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Aquella madrugada Cí se levantó temprano para evitar encontrarse con su hermano Lu. Los ojos se le cerraban, pero el arrozal le esperaba despierto, como todas las mañanas.

Se incorporó del suelo y enrolló la estera mientras aspiraba el aroma del té con el que su madre perfumaba la casa. Al entrar en la estancia principal, la saludó con una inclinación de la cabeza y ella le respondió ocultando una sonrisa que él descubrió y le devolvió. Adoraba a su madre casi tanto como a su hermana pequeña, Tercera. Sus otras dos hermanas, Primera y Segunda, habían fallecido de niñas debido a un mal de familia. Tercera, aunque enferma, era la única que quedaba.

Antes de probar bocado se dirigió al pequeño altar que habían erigido junto a una ventana en memoria de su abuelo. Abrió los postigos e inspiró con fuerza. Afuera, los primeros rayos de sol se filtraban tímidamente entre la niebla. El viento meció los crisantemos colocados en el jarrón de las ofrendas y avivó las volutas de incienso que ascendían por la sala. Cí cerró los ojos para recitar una plegaria, pero a su mente sólo acudió un pensamiento: «Espíritus de los cielos: permitidnos regresar a Lin’an».

Recordó los días en los que sus abuelos aún vivían. En aquel entonces, el poblacho era su paraíso, y su hermano Lu, el héroe que cualquier niño habría querido imitar. Lu era como el gran guerrero de los cuentos que narraba su padre, siempre dispuesto a defenderlo cuando otros críos intentaban robarle su ración de fruta o a ahuyentar a los desvergonzados que pretendieran propasarse con sus hermanas. Lu le había enseñado a pelear empleando los pies y las manos de tal modo que sus rivales se viesen desbordados, le había llevado al río para chapotear entre las barcas y a pescar carpas y truchas que luego llevaban a casa con gran algarabía y le había mostrado dónde estaban los mejores escondites para espiar a las vecinas. Pero, con la edad, Lu se fue tornando vanidoso. Cuando cumplió los quince años, su fortaleza se convirtió en un alardeo constante, pareja a su menosprecio por cualquier otra habilidad que no fuese la de salir vencedor de una pelea. Comenzó a organizar cacerías de gatos para presumir ante las chicas, se emborrachaba con el licor de arroz que distraía de las cocinas y se vanagloriaba de ser el más fuerte de la pandilla. Se volvió tan engreído que hasta las mofas de las muchachas las interpretaba como halagos, sin comprender que en realidad siempre le evitaban. Y de ser su ídolo, Lu pasó lentamente a provocar en Cí indiferencia.

Pese a todo, hasta aquel momento, Lu nunca se había metido en líos, más allá de aparecer con los ojos morados tras alguna pelea o emplear el búfalo comunitario para apostar en las carreras de agua. Pero cuando su padre anunció su intención de trasladarse a la capital, Lin’an, Lu se negó en redondo. Ya había cumplido los dieciséis, era feliz en el campo y no pensaba moverse del pueblo. Alegó que en la aldea disponía de cuanto precisaba: el arrozal, su grupo de bravucones y dos o tres prostitutas de los alrededores que le reían las gracias, y aunque su padre amenazó con repudiarle, no se dejó intimidar. Aquel año se separaron. Lu se quedó en el pueblo y el resto de la familia emigró a la capital en busca de un futuro mejor.

Los primeros tiempos en Lin’an resultaron arduos para Cí. Cada mañana se levantaba al alba para comprobar el estado de su hermana, le preparaba el desayuno y cuidaba de ella hasta que su madre regresaba del mercado. Luego, tras atragantarse con un tazón de arroz, acudía a la escuela, en la que permanecía hasta mediodía, momento en el que corría al matadero donde trabajaba su padre para ayudarle el resto de la jornada a cambio de las vísceras que quedaban esparcidas por los suelos. Por la noche, después de limpiar en la cocina y cumplimentar con una oración a sus ancestros, aprovechaba para repasar los tratados confucianos que debía recitar a la mañana siguiente en la escuela. Así, mes tras mes, hasta el día en que su padre logró un empleo de contable en la prefectura de Lin’an, bajo las órdenes del juez Feng, uno de los magistrados más sagaces de la capital.

A partir de aquel instante, las cosas empezaron a mejorar. Los ingresos familiares aumentaron y Cí pudo abandonar el matadero para dedicarse por completo a sus estudios. Tras cuatro años en la escuela superior, y merced a sus excelentes calificaciones, Cí logró un puesto de ayudante en el negociado de Feng. Al principio se ocupaba de tareas burocráticas sencillas, pero su dedicación y esmero llamaron la atención del juez, el cual encontró en aquel muchacho de diecisiete años alguien a quien instruir a su imagen y semejanza.

