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Durmió hecho un guiñapo junto a la casa de Cereza hasta que un terrible estruendo retumbó a sus espaldas. Aturdido, Cí se frotó los ojos sin comprender lo que sucedía cuando un griterío hizo que dirigiera su mirada hacia la extensa columna de humo que se elevaba en el extremo norte de la aldea. El corazón se le paralizó. Justo allí se alzaba su casa. Impulsado por un terror desconocido, se unió a la riada de aldeanos que surgían como topos escapando de sus madrigueras y corrió como un desesperado, apartando a los curiosos, cada vez más rápido, cada vez más sobrecogido.

Conforme se acercaba, las fumaradas comenzaron a adherirse a sus pulmones como una pasta seca que tornó su saliva en un lodo espeso y acre. Apenas si veía. Tan sólo escuchaba alaridos y llantos, lamentos y figuras que deambulaban como fantasmas en pena. De repente, se topó con un muchacho ensangrentado que andaba con la mirada espantada. Era su vecino Chun. Le cogió por los brazos para preguntarle qué había ocurrido, pero sus manos sólo encontraron un muñón abierto. Luego el chico se desplomó como un juguete roto y expiró.

Cí saltó por encima de él para adentrarse en la maraña de cascotes, maderos y lastras que salpicaban el barro de la calle. Aún no divisaba su casa. La de Chun había desaparecido. Todo estaba destruido. No quedaba nada.

Entonces el pánico le paralizó.

Donde antes se alzaba su casa ahora sólo quedaban los restos del infierno: un cementerio de piedras, vigas y lodo esparcido sobre un páramo de paredes derruidas entre el crepitar de las llamas. Un olor denso y acre lo inundaba todo, pero lo que realmente le asfixiaba era la certeza de que cuantos se encontraran bajo aquellos cascotes yacían ya en su propia tumba.

Sin pensarlo, se abalanzó hacia el estercolero de vigas y trastos desvencijados que se amontonaban ante él, aullando los nombres de sus padres y de su hermana mientras movía piedras y maderos, trepaba por las paredes desmoronadas y retiraba cascotes sin cesar de gritar.

«Tienen que estar vivos. ¡Dioses bondadosos, no me hagáis esto! ¡No me lo hagáis!».

Empujó unas vigas y apartó los restos de un sillón aplastado mientras resbalaba por los pedazos de tejas barnizadas. Una de ellas le produjo un corte en un tobillo, pero no se enteró. Continuó escarbando como un poseso dejándose las uñas en el barro y las pilastras, con las palpitaciones de sus sienes impidiéndole razonar. De repente, unas manos cerca de él le sobresaltaron. Creyó que pertenecían a su padre, pero entre el humo advirtió que se trataba de alguien que escarbaba a su lado. Entonces alzó la vista y comprobó que eran varios los vecinos que se afanaban en retirar los escombros con la avidez de unos saqueadores de sepulcros.

«Malditas sanguijuelas».

Iba a atacarles cuando una de las figuras comenzó a gritar y algunas personas acudieron a toda prisa, haciéndole comprender que tan sólo intentaban ayudarle. Corrió junto a ellos y entre todos apartaron lo que quedaba de una pared.

Lo que vio le heló la sangre.

Aplastados bajo los cascotes yacían los cadáveres enfangados de sus padres. De repente, perdió pie y se golpeó con algo en la cabeza. Luego no recordó nada más allá del humo y la negrura.

* * *

Cuando Cí recobró el sentido, no comprendió qué hacía tumbado en medio de la calle y rodeado de desconocidos. Intentó incorporarse, pero un vecino se lo impidió. Entonces advirtió que alguien le había cambiado sus harapos de jornalero por una muda blanca: el color de la muerte y el luto. La garganta aún le sabía a humo. Necesitaba beber algo. Trató de recordar, pero su mente era un torbellino incapaz de distinguir el sueño de la realidad.

—¿Qué…? ¿Qué ha sucedido? —logró articular.

