Descubrimos la verdad, más o menos
Imagínate el concierto más multitudinario que hayas visto jamás, un campo de fútbol lleno con un millón de fans.
Ahora imagina un campo un millón de veces más grande, lleno de gente, e imagina que se ha ido la electricidad y no hay ruido, ni luz, ni globos gigantes rebotando sobre el gentío. Algo trágico ha ocurrido tras el escenario. Multitudes susurrantes que sólo pululan en las sombras, esperando un concierto que nunca empezará.
Si puedes imaginarte eso, te harás una buena idea del aspecto que tenían los Campos de Asfódelos. La hierba negra llevaba millones de años siendo pisoteada por pies muertos. Soplaba un viento cálido y pegajoso como el hálito de un pantano. Aquí y allá crecían árboles negros, y Grover me dijo que eran álamos.
El techo de la caverna era tan alto que bien habría podido ser un gran nubarrón, pero las estalactitas emitían leves destellos grises y tenían puntas afiladísimas. Intenté no pensar que se nos caerían encima en cualquier momento, aunque había varias de ellas desperdigadas por el suelo, incrustadas en la hierba negra tras derrumbarse. Supongo que los muertos no tenían que preocuparse por nimiedades como que te despanzurrara una estalactita tamaño misil.
Annabeth, Grover y yo intentamos confundirnos entre la gente, pendientes por si volvían los demonios de seguridad. No pude evitar buscar rostros familiares entre los que deambulaban por allí, pero los muertos son difíciles de mirar. Sus rostros brillan. Todos parecen enfadados o confusos. Se te acercan y te hablan, pero sus voces suenan a un traqueteo, como a chillidos de murciélagos. En cuanto advierten que no puedes entenderlos, fruncen el entrecejo y se apartan.
Los muertos no dan miedo. Sólo son tristes.
Seguimos abriéndonos camino, metidos en la fila de recién llegados que serpenteaba desde las puertas principales hasta un pabellón cubierto de negro con un estandarte que rezaba: «Juicios para el Elíseo y la condenación eterna. ¡Bienvenidos, muertos recientes!».
Por la parte trasera había dos filas más pequeñas.
A la izquierda, espíritus flanqueados por demonios de seguridad marchaban por un camino pedregoso hacia los Campos de Castigo, que brillaban y humeaban en la distancia, un vasto y agrietado erial con ríos de lava, campos de minas y kilómetros de alambradas de espino que separaban las distintas zonas de tortura. Incluso desde tan lejos, veía a la gente perseguida por los perros del infierno, quemada en la hoguera, obligada a correr desnuda a través de campos de cactos o a escuchar ópera. Vislumbré más que vi una pequeña colina, con la figura diminuta de Sísifo dejándose la piel para subir su roca hasta la cumbre. Y vi torturas peores; cosas que no quiero describir.
La fila que llegaba del lado derecho del pabellón de los juicios era mucho mejor. Esta conducía pendiente abajo hacia un pequeño valle rodeado de murallas: una zona residencial que parecía el único lugar feliz del inframundo. Más allá de la puerta de seguridad había vecindarios de casas preciosas de todas las épocas, desde villas romanas a castillos medievales o mansiones victorianas. Flores de plata y oro lucían en los jardines. La hierba ondeaba con los colores del arco iris. Oí risas y olor a barbacoa.
El Elíseo.
En medio de aquel valle había un lago azul de aguas brillantes, con tres pequeñas islas como una instalación turística en las Bahamas. Las islas Bienaventuradas, para la gente que había elegido renacer tres veces y tres veces había alcanzado el Elíseo. De inmediato supe que aquél era el lugar al que quería ir cuando muriera.
—De eso se trata —me dijo Annabeth como si me leyera el pensamiento—. Ése es el lugar para los héroes.
Pero entonces pensé que había muy poca gente en el Elíseo, que parecía muy pequeño en comparación con los Campos de Asfódelos o incluso los Campos de Castigo. Qué poca gente hacía el bien en sus vidas. Era deprimente.
