Cí se palpó con cuidado la herida de la mejilla. Quizá no fuera mayor que otras que se había hecho en el arrozal, pero ésta había llegado para quedarse. Se apartó del espejo de bronce y bajó la cabeza.
—Olvida esa menudencia, muchacho. Cicatrizará y la lucirás con orgullo —le animó Feng.
«Ya. ¿Y con qué orgullo miraré ahora a Lu?».
—¿Qué le sucederá?
—¿Te refieres a tu hermano? Deberías alegrarte por librarte de esa bestia. —Y engulló uno de los pasteles de arroz que les acababan de servir en sus aposentos—. Ten. Prueba uno.
Cí lo rechazó.
—¿Le ejecutarán?
—¡Por el dios de la montaña, Cí! ¿Y qué si lo hacen? ¿Has visto lo que le hizo al difunto?
—Aún sigue siendo mi hermano…
—Y también un asesino. —Feng dejó el bocado con enojo—. Mira, Cí, realmente no sé qué sucederá; no soy yo quien ha de juzgarle. Imagino que el magistrado que se hará cargo del caso será un hombre juicioso. Hablaré con él y le imploraré clemencia si ése es tu deseo.
Cí asintió sin demasiada confianza. No sabía cómo persuadir a Feng para que mostrase más interés por Lu.
—Estuvo magnífico, señor —le aduló—. Las moscas en la hoz… la sangre reseca… ¡Jamás se me habría ocurrido!
—Tampoco a mí. Fue algo espontáneo. Al espantarlas, las moscas volaron hacia una hoz determinada. Entonces me di cuenta de que su vuelo no fue fortuito, que se posaron en aquella hoz porque aún conservaba sangre reseca en su hoja, y que, por tanto, pertenecía al asesino. Pero he de reconocer que el mérito no fue sólo mío… Tu colaboración ha resultado fundamental. No olvides que fuiste tú el que descubrió el pañuelo.
—Ya… —se lamentó—. ¿Podré ver a mi hermano?
Feng sacudió la cabeza.
—Supongo que sí. Si es que logramos capturarlo…
Cí abandonó los aposentos de Feng y vagó entre las callejuelas sin prestar atención a las ventanas que se cerraban a su paso. Conforme avanzaba, advirtió que varios vecinos le negaban el saludo. No le importó. De camino hacia el río, insultos sin dueño le hirieron por la espalda. Los caminos deslavazados por la lluvia eran el vivo reflejo de su alma, un espíritu vacío y desolado cuya penitencia parecía incrementarse con el olor a podredumbre que se revolvía en su nariz. Todo en aquel lugar —los restos de tejas caídas por el viento, las terrazas de arrozales serpenteando en las montañas, las barcazas de los transportistas meciéndose vacías en un inútil chapoteo— le hizo pensar que su vida estaba marcada por la desgracia. Hasta la cicatriz de su cara parecía responder a la señal de un apestado.
Odiaba aquel pueblo; odiaba a su padre por haberle engañado; odiaba a su hermano por su brutalidad y su simpleza; odiaba a los vecinos que le espiaban tras las paredes de sus casas; a la lluvia que día tras día le empapaba por dentro y por fuera. Odiaba la extraña enfermedad que había sembrado su torso de quemaduras, y hasta odiaba a sus hermanas por haberse muerto y haberle dejado solo junto a la pequeña Tercera. Pero, sobre todo, se odiaba a sí mismo. Porque si existía algo más indigno que la crueldad o el asesinato, si existía algún comportamiento vergonzoso y despreciable conforme a los códigos confucianos, era traicionar a su propia familia. Y eso era lo que él había conseguido al contribuir, sin pretenderlo, a la detención de su hermano.
El aguacero arreció. Paseaba arrimado a las fachadas buscando aleros bajo los que guarecerse cuando al doblar una esquina se dio de bruces contra un séquito encabezado por un culi que zarandeaba su tamboril con la excitación de un demente. A éste le seguía otro enarbolando un cartel en el que podía leerse: «SER DE LA SABIDURÍA — MAGISTRADO DE JIANNINGFU». Tras ambos, ocho porteadores trasladaban un palanquín cerrado protegido por una fina celosía. Cerraban la comitiva cuatro esclavos cargados con lo que debían de ser las pertenencias personales del magistrado. Cí se inclinó en señal de respeto, pero antes de enderezarse los porteadores le esquivaron como quien sortea una peña en el camino y continuaron su alocada carrera.