—Te golpeaste en la cabeza —le dijeron.

—¿Pero qué ha ocurrido?

—No lo sabemos. Probablemente fue un rayo.

—¿Un rayo?

Cí comenzó a recuperar la memoria. De repente, un fogonazo restalló en su cabeza. El mismo que le había despertado la noche anterior. Desesperado, miró a su alrededor en busca de su familia.

«No es verdad. Tiene que ser un sueño».

Pero las imágenes le asaltaron a borbotones: el estruendo en medio de la noche, la montaña de cascotes, el cieno, los cadáveres… Se incorporó preso de agitación y corrió descalzo calle abajo. Entonces la visión le heló el corazón.

Entre las tinieblas del amanecer aún se apreciaban los vestigios de la humareda sobre el lugar en el que Lu había erigido su vivienda. Gritó hasta romperse la garganta y aun así continuó. Por mucho que lo implorara, aquello no era un sueño, y el terror volvió a golpearle.

Mientras intentaba pensar, divisó un corro de gente que cuchicheaba frente a las ruinas de lo que había sido su casa. Cuando se acercó hacia los escombros, el corro se abrió como un bloque de mantequilla separado por un cuchillo caliente. Cí avanzó despacio, a sabiendas de que aquel lugar sólo era una tumba improvisada. Olía a muerte. Era un aroma acre y lúgubre, un hedor intenso que se mezclaba extrañamente con el de la madera quemada. Caminó despacio mientras sus pupilas se acostumbraban a la poca luz que se filtraba por las grietas del techado, arrastrando sus pies renuentes hasta detenerse a un paso de los primeros cuerpos tumbados sobre el suelo. Entre los cadáveres reconoció al joven Chun y a otros vecinos. Luego un grito rasgó su garganta cuando contempló en el fondo, aún cubiertos de cieno y sangre, los cuerpos abrasados de sus padres.

Lloró hasta vaciarse y después destiló el hueco de pena que le habían dejado las lágrimas.

Cuando se serenó, le contaron que el rayo había caído sobre la ladera situada a espaldas de su casa y que el desprendimiento y el incendio posterior habían afectado a cuatro viviendas. En total eran seis los fallecidos. Pero entre ellos no estaba su hermana.

—La encontraron acurrucada bajo unas maderas —le informó uno de los otros familiares—. Sólo tiene una torcedura.

Cí asintió. Pese al alivio que le suponía la noticia, sus padres seguían allí, callados, inermes. La angustia le atenazó. Le corroyó tanto como los remordimientos que le envenenaban. Lamentó haber discutido con su padre y el extraño designio que le había conducido a pernoctar fuera de la casa. Si en lugar de rebelarse hubiese complacido a su padre, si le hubiese obedecido y hubiera permanecido junto a ellos, tal vez ahora todos estarían vivos.

O tal vez habría perecido con ellos.

Se cuestionó qué tipo de horrible conjunción había desatado contra él el firmamento: el asesinato de Shang, la condena de Lu, la fatal tormenta, la muerte de sus padres… ¿Era acaso el precio que debía pagar por su obstinado orgullo? Si al menos estuviera Feng para consolarle…

De repente se acordó de la pequeña Tercera. ¡Su hermana seguía viva! Quizá por esa razón había sobrevivido. Quizá para cuidarla.

Cuando le contaron que el viejo Sin Dientes la había acogido en su casa, corrió como un loco a buscarla. Al llegar la encontró dormida, ajena al duelo y a la tristeza, y decidió que permaneciera así. La mujer de Sin Dientes la había cubierto con una colcha de lino y le había prestado una muñeca de trapo que la cría abrazaba como si ya le perteneciera. Cí les agradeció sus cuidados y les pidió que la cuidaran mientras se ocupaba de sus padres. Sin Dientes no puso impedimento, pero la mujer murmuró algo por lo bajo. Cí se despidió de ellos y regresó a las ruinas que ahora ocupaban su casa.