Abandonamos el pabellón del juicio y nos adentramos en los Campos de Asfódelos. La oscuridad aumentó. Los colores se desvanecieron de nuestras ropas. La multitud de espíritus parlanchines empezó a menguar.
Tras unos kilómetros caminando, empezamos a oír un chirrido familiar en la distancia. En el horizonte se cernía un reluciente palacio de obsidiana negra. Por encima de las murallas merodeaban tres criaturas parecidas a murciélagos: las Furias. Me dio la impresión de que nos esperaban.
—Supongo que es un poco tarde para dar media vuelta —comentó Grover, esperanzado.
—No va a pasarnos nada. —Intentaba aparentar seguridad.
—A lo mejor tendríamos que buscar en otros sitios primero —sugirió Grover—. Como el Elíseo, por ejemplo…
—Venga, pedazo de cabra. —Annabeth lo agarró del brazo.
Grover emitió un gritito. Las alas de sus zapatillas se desplegaron y lo lanzaron lejos de Annabeth. Aterrizó dándose una buena costalada.
—Grover —lo regañó Annabeth—. Basta de hacer el tonto.
—Pero si yo no…
Otro gritito. Sus zapatos revoloteaban como locos. Levitaron unos centímetros por encima del suelo y empezaron a arrastrarlo.
—Maya! —gritó, pero la palabra mágica parecía no surtir efecto—. Maya! ¡Por favor! ¡Llamad a emergencias! ¡Socorro!
Evité que su brazo me noqueara e intenté agarrarle la mano, pero llegué tarde. Empezaba a cobrar velocidad y descendía por la colina como un trineo.
Corrimos tras él.
—¡Desátate los zapatos! —vociferó Annabeth.
Era una buena idea, pero supongo que no muy factible cuando tus zapatos tiran de ti a toda velocidad. Grover se revolvió, pero no alcanzaba los cordones.
Lo seguimos, tratando de no perderlo de vista mientras zigzagueaba entre las piernas de los espíritus, que lo miraban molestos. Estaba seguro de que Grover iba a meterse como un torpedo por la puerta del palacio de Hades, pero sus zapatos viraron bruscamente a la derecha y lo arrastraron en la dirección opuesta.
La ladera se volvió más empinada. Grover aceleró. Annabeth y yo tuvimos que apretar el paso para no perderlo. Las paredes de la caverna se estrecharon a cada lado, y yo reparé en que habíamos entrado en una especie de túnel. Ya no había hierba ni árboles negros, sólo roca desnuda y la tenue luz de las estalactitas encima.
—¡Grover! —grité, y el eco resonó—. ¡Agárrate a algo!
—¿Qué? —gritó él a su vez.
Se agarraba a la gravilla, pero no había nada lo bastante firme para frenarlo.
El túnel se volvió aún más oscuro y frío. Se me erizó el vello de los brazos y percibí una horrible fetidez. Me hizo pensar en cosas que ni siquiera había experimentado nunca: sangre derramada en un antiguo altar de piedra, el aliento repulsivo de un asesino.
Entonces vi lo que teníamos delante y me quedé clavado en el sitio.
El túnel se ensanchaba hasta una amplia y oscura caverna, en cuyo centro se abría un abismo del tamaño de un cráter.
Grover patinaba directamente hacia el borde.
—¡Venga, Percy! —chilló Annabeth, tirándome de la muñeca.
—Pero eso es…
—¡Ya lo sé! —grite—. ¡Es el lugar que describiste en tu sueño! Pero Grover va a caer dentro si no lo alcanzamos. —Tenía razón, por supuesto. La situación de Grover me puso otra vez en movimiento.
Gritaba y manoteaba el suelo, pero las zapatillas aladas seguían arrastrándolo hacia el foso, y no parecía que pudiéramos llegar a tiempo.
Lo que lo salvó fueron sus pezuñas.
Las zapatillas voladoras siempre le habían quedado un poco sueltas, y al final Grover le dio una patada a una roca grande y la izquierda salió disparada hacia la oscuridad del abismo. La derecha seguía tirando de él, pero Grover pudo frenarse aferrándose a la roca y utilizándola como anclaje.
