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Durante los últimos meses, Cí había anhelado regresar a Lin’an, pero ahora que las colinas se recortaban sobre la capital, su estómago se encogía como un fuelle oprimido. Ayudó a Wang a soltar la amarra del navío que les había remolcado costa arriba desde Fuzhou y levantó la mirada.

La vida le esperaba.

A través de la bruma, la gabarra remontó perezosa hacia el cementerio del Zhe, el enorme estuario donde sucumbían las enfermas aguas del gran río para confluir con la inmundicia del lago del Oeste y anunciar, con su insoportable hedor, la riqueza y la miseria de la reina de todas las urbes: Lin’an, la capital de la gran prefectura, la antigua Hangzhou, el centro del universo.

Un tímido sol bañaba los cientos de barcazas que, asfixiadas en un palmo de agua, luchaban contra el enjambre de sampanes y juncos que extendían sus rígidas velas para sortear los imponentes navíos mercantes, las gabarras semihundidas, los botes de madera carcomida y las casas flotantes que se aferraban desesperadamente a la podredumbre de sus cimientos.

Poco a poco, Wang condujo su gabarra por el incesante hormiguero fluvial hasta convertirse en uno más de los enloquecidos tripulantes que se disputaban, cual perros un hueso, un sitio por el que navegar con sosiego. La tranquilidad de la travesía se había transformado en un frenesí de gritos y de jadeos, de avisos y de insultos tintados de amenazas que se convertían en golpes cuando las cubiertas se entrechocaban. Cí intentó seguir las órdenes de un Wang tan exaltado que hubiera sido capaz de tirar a alguien por la borda.

—¡Maldito seas! ¿Dónde aprendiste a remar? —bramó Wang—. ¿Y tú de qué te ríes? —increpó a su tripulante—. Me da igual cómo tengas la pierna. Deja de pensar en tus putas y arrima el hombro. Atracaremos más adelante, lejos de los almacenes.

Ze obedeció de mala gana, pero Cí no contestó. Bastante tenía él con agarrar la pértiga con fuerza e impedir que se le escapara.

Cuando la aglomeración les dio un respiro, Cí alzó la mirada. Nunca antes había contemplado Lin’an desde el río y su grandeza le maravilló. Sin embargo, conforme se acercaban al muelle, rememoró un paisaje que, a semejanza de un familiar lejano, parecía recibirle con alegría.

La ciudad continuaba indemne, imperturbable y orgullosa, cobijada tras las colinas boscosas que protegían su flanco occidental y que dejaban expuesto su frente meridional, allá donde el río la mojaba. Sólo así cobraba sentido el enorme foso inundable y la portentosa muralla de piedra y tierra prensada que impedían el acceso desde el agua.

Un pescozón le sacó de su ensimismamiento.

—Deja de mirar y rema.

Cí volvió a la tarea.

Emplearon más de una hora en atracar lejos del muelle principal, frente a una de las grandes puertas, de las siete que desde el río daban acceso a la ciudad. Wang había decidido que Cí y Tercera desembarcaran allí.

—Será lo más seguro. Si alguien te espera, lo hará cerca del Mercado de Arroz o en el puente Negro de los barrios del norte, donde se desestiban las mercancías —le aseguró.

Cí le agradeció su ayuda. Durante las tres semanas que había durado la singladura, aquel hombre había hecho más por él que todos los vecinos de su aldea. Pensó que, pese a su aparente frialdad y a su impostado mal humor, era el tipo de persona al que uno le confiaría su hacienda. Wang le había permitido viajar hasta Lin’an y le había proporcionado trabajo durante la travesía. Todo ello sin ninguna pregunta. Wang le dijo que no necesitaba hacérselas.

Supo que jamás le olvidaría.

Se acercó a Ze para despedirse y echar un último vistazo a la herida de su pierna. No tenía mal aspecto. Comprobó que cicatrizaba bajo la presión de las mandíbulas de las hormigas.

—Dentro de un par de días, arranca las cabezas. Pero la tuya déjatela puesta, ¿eh? —Cí le palmeó la espalda.

Ambos se rieron.

Cogió a su hermana de la mano y se echó al hombro el saco con sus pertenencias. Antes de desembarcar, miró de nuevo a Wang. Iba a reiterarle su agradecimiento cuando el hombre se le adelantó.

—Tu sueldo… Y un último consejo: cámbiate de nombre. Cí te traerá problemas —le dijo, y extendió frente a él una talega.

En cualquier otra circunstancia Cí habría rechazado las monedas, pero sabía que para sobrevivir los primeros días en Lin’an necesitaría hasta la bolsa que las contenían. Ensartó las monedas en un cordel y se las anudó a la cintura.

—Yo… —Terminó de enlazarlas y las ocultó bajo la camisa.