El joven los miró con temor mientras desaparecían calle abajo. No era la primera vez que veía al Ser, pues en ocasiones éste visitaba la aldea para dirimir asuntos de herencias, impuestos o conflictos de difícil resolución. Sin embargo, nunca antes había acudido por un delito de asesinato, y menos aún con tanta prontitud. Olvidó sus cuitas y siguió a la comitiva hasta la casa de Bao-Pao. Una vez allí, se apostó tras una ventana para seguir los acontecimientos.
El caudillo recibió al magistrado como si se tratara del mismísimo emperador. Cí lo vio doblar el espinazo mientras le regalaba una sonrisa escasa de dientes y sobrada de hipocresía. Tras los honores, el caudillo exigió a la servidumbre que trasladara su equipaje y dispusiera su propio cuarto para el Ser de la Sabiduría, espantando luego a los siervos a palmadas como si fueran gallinas. Después, entre reverencia y reverencia, informó al magistrado de los últimos acontecimientos y de la presencia de Feng en la aldea.
—¿Y decís que aún no habéis capturado a ese tal Lu? —le oyó preguntar Cí al magistrado.
—La maldita tormenta está dificultando el rastreo a los perros, pero pronto lo cazaremos. ¿Deseáis comer algo?
—¡Desde luego! —Y se sentó en el pequeño taburete que presidía la mesa. Bao-Pao hizo lo propio sobre otro—. Decidme, ¿no es el acusado el hijo del funcionario? —se interesó el magistrado.
—¿Lu? Así es, en efecto. Vuestra memoria continúa siendo proverbial. —«Al igual que vuestra panza», pensó con sorna el caudillo.
El Ser de la Sabiduría se rio como si realmente lo creyera. BaoPao le estaba sirviendo más té justo cuando Feng entró en la sala.
—Acaban de avisarme. —Se disculpó el juez con una reverencia.
Al comprobar que su edad y rango eran inferiores a los de Feng, el Ser de la Sabiduría se levantó para ofrecerle su sitio, pero el juez lo rechazó y tomó asiento junto a Bao-Pao. Seguidamente, Feng comenzó a trasladarles sus últimas averiguaciones mientras el magistrado prestaba más atención a los platillos de carpa hervida que a lo que el juez le estaba contando.
—De modo que… —intentó concluir Feng.
—Delicioso. Este dulce es realmente delicioso —le interrumpió el Ser. Feng elevó las cejas.
—Decía que nos enfrentamos a un asunto espinoso —siguió Feng—. El presunto asesino es hijo de un antiguo empleado mío y, desafortunadamente, fue su propio hermano el que descubrió el cuerpo.
—Eso me ha contado Bao-Pao —concedió el Ser con una risilla tonta—. Qué muchacho más estúpido. —Y volvió a engullir otro bocado.
Desde el exterior, Cí deseó golpearlo.
—En fin, he preparado un informe detallado, que supongo que querréis examinar antes de vuestra inspección —declaró Feng.
—¿Eh? ¡Ah! Sí, bien. Claro que, si es tan detallado, ¿para qué un segundo examen teniendo aquí estos platos? —Rio de nuevo.
Feng hizo una seña a su acólito para que se retirara con los informes. Le preguntó al Ser si deseaba interrogar a Cí, pero el magistrado rechazó la oferta y siguió engullendo sin descanso. Finalmente, dejó de masticar y miró a Feng.
—Dejemos la burocracia y capturemos a ese bastardo.
No hubieron de esperar a la cena, porque una reata de sabuesos conducidos por los hombres de Bao-Pao localizaron a Lu en el Monte del Gran Verdor, camino de Wuyishan. El hermano de Cí portaba tres mil qián atados a la cintura y se defendió como un animal acosado. Para cuando lograron reducirle, Lu ya había recibido la paliza de su vida.