Estaba a tres metros del borde del foso cuando lo alcanzamos y tiramos de él hacia arriba. La otra zapatilla salió sola, nos rodeó enfadada y, a modo de protesta, nos propinó un puntapié en la cabeza antes de volar hacia el abismo para unirse con su gemela.
Nos derrumbamos todos, exhaustos, sobre la gravilla de obsidiana. Sentía las extremidades como de plomo. Incluso la mochila me pesaba más, como si alguien la hubiese llenado de rocas.
Grover tenía unos buenos moratones y le sangraban las manos. Las pupilas se le habían vuelto oblongas, estilo cabra, como cada vez que estaba aterrorizado.
—No sé cómo… —jadeó—. Yo no…
—Espera —dije—. Escucha.
Oí algo: un susurro profundo en la oscuridad.
—Percy, este lugar… —dijo Annabeth al cabo de unos segundos.
—Chist. —Me puse en pie.
El sonido se volvía más audible, una voz malévola y susurrante que surgía desde abajo, mucho más abajo de donde estábamos nosotros. Provenía del foso.
Grover se incorporó.
—¿Q-qué es ese ruido?
Annabeth también lo oía.
—El Tártaro. Ésta es la entrada al Tártaro.
Destapé Anaklusmos. La espada de bronce se extendió, emitió una débil luz en la oscuridad y la voz malvada remitió por un momento, antes de retomar su letanía. Ya casi distinguía palabras, palabras muy, muy antiguas, más antiguas que el propio griego. Como si…
—Magia —dije.
—Tenemos que salir de aquí —repuso Annabeth.
Juntos pusimos a Grover sobre sus pezuñas y volvimos sobre nuestros pasos, hacia la salida del túnel. Las piernas no me respondían lo bastante rápido. La mochila me pesaba. A nuestras espaldas, la voz sonó más fuerte y enfadada, y echamos a correr.
Y no nos sobró tiempo.
Un viento frío tiraba de nuestras espaldas, como si el foso estuviera absorbiéndolo todo. Por un momento terrorífico perdí el equilibrio y los pies me resbalaron por la gravilla. Si hubiésemos estado más cerca del borde, nos habría tragado.
Seguimos avanzando con gran esfuerzo, y por fin llegamos al final del túnel, donde la caverna volvía a ensancharse en los Campos de Asfódelos. El viento cesó. Un aullido iracundo retumbó desde el fondo del túnel. Alguien no estaba muy contento de que hubiésemos escapado.
—¿Qué era eso? —musitó Grover, cuando nos derrumbamos en la relativa seguridad de una alameda—. ¿Una de las mascotas de Hades?
Annabeth y yo nos miramos. Estaba claro que tenía alguna idea, probablemente la misma que se le había ocurrido en el taxi que nos había traído a Los Ángeles, pero le daba demasiado miedo para compartirla. Eso bastó para asustarme aún más.
Cerré la espada y me guardé el bolígrafo.
—Sigamos. —Miré a Grover—. ¿Puedes caminar?
Tragó saliva.
—Sí, sí, claro —suspiró—. Bah, nunca me gustaron esas zapatillas.
Intentaba mostrarse valiente, pero temblaba tanto como nosotros. Fuera lo que fuese lo que había en aquel foso, no era la mascota de nadie. Era inenarrablemente arcaico y poderoso. Ni siquiera Equidna me había dado aquella sensación. Casi me alivió darle la espalda al túnel y encaminarme hacia el palacio de Hades.
Casi.
Envueltas en sombras, las Furias sobrevolaban en círculo las almenas. Las murallas externas de la fortaleza relucían negras, y las puertas de bronce de dos pisos de altura estaban abiertas de par en par. Cuando estuve más cerca, aprecié que los grabados de dichas puertas reproducían escenas de muerte. Algunas eran de tiempos modernos —una bomba atómica explotando encima de una ciudad, una trinchera llena de soldados con máscaras antigás, una fila de víctimas de hambrunas africanas, esperando con cuencos vacíos en la mano—, pero todas parecían labradas en bronce hacía miles de años. Me pregunté si eran profecías hechas realidad.
