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El juez Feng anunció a Cí que precisaba interrogar a algunos vecinos, de modo que acordaron separarse hasta después del almuerzo. Cí aprovechó la pausa para regresar a su casa. Quería visitar a Cereza, pero necesitaba que su padre le diera permiso para faltar al trabajo.

Antes de entrar, se encomendó a los dioses y pasó sin llamar. Sorprendió a su padre leyendo unos documentos que se le escurrieron de entre los dedos. El hombre los recogió del suelo y los guardó precipitadamente en un cofre lacado en rojo.

—¿Se puede saber qué haces aquí? Deberías estar arando —le espetó airado. Cerró el cofre y lo guardó debajo de la cama.

Cí le contó su intención de visitar a Cereza, pero su padre se mostró reacio.

—Tú siempre posponiendo tus obligaciones a tus deseos —masculló.

—Padre…

—Y no se morirá, te lo aseguro. No sé por qué complací a tu madre cuando se empeñó en emparejarte con una muchacha más peligrosa que un avispero.

Cí tragó saliva.

—Os lo ruego, padre. Será sólo un momento. Luego terminaré de arar y ayudaré a Lu con la siega.

—Luego, luego… ¿Acaso crees que Lu va al campo de paseo? Hasta su búfalo está más dispuesto a trabajar que tú. Luego… ¿Cuándo es «luego»?

«¿Qué os está ocurriendo, padre? ¿Por qué sois así de injusto conmigo?».

Cí no quiso replicarle. Todos, incluido su padre, sabían de sobra que durante los últimos seis meses había sido él, y no Lu, quien se había partido el espinazo cosechando el arroz; que habían sido sus piernas las que se habían cuarteado cuidando los plantones en los semilleros, sus manos las que habían encallecido cosechando, trillando, cribando y clasificando; quien había arado de sol a sol, nivelado, trasplantado y abonado, y quien se había dejado la vida pedaleando en las bombas y trasladando los sacos a las barcazas del río. Todos en aquel maldito pueblo sabían que, mientras Lu se emborrachaba con sus putas, él se había matado en el campo.

Por eso odiaba tener conciencia: porque le obligaba a aceptar las decisiones de su padre…

Fue a por su hoz y su hatillo. Encontró la talega, pero no la hoz.

—Usa la mía. La tuya la ha cogido Lu —le aclaró su padre.

Cí no puso objeciones. La metió en su hatillo y salió hacia la parcela.

Estuvo vareando al búfalo hasta que se hizo daño en la mano. El animal mugía como si le mataran, pero tiraba como un demonio en un intento desesperado de evitar los golpes de Cí, quien se aferraba al arado tratando de sepultarlo en la tierra mientras el campo se afanaba por engullir la interminable cortina de lluvia que se vaciaba desde un cielo cercano a la tormenta. A cada surco le seguía otro repleto de maldiciones, esfuerzo y varetazos. Cí no distinguía el frescor del agua, que cada vez caía con más fuerza. Tronó y el joven se detuvo. El cielo se veía tan negro como el lodo que pisaba. Cada vez sentía más calor. Se asfixiaba. A un chasquido le siguió otro trueno. Luego un rayo más. Y otro.

De repente, el cielo se abrió sobre su cabeza y un fogonazo de luz seguido de un estampido hizo que temblara la tierra. El búfalo se encrespó asustado y dio un brinco, pero el arado aguantó encallado, y al caer, el animal se desplomó sobre su pata trasera.

Cuando Cí recuperó el aliento, vio a la bestia tumbada en el cieno debatiéndose desesperada. Se apresuró a levantarla, pero no lo consiguió. Soltó el arnés y le dio de palos, pero el animal sólo elevó el testuz intentando librarse del castigo. Entonces comprobó aterrorizado que su pata trasera mostraba una espantosa fractura abierta.

«Dioses, ¿en qué os he ofendido?».

