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Encontró a Tercera igual que la había dejado. La pequeña parecía feliz, ajena a cualquier peligro. Cí la felicitó por haber vigilado tan bien la pata de cerdo y le cortó una loncha como recompensa. Mientras la niña comía, Cí cambió su atuendo blanco de luto por un conjunto de arpillera burda que había pertenecido a su padre. Estaba sucio, pero al menos no lo reconocerían. Luego lio un hatillo en el que metió las monedas que le quedaban, el código penal, algo de ropa y la pierna de cerdo. Guardó el billete de cambio de cinco mil qián en una bolsa que escondió bajo las ropas de Tercera, se echó el hatillo a la espalda y cogió de la mano a la pequeña.

—¿Quieres viajar en barco? —Le hizo cosquillas sin esperar a que contestara—. Ya verás cómo te gusta.

Cí rio con amargura.

Se dirigieron al muelle dando un rodeo. Su primer pensamiento había sido dirigirse a Lin’an siguiendo la ruta terrestre del norte, pero, precisamente por ser la habitual, había decidido evitarla. La ruta fluvial, aunque más larga, sin duda resultaría más segura.

Recordó que en época de cosecha numerosas barcazas de arroz partían en dirección al puerto marítimo de Fuzhou junto a pequeñas gabarras cargadas de maderas preciosas que tras alcanzar el mar oriental continuaban la singladura costa arriba con destino a la capital. Sólo debía localizar una y embarcar antes de que zarpara.

Ante el temor de que hubieran dado la voz de alarma, Cí evitó el muelle principal y se dirigió al extremo sur del embarcadero, donde los braceros efectuaban las labores de desestiba. Allí, sobre un chalupón medio desfondado, un anciano de piel manchada orinaba balanceándose mientras observaba a sus marineros jalar con fuerza de las sogas. Cí escuchó que se dirigían a Lin’an, así que aguardó a que el viejo bajase a tierra para proponerle que les llevara. El hombre se sorprendió, pues aunque era común que los aldeanos aprovechasen las barcazas para sus viajes, habitualmente negociaban los precios en la consigna.

—Es que debo un dinero al consignatario que no puedo pagar ahora —se excusó Cí y le ofreció un puñado de monedas que el viejo rechazó denegando con la cabeza.

—No es suficiente. Además, la barcaza es pequeña, y ya ves cómo va de cargada.

—Señor, os lo suplico. Mi hermana está enferma, y necesita medicinas que sólo se consiguen en Lin’an…

—Pues viaja en carro por el norte. —Se sacudió el miembro y lo guardó bajó los pantalones.

—Por favor… La niña no aguantará por tierra.

—Mira, chico, esto no es un hospicio, de modo que si quieres embarcar, tendrás que hurgarte la talega.

Cí le aseguró que le ofrecía cuanto tenía, pero el viejo no se ablandó.

—Trabajaré durante la singladura. —No quiso decir que disponía del billete de cambio.

—¿Con esas manos abrasadas?

—No os dejéis engañar por mi aspecto… Trabajaré duro y, si fuera necesario, os pagaré el resto cuando desembarquemos.

—¿En Lin’an? ¿Y quién te espera allí? ¿El emperador con un saco de oro? —Se fijó en la cría y se dio cuenta de que realmente estaba enferma. Luego dirigió la vista hacia el joven desharrapado, diciéndose que aunque quisiera venderlo como esclavo no sacaría de él más que un par de monedas. Escupió al arroz y se dio la vuelta, pero luego se giró de nuevo—. ¡Maldito sea Buda…! De acuerdo, muchacho. Harás lo que te mande, pero cuando lleguemos a Lin’an desestibarás tú solo hasta el último tronco. ¿Entendido?

Cí se lo agradeció como si le debiera la vida.

La barcaza se desperezó lentamente como un gigantesco pez que se debatiera por librarse del fango. Cí ayudó a los dos marineros que manejaban las pértigas de bambú mientras Wang, el patrón, cuidaba del gobernalle entre gritos y maldiciones. Parecía imposible que aquella balsa desbordada por la carga pudiera navegar, pero, lentamente, la corriente se adueñó del cascarón haciendo que se bamboleara. Luego se estabilizó y poco a poco comenzó a deslizarse tranquilamente alejándose para siempre de la aldea.