Cí no le defraudó. Con el transcurso de los meses, pasó de desempeñar tareas rutinarias a colaborar en la toma de declaraciones, a presenciar los interrogatorios de los sospechosos y a asistir a los técnicos en la preparación y limpieza de los cadáveres que, en función de las circunstancias de los decesos, debía examinar Feng. Poco a poco, su esmero y su destreza resultaron imprescindibles para el juez, que no dudó en otorgarle más responsabilidades. Finalmente, Cí acabó ayudándole en la investigación de crímenes y litigios, labores que le permitieron descubrir los fundamentos de la práctica legal al tiempo que adquiría rudimentarias nociones de anatomía.

Durante su segundo año en la universidad, y animado por Feng, Cí asistió a un curso preparatorio de medicina. Según el magistrado, eran numerosas las ocasiones en las que las pruebas que podían delatar un crimen permanecían ocultas en las heridas, y para descubrirlas era preciso conocerlas y estudiarlas, no como un juez, sino como un cirujano.

Todo continuó así hasta que una noche su abuelo enfermó repentinamente y falleció. Tras el funeral, y como mandaban los rituales del luto, su padre hubo de renunciar al puesto de contable y a la vivienda que había disfrutado en usufructo, de modo que, sin trabajo y sin hogar, y en contra de los deseos de Cí, toda la familia se vio obligada a regresar a la aldea.

A su vuelta, Cí encontró a su hermano Lu cambiado. Vivía en una casa nueva que había construido con sus propias manos, había adquirido una parcela y tenía a su servicio a varios jornaleros. Cuando, forzado por las circunstancias, su padre llamó a la puerta, Lu le obligó a disculparse antes de dejarle entrar y le dejó una habitación pequeña en vez de cederle la suya. A Cí le trató con la indiferencia de siempre, pero cuando comprobó que ya no le seguía como un perro sumiso y que su único interés se centraba en los libros, le hizo acreedor de todas sus iras. En el campo era donde se demostraba el auténtico valor de un hombre. Allí, ni los textos ni los estudios le proporcionarían arroz ni peones. Para Lu, su hermano menor tan sólo era un inútil de veinte años al que habría de alimentar. Y a partir de ese instante, la vida de Cí se convirtió en un devenir de desplantes que le condujeron a odiar aquel pueblo.

Una ráfaga de viento fresco devolvió a Cí al presente.

De vuelta a la sala se topó con Lu, quien sorbía ruidosamente un trago de té junto a su madre. Al verle, éste escupió al suelo y dejó caer de mala manera el tazón sobre la mesa. Luego, sin aguardar a que su padre se levantara, agarró el hatillo y se marchó sin decir palabra.

—Debería aprender modales —masculló Cí mientras recogía con un paño el té que su hermano acababa de derramar.

—Y tú deberías aprender a respetarle, que para eso vivimos en su casa —replicó su madre sin levantar la vista del fuego—. Un hogar fuerte…

«Sí. Un hogar fuerte es el que sostiene un padre valiente, una madre prudente, un hijo obediente y un hermano complaciente». No necesitaba que nadie se lo repitiera. Ya se encargaba Lu de recordárselo cada mañana.

Aunque no era su cometido, Cí extendió los manteles de bambú y dispuso los cuencos sobre la mesa. Tercera había empeorado de la enfermedad que aquejaba su pecho y a él no le importaba realizar las tareas que le correspondían a su hermana. Colocó las escudillas cuidando de que formaran número par y dirigió el pico de la tetera hacia la ventana de forma que no apuntase hacia ninguno de los comensales. En el centro situó el vino de arroz y las gachas, y a su lado, las albóndigas de carpa. Miró la cocina ennegrecida por el carbón y la pila agrietada. Más que una vivienda, aquello parecía una fragua desvencijada.

Al poco apareció su padre cojeando. Cí sintió una punzada de tristeza.

«Cómo ha envejecido».

Frunció los labios y apretó los dientes. Parecía que la salud de su padre se hubiera ido quebrantando al mismo tiempo que la de Tercera. El hombre caminaba tembloroso, con la mirada gacha y su barba rala colgando como un trapo de seda deshilachada. Apenas si quedaba en él un atisbo del funcionario meticuloso que tiempo atrás le había inculcado el amor por el método y la perseverancia. Observó sus manos céreas, antaño exquisitamente cuidadas, que ahora se veían toscas y encallecidas. Supuso que añoraría sus uñas afiladas y los días en que las empleaba para examinar legajos judiciales.