* * *

Le dolió alejarse del patrón. Durante los días de travesía, su carácter huraño le había recordado a su padre, y ahora que se despedían, en su cabeza resonaban las enigmáticas palabras que había pronunciado Wang en la barcaza:

«Ese alguacil ha olido tu sangre y no parará hasta saborearla».

Tembló como un cachorro ante la gigantesca muralla de ladrillos encalados, horadados en su centro por la apertura de la Gran Puerta. Era el último escollo, la boca del dragón cuyo espinazo había de atravesar para enfrentarse a su gran sueño. Y ahora que lo tenía al alcance de la mano, le invadía un temor desconocido.

«No lo pienses, o no lo harás».

—Vamos —dijo a Tercera y, confundidos con la vorágine de personas que como una catarata desembocaba en la ciudad, atravesaron la Gran Puerta de la muralla.

Tras la gigantesca barrera todo permanecía como lo recordaba: las mismas chabolas de la ribera, el penetrante olor a pescado, el frenesí de los comerciantes y chamarileros mezclado con el ruido de los carros, el sudor de los mozos luchando contra los berridos de los animales, los farolillos rojos bamboleándose en los portalones de los talleres, las tiendas de seda, jade y baratijas, el trasiego de mercancías exóticas, los interminables puestos multicolores arracimados unos sobre otros como azulejos descuidadamente amontonados, el bullicio de los tenderetes, los gritos de los vendedores atrayendo a los clientes o espantando a los chiquillos, los toneles de comida y bebida…

Caminaban sin rumbo fijo cuando de repente sintió cómo la mano de Tercera tironeaba de la suya con insistencia. Al mirarla, la encontró ensimismada contemplando un llamativo puesto de golosinas regentado por una especie de adivino, a decir del aparatoso cartel coloreado que lucía a los pies de su pequeña mesa destartalada. Se entristeció por Tercera, porque su carita desbordaba ilusión, pero no podía gastar lo poco que le había dado Wang en un puñado de golosinas. Iba a explicárselo cuando el adivino se adelantó.

—Tres qián. —Y le ofreció dos caramelos a la cría.

Cí contempló al hombrecillo que sonreía como un idiota mostrando sus encías desnudas mientras agitaba la mercancía. Iba ataviado con una vieja piel de asno que le confería un aspecto a medio camino entre lo repulsivo y lo extravagante, y que competía en notoriedad con un estrafalario gorro de ramas secas y molinillos de viento bajo el cual asomaba un manojo de canas. El adivino era lo más parecido a un mono que había visto nunca.

—Tres qián —insistió el hombre con la sonrisilla.

Tercera intentó coger los caramelos, pero Cí se lo impidió.

—No podemos permitírnoslo —susurró al oído a la cría. Con tres qián podía comprar una ración de arroz que les mantendría alimentados todo el día.

—¡Oh! ¡Yo sólo puedo comer caramelos! —argumentó Tercera muy seria.

—La chiquilla tiene razón —terció el hombrecillo, que no perdía detalle—. Ten. Prueba un poco. —Y le ofreció un trozo envuelto en un vistoso papel encarnado.

—No insistas. No tenemos dinero. —Cí le apartó la mano secamente—. Venga, vámonos.

—Pero ese hombre es un adivino —gimoteó Tercera mientras se alejaban—. Si no le compramos los dulces, nos embrujará.

—Ese hombre es un falsario. Si de verdad fuera adivino, habría adivinado que no podemos comprarlos.

Tercera asintió. Carraspeó un poco y tosió. Al oírla, Cí se detuvo en seco. Reconocía aquella tos.

—¿Te encuentras bien?

La pequeña volvió a toser, pero afirmó con la cabeza. Cí no la creyó.

De camino hacia la avenida Imperial, Cí miró a su alrededor. Conocía bien aquel lugar. Conocía a todos los buscavidas, vagos, titiriteros, pordioseros, charlatanes y ladrones que pululaban por allí. Conocía todos sus trucos: los que supieran y los que pudieran inventar. Durante el tiempo que trabajó a las órdenes del juez Feng, no hubo día en el que para resolver algún crimen no acudieran al suburbio extramuros donde ahora se encontraban. Y lo recordó con temor. Allí, las mujeres se vendían en las esquinas, los hombres languidecían consumidos por la bebida, una mala mirada podía arrebatarte la vida y un mal gesto dar con tus huesos en el canal. Era lo normal. Pero también era donde habitaban los soplones, y por eso lo frecuentaban. Por su ubicación junto al puerto, entre la antigua muralla interior y la exterior que circundaba la ciudad, era el arrabal más pobre y peligroso de Lin’an. Y por esa misma razón le preocupaba no saber dónde dormirían aquella noche.