Sacó una manzana de su talega y se la acercó al animal, pero éste intentó cornearle. Cuando se apaciguó, Cí le ladeó la testa hasta hundir un cuerno en el fango. Miró sus ojos, tan abiertos por el pánico que parecía que deseasen escapar de la prisión de su cuerpo lisiado. Los ollares se expandían y contraían como un fuelle, expulsando un reguero de babas. Ni siquiera merecía la pena levantarlo. Aquel animal ya era carne de matadero.

Estaba acariciándole el hocico cuando sintió que lo aferraban por la espalda y le arrojaban al agua. Al volverse, se topó con la figura iracunda de Lu enarbolando una vara.

—Desgraciado inútil. ¿Así es como pagas mis desvelos? —Su rostro era la viva imagen de un diablo.

Cí intentó protegerse cuando la vara descendió. Creyó sentir una quemadura lacerándole la cara.

—Levántate, miserable. —Le azotó de nuevo—. Te voy a enseñar a palos.

Cí intentó incorporarse, pero Lu lo golpeó otra vez. Luego aferró al joven del pelo y lo arrastró por el cieno.

—¿Sabes cuánto vale un búfalo? ¿No? Pues ahora vas a averiguarlo.

Lo arrojó sin piedad al lodo y le pisó la cabeza hasta que se la sumergió. Cuando se hartó de verle patalear, lo sacó y lo empujó bajo el arnés.

—¡Déjame! —gritó Cí.

—Te asquea trabajar en el campo, ¿eh? Te desespera que nuestro padre me prefiera a mí… —Intentó atarle a las correas.

—Padre no te querría ni aunque le lamieses los zapatos. —Cí se resistió.

—Cuando acabe contigo me los lamerás tú. —Y volvió a golpearlo.

Mientras se enjugaba la sangre del varetazo, Cí miró con rabia a su hermano. Como mandaban los ritos de piedad filial, nunca le había replicado, pero había llegado el momento de demostrarle que él no era su esclavo. Se levantó y lo golpeó en el vientre con todas sus fuerzas. Lu no lo esperaba y acusó el impacto. Sin embargo, se revolvió como un tigre y le devolvió un puñetazo en el costado. Cí cayó en redondo. Su hermano le aventajaba en peso y en envergadura. En lo único que no le superaba era en el odio que ahora le impulsaba. Intentó levantarse, pero Lu lo pateó. Cí sintió que algo crujía en su pecho, pero no le dolió. Antes de que pudiera quejarse, recibió otra patada en el vientre. Las sienes le palpitaron y el cuerpo le ardió. De nuevo otro golpe lo derribó. Trató de incorporarse, pero no lo consiguió. Sintió la lluvia limpiándole la sangre del rostro.

Creyó escuchar a su hermano tratándole como a un despojo, pero no pudo asegurarlo porque la negrura le invadió y perdió la conciencia.

* * *

Feng se encontraba frente al cadáver de Shang cuando apareció Cí arrastrando los pies como un espectro.

—¡Por los dioses! ¡Cí! ¿Quién te ha hecho…? —El juez lo acogió entre sus brazos antes de que se desmayara.

Feng lo tendió sobre una estera. Advirtió que apenas podía abrir uno de los ojos, pero la herida de la mejilla no parecía seria. Rozó el borde abierto con sus dedos.

—Te han marcado como a una mula —se lamentó mientras le descubría el torso. Se alarmó al descubrir el hematoma del costado, pero, por suerte, la costilla no estaba fracturada—. ¿Ha sido Lu? —Cí negó semiinconsciente—. No mientas. ¡Ese maldito animal! Tu padre hizo bien en dejarlo en el campo.

Feng terminó de desnudar a Cí e inspeccionó el resto de las heridas. Respiró aliviado al comprobar que su pulso se percibía rítmico y poderoso, pero aun así mandó a su ayudante en busca del curandero local. Al poco apareció un viejo desdentado cargado de hierbas y un par de tarros con brebajes. El hombrecillo examinó con exasperante lentitud a Cí, le aplicó unas friegas y le administró un tónico. Cuando terminó, lo vistió con ropa seca y recomendó a Feng que reposara.