* * *
El juicio se convocó para después del anochecer. La noticia sorprendió a Cí en su casa mientras intentaba explicarle a su padre todo lo que había sucedido.
—¡Lu jamás haría eso! —aulló su padre frenético—. Y tú, ¿cómo has ayudado a acusarle?
—Pero, padre, yo no sabía que Lu… —Cí bajó la cabeza—. Feng nos ayudará. Me ha prometido que…
El hombre interrumpió a Cí con una mirada furibunda. Luego cogió a Tercera en brazos y en compañía de su esposa abandonó la vivienda.
Cí les siguió a cierta distancia, extrañado por la premura de la convocatoria. Ante cualquier proceso por asesinato debían practicarse dos investigaciones consecutivas instruidas por distintos magistrados, pero, según parecía, el Ser de la Sabiduría tenía prisa por regresar a su prefectura. Cuando alcanzaron la sala habilitada para la audiencia, observó que la presidía el estandarte judicial de la prefectura. Dos faroles de seda flanqueaban un pupitre y sillón vacíos.
No tuvieron que aguardar la llegada de Lu. Escoltado por los hombres de Bao-Pao, apareció con la cabeza enganchada al jia, el pesado cepo de madera que le asemejaba a un buey apaleado. Los grilletes que ensangrentaban sus pies y las manillas de pino prendiendo sus muñecas mostraban claramente que se trataba de un criminal peligroso. Al poco entró el Ser, ataviado con la toga de seda negra y el gorro bialar que lo identificaba como magistrado. El oficial del Orden lo presentó y leyó los cargos que pesaban contra Lu. Todos callaron, menos el Ser.
—Si el acusador está de acuerdo… —inquirió.
El primogénito del difunto se arrodilló en señal de sumisión y golpeó el suelo con su frente. A continuación, el alguacil le pidió que ratificara el papel en el que figuraban las acusaciones. El hombre leyó el texto tartamudeando, humedeció un dedo en la piedra de tinta e imprimió su huella roja en la parte superior. El alguacil la secó y confirmó su autenticidad con el pincel. Luego se la entregó al Ser.
—Por la gracia de nuestro Supremo Emperador Ningzong, heredero del Celeste Imperio, en su honorable y loado nombre, yo, su humilde servidor, Ser de la Sabiduría de la prefectura de Jianningfu y magistrado de este tribunal, una vez leídos cuantos cargos acusan al abyecto criminal Song Lu como asesino del ciudadano Li Shang, a quien robó, mató, profanó y decapitó, declaro que conforme a las leyes de nuestro milenario código penal, el Songxingtong, resultan probados cuantos hechos se reflejan en el precedente informe practicado por el sapientísimo juez Feng. Y siendo tal la certeza de éstos, cedo la palabra al acusado para que declare su culpabilidad, so pena de padecer cuantos tormentos fueren necesarios hasta su completa y final confesión.
Cí no pudo evitar que le doliera el corazón.
El alguacil empujó a Lu hasta hacerle hincar las rodillas. Lu miró al Ser con los ojos hundidos, carentes de inteligencia. Al comenzar a hablar, Cí observó que le faltaban varios dientes.
—Yo… no maté a ese hombre… —acertó a decir Lu.
Cí lo contempló compungido. Su hermano parecía un perro vencido. Aunque fuera culpable, no merecía aquel trato.
—Considera lo que dices —advirtió el Ser a Lu—. Mis hombres son hábiles con ciertos instrumentos…
Lu no pareció entender la amenaza. Cí pensó que estaba bebido. Uno de los guardias obligó a Lu a besar el suelo.
Parapetado tras sus pinceles y las piedras de tinta, el Ser releyó las notas elaboradas por Feng. Lo hizo con calma, como si fuese la única tarea encomendada para aquel día. Luego alzó la vista y escrutó a Lu.
—El acusado tiene ciertos derechos. Aún no se ha dirimido totalmente su culpabilidad, de modo que concedámosle la oportunidad de la palabra. Dime, Lu, ¿dónde te encontrabas hace dos lunas, entre la salida del sol y el mediodía?
Lu no contestó, de modo que el Ser repitió la pregunta, elevando el tono y su irritación.
—Trabajando —respondió al final Lu, sin convicción.