Maldijo la ley que obligaba a los funcionarios a establecer su lugar de trabajo en una ciudad diferente a la de su nacimiento. La medida se había promulgado para evitar los actos de nepotismo, prevaricación y cohecho que solían darse entre familiares, una forma de cercenar la tentación de aprovechar el cargo para beneficiar ilegalmente a los más allegados. Sin embargo, la consecuencia negativa era que separaba a los funcionarios de sus familias. Por esa razón no tenían a nadie en Lin’an. En realidad, no tenían a nadie en ningún lugar. Sus tíos paternos habían emigrado al sur y muerto durante un tifón que había asolado la costa. De la familia de su madre no sabía nada.

Debían apresurarse. Con el crepúsculo, los altercados se sucedían en el arrabal. Tenían que abandonarlo y encontrar cobijo en otro sitio.

Tercera se quejó, y con razón. Llevaba rato soportando los gruñidos de su estómago sin que a Cí pareciera interesarle, así que se plantó en el suelo.

—¡Quiero comer!

—Ahora no tenemos tiempo. Levántate si no quieres que te arrastre.

—Si no comemos, me moriré, y entonces tendrás que arrastrarme a todas partes. —Su carita rebosaba determinación.

Cí la miró compungido. Pese a la necesidad que tenían de encontrar un alojamiento, se dio cuenta de que debían detenerse. Buscó algún puesto de comida por los alrededores, pero todos le parecieron indecentemente caros. Finalmente, encontró uno atestado de pordioseros. Se acercó con asco y preguntó los precios.

—Estás de suerte, muchacho. Hoy los regalamos. —El hombre olía tan repulsivamente como las viandas que ofrecía.

El regalo de una ración de fideos resultó costar dos qián, y a Cí le pareció un robo. No obstante, era la mitad de lo que pedían en los demás negocios, así que compró una ración que el hombre vertió sobre un papel sucio para no servírsela en las manos.

Tercera frunció el ceño. No le gustaban los fideos porque eran el alimento de los bárbaros del norte.

—Pues tendrás que comértelos —le señaló Cí.

La pequeña cogió unos pocos con los dedos y se los metió en la boca antes de escupirlos con cara de asco.

—¡Saben a ropa mojada! —se quejó.

—¿Y cómo sabes a qué sabe la ropa? —le recriminó Cí—. Deja de quejarte y come como hago yo.

Cí echó un bocado y lo escupió.

—¡Por el grandísimo demonio! ¿Pero qué porquería es ésta?

—Deja de quejarte y cómetelos —le replicó Tercera contenta.

Cí arrojó los fideos podridos al suelo, con el tiempo justo para evitar que dos pordioseros le atropellaran cuando se abalanzaron sobre los restos. Al ver cómo los devoraban, se arrepintió de haberlos tirado. Al final adquirió dos puñados de arroz hervido en otro puesto mientras se lamentaba por la estafa. Esperó a que Tercera acabase con su ración y le cedió la suya cuando advirtió que seguía hambrienta.

—¿Y tú qué comerás? —le preguntó la niña con los carrillos llenos.

—Ya desayuné una vaca. —Y eructó para demostrarlo.

—Mentiroso. —Se rio.

—Es verdad. Mientras dormías. —Cí sonrió y rebañó con avidez los restos de arroz simulando que lo hacía para probarlo.

Tercera volvió a reír, pero un ataque de tos la sacudió. Cí se limpió los dedos y corrió a socorrerla. Los ataques cada vez eran más fuertes y frecuentes. Le aterraba que la pequeña acabara como sus hermanas. Poco a poco, la tos remitió, pero en la cara de Tercera aún permanecía el dolor.

—Te pondrás bien. Aguanta.

Rebuscó rápido en su talega. Sus dedos temblaban sin encontrar el remedio. Volcó el contenido y lo desparramó violentamente por el suelo hasta encontrar unas raíces secas. Era la última dosis de hierbas, apenas unas briznas. Pronto necesitaría más. Se las metió en la boca y le dijo que las masticara. Tercera sabía lo que debía hacer. Al poco de tragarlas, la tos se le alivió.

—Eso te ocurre por comer tan rápido —desdramatizó Cí, pero su rostro le traicionó.

—Lo siento —dijo ella.

A Cí se le encogió el corazón.

* * *

Le urgía encontrar un lugar donde atender a la pequeña, así que se encaminaron hacia la colina del Fénix, el barrio residencial donde se ubicaba la casa que habían ocupado años atrás en el extremo sur de la ciudad. Obviamente, no podían hospedarse allí, pues las viviendas que la prefectura cedía a los oficiales sólo se adjudicaban a los funcionarios en activo, pero iba a intentar que Abuelo Yin, un antiguo vecino amigo de su padre, les acogiese durante unos días.