A la altura de la mesa, el hombre se acuclilló apoyándose en su hijo y autorizó a los demás a sentarse con un ademán. Cí hizo lo propio y, por último, su madre se acomodó en el lado más próximo a la cocina. La mujer sirvió vino de arroz. Tercera no se levantó porque seguía postrada por la fiebre. Como durante toda la semana.

—¿Vendrás a cenar esta noche? —le preguntó su madre a Cí—. Después de tantos meses, al juez Feng le ilusionará volver a verte.

Cí no se habría perdido el encuentro con Feng por nada del mundo. Sin saber el motivo, su padre había decidido interrumpir el luto y adelantar su regreso a Lin’an, a la espera de que el juez Feng accediera a readmitirle como ayudante. Ignoraba si Feng había acudido a la aldea por ese motivo, pero era lo que todos anhelaban.

—Lu me ha ordenado que suba el búfalo hasta la nueva parcela, y después pensaba visitar a Cereza, pero acudiré puntual a la cena.

—No parece que ya tengas veinte años. Esa muchacha te tiene ensimismado —terció el padre—. Si sigues viéndola tanto, acabarás por hartarte de ella.

—Cereza es lo único bueno que tiene este pueblo. Además, vosotros fuisteis los que concertasteis nuestro matrimonio —respondió Cí, dando cuenta del último bocado.

—Llévate los dulces, que para eso los he cocinado —le ofreció la madre.

Cí se levantó y los guardó en su talega. Antes de partir entró a la habitación donde dormitaba Tercera, besó sus mejillas calientes y recogió el mechón de pelo que se le había escapado del moño. La niña parpadeó. Entonces sacó los dulces y los escondió bajo la manta.

—Que no te los vea madre —le susurró al oído.

Ella sonrió, pero fue incapaz de decir nada.

* * *

Sobre el arrozal sembrado de cieno, la lluvia aguijoneó a Cí. El joven se despojó de la camisa empapada y sus brazos se tensaron hasta adquirir la dureza del hierro. Músculos y tendones crujieron cuando vareó al búfalo, que avanzó parsimonioso, como si la bestia adivinase que a aquel surco le seguiría otro, y a ese otro, siempre otro más. Alzó la vista y contempló el lodazal de verde y agua.

Su hermano le había ordenado abrir un canal para drenar la nueva parcela, pero trabajar en los lindes de los campos resultaba dificultoso debido al deterioro de los diques de piedra que separaban los terrenos. Cí, rendido, miró el campo de arroz inundado. Chasqueó el látigo y el animal hundió las pezuñas en el cieno.

Llevaba un tercio de jornada cuando la reja se enganchó.

«Otra raíz», se maldijo.

Arreó al búfalo bajo la lluvia. La bestia alzó el testuz y mugió de dolor, pero no avanzó. Los siguientes varetazos sólo sirvieron para que el animal sacudiese los cuernos intentando zafarse del castigo. Cí maniobró para hacerle retroceder, pero el apero quedó atrapado por el lado contrario. Entonces miró al animal con resignación.

«Esto te dolerá».

A sabiendas del sufrimiento que le provocaría, tiró de la argolla que pendía del hocico de la bestia mientras jalaba las riendas. Al hacerlo, el animal saltó hacia adelante y el apero crujió. En ese instante se dio cuenta de que debería haber arrancado la raíz con sus propias manos.

«Si he roto el arado, mi hermano me molerá a palos».

Inspiró con fuerza y hundió los brazos en el lodo hasta toparse con una maraña de raíces. Tiró de un manojo sin éxito, y tras varios intentos optó por dirigirse a la alforja que colgaba del costillar del animal para buscar una sierra afilada. Luego se arrodilló de nuevo y comenzó a trabajar bajo el agua. Extrajo un par de raigones que arrojó lejos y serró otros de mayor tamaño. Cuando se empleaba con el más grueso, notó un tirón en un dedo.

«Seguro que me he cortado».

Pese a no percibir dolor alguno, se examinó con detenimiento.