Se encargó de que los cuerpos de sus padres fueran trasladados al cobertizo que Bao-Pao había habilitado para acoger todos los cadáveres. Allí les veló hasta el mediodía. Luego volvió al lugar del desastre con la intención de recuperar cuanto quedara de valor antes de que cualquier desaprensivo se le adelantase.

A la luz del día pudo apreciar que el alud procedente de la ladera había afectado a una hilera de seis viviendas de la veintena que lindaban con la montaña. Las dos situadas a los extremos, aunque dañadas, aún se mantenían en pie, pero las otras cuatro, entre las que se incluía la suya, aparecían devastadas. Numerosos vecinos participaban en las labores de desescombro, pero ninguno lo hacía en su casa. De hecho, al advertir su presencia, algunos le señalaron como el responsable de la desgracia.

Cí apretó los dientes, se arremangó la camisola y comenzó a trabajar.

Durante horas estuvo apartando el lodo y el cieno con la ayuda de una azada, moviendo tablones y retirando el amasijo de muebles rotos, restos de ropa, lastras y tejas que se amontonaban entre los cascotes. Pero a cada paso encontraba objetos que le impedían proseguir porque le revolvían el alma. Entonces se detenía y ocultaba su rostro humedecido por las pocas lágrimas que le quedaban. Encontró hecha añicos una vajilla de porcelana blanca que su madre adoraba. Pese a ello, reunió cuantos pedazos encontró y los protegió cuidadosamente con un trapo como si fueran recién comprados. También halló los pinceles de su padre, asombrosamente intactos. Con ellos había aprendido a escribir sobre su regazo. Los limpió de uno en uno y los guardó junto a la vajilla. Apartó unos peroles de hierro y algunos cuchillos que, aunque abollados, podían repararse y dejó de lado los despojos de modillones, cerchas y saledizos primorosamente labrados que ya sólo servirían como leña en invierno. Entre los arcones descubrió aplastados algunos textos confucianos que su padre aún conservaba de su época de estudiante. Los colocó sobre un tablón quemado y continuó con el trabajo.

De repente, escuchó unas risas a sus espaldas. En un primer instante no distinguió a nadie, pero después advirtió una pequeña sombra fugaz que se parapetaba tras un murete. Cí se alertó. Sin embargo, al acercarse reconoció a su vecino Peng, un diablillo de seis años que, pese a no llegarle a la cintura, era despabilado como pocos. Le ofreció unas nueces que había encontrado entre los escombros, pero el crío se escondió con una sonrisa pícara que mostraba sus dientes mellados. Cuando Cí le reiteró la oferta, el pilluelo se acercó.

—¿Las quieres?

El crío volvió a reír y asintió con nerviosismo.

—Serán tuyas si me cuentas lo que ocurrió. —Cí sabía que el mozuelo había permanecido en vela las últimas noches por culpa de los dientes. El crío miró hacia atrás de reojo, como si temiera que lo pillasen robando un caramelo.

—Cayó un relámpago y la montaña se derrumbó. —Rio e intentó robarle las nueces, pero Cí las retiró antes de que el crío pudiera arrebatárselas. Luego se las tendió de nuevo.

—¿Estás seguro?

—Vi a unos hombres…

—¿A unos hombres?

El niño iba a contar algo más cuando un grito les interrumpió. Era la madre del muchacho ordenándole que regresara, así que éste demudó el semblante y corrió hacia su madre como si le persiguiera un diablo. Iba a desaparecer cuando Cí le llamó. Peng se detuvo y Cí le arrojó las nueces a los pies. El crío se agachó para recogerlas, pero cuando se encontraba a un palmo de ellas, la madre le arreó un empellón y lo alzó a hombros impidiéndoselo.

Cí se lamentó. Sacudió la cabeza y volvió al trabajo.