Poco a poco, los edificios de cinco plantas que atestaban el empedrado de la avenida Imperial fueron dejando paso a solitarios palacetes de aleros curvados y jardines primorosamente engalanados, el bullicio y el sudor de las intransitables calzadas se transformó en aroma de jazmines y la barahúnda de fardos que cimbreaban sobre los balancines de bambú y los lomos de las mulas se transformaron en séquitos de sirvientes y lujosos palanquines ocupados por nobles y damas. Por un instante, Cí volvió a sentirse parte de un mundo en el que una vez había vivido.

Cuando llamó a la puerta labrada, el sol ya descendía. Abuelo Yin siempre les había tratado como a sus nietos, pero quien abrió la puerta fue su segunda esposa, una mujer altiva y huraña. Al reconocerlos, su rostro avinagrado se arrugó.

—¿Qué hacéis aquí? ¿Acaso pretendes arruinarnos la vida?

Cí enmudeció. Hacía un año que no se veían y, en lugar de sorprenderse, parecía que aquella mujer hubiera estado esperando que aparecieran. Antes de que le diera de bruces con la puerta, Cí preguntó por Abuelo Yin.

—¡No está! —respondió secamente—. ¡Y no os recibirá! —añadió.

—Por favor, señora. Mi hermana está muy enferma…

La mujer contempló a Tercera con cara de asco.

—Pues razón de más para que os larguéis.

—¿Quién es? —Se oyó una voz lejana que Cí reconoció como la de Abuelo Yin.

—¡Un pordiosero! ¡Ya se va! —Y salió resuelta al jardín cerrando la puerta, agarró a la niña del brazo y la arrastró hacia la calle obligando a Cí a seguirla—. ¡Y ahora me vas a escuchar! —agregó—. Ésta es una casa decente, ¿sabes? No necesitamos que ningún ladrón venga a empañar nuestro buen nombre.

—Pero…

—¡Y por favor, no te hagas el inocente! —Se mordió los labios antes de continuar—: Esta mañana se ha presentado en el barrio un alguacil con un perrazo. Husmearon por toda la casa. ¡Qué vergüenza! Nos contó lo que hiciste en la aldea. Nos lo contó todo… Y dijo que seguramente vendrías por aquí. Mira, Cí, no sé por qué huiste con ese dinero, pero te aseguro que de no ser por el aprecio que le teníamos a tu padre, ahora mismo te arrastraría a la prefectura y te denunciaría. —Soltó el brazo de la niña y la empujó hacia él—. Así que procura no regresar por aquí, porque te aseguro que si vuelvo a verte a un li de nuestra casa, haré sonar hasta el último gong de la ciudad y no habrá lugar en Lin’an donde puedas esconderte.

Cí cogió a su hermana y retrocedió, trastabillándose, con la sensación de que se hubiera hecho la noche y el día nunca fuese a regresar. Era obvio que o bien el Ser de la Sabiduría había cumplido su amenaza de involucrarle en el asesinato de Shang, o bien el Señor del Arroz le había denunciado por el robo de los trescientos mil qián que se había apropiado el Ser, inculpándole del robo a él. Y el alguacil Kao, con quien se había encontrado en el río, era su brazo ejecutor.

Imaginó que el alguacil habría advertido al resto de los vecinos, de modo que se encaminaron hacia las murallas para evitar ser descubiertos. De regreso hacia el muelle, pensó que tal vez pudieran alojarse en las posadas cercanas al puerto. Desde luego, no era el lugar más recomendable de la ciudad, pero las habitaciones eran baratas y allí nadie les buscaría.

A media tarde encontró un edificio medio en ruinas en el que se anunciaban habitaciones baratas. Sus paredes desniveladas se apuntalaban sobre un restaurante contiguo que atufaba a podrido. Descorrió la manta raída que hacía de cortina de entrada y se dirigió hacia el encargado, una especie de bruto que dormitaba entre vahos de alcohol. El dependiente ni siquiera le miró. Extendió la mano y pidió cincuenta qián por adelantado. Justo cuanto poseía. El joven intentó negociar una reducción, pero el borracho escupió como si le importara una boñiga. Cí estaba recontando sus monedas cuando Tercera tosió. La miró preocupado. Si aceptaba aquel precio, no podría comprar su medicina.

«A menos que encuentre trabajo».

Quiso pensar que lo lograría. Tras asegurarse de que tendrían derecho a evacuar sus deposiciones por la ventana, pagó la habitación y preguntó si el cuarto disponía de puerta en la entrada.

—¿Crees que los que se alojan aquí tienen algo de valor como para necesitar una puerta? Es al fondo, en el tercer piso. ¡Ah! Y una cosa, muchacho. —Cí se detuvo y el hombre le sonrió—: No me importa que te folles a una cría, pero, si se muere, sal de aquí arreando con ella antes de que me dé cuenta. No quiero líos con la ley.

