movimientos, sorteando milagrosamente los vasos que permanecían sobre la mesa. El adivino se retorció incómodo en su asiento, pero se mantuvo en silencio.

—Imanes —declaró Cí—. Eso por no hablar del repelente de alcanfor con el que estaban embadurnados los tramos finales de los carriles competidores o de las trampillas que bloqueaban al grillo de tu propiedad cuando pasaba bajo los túneles, las que liberaban un segundo grillo con todas sus patas y, finalmente, las que retenían a ese segundo para soltar a un tercero, cojo de nuevo y con la lámina metálica adherida a su abdomen. Aunque claro… todo esto no hace falta que te lo explique, ¿verdad?

El adivino volvió a mirarlo de arriba abajo. Apretó los labios y le ofreció un trago que Cí rechazó.

—¿Qué es lo que quieres? —Enarcó las cejas.

—Mis ochocientos qián. Los que habría ganado con la apuesta.

—Ya. Pues haberlo descubierto antes. Y ahora márchate, que aquí tengo faena.

—No me iré hasta que no me pagues.

—Mira, chico, eres listo, de eso no hay duda, pero me estás cansando. ¡Zhao! —Hizo una seña al tabernero, que aguardaba cerca—. Dale un cuenco de arroz. Que se largue y cárgalo a mi cuenta.

—Te lo repito por última vez. Págame o contaré a todo el mundo…

—Ya basta —le interrumpió el tabernero.

—¡No! ¡No basta! —bramó alguien detrás, y toda la taberna se giró como si un ejército hubiera irrumpido por la puerta.

En el centro de la sala se erguía, desafiante, un gigante aún mayor que el tabernero. Cí lo reconoció. Era el mismo apostante que había anunciado venganza: el dueño del grillo azul. La cara del adivino pasó del asombro al terror al comprobar que el gigante apartaba a empellones a cuantos le salían a su paso y avanzaba directo hacia él. El tabernero intentó detenerle, pero un violento puñetazo lo derribó. Al llegar a un palmo del adivino, el gigante se detuvo. Resoplaba como un animal que paladeara el dulce momento. Su inmensa mano derecha aferró el cuello del adivino y con la otra agarró a Cí.

—Y ahora oigamos de nuevo esa historia de los imanes.

Cí no se arredró. Despreciaba a los estafadores, pero más aún a quienes abusaban de la violencia para conseguir sus propósitos. Y aquel tipo no sólo parecía dispuesto a emplearla para recuperar su dinero, sino que daba la sensación de que también arramblaría con el de todos cuantos habían apostado.

—Ése es un asunto entre el adivino y yo —le desafió Cí. El gigante apretó su zarpa sobre el hombro de Cí, pero éste no se inmutó.

—¡Al diablo los dos! —Y los lanzó contra una celosía vieja que saltó en mil pedazos.

Cí se levantó a duras penas mientras el gigante se sentaba a horcajadas sobre el adivino y oprimía su cuello como si fuera un ganso. El joven se abalanzó sobre él y descargó su puño sobre su espalda, pero fue como si le pegara a una muralla. El gigante se volvió y le soltó un manotazo que lo envió de vuelta a la celosía. Cí noto en sus labios el sabor cálido de la sangre. El resto de clientes se apresuró a rodearles al olor de la pelea. El corro era asfixiante y las monedas comenzaron a saltar de los cinturones para cambiar de manos en un incesante frenesí.

—Cien a uno a favor del gigante —gritó un jovenzuelo erigiéndose como depositario.

—¡Apúntame doscientos!

—¡Mil más a mí!

—¡Dos mil si lo mata! —terció un tercero.

El alcohol azuzaba a los congregados como lobos ávidos de sangre. Cí comprendió enseguida que su vida corría peligro. Miró a su alrededor. Pensó en huir, pero rodeado como estaba, difícilmente lo conseguiría. Para cuando quiso darse cuenta, la mole se había levantado hasta casi rozar el techo y le contemplaba con el desprecio de quien se dispone a aplastar una cucaracha y sacudirse después el polvo de los zapatos. En un momento dado, el gigante se escupió a las manos y las alzó vigorosamente reclamando más ardor en las apuestas. Cí pensó en Tercera. Entonces lo decidió.

—No es la primera vez que acabo con un afeminado —le espetó Cí.

—¿Cómo dices? —rugió el gigante y alzó su brazo para terminar con el pelele, pero Cí se apartó a tiempo y el hombre cayó de bruces.

—Apuesto a que no eres tan hombre como pareces —volvió a retarle Cí.

—Voy a comerme tus entrañas y echaré los restos a los perros. —Se levantó para arrojarse de nuevo contra Cí, que volvió a esquivar el golpe.

—¿Acaso temes que un pobre cojo te derrote? ¡Unos cuchillos! —reclamó.

El gigante se revolvió con una sonrisa en la boca. Sin duda, su rival ignoraba que él era un experto en el manejo de armas blancas.

—Tú mismo te has condenado —farfulló mientras agarraba un cuenco con licor y lo vaciaba en su garganta. Se limpió con el brazo y empuñó uno de los cuchillos que habían traído de las cocinas.

Cí sopesó el suyo. Era afilado como una espada. Se disponía a tomar posición cuando el jovenzuelo que se encargaba de las apuestas se interpuso temerariamente entre ambos.