Hasta la puesta del sol Cí se entretuvo colaborando en las tareas de navegación, las cuales se limitaron a apartar con una vara las ramas que el barco encontraba a su paso y a intentar pescar con un anzuelo prestado. De vez en cuando, el marinero de proa comprobaba el calado del cauce mientras el de popa, pértiga en mano, propulsaba la barcaza cuando la corriente arremansaba. Cuando el sol desapareció, el patrón arrojó el ancla en medio del río, encendió un farolillo de papel que atrajo un enjambre de mosquitos como si estuviera untado con miel y, tras comprobar la carga, anunció que descansarían hasta el amanecer. Cí buscó acomodo entre dos sacos junto a Tercera, asombrada aún por su primer viaje fluvial. Cenaron un poco del arroz hervido preparado por la tripulación y honraron los espíritus de sus padres. Pronto, las voces se fueron espaciando y al rato sólo se escuchó el chapoteo del agua contra la barcaza. Sin embargo, la calma del anochecer no impidió que la ansiedad acosara a Cí. Durante el trayecto no había dejado de preguntarse qué habría hecho para enfurecer a los dioses, qué terrible pecado habría cometido para desatar aquella ira implacable que había diezmado a su familia.

La angustia acuciaba su mente, lo quemaba por dentro, minando sus esperanzas. Cerró los ojos para engañarse, diciéndose que aunque sus padres hubiesen muerto, sus espíritus continuarían presentes cerca de él, pendientes de sus necesidades. Desde pequeño había visto la muerte como un hecho natural e inevitable, algo familiar que sucedía a su alrededor de forma constante: las mujeres fallecían en los partos; los niños nacían muertos o se les ahogaba cuando sus padres no disponían de recursos para alimentarles; los viejos morían en los campos, agotados, enfermos o abandonados; las inundaciones arrasaban pueblos enteros; los tifones y vendavales se cebaban en los incautos; las minas se cobraban su peaje; los ríos y los mares reclamaban el suyo; las hambrunas, las enfermedades, los asesinatos… La muerte era tan obvia como la vida, pero mucho más cruel e inesperada. Y, aun así, no alcanzaba a comprender cómo en tan poco tiempo le habían sucedido tantísimas fatalidades. A los ojos de un necio, tal vez pudiera parecer que los dioses se habían comportado de forma caprichosa y que una inexplicable conjunción de desgracias se habían congregado para golpearle. Y, no obstante, aunque él sabía que cuantos sucesos acaecían en la tierra eran consecuencia y pago de los comportamientos humanos, no encontraba una respuesta comprensible que reconfortara su alma. Sintió que librarse de aquel dolor le resultaría tan difícil como intentar recoger un vaso de agua derramada. Nada se asemejaba a aquel sufrimiento que se aferraba a su cuerpo como un parásito. Nada le había dolido tanto antes. Nada.

Sólo anhelaba que amaneciera. Hasta ese momento no se había planteado qué ocurriría con su vida; no había pensado dónde ir o qué hacer, ni cómo o de qué forma sobrevivir, pero en aquel instante carecía del ánimo y de la claridad mental necesarios. Únicamente pensaba en alejarse del lugar que le había robado cuanto tenía; en huir de allí y proteger a su hermana.

Con las primeras luces del alba, la actividad regresó a la barcaza. Wang ya había recogido el ancla y daba voces a sus dos hombres cuando una chalupa manejada por otro anciano se acercó temerariamente hasta chocar contra la borda. Al advertirlo, Wang le increpó por su descuido, pero el viejo pescador le saludó con una sonrisa bobalicona y continuó bogando como si no hubiera ocurrido nada. A Cí le extrañó su presencia, pero, para entonces, decenas de paquebotes oscuros y aplastados pululaban por el río como una enorme plaga.