Cí tampoco los quería, así que no se molestó en replicarle. Dejó atrás las voces y las risas procedentes de los agujeros tapados con cortinas que flanqueaban el pasillo y subió por unas escaleras desvencijadas que parecía que condujeran a unas mazmorras. Dio una arcada. Apenas si entraba la luz y apestaba a sudor rancio y a orina. Por suerte, el cubículo que les habían asignado daba al río, el cual se divisaba a través de las rendijas del entramado de junco con el que habían reparado la pared de ladrillo. En el suelo, una esterilla manchada con fluidos resecos invitaba a cualquier cosa menos a acostarse, así que la apartó de una patada y sacó una tela de su hatillo. La tos de Tercera le interrumpió.

«He de conseguir la medicina ya».

Husmeó a su alrededor. La habitación era tan baja que apenas si se podía caminar erguido. No comprendía cómo aquel usurero le había cobrado tanto por aquel cajón. Además, alguien parecía haberse empeñado en emplear la habitación como basurero, pues en el suelo yacían abandonadas decenas de varas de bambú de las utilizadas para las reparaciones. Las apartó y formó con ellas un pequeño armazón que cubrió con la estera a modo de caseta. Luego ensució el rostro de Tercera con la porquería del suelo y le enseñó cómo tenía que esconderse.

—Ahora presta atención, porque lo que voy a decirte es muy importante. —La cría abrió los ojos hasta que éstos iluminaron su rostro—. Tengo que salir, pero regresaré enseguida. Mientras tanto, ¿te acuerdas de cuando te escondiste en la aldea el día que se hundió la casa? Pues ahora quiero que hagas lo mismo tras estos bambúes, y que no hables, que no salgas y que no te asomes hasta que vuelva. ¿Lo has entendido? Si lo haces bien, te traeré los caramelos que viste donde el adivino.

Tercera asintió. Cí quiso creer que le obedecería. En cualquier caso, no tenía elección.

Mientras la ocultaba, rezó a sus difuntos para que la protegieran. Luego buscó entre sus pertenencias algo que pudiese vender, más allá de los cuatro trapos y el cuchillo que había traído de la aldea y por los que no obtendría ni las gracias. Tan sólo el Songxingtong, el código penal heredado de su padre, poseía algún valor. Si es que daba con alguien que quisiera comprarlo.

De camino al Mercado Imperial, recordó que los mejores libros se conseguían en los puestos situados bajo los árboles que rodeaban el pabellón de verano del Jardín de las Naranjas, así que, para ahorrar tiempo, bajó al Canal Imperial y buscó acomodo gratuito entre los botes que se dirigían al norte a cambio de bogar durante el trayecto. Al ser una barcaza de reparto, tuvieron que cambiar varias veces de canal de entre los que surcaban la red interior de la ciudad, pero, aun así, navegar resultaba el medio más rápido para desplazarse por Lin’an.

Por fortuna, desembarcó en el mercadillo de libros en el mejor momento del día, cuando los estudiantes de la universidad abandonaban las aulas para tomar un té mientras curioseaban los últimos volúmenes llegados desde las imprentas de Hionha. Entre las decenas de jóvenes aspirantes a funcionarios, pulcramente ataviados con sus blusones negros, Cí se vio a sí mismo un año atrás deambulando por aquel mismo parque en busca de textos forenses con los que saciar su sed de conocimientos. Jamás encontró ninguno, pese a saber, por el juez Feng, de la existencia de raros volúmenes. Conforme caminaba hacia los puestos especializados en contenidos legales, envidió las conversaciones que llegaban a sus oídos y que le hicieron rememorar sus días en la escuela superior: discusiones sobre la importancia del saber, sobre la preocupación por las invasiones del norte o sobre los debates respecto a las últimas corrientes neoconfucianas. Se reprendió al sorprenderse ensoñado con sus anhelos en lugar de afanarse en vender el libro. Dejó atrás a los vendedores de poesías y se dirigió hacia los surtidos de textos judiciales, advirtiendo que, tal y como imaginaba, el código penal resultaba un ejemplar bastante demandado. Tal vez por ello la oferta era variada, y los precios, casi ridículos. Le llamó la atención una edición del Songxingtong primorosamente encuadernada en seda púrpura, muy parecida a la que él llevaba envuelta bajo el brazo. Se acercó al librero y la señaló.

—¿Cuánto?

El hombre se levantó de su taburete y avanzó parsimoniosamente hasta coger el volumen. Se sacudió el polvo de las manos y le mostró sus páginas como si acariciara a una hermosa mujer.