La culpa la tenía la extraña enfermedad con la que los dioses le habían maldecido desde su nacimiento y de la que fue consciente el día en que su madre tropezó y vertió sobre él un perol de aceite hirviendo. Contaba sólo cuatro años y apenas sintió lo mismo que cuando le lavaban con agua tibia. Pero el olor a carne quemada le advirtió de que algo horrible estaba sucediendo. Su torso y sus brazos sufrieron las consecuencias, quedando abrasados para siempre. Desde aquel día aquellas cicatrices le recordaron que su cuerpo no era como el de los demás niños y que aunque se sintiera afortunado por la ausencia de dolor, debía prestar sumo cuidado a cualquier herida que pudiera producirse. Porque, si bien era cierto que no sufría con los golpes, que el dolor causado por la fatiga apenas si le afectaba y que podía esforzarse hasta el agotamiento, también lo era que en ocasiones podía superar los límites de su cuerpo sin advertirlo y enfermar.

Al sacar la mano del agua, vio que la tenía cubierta de sangre. Alarmado ante la aparente magnitud del tajo, corrió a limpiarse con un paño. Sin embargo, tras enjugarse la mano con un trapo, sólo distinguió un pellizco amoratado.

«¿Qué demonios…?».

Extrañado, volvió al lugar donde se había trabado la reja y apartó las raíces mientras advertía cómo el agua cenagosa comenzaba a teñirse de rojo. Aflojó las riendas para liberar la reja y arreó al animal para que se apartara. Luego se detuvo y miró el agua mientras la respiración se le aceleraba. La lluvia repicaba sobre la superficie del arrozal, apagando cualquier otro sonido.

Entre el estupor y el miedo, caminó lentamente hacia el pequeño cráter que se había formado en el lugar donde se hincaba la reja. Mientras se acercaba, sintió cómo el estómago se le encogía y percibió en las sienes el martilleo de su corazón. Pensó en alejarse, pero se contuvo. Entonces observó un leve burbujeo que afloraba rítmicamente del cráter y se confundía con el repicar de la lluvia. Lentamente, se arrodilló entreabriendo las piernas, que abarcaron las pegajosas crestas de cieno. Acercó la cara al agua, pero sólo apreció otro borbotón sanguinolento. Pensó que si se aproximaba más, acabaría por probarla.

De repente, algo se movió bajo el agua. Cí dio un respingo y apartó la cabeza sorprendido, pero cuando advirtió que se trataba del aleteo de una pequeña carpa, suspiró aliviado.

«Estúpido bicho».

Se levantó y pateó al pez mientras intentaba calmarse. Entonces avistó otra carpa, con un jirón de carne en la boca.

«¿Pero qué diablos…?».

Intentó retroceder, pero perdió pie y cayó al agua entre un remolino de cieno, suciedad y sangre. Sin pretenderlo, abrió los ojos al sentir un manojo de tallos golpearle en la cara. Lo que vio le detuvo el corazón. Frente a él, con un trapo metido en la boca, la cabeza decapitada de un hombre flotaba entre la maraña.

* * *

Gritó hasta desgañitarse, pero nadie acudió en su ayuda.

Tardó en recordar que la parcela llevaba tiempo desatendida y que los campesinos se concentraban al otro lado de la montaña, así que se sentó a unos pasos del arado para mirar a su alrededor. Cuando dejó de temblar, se planteó abandonar al búfalo y bajar a buscar ayuda. La otra posibilidad consistía en esperar en el arrozal hasta que su hermano regresara.

Ninguna de las opciones le convencía, pero a sabiendas de que Lu no tardaría, optó por aguardar. Aquel lugar estaba infestado de alimañas y un búfalo entero valía mil veces más que una cabeza humana mutilada.

Mientras esperaba, terminó de cortar las raíces y liberó la reja. El arado parecía en buen estado, así que, con suerte, Lu sólo le recriminaría el retraso en el laboreo. O, al menos, eso era lo que él esperaba. Cuando terminó, enganchó de nuevo el arado y reanudó la faena. Intentó silbar para distraerse, pero en su interior sólo reverberaban las palabras que su padre pronunciaba de vez en cuando: «Los problemas no se resuelven dándoles la espalda».

«Sí. Pero éste no es mi problema», se respondió Cí.

Aró dos pasos más antes de detener al búfalo y regresar junto a la cabeza.

Durante un tiempo contempló receloso cómo se mecía sobre el agua. Luego se fijó un poco más. Tenía las mejillas aplastadas, como si se las hubieran pisoteado con saña. Advirtió sobre su piel amoratada las pequeñas laceraciones producidas por los mordiscos de las carpas. Después observó los párpados abiertos e hinchados, los jirones de carne sanguinolenta colgando junto a la tráquea… y el extraño trapo que salía de su boca entreabierta.