Al cabo de un rato, un extraño zumbido alarmó a Cí. El joven se incorporó con dificultad y miró a su alrededor para advertir que se encontraba en la misma estancia en penumbra en la que se custodiaba el cadáver de Shang. Afuera llovía, pero el calor había comenzado a corromper la carne muerta, extendiendo el hedor como el de un pozo de excreciones. De nuevo escuchó el extraño murmullo procedente del cuerpo de Shang y se preguntó a qué obedecería. Enfocó la vista hasta que sus ojos se adaptaron a la oscuridad. El murmullo crecía y se agitaba siguiendo el ritmo de una sombra fantasmagórica que se mecía contrayéndose y expandiéndose sobre el cadáver. Al acercarse al muerto, advirtió que el zumbido procedía de un enjambre de moscas que revoloteaba sobre la sangre reseca que orlaba su garganta.

—¿Cómo va ese ojo? —preguntó Feng.

Cí dio un respingo. No se había percatado de la presencia de Feng, que permanecía sentado en el suelo, a unos palmos de distancia.

—No lo sé. No siento nada.

—Parece que saldrás de ésta. No tienes ningún hueso roto y… —Un trueno cercano resonó con violencia—. ¡Por la Gran Muralla! ¡Los dioses del cielo se están enfadando!

—Conmigo llevan tiempo así —se lamentó Cí.

Feng le ayudó a caminar mientras otro trueno retumbaba en la lejanía.

—Pronto vendrán los familiares de Shang con los ancianos del pueblo. Los he convocado para comunicarles mis hallazgos.

—Juez Feng, no puedo seguir en esta aldea. Por favor, llevadme con vos a Lin’an.

—Cí, no me pidas imposibles. Debes obediencia a tu padre y…

—Pero mi hermano me matará…

—Disculpa, llegan ya los ancianos.

Los familiares de Shang entraron llevando a hombros un ataúd de madera sobre cuya tapa habían garabateado unos dibujos. Encabezaba la comitiva el padre, un anciano angustiado por haber perdido al vástago que debería haberle honrado a él después de muerto, seguido de otros parientes y algunos vecinos. Dejaron el ataúd junto al cadáver y entonaron un cántico fúnebre. Cuando concluyeron, se situaron a los pies del difunto, indiferentes ante la fetidez que desprendía.

Feng les saludó y todos le hicieron una reverencia. Antes de tomar asiento, el juez espantó las moscas que acosaban la garganta de Shang, pero los insectos volvieron al festín en cuanto el hombre cesó el manoteo. Para impedirlo, ordenó que le cubrieran la herida con un paño. Luego tomó asiento en el sillón que acababa de preparar su ayudante mongol tras una mesa lacada en negro.

—Honorables ciudadanos, como ya sabéis, esta tarde se personará el magistrado enviado desde la prefectura de Jianningfu. Sin embargo, y de acuerdo con la petición de la familia, se me ha rogado que investigue cuanto estuviera en mi mano. Así pues, me ahorraré los detalles protocolarios y pasaré a enunciar los hechos.

Cí lo miró desde el rincón en el que se había aposentado. Admiraba su sabiduría y la sagacidad con la que se desempeñaba. Feng ordenó sus notas y comenzó.

—De todos es conocido que Shang carecía de enemigos y, pese a ello, fue brutalmente asesinado. ¿Cuál pudo ser el motivo? Para mí, sin duda, el robo. Su viuda, mujer tenida por honrada y respetuosa, afirma que en el momento de su desaparición, el difunto portaba tres mil qián ensartados en una cuerda atada a su cintura. Sin embargo, el joven Cí, quien ya esta mañana nos demostró su perspicacia al identificar los cortes de su cuello, asegura que, cuando descubrió a Shang, éste no llevaba dinero alguno. —Se levantó y entrecruzó las manos mientras paseaba ante los campesinos, que evitaron su mirada—. Por otra parte, el propio Cí halló un trapo en la cavidad bucal del cadáver, de cuya autenticidad doy fe, y que obra en mi poder, contabilizado y numerado como prueba. —Sacó el trapo de una cajita y lo desplegó ante los asistentes.