—Veo que sabes apreciar una auténtica obra de arte —le aduló—. Un Songxingtong escrito a mano con la delicada caligrafía del maestro Hang. Nada que ver con esas copias baratas, xilografiadas a espuertas.

Cí le dio la razón.

—¿Cuánto? —insistió.

—Diez mil qián. Y es un regalo. —Se lo ofreció para que pudiera admirarlo.

Cí lo rechazó con amabilidad. Había olvidado que cualquier cosa en Lin’an era un regalo, pero, a juzgar por los nobles que examinaban otros volúmenes, los libros que poblaban las cajas de madera de aquel librero debían de ser auténticos tesoros. Se fijó entonces en un anciano de bigotes aceitados que se interesaba por el código que el librero acababa de mostrarle. Lucía una brillante toga roja y un gorro alado a juego, la indumentaria típica de un gran maestro. El anciano lo hojeó con delicadeza mientras su rostro se iluminaba, al tiempo que deslizaba suavemente sobre el texto la alargada uña de su dedo meñique. El hombre preguntó el precio al librero y torció el gesto cuando éste se lo dijo. Sin duda, le parecía caro, pero, en lugar de devolverlo, continuó examinándolo. Antes de dejarlo en su sitio, Cí escuchó al anciano decir que iba a buscar dinero y volvería para comprarlo. No se lo pensó.

—Perdone mi atrevimiento, venerable señor —lo abordó mientras se alejaba del puesto. El anciano profesor lo miró extrañado.

—Ahora tengo prisa. Si lo que pretendes es entrar en la academia, habla con mi secretario —espetó sin aminorar el paso.

Cí se extrañó.

—No. Disculpad, señor. Os he visto interesaros por un viejo volumen y, casualmente, yo dispongo de un ejemplar similar que os vendería mucho más barato…

—¿Seguro? ¿Un Songxingtong escrito a mano? —desconfió.

Cí sacó el volumen del paño que lo envolvía y se lo mostró. El anciano lo cogió y lo abrió despacio. Tras examinarlo cuidadosamente, se lo devolvió a Cí, pero el joven no lo aceptó.

—Podéis quedároslo por cinco mil qián.

—Lo siento, joven, pero no compro a ladrones.

—Os equivocáis, señor. —El rostro de Cí se encendió—. El libro perteneció a mi padre, y le aseguro que no lo vendería si no necesitara el dinero.

—Muy bien. ¿Y quién es tu padre?

Cí frunció los labios. No deseaba revelar su identidad sabiendo que le estaban buscando. El anciano lo miró de arriba abajo mientras enarcaba las cejas. Le devolvió el libro y se giró.

—Señor, os aseguro que no miento. —El hombre continuó andando, pero Cí le persiguió hasta sujetarlo—. ¡Puedo demostrároslo!

El profesor se detuvo, contrariado. Si ya era un insulto abordar a un desconocido sin su consentimiento, más aún lo era retenerlo. Cí temió que avisara a la policía que patrullaba en el mercado, pero, por fortuna, no lo hizo. El hombre volvió a escrutarle antes de soltarse de su brazo de un tirón.

—De acuerdo. Veámoslo.

Cí carraspeó. Necesitaba el dinero. Necesitaba convencer a aquel hombre y sólo disponía de una oportunidad. Cerró los ojos y se concentró.

—El Songxingtong. Sección primera: de las penas ordinarias. —Cogió aire y continuó—: «La menos grave de las penas se ejecuta golpeando al reo con la parte más delgada del bambú, a fin de procurarle la vergüenza por sus torpezas pasadas y proporcionarle un saludable aviso sobre su conducta futura. La segunda pena se ejecuta con la parte más gruesa del bambú, para proporcionar mayor dolor y escarmiento. La tercera pena consiste en el destierro temporal a una distancia de quinientos li, con el objeto de conseguir del culpable el arrepentimiento y la corrección. La cuarta es el destierro completo y se aplica a los criminales que, siendo indeseables para la convivencia, aún no merecen el máximo tormento, decretándose para ellos un exilio mínimo de dos mil li. Por último, la quinta pena es la muerte de los criminales, llevada a cabo mediante degüello o estrangulación».

Esperó a que el académico emitiese su aprobación.

—No me impresionas, muchacho. Ya he visto ese truco otras veces.

—¿Un truco? —Cí no le entendió.

—Os aprendéis un par de párrafos y pretendéis haceros pasar por estudiantes, pero llevo muchos años de profesor. Y ahora, vete de aquí antes de que llame a la patrulla.

—¿Un truco? ¡Preguntadme! ¡Preguntadme lo que queráis, señor! —Le tendió el volumen.

—¿Cómo?

—Lo que queráis —le retó.

El hombre miró fijamente a Cí. Abrió el volumen por una página al azar y dirigió la mirada al texto. Luego la volvió hacia Cí, que aguardaba desafiante.