En el patio había el jardín más extraño que he visto en mi vida. Setas multicolores, arbustos venenosos y raras plantas luminosas que crecían sin luz. En lugar de flores había piedras preciosas, pilas de rubíes grandes como mi puño, macizos de diamantes en bruto. Aquí y allí, como invitados a una fiesta, estaban las estatuas de jardín de Medusa: niños, sátiros y centauros petrificados, todos esbozando sonrisas grotescas.
En el centro del jardín había un huerto de granados, cuyas flores naranja neón brillaban en la oscuridad.
—Éste es el jardín de Perséfone —explicó Annabeth—. Seguid andando.
Entendí por qué quería avanzar. El aroma ácido de aquellas granadas era casi embriagador. Sentí un deseo repentino de comérmelas, pero recordé la historia de Perséfone: un bocado de la comida del inframundo y jamás podríamos marcharnos. Tiré de Grover para evitar que agarrara la más grande.
Subimos por la escalinata de palacio, entre columnas negras y a través de un pórtico de mármol negro, hasta la casa de Hades. El zaguán tenía el suelo de bronce pulido, que parecía hervir a la luz reflejada de las antorchas. No había techo, sólo el de la caverna, muy por encima. Supongo que allí abajo no les preocupaba la lluvia.
Cada puerta estaba guardada por un esqueleto con indumentaria militar. Algunos llevaban armaduras griegas; otros, casacas rojas británicas; otros, camuflaje de marines. Cargaban lanzas, mosquetones o M-16. Ninguno nos molestó, pero sus cuencas vacías nos siguieron mientras recorrimos el zaguán hasta las enormes puertas que había en el otro extremo.
Dos esqueletos con uniforme de marine custodiaban las puertas. Nos sonrieron. Tenían lanzagranadas automáticos cruzados sobre el pecho.
—¿Sabéis? —murmuró Grover—, apuesto lo que sea a que Hades no tiene problemas con los vendedores puerta a puerta.
La mochila me pesaba una tonelada. No se me ocurría por qué. Quería abrirla, comprobar si había recogido por casualidad alguna bala de cañón por ahí, pero no era el momento.
—Bueno, chicos —dije—. Creo que tendríamos que… llamar.
Un viento cálido recorrió el pasillo y las puertas se abrieron de par en par. Los guardias se hicieron a un lado.
—Supongo que eso significa entrez-vous —comentó Annabeth.
La sala era igual que en mi sueño, salvo que en esta ocasión el trono de Hades estaba ocupado. Era el tercer dios que conocía, pero el primero que me pareció realmente divino.
Para empezar, medía por lo menos tres metros de altura, e iba vestido con una túnica de seda negra y una corona de oro trenzado. Tenía la piel de un blanco albino, el pelo por los hombros y negro azabache. No estaba musculoso como Ares, pero irradiaba poder. Estaba repantigado en su trono de huesos humanos soldados, con aspecto vivaz y alerta. Tan peligroso como una pantera.
Inmediatamente tuve la certeza de que él debía dar las órdenes: sabía más que yo y por tanto debía ser mi amo. Y a continuación me dije que cortase el rollo. El aura hechizante de Hades me estaba afectando, como lo había hecho la de Ares. El Señor de los Muertos se parecía a las imágenes que había visto de Adolph Hitler, Napoleón o los líderes terroristas que teledirigen a los hombres bomba. Hades tenía los mismos ojos intensos, la misma clase de carisma malvado e hipnotizador.
—Eres valiente para venir aquí, hijo de Poseidón —articuló con voz empalagosa—. Después de lo que me has hecho, muy valiente, a decir verdad. O puede que seas sólo muy insensato.
El entumecimiento se apoderó de mis articulaciones, tentándome a tumbarme en el suelo y echarme una siestecita a los pies de Hades. Acurrucarme allí y dormir para siempre.
Luché contra la sensación y avancé. Sabía qué tenía que decir.
—Señor y tío, vengo a haceros dos peticiones.