—¡Justicia para mi marido! —gritó la viuda entre sollozos.

Feng asintió con la cabeza. Calló un momento y continuó.

—A simple vista puede parecer que es un simple trozo de lino manchado con sangre… Pero si observamos estas manchas con detenimiento —recorrió las tres principales con sus uñas—, observaremos que todas responden a un curioso patrón curvado.

Los presentes cuchichearon, interrogándose sobre las consecuencias que podría propiciar tal descubrimiento. Cí se preguntó lo mismo, pero antes de encontrar una respuesta, Feng prosiguió.

—Para argumentar mis conclusiones, me he permitido hacer unas comprobaciones que desearía repetir ante los presentes. ¡Ren! —llamó a su ayudante.

El joven mongol se adelantó, llevando en sus manos un cuchillo de cocina, una hoz, un bote de agua entintada y dos paños. Se inclinó y depositó los objetos ante Feng, que los cogió. A continuación, el juez impregnó el cuchillo de cocina en el agua entintada para, seguidamente, secarlo con uno de los paños. Repitió la operación con la hoz y mostró el resultado a los asistentes.

Cí observó con atención, advirtiendo que el paño con el que había limpiado el cuchillo revelaba unas manchas ahusadas y rectilíneas, mientras que las que se habían formado al limpiar la hoz coincidían con las curvadas halladas en el trapo que había encontrado en la boca de Shang. Así pues, el arma debía de ser una hoz. Cí se admiró de la sagacidad de su maestro.

—Por tal motivo —continuó Feng—, ordené a mi ayudante que requisara cuantas hoces existieran en la aldea, trabajo que, con la ayuda de los hombres de Bao-Pao, ha cumplido durante la mañana con extrema diligencia. ¡Ren!

De nuevo el ayudante se adelantó, arrastrando una caja repleta de hoces. Feng se levantó para acercarse al cadáver.

—La cabeza fue separada del tronco con una sierra de carnicero, sierra que los hombres de Bao-Pao encontraron en la misma parcela donde fue asesinado Shang. —Sacó una sierra de la caja y la depositó en el suelo—. Pero el tajo mortal fue asestado con algo diferente. La herramienta que segó su vida sin duda era una hoz como ésta.

Un murmullo rompió el silencio sepulcral. Cuando callaron, Feng continuó.

—La sierra no presenta señales distintivas. Está confeccionada con hierro común y su mango de madera no ha sido reconocido. Pero, por fortuna, cada hoz lleva siempre inscrito el nombre de su propietario, de modo que en cuanto localicemos el arma, capturaremos también al culpable. —Feng hizo un gesto a Ren.

El ayudante se dirigió al exterior y abrió la puerta del cobertizo, dejando a la vista un grupo de campesinos custodiados por los hombres de Bao-Pao. Ren los hizo entrar. Cí no logró distinguirlos porque se agolparon al fondo, donde reinaba la oscuridad.

Feng preguntó a Cí si se encontraba con ánimos para ayudarle. El joven respondió afirmativamente. Se levantó con esfuerzo y asintió a las instrucciones que Feng le susurró al oído. Luego cogió un cuaderno y un pincel y siguió al juez, quien se agachó frente a las hoces para examinarlas. Lo hizo con calma, depositando cuidadosamente las hojas de las hoces sobre las marcas impresas en el trapo y mirándolas al trasluz. A cada poco dictaba algo a Cí, quien, siguiendo las órdenes de Feng, hacía como que escribía.

Hasta entonces, a Cí le había extrañado la finalidad del proceder de Feng, porque la mayoría de las hojas se forjaban a partir de un mismo molde, y a menos que casualmente la hoz en cuestión poseyese alguna dentellada singular, difícilmente podría obtenerse una información concluyente. Sin embargo, ahora lo entendía. De hecho, no era la primera vez que veía emplear a Feng una argucia como aquélla. Como el código penal prohibía taxativamente la condena de un enjuiciado sin haber obtenido su confesión previa, Feng había trazado un plan para amedrentar al culpable.