A media tarde ya sólo le faltaba por remover las rocas más grandes. De buena gana las habría dejado allí, pero necesitaba recuperar el arcón con el dinero que su padre había ahorrado para afrontar los gastos del retorno a la capital, un dinero que precisaría para satisfacer el chantaje del Ser. Así pues, paró a tomar aliento y comenzó a retirar piedras. Sin embargo, una hora y varios rasponazos más tarde, hubo de admitir que, sin ayuda, jamás lograría mover las piedras más grandes. Se disponía a renunciar cuando de repente descubrió la esquina del arcón que buscaba bajo una enorme pilastra.

«Aunque sea lo último que haga, a ti sí podré apartarte».

Aferró una viga con la que hacer palanca y la encajó entre la piedra y el arcón. Luego empujó hasta que sus músculos crujieron, sin lograr que la roca se moviera. Lo intentó un par de veces más antes de comprender que debía variar la posición de la palanca. Añadió un par de cuñas para mejorar el ataque, metió el hombro bajo la viga y sus piernas buscaron apoyo. Todo su cuerpo se endureció mientras sus huesos temblaban. Al tercer intento, la piedra cedió, rodando montículo abajo en una nube de polvo. Cuando la polvareda se disipó, Cí advirtió que la cerradura del arcón había cedido con el impacto, así que lo abrió con avidez, pero, tras vaciar su contenido, no halló ni un solo qián. Tan sólo había paños y telas. La conmoción le impidió reaccionar.

—Lo siento. Mi mujer ha dicho que no podemos quedárnosla —oyó pronunciar a sus espaldas.

Cí se volvió con un respingo para darse de bruces con Sin Dientes, el vecino que provisionalmente se había hecho cargo de Tercera. La pequeña, con un puchero en la cara, permanecía tras él aferrada a la muñeca de trapo.

—¿Cómo? —El joven no entendió.

—Mi hija tiene otra igual —señaló a la muñeca—. Si quiere, puede quedársela —añadió.

Cí se mordió los labios. Sabía que estaba solo, pero lo que ignoraba era que incluso los hasta entonces amigos de su padre también le rechazarían. De todas formas, juntó los puños frente a su pecho para agradecerle la muñeca. Sin Dientes no le contestó. Tan sólo se dio la vuelta y desapareció con el mismo sigilo con el que le había sorprendido.

El joven miró a Tercera, que, callada y sumisa, parecía esperar una respuesta. La cría le miraba expectante, con una sonrisa con la que podría comprarse la felicidad. Cí pensó que era una niña maravillosa. Enferma, pero maravillosa. Observó las ruinas que les rodeaban y se volvió hacia la pequeña. La besó y le revolvió el pelo mientras buscaba un lugar donde acomodarla. Encontró una rama gruesa que se asemejaba a un caballo y la montó a horcajadas haciéndole el gesto de cabalgar. Pese a la tos, la niña se rio. Cí la imitó mientras la tristeza le atenazaba. Contempló las ruinas y luego a su hermana.

Antes del anochecer Cí consiguió una ración de arroz hervido que pagó al precio de dos para alimentar a Tercera. Él se conformó con lamer los restos del tazón y beber un trago de agua fresca. Luego construyó un precario techado empleando ramas secas con las que también improvisó un lecho en el que acostar a la cría. Le explicó que sus padres habían emprendido un viaje a los cielos y que ahora él cuidaría de ella, le aclaró que tendría que obedecerle siempre y que pronto construiría una nueva casa grande con un jardín lleno de flores y un columpio de madera. Luego la besó en la frente y esperó a que se durmiera.

En cuanto Tercera cerró los ojos, Cí volvió al trabajo. Con los últimos vestigios de luz levantó mimbres, pilastras y maderos, hasta darse por vencido. No aparecían los ahorros ni el cofre rojo. Imaginó que alguien los habría robado.

Se tumbó junto a Tercera y cerró los ojos enfrentado a un dilema irresoluble: si en seis años de esfuerzo su padre sólo había logrado reunir cien mil qián, ¿de dónde sacaría los cuatrocientos mil que el Ser le exigía para liberar a su hermano?