Hades levantó una ceja. Cuando se inclinó hacia delante, en los pliegues de su túnica aparecieron rostros en sombra, rostros atormentados, como si la prenda estuviera hecha de almas atrapadas en los Campos de Castigo que intentaran escapar. La parte de mí afectada por el THDA se preguntó, distraída, si el resto de su ropa estaría hecho del mismo modo. ¿Qué cosas horribles había que hacer en la vida para acabar convertido en ropa interior de Hades?
—¿Sólo dos peticiones? —preguntó Hades—. Niño arrogante. Como si no te hubieras llevado ya suficiente. Habla, entonces. Me divierte no matarte aún.
Tragué saliva. Aquello iba tan mal como me había temido.
Miré el trono vacío, más pequeño que el que había junto al de Hades. Tenía forma de flor negra ribeteada en oro. Deseé que la reina Perséfone estuviese allí. Recordaba que en los mitos sabía cómo calmar a su marido. Pero era verano.
Claro, Perséfone estaría arriba, en el mundo de la luz con su madre, la diosa de la agricultura, Deméter. Sus visitas, no la traslación del planeta, provocan las estaciones.
Annabeth se aclaró la garganta y me hincó un dedo en la espalda.
—Señor Hades —dije—. Veréis, señor, no puede haber una guerra entre los dioses. Sería… chungo.
—Muy chungo —añadió Grover para echarme una mano.
—Devolvedme el rayo maestro de Zeus —dije—. Por favor, señor. Dejadme llevarlo al Olimpo.
Los ojos de Hades adquirieron un brillo peligroso.
—¿Osas venirme con esas pretensiones, después de lo que has hecho?
Miré a mis amigos, tan confusos como yo.
—Esto… tío —dije—. No paráis de decir «después de lo que has hecho». ¿Qué he hecho exactamente?
El salón del trono se sacudió con un temblor tan fuerte que probablemente lo notaron en Los Angeles. Cayeron escombros del techo de la caverna. Las puertas se abrieron de golpe en todos los muros, y los guerreros esqueléticos entraron, docenas de ellos, de todas las épocas y naciones de la civilización occidental. Formaron en el perímetro de la sala, bloqueando las salidas.
—¿Crees que quiero la guerra, diosecillo? —espetó Hades.
Quería contestarle «bueno, estos tipos tampoco parecen activistas por la paz», pero la consideré una respuesta peligrosa.
—Sois el Señor de los Muertos —dije con cautela—. Una guerra expandiría vuestro reino, ¿no?
—¡La típica frasecita de mis hermanos! ¿Crees que necesito más súbditos? Pero ¿es que no has visto la extensión de los Campos de Asfódelos?
—Bueno…
—¿Tienes idea de cuánto ha crecido mi reino sólo en este último siglo? ¿Cuántas subdivisiones he tenido que abrir?
Abrí la boca para responder, pero Hades ya se había lanzado.
—Más demonios de seguridad —se lamentó—. Problemas de tráfico en el pabellón del juicio. Jornada doble para todo el personal… Antes era un dios rico, Percy Jackson. Controlo todos los metales preciosos bajo tierra. Pero ¡y los gastos!
—Caronte quiere que le subáis el sueldo —aproveché para decirle, porque me acordé en ese instante. Pero al punto deseé haber tenido la boca cosida.
—¡No me hagas hablar de Caronte! —bramó Hades—. ¡Está imposible desde que descubrió los trajes italianos! Problemas en todas partes, y tengo que ocuparme de todos personalmente. ¡Sólo el tiempo que tardo en llegar desde palacio hasta las puertas me vuelve loco! Y los muertos no paran de llegar. No, diosecillo. ¡No necesito ayuda para conseguir súbditos! Yo no he pedido esta guerra.
—Pero os habéis llevado el rayo maestro de Zeus.
—¡Mentiras! —Más temblores. Hades se levantó del trono y alcanzó una enorme estatura—. Tu padre puede que engañe a Zeus, chico, pero yo no soy tan tonto. Veo su plan.
—¿Su plan?