Nunca antes había contemplado algo tan aterrador. Cerró los ojos y vomitó. De repente acababa de reconocerlo. La cabeza decapitada pertenecía al viejo Shang. El padre de Cereza, la muchacha a quien amaba.

Cuando se recuperó, prestó atención a la extraña mueca que formaba la boca del cadáver, abierta exageradamente a causa del paño que surgía de entre sus dientes. Con cuidado, tiró del extremo y poco a poco la tela salió como si deshiciera un ovillo. Se la guardó en una manga e intentó cerrarle la mandíbula, pero estaba desencajada y no lo consiguió. De nuevo vomitó.

Se lavó la cara con el agua enfangada. Luego se levantó y desanduvo el terreno arado en busca del resto del cuerpo. Lo encontró a mediodía en el extremo oriental de la parcela, a pocos li de distancia del lugar donde había tropezado el búfalo. El tronco del cadáver aún lucía el fajín amarillo que le identificaba como varón honorable, al igual que su batín de cinco botones. No halló rastro del bonete azul que siempre portaba.

Le resultó imposible continuar laboreando. Se sentó sobre el dique de piedra y mordisqueó con desgana un mendrugo de pan de arroz que fue incapaz de tragar. Miró el cuerpo decapitado del pobre Shang abandonado sobre el lodo, como el de un criminal ejecutado y desahuciado.

«¿Cómo se lo explicaría a Cereza?».

Se preguntó qué clase de desalmado podría haber segado la vida de alguien tan honrado como Shang, un hombre dedicado a los suyos, una persona respetuosa con la tradición y con los ritos. Sin duda, el monstruo que había perpetrado aquel crimen no merecía permanecer en el mundo de los vivos.

* * *

Su hermano Lu llegó a la parcela en plena tarde. Le acompañaban tres jornaleros cargados con plantones, lo cual significaba que había cambiado de idea y que pensaba trasplantar el arroz sin aguardar a que el terreno se drenase. Cí dejó el búfalo y corrió hacia él. Al llegar a su altura, se inclinó para saludarle.

—¡Hermano! No vas a creer lo que ha sucedido… —Su corazón latía acelerado.

—¿Cómo no voy a creerlo si lo estoy viendo con mis propios ojos? —rugió señalando el campo, que permanecía sin arar.

—Es que he encontrado un…

Un varetazo contra su frente le hizo caer al fango.

—¡Maldito vago! —escupió Lu—. ¿Hasta cuándo te creerás mejor que los demás?

Cí se llevó la mano a la brecha para apartar la sangre que manaba de su ceja. No era la primera vez que su hermano le golpeaba, pero Lu era el mayor y las leyes confucianas le impedían rebelarse. Apenas podía abrir el párpado, pero aun así se disculpó.

—Lo siento, hermano. Me retrasé porque…

Lu lo empujó.

—¡Porque el delicado estudiante no tiene arrestos para trabajar! —Le propinó un nuevo empellón—. ¡Porque el delicado estudiante piensa que el arroz se planta solo! —Otro más que dio con sus huesos en el fango—. ¡Porque el delicado estudiante ya tiene a su hermano Lu para que se deslome por él!

Lu se limpió el pantalón mientras permitía que Cí se levantara.

—En… contré un ca… dáver… —logró articular.

Lu enarcó una ceja.

—¿Un cadáver? ¿A qué te refieres?

—Ahí… en el dique… —agregó Cí.

Lu se giró hacia el lugar en el que unos grajos picoteaban el terreno. Empuñó su vara y, sin aguardar más explicaciones, se encaminó hacia el punto señalado por Cí. Cuando llegó junto a la cabeza, la movió con el pie. Frunció el ceño y se revolvió.

—¡Maldita sea! ¿Lo encontraste aquí? —Sujetó la cabeza por el cabello y la balanceó con asco—. Ya imagino que sí. ¡Por las barbas de Confucio! ¿Pero no es Shang? ¿Y el cuerpo…?

—Al otro lado… Junto al arado.

Lu frunció los labios. Acto seguido se dirigió a sus jornaleros.

—Vosotros dos, ¿a qué esperáis para ir a cogerlo? Y tú, descarga los plantones y mete la cabeza en un canasto. ¡Malditos sean los dioses…! Regresamos al poblado.

Cí se acercó al búfalo para quitarle el arnés.

—¿Se puede saber qué diablos haces? —le interrumpió Lu.

—¿No has dicho que regresábamos…?

—Nosotros —escupió—. Tú volverás cuando termines tu trabajo.