—¡Malditos ancianos! Deberían morir todos ahogados —rezongó uno de los tripulantes sin caer en la cuenta de que su propio patrón superaba en años a la mayor parte de ellos. El marinero miró el lateral de la embarcación y meneó la cabeza—. Ese malnacido ha abierto una vía de agua —informó a Wang—. Deberíamos repararla o echaremos a perder la carga.

Nada más comprobar los daños, Wang escupió hacia el anciano, que ya se alejaba. Luego masculló un juramento y ordenó que se dirigieran hacia la orilla. Por fortuna, se hallaban a pocos li de Jianningfu, la mayor encrucijada de canales de la prefectura, donde encontrarían el material necesario para arreglar la brecha. Hasta entonces navegarían pegados a la orilla, aun a riesgo de ser asaltados por los bandidos que merodeaban por los caminos. Por ese mismo motivo, Wang encargó a Cí y a sus hombres que abriesen bien los ojos y diesen aviso si alguien se acercaba a la barcaza.

Encontraron el muelle de Jianpu convertido en un avispero de comerciantes, tratantes de ganado, peones de todo tipo, constructores de juncos, mercachifles improvisados, pescadores, pordioseros, prostitutas y buscavidas que se mezclaban de tal forma que hacían casi imposible distinguir a los primeros de los últimos. El hedor a pescado podrido competía ventajosamente con el de sudor rancio y los aromas provenientes de los puestos de pitanza.

Nada más efectuar el atraque, un hombrecillo de ropas miserables y bigote de chivo corrió a exigirles el impuesto de amarre, pero el patrón lo despidió a patadas alegando que no sólo no iba a desestibar mercancía alguna, sino que su parada obedecía a la embestida de un inepto que a buen seguro había zarpado de aquel mismo embarcadero.

Mientras Wang descendía a tierra para aprovisionarse, encargó a Ze, el tripulante más veterano, que comprase el bambú y el cáñamo necesarios para la reparación, y al más joven que permaneciera junto a Cí en la barcaza hasta su regreso.

El marinero joven rezongó antes de aceptar de mala gana, pero Cí se alegró de no tener que molestar a Tercera, que dormitaba hecha un ovillo entre dos fardos de arroz. Tiritaba como un cachorro, de modo que la cubrió con un saco vacío para protegerla de la brisa procedente de las montañas. Luego izó un cubo de agua y se dedicó a fregar los escasos tablones que emergían bajo la carga mientras el tripulante que les acompañaba se entretenía admirando a varias prostitutas que caminaban llamativamente pintarrajeadas. Pasado un rato, el marinero escupió la raíz que llevaba tiempo mascando y le dijo a Cí que bajaba a dar una vuelta. A Cí no le preocupó. Continuó fregando y esperó a que las tablas se secasen antes de darles una segunda pasada.

Se disponía a reanudar la labor cuando una joven ataviada con una túnica roja se acercó hasta la borda de la gabarra. Las ropas ceñidas a su cuerpo se veían raídas, pero lucía una hermosa figura y su sonrisa dejaba entrever una dentadura completa. Cí se sonrojó cuando la joven le preguntó si era suya la barcaza.

«Es más bella que Cereza».

—Sólo la estoy cuidando —acertó a contestar.

La joven se tocó el moño como si se lo arreglara. Parecía interesada en él y eso le incomodó, pues, a excepción de Cereza y de las cortesanas con las que había intimado en los salones de té junto al juez Feng, jamás había hablado con otras mujeres que no fueran las de su familia. La joven deambuló contoneándose por la orilla del muelle y luego regresó sobre sus pasos. Cí no le había quitado el ojo de encima, así que disimuló cuando advirtió que se detenía otra vez frente a la barcaza.

—¿Viajas solo? —se interesó.

—Sí. Quiero decir… ¡no! —Cí se dio cuenta de que se estaba fijando en sus manos quemadas y las ocultó tras la espalda.

—Pues yo no veo a nadie más. —Sonrió.

—Ya —balbució Cí—. Es que han desembarcado para comprar unas herramientas.

—¿Y tú? ¿No bajas?

—Me han ordenado que vigile la mercancía.

—¡Oh! ¡Qué obediente! —Torció el gesto como si se disgustara—. Y dime, ¿también te han prohibido que juegues con las chicas?