—Tú robaste el rayo durante el solsticio de invierno —dijo—. Tu padre pensó que podría mantenerte en secreto. Te condujo hasta la sala del trono en el Olimpo y te llevaste el rayo maestro y mi casco. De no haber enviado a mi furia a descubrirte a la academia Yancy, Poseidón habría logrado ocultar su plan para empezar una guerra. Pero ahora te has visto obligado a salir a la luz. ¡Tú confesarás ser el ladrón del rayo, y yo recuperaré mi yelmo!
—Pero… —terció Annabeth, desconcertada—. Señor Hades, ¿vuestro yelmo de oscuridad también ha desaparecido?
—No te hagas la inocente, niña. Tú y el sátiro habéis estado ayudando a este héroe, habéis venido aquí para amenazarme en nombre de Poseidón, sin duda habéis venido a traerme un ultimátum. ¿Cree Poseidón que puede chantajearme para que lo apoye?
—¡No! —repliqué—. ¡Poseidón no ha… no ha…!
—No he dicho nada de la desaparición del yelmo —gruñó Hades—, porque no albergaba ilusiones de que nadie en el Olimpo me ofreciera la menor justicia ni la menor ayuda. No puedo permitirme que se sepa que mi arma más poderosa y temida ha desaparecido. Así que te busqué, y cuando quedó claro que venías a mí para amenazarme, no te detuve.
—¿No nos detuvisteis? Pero…
—Devuélveme mi casco ahora, o abriré la tierra y devolveré los muertos al mundo —amenazó Hades—. Convertiré vuestras tierras en una pesadilla. Y tú, Percy Jackson, tu esqueleto conducirá mi ejército fuera del Hades.
Los soldados esqueléticos dieron un paso al frente y prepararon sus armas.
En ese momento supongo que debería haber estado aterrorizado. Lo raro fue que me ofendió. Nada me enoja más que me acusen de algo que no he hecho. Tengo mucha experiencia en eso.
—Sois tan chungo como Zeus —le dije—. ¿Creéis que os he robado? ¿Por eso enviasteis a las Furias por mí?
—Por supuesto.
—¿Y los demás monstruos?
Hades torció el gesto.
—De eso no sé nada. No quería que tuvieras una muerte rápida: quería que te trajeran vivo ante mí para que sufrieras todas las torturas de los Campos de Castigo. ¿Por qué crees que te he permitido entrar en mi reino con tanta facilidad?
—¿Tanta facilidad?
—¡Devuélveme mi yelmo!
—Pero yo no lo tengo. He venido por el rayo maestro.
—¡Pero si ya lo tienes! —gritó Hades—. ¡Has venido aquí con él, pequeño insensato, pensando que podrías amenazarme!
—¡No lo tengo!
—Abre la bolsa que llevas.
Me sacudió un presentimiento horrible. Mi mochila pesaba como una bala de cañón… No podía ser. Me descolgué la mochila y abrí la cremallera. Dentro había un cilindro de metal de medio metro, con pinchos a ambos lados, que zumbaba por la energía que contenía.
—Percy —dijo Annabeth—, ¿cómo…?
—N-no lo sé. No lo entiendo.
—Todos los héroes sois iguales —apostilló Hades—. Vuestro orgullo os vuelve necios… Mira que creer que podías traer semejante arma ante mí. No he pedido el rayo maestro de Zeus, pero, dado que está aquí, me lo entregarás. Estoy seguro de que se convertirá en una excelente herramienta de negociación. Y ahora… mi yelmo. ¿Dónde está?
Me había quedado sin habla. No tenía ningún yelmo. No tenía idea de cómo había acabado el rayo maestro en mi mochila. De alguna forma, Hades me la estaba jugando. Él era el malo. Pero de repente el mundo se había puesto patas arriba. Reparé en que estaban jugando conmigo. Zeus, Poseidón y Hades se enfrentaban entre sí, pero azuzados por alguien más. El rayo maestro estaba en la mochila, y la mochila me la había dado…
—Señor Hades, esperad —dije—. Todo esto es un error.
—¿Un error? —rugió.
Los esqueletos apuntaron sus armas. Desde lo alto se oyó un aleteo, y las tres Furias descendieron para posarse sobre el respaldo del trono de su amo. La que tenía cara de la señora Dodds me sonrió, ansiosa, e hizo