«No tiene pruebas. No tiene nada».

Feng terminó con las hoces y simuló leer las anotaciones inexistentes de Cí. Luego se volvió despacio hacia los campesinos mientras se atusaba el bigote.

—¡Sólo os lo diré una vez! —gritó sobreponiéndose al estallido de la tormenta—. Las marcas de sangre encontradas en este trapo identifican al culpable. Las manchas coinciden con una única hoz, que, como ya sabéis, están grabadas con vuestros nombres. —Escrutó los rostros asustados de los labradores—. Sé que todos conocéis la condena por un crimen tan abominable, pero lo que ignoráis es que, si el culpable no confiesa ahora, su ejecución tendrá lugar mediante el lingchi de forma inmediata —bramó.

Un nuevo murmullo se extendió por el cobertizo. Cí se horrorizó. El lingchi o muerte de los mil cortes era el castigo más sanguinario que una mente humana pudiera imaginar. Se desnudaba al reo y después, lentamente y atado a un poste, se descuartizaban sus miembros como si se hicieran filetes. Los trozos de carne se depositaban ante el condenado, que era mantenido con vida el mayor tiempo posible, hasta que se le extraía un órgano vital. Miró a los labriegos y en sus caras vio el reflejo del pavor.

—Pero en atención a que no soy el juez encargado de esta subprefectura —gritó Feng a un palmo de los aterrados aldeanos—, voy a brindar al culpable una oportunidad irrechazable. —Se detuvo frente a un joven campesino que gimoteaba. Lo miró con desprecio y continuó—: En virtud de mi magnanimidad, voy a ofrecerle la misericordia que él no tuvo con Shang. Le concedo la ocasión de recuperar un ápice de honor permitiéndole que confiese su crimen antes de que le acuse. Sólo así podrá evitar la ignominia y la más terrible de las muertes.

Se retiró lentamente. La lluvia golpeaba la techumbre. No se escuchaba nada más.

Cí observó a Feng desplazarse como un tigre a la caza: sus andares pausados, la espalda encorvada, su mirada tensa. Casi podía respirar su nerviosismo. Los hombres sudaban entre el silencio y el hedor, con sus ropas empapadas adheridas a la piel. Afuera tronaba.

El tiempo pareció detenerse ante la ira de Feng, pero nadie se inculpó.

—¡Sal, necio! ¡Es tu última oportunidad! —gritó el juez.

Nadie se movió.

Feng apretó los puños hasta clavarse las uñas. Murmuró algo y se dirigió entre maldiciones hacia Cí. El joven se asombró. Era la primera vez que lo veía así. El juez le arrebató el papel con las notas y fingió repasarlo. Luego miró a los campesinos. Sus brazos temblaban.

Cí comprendió que en cualquier momento Feng quedaría al descubierto. Por eso se admiró al contemplar la resolución con la que, inesperadamente, el juez se dirigió hacia el enjambre de moscas que revoloteaba sobre la sierra de carnicero.

—Malditas chupasangres. —Las espantó haciendo que se dispersaran.

De repente, su mente pareció relampaguear.

—Chupasangres… —repitió.

Feng manoteó sobre la sierra, provocando que la nube de insectos se desplazara hacia el lugar donde se amontonaban las hoces. Casi todas las moscas escaparon, pero varias descendieron hasta posarse sobre una hoz en concreto. Entonces el rostro de Feng cambió y emitió un rugido de satisfacción.

El juez se dirigió hacia la hoz sobre la que pululaban las moscas, la miró atentamente y después se agachó. Era una hoz común, aparentemente limpia. Y, sin embargo, de entre todas las hoces, aquélla era la única que las moscas se afanaban por chupar. Feng cogió una lámpara y la acercó a la hoja hasta distinguir unas motas rojas, casi imperceptibles. Luego dirigió la luz hacia la marca inscrita en el mango que identificaba a su propietario. Al leer la inscripción, su sonrisa se heló. La herramienta que descansaba entre sus manos pertenecía a Lu, el hermano de Cí.