Cí no supo qué contestar, pero se quedó mirándola embobado, incapaz de hacer otra cosa. La joven era una meretriz.

—No tengo dinero —le aclaró.

—Bueno, eso no es problema. —La joven sonreía a cada instante—. Eres un chico guapo, y a los chicos guapos se les hacen ofertas. ¿No te apetece un té caliente? Lo prepara mi madre con aroma a melocotón. Así es como me llaman. —Rio y le señaló una cabaña cercana.

—Ya te he dicho que no puedo abandonar el barco, Aroma de Melocotón.

La chica pareció no concederle importancia, volvió a sonreír y se dio la vuelta para encaminarse hacia la cabaña. Al poco, regresó con dos tazas y una tetera. A Cí se le antojó que sus mejillas se veían aún más encarnadas. Realmente no se parecía a Cereza, pero cuando la joven hizo ademán de subir a la barcaza, Cí no supo reaccionar.

—No te quedes como una estatua. ¡Ayúdame o se me caerá! —le espetó descarada.

Cí le ofreció el brazo procurando que las quemaduras de su mano quedasen ocultas bajo la manga. Ella las vio, pero no pareció importarle. Se agarró con fuerza y de un salto se encaramó a la nave. Luego, sin esperar a que Cí se lo autorizara, se sentó sobre un fardo y vertió té sobre una taza.

—Cógelo. No te cobraré por ello.

Cí la obedeció. Sabía que ofrecer té era una estrategia común entre las flores, el término con el que las prostitutas preferían que las llamaran; sin embargo, también sabía que se podía aceptar una taza sin que ello supusiese ninguna clase de compromiso, y a él le apetecía a aquella hora de la mañana. Se sentó en el suelo frente a la joven y la miró con detenimiento. Sus cejas pintadas destacaban sobre la cara empolvada con arroz. Dio un sorbo al té, que encontró fuerte y especiado. El calor le reconfortó. Entonces, la joven entonó una canción mientras simulaba con sus manos el vuelo de un pájaro.

La melodía flotó en el ambiente mientras el murmullo se apoderaba despacio de sus sentidos. Cí dio un sorbo largo que paladeó con delectación. Cada trago era el abrazo de un ser querido, un arrullo que le acariciaba y le envolvía. Sus párpados acusaron el cansancio de la noche y se entornaron para saborear la agradable sensación que le mecía junto al chapoteo de las olas. Poco a poco, un sopor le fue invadiendo y dominando hasta vencerle. Y así, sin advertirlo, el sufrimiento desapareció para dar paso a la negrura.

* * *

Lo siguiente que percibió fue el agua de un cubo al estrellarse contra su cara.

—¡Maldito vago! ¿Dónde está el barco? —gritó Wang mientras lo izaba del suelo del muelle.

Cí miró a su alrededor incapaz de comprender lo que sucedía. Los oídos le retumbaban mientras aquel viejo lo sacudía sin miramientos. No acertó a articular palabra.

—¿Te has emborrachado? ¿Te has emborrachado, desgraciado? —Acercó su rostro al de Cí hasta aspirar su aliento—. ¿Dónde está el otro marinero? ¿Dónde diablos está mi barco?

Cí no entendía por qué aquel hombre aullaba hecho un energúmeno mientras él permanecía tumbado en la orilla con las sienes a punto de reventar. De repente, el tripulante más veterano le arrojó otro cubo de agua y Cí se sacudió como un perro. La cabeza le daba vueltas, pero en una especie de fogonazo comenzó a visualizar una sucesión de inquietantes imágenes: el atraque en el muelle… el desembarco del patrón y los tripulantes… la joven atractiva… la taza de té… y después… la nada. Un regusto amargo le hizo comprender que se había dejado embaucar por quien sin duda lo había narcotizado para robar la nave con su mercancía. Pero lo que realmente le aterró fue comprobar que, con la carga, también había desaparecido Tercera.

Cuando le pidió a Wang que le ayudara, éste le volvió la espalda jurándole que los mataría a él y al otro tripulante por haber abandonado la barcaza.