—Muy bien, sabihondo. De la división de los días…

Cí tomó aire de nuevo. Hacía meses que no releía aquella sección.

«Vamos… Recuérdalo».

El tiempo pasaba y el hombre tableteó con el pie. Iba a devolverle el libro cuando Cí se arrancó.

—«El día se divide en ochenta y seis partes conforme al almanaque imperial. Un día de obra comprende las seis horas que median entre el amanecer y el crepúsculo. La noche ocupa otras seis, haciendo un total de doce horas diarias. Un año legal se compone de trescientos sesenta días completos, pero la edad de un hombre se contabilizará siguiendo el número de años del ciclo tomados desde el día que su nombre y nacimiento fueran llevados al registro público…».

—¿Pero cómo…? —lo interrumpió.

—No os engaño, señor. El libro es mío, pero puede ser suyo por cinco mil qián. —Vio que el maestro no se decidía—. Mi hermana está enferma y necesito el dinero. ¡Por favor!

El hombre contempló el volumen escrupulosamente encuadernado, escrito a mano pincelada a pincelada como el más bello de los cuadros. El estilo de la letra era vibrante, conmovedor, poético. Suspiró al cerrarlo y se lo devolvió a Cí.

—Lo siento. Es realmente magnífico, pero… no puedo comprártelo.

—¿Pero por qué? Si es por el precio, puedo rebajároslo. Os lo dejo en cuatro mil… en tres mil qián, señor.

—No insistas, muchacho. De haberlo visto antes, sin duda lo habría adquirido, pero ya me he comprometido con el librero, y mi palabra vale más que cualquier rebaja que puedas ofrecerme. Además, no sería justo arrebatarte esa obra de arte abusando de tu necesidad. —Meditó un momento mientras contemplaba la cara de decepción de Cí—. Te diré lo que haremos: toma cien qián y conserva tu libro. Se nota que te duele venderlo. En cuanto al dinero, no te ofendas: considéralo un préstamo. Ya me lo devolverás cuando soluciones tu situación. Mi nombre es Ming.

Cí no supo qué decir. Pese a la vergüenza, cogió las monedas y las ensartó en su cinto, prometiéndole que antes de una semana se lo reintegraría con intereses. El anciano asintió con una sonrisa. Le saludó cortésmente y continuó su camino.

Cí guardó el libro y voló hacia la Gran Farmacia de Lin’an, el único dispensario público en el que podría encontrar la medicina que necesitaba por menos de cien qián. La Gran Farmacia estaba situada en el centro de la ciudad y no sólo era el almacén más grande, sino también el que proporcionaba caridad a quienes carecían de recursos.

«Pero hay que demostrar que la medicina es necesaria», se lamentó.

Ése era el problema. Si el enfermo no acudía personalmente a la farmacia, el familiar que le representaba tenía que aportar la prescripción de algún médico o pagar íntegramente el coste de los medicamentos. Pero, si no disponía de dinero para medicinas, ¿cómo demonios iba a satisfacer los honorarios de un médico? Aun así, continuó con su plan porque no quería arriesgarse a acudir con su hermana y que algún funcionario les reconociera.

A las puertas de la Gran Farmacia se encontró con el barullo provocado por unas familias indignadas que se quejaban del trato recibido. Evitó la entrada de los particulares y se dirigió hacia los mostradores de la caridad, donde los enfermos se agolpaban en dos grupos: uno, formado por una muchedumbre de tullidos, y otro menos nutrido pero más ruidoso, compuesto por emigrantes cargados de niños que corrían de un lado para otro.

Acababa de situarse junto a los segundos cuando el corazón se le paralizó. Cerca de los críos, un agente con la cara picada escoltado por un enorme perro inspeccionaba uno por uno a padres y niños separándolos a empujones. Era Kao, el alguacil que le estaba buscando. Sin duda, sabía lo de la enfermedad de su hermana y le estaba esperando. Si le descubría, no tendría la suerte que había corrido en el barco.

Iba a alejarse cuando observó que el perrazo se acercaba a él para olisquearlo. Podía ser casualidad, aunque también era posible que le hubiera rastreado a partir de alguna prenda recogida en la aldea. Intentó inútilmente contener la respiración, pero el animal gruñó. Cí lo maldijo. Imaginó que el alguacil no tardaría en advertirlo. El perrazo volvió a gruñir mientras giraba a su alrededor para acercar sus fauces a su mano. Pensó en apartarla y salir corriendo, pero en ese instante advirtió que el animal le estaba lamiendo los dedos.

Respiró con alivio. Lo que le había atraído era el olor de los fideos. Le dejó hacer y esperó a que se marchara. Luego retrocedió despacio hasta situarse junto al grupo de tullidos. Estaba a punto de conseguirlo cuando una voz le hizo dar un respingo.