—¿Trabajando? ¿Dónde?
—No sé. En el campo —balbuceó.
—¡Ya! Sin embargo, dos de tus peones manifiestan lo contrario. Por lo visto, esa mañana no apareciste por el arrozal.
Lu lo miró con cara de estúpido. Los ojos le bailaban como los de un borracho.
—Aunque tú no lo recuerdes, Lao, el ventero con quien bebiste hasta altas horas de la madrugada la noche anterior, no lo ha olvidado. Según dice, jugasteis a los dados, te emborrachaste y perdiste mucho dinero —continuó el magistrado.
—Eso es imposible. Nunca he dispuesto de mucho dinero —replicó en un atisbo de impertinencia.
—Y también afirma que lo perdiste todo.
—Es lo que ocurre cuando se apuesta con los dados…
—Sin embargo, en tu cintura colgaba una sarta con tres mil monedas en el instante en que te detuvieron. —Lo miró con detenimiento—. Permíteme que te refresque la memoria con algo que no sea licor. Esta tarde, cuando huías tras el asesinato…
—Yo no huía… —le interrumpió en un alarde de atrevimiento—. Iba al mercado de Wuyishan. Eso es… Quería comprar otro búfalo porque el imbécil de mi hermano… —se mordió la lengua y señaló a Cí—: Porque ése de ahí le quebró la pata al único que tenía.
—¿Con tres mil qián? ¡Basta ya de mentiras! Todo el mundo sabe que un búfalo cuesta cuarenta mil —rugió Feng.
—Iba a pagar sólo una señal —se defendió.
—¡Con el dinero que robaste, claro! Acabas de declarar que perdiste cuanto tenías, y tu propio padre ha confirmado que estabas endeudado.
—Esos tres mil qián se los gané a un tipo después de salir de la taberna.
—¡Ah! ¿Y de quién se trata? Supongo que esa persona podrá atestiguarlo.
—No… No sé… No lo había visto nunca. Era un borracho que se ofreció a jugar y perdió. Él mismo me dijo que en Wuyishan vendían bueyes baratos. ¿Qué queríais que hiciera? ¿Que le devolviera lo ganado?
El juez se adelantó a la mesa que hacía las veces de estrado y solicitó del Ser su autorización. Luego se dirigió hacia Lu y le desató la sarta con monedas que aún anudaba en su cintura para, a continuación, mostrársela al hijo del difunto. El joven miró con rabia la cincha sin prestar atención a las monedas agujereadas que bailaban sobre sus alojamientos.
—Es la de mi padre —aseguró.
Pese a lo triste de la situación, Cí admiró la astucia de Feng. Como los ladrones solían apoderarse de las sartas completas, entre los campesinos había cundido la costumbre de personalizar los cordeles que ensartaban las monedas con marcas que, en caso de robo, hicieran posible su identificación. El Ser asintió ante Feng y repasó de nuevo sus documentos.
—Dime, Lu, ¿reconoces esta hoz? —Hizo una seña para que el alguacil se la acercara.
El detenido la miró con desinterés. Los ojos se le cerraron, pero el alguacil le propinó un empellón que le hizo despertar. Los abrió y la miró de nuevo.
—¿Es la tuya? —insistió el Ser.
Lu reconoció el grabado de su nombre y afirmó con la cabeza.
—Según consta en el informe —continuó el magistrado—, el juez Feng vinculó de forma inequívoca esta hoz con el asesinato, y aunque por sí solo este hecho y el dinero incautado serían suficientes para condenarte, la ley me obliga a conminarte a que confieses.
—Os vuelvo a decir… —Lu se le quedó mirando estúpidamente, incapaz de continuar.
—¡Maldición, Lu! En atención a tu padre, aún no te he torturado, pero si persistes en tu actitud me veré obligado a… Estoy perdiendo la paciencia, Lu.
—¡Me dan igual la hoz, los qián, los testigos…! —Se rio como un majadero.
Un golpe de bambú se estampó contra sus costillas. A un gesto del Ser, dos alguaciles lo arrastraron hacia una esquina.
—¿Qué le van a hacer? —preguntó Cí a Feng.
—Tendrá suerte si resiste la máscara del dolor —le respondió.