—¿Alguien apuesta por el mequetrefe? —Sonrió—. ¡Vamos! ¡Necesito cubrir las apuestas! El muchacho se mueve rápido. Al menos por que dure un asalto…

Todos se carcajearon, pero nadie apostó.

—Ya lo hago yo por mí —dijo el propio Cí ante el estupor de los presentes—. ¡Ochocientos qián! —Y miró al adivino buscando su consentimiento.

El adivino le observó, extrañado. Meditó un momento mordiéndose los labios y luego asintió. Hurgó bajo su faldón, sacó las ochocientas monedas que se correspondían con la deuda de Cí y se las entregó al encargado. Después meneó la cabeza como si acabase de tirar el dinero y volvió a su taburete, donde ya le esperaba una nueva prostituta.

—Muy bien. ¿Alguien más? ¿No? Pues entonces… ¡Torsos al aire y que comience el duelo!

El gigante sonrió, guiñó el ojo a un conocido y fanfarroneó con otros colegas sobre cómo iba a trinchar a aquel insolente de rasgos agraciados. Lentamente, se desprendió de su bata dejando a la vista una capa de músculos capaz de competir con un toro. Sin ropa era aún más inmenso, pero a Cí no le impresionó. El gigante agarró un cuenco con aceite y se lo volcó sobre el pecho para embadurnarse por completo. Luego aguardó a que lo hiciera Cí.

—¿Te has cagado? —le preguntó el gigante al ver que no se movía.

Cí no respondió. En una especie de ritual, se despojó de sus pertenencias, que depositó cerca de él tras apilarlas con cuidado. Lo hizo con calma, despreocupado, como si de antemano conociese su destino y también el del oponente, que le esperaba ofuscado. Luego retiró los cinco botones que aseguraban su camisola, dejando que descansara suelta sobre sus hombros. Los presentes le miraban atentamente, contagiados de la lentitud de cada movimiento, de su extraña tranquilidad, impacientes por que se desencadenara la masacre, pero Cí continuaba impávido. Poco a poco se abrió la camisa y la dejó caer hasta el suelo provocando un murmullo de estupor.

En contraste con la armonía de sus facciones, todo su torso era un amasijo de carne quemada; una maraña de jirones cicatrizados, piel abrasada y músculo herido, testigos mudos de algún episodio atroz. Al advertirlo, hasta el propio gigante retrocedió.

Cí plegó la camisola y la colocó sobre una mesa. Cuando lo hizo, los comensales abrieron un pasillo para permitirle el paso.

—Estoy listo —declaró, y el gentío bramó—. ¡Pero antes…! —Los presentes callaron expectantes—. Pero antes quiero brindarle a este hombre la oportunidad de salvar su vida.

—¡Ahórrate toda esa mierda para cuando estés en el ataúd! —respondió el gigante en una mezcla de asombro e indignación.

—Deberías tomarme en serio. —Cí entornó los ojos—. ¿O acaso crees que alguien que ha sobrevivido a estas cicatrices es fácil de matar?

El gigante abrió la boca estúpidamente, pero Cí continuó.

—No disfruto ejecutando a nadie, así que voy a ofrecerte algo distinto. ¿Qué tal el desafío del dragón? —increpó Cí.

El gigante parpadeó. El desafío del dragón era un reto que equilibraba las fuerzas, pero que pocos se atrevían a afrontar. Consistía en emplear los cuchillos para autoinfligirse heridas conforme a un patrón dibujado sobre sus cuerpos, tan peligrosas como ellos mismos establecieran, tan extensas y profundas como los contendientes fueran capaces de soportar. El primero que gritase, sería el perdedor.

—Yo la haría aquí, sobre el pezón izquierdo, encima del corazón —sugirió Cí, esperando que la sensibilidad de la zona jugara en su beneficio.

—¿Crees que soy estúpido? ¿Por qué habría de herirme si puedo liquidarte sin sufrir un rasguño? —balbució el gigante. Comenzaba a sentirse nervioso y Cí lo advirtió.

—No te lo reprocho. He conocido antes a cobardes como tú, así que no tienes por qué hacerlo —dijo Cí bien alto para que todos pudieran escucharlo.

El gigante adivinó en los rostros de los presentes el calado del desafío. No temía al muchacho, pero si rechazaba su reto, la duda sobre su hombría se extendería por todo el puerto. Y eso era algo que no se podía permitir.

Justo como lo había planeado Cí.

—De acuerdo, renacuajo. Vas a tragarte tus palabras junto con el resto de tus dientes —bramó.

El gentío acogió la decisión con júbilo y el dinero corrió de nuevo. Cuando los ánimos se calmaron, Cí intervino.

—Llamaremos a los cocineros para que sean ellos quienes se encarguen. Si nadie tiene inconveniente, las reglas serán las habituales: empezarán cortando por el pezón, continuarán rajando a su alrededor siguiendo la trayectoria de un caracol, prolongarán el corte hacia el exterior, profundizando cada vez más, y sólo se detendrán cuando uno grite de dolor.

—De acuerdo —concedió el gigante—. Pero yo también tengo mis condiciones.

La muchedumbre le miró expectante. Cí le temió, pero ya no podía retroceder.

—Suéltalas.

El gigante miró a todos uno por uno mientras disfrutaba del momento.

—Gane quien gane, el vencedor hundirá al otro el cuchillo en el corazón.