—¡Deténgase!

Cí obedeció en seco, con el corazón en la garganta.

—¡Si la medicina es para un niño, vuelva a situarse en el otro lado! —resonó entre el griterío.

Se volvió más tranquilo. Había sido un dependiente que ya miraba para otro lado. Sin embargo, al girarse de nuevo, se dio de bruces con los ojos encendidos de Kao. Cí rogó para que no le reconociera.

Transcurrió un instante eterno hasta que el alguacil gritó.

Cí emprendió la huida en el mismo instante en el que el perro se abalanzaba como un rayo hacia su garganta. Abandonó la farmacia y se lanzó calle abajo por entre el gentío, volcando cuantos obstáculos encontraba a mano para dificultar el avance del perro. Tenía que llegar al canal o todo habría acabado. Giró tras unos carros y atravesó el puente, chocando con un vendedor de aceite que le maldijo cuando la mercancía se desperdigó por el suelo. Por fortuna, el perro patinó sobre el vertido, permitiendo que Cí se distanciara. Sin embargo, cuando comenzaba a creerse a salvo, Cí se trastabilló y cayó al suelo, perdiendo el libro de su padre. Intentó recuperarlo, pero un rufián salido de la nada lo cogió y, en un abrir y cerrar de ojos, desapareció entre el gentío. Cí hizo ademán de perseguirlo, pero los gritos del alguacil le disuadieron. Se levantó y emprendió de nuevo la carrera. En un puesto de aperos se apoderó de una azada mientras proseguía la huida hacia el canal, el cual divisó a un suspiro. La presencia de una barcaza abandonada le hizo correr hacia ella para usarla en su huida, pero cuando se disponía a soltar la amarra, el perro se le adelantó, acorralándole contra un muro. El animal, poseído por el diablo, mostraba las fauces desencajadas, lanzando dentelladas que le impedían el paso. Miró hacia atrás y vio a Kao aproximarse. En un instante lo atraparía. Enarboló la azada y se dispuso a defenderse. El animal tensó sus músculos. Cí apretó las manos antes de lanzar un primer mandoble, que el perro esquivó. Elevó de nuevo la azada, pero el animal se abalanzó sobre una de sus piernas y hundió sus fauces en la pantorrilla. Cí notó los colmillos atravesando la pernera, pero no sintió el dolor. Descargó con fuerza la azada y el cráneo del perro crujió. Un segundo golpe logró que soltara la presa. Kao se detuvo anonadado. Cí corrió hasta el canal y saltó al agua sin pensárselo. Una bocanada de líquido penetró en sus fosas nasales al sumergirse bajo la capa de porquería, juncos y frutas que flotaba en el agua. Buceó bajo una gabarra desfondada y se agarró a su casco por la borda mientras recuperaba el aliento. Alzó la mirada y advirtió que el alguacil enarbolaba ahora la azada e intentaba alcanzarlo. Volvió a sumergirse para bucear hacia el otro extremo. Comprendió que en aquella situación no podría aguantar mucho. Tarde o temprano lo capturaría. En ese momento escuchó los gritos que alertaban sobre la apertura de las esclusas, y al instante, recordó lo peligroso que resultaba permanecer en el agua cuando se abrían las compuertas y los accidentes mortales que provocaban.

«Es mi única oportunidad».

Sin pensarlo, se soltó de su agarradero para dejarse arrastrar por la corriente. La masa de agua voló hacia la esclusa zarandeándole en una ola violenta, hundiéndole y elevándole como una cáscara de nuez. Pasada la primera compuerta, el peligro provenía ahora de las barcazas que irrumpirían, impulsadas por el agua. Nadó dejándose el alma hacia el segundo portón, pendiente de no resultar aplastado contra los diques. Cuando la ola rompió contra la esclusa, logró agarrarse a un cabo suelto. Luego el nivel se elevó rápidamente mientras las barcazas se apretujaban en el recinto, amenazando con atraparle. Una vez aferrado a la cuerda, intentó salir trepando por la pared. Sin embargo, la pierna derecha no le respondió.

«Por los dioses de la bruma, ¿qué sucede ahora?».

Al examinarse, comprobó la gravedad de las mordeduras.

«¡Maldito animal!».

Buscó apoyo sobre la pierna izquierda y se aupó hasta el borde del dique. Desde allí divisó a Kao, impotente al otro lado de las esclusas. El alguacil pateó el cadáver del perro.

—¡No importa dónde te escondas! ¿Me oyes? ¡Te atraparé vivo o muerto, aunque sea lo último que haga en este mundo!

Cí no respondió. Ante el asombro de los presentes, se marchó cojeando y se perdió entre la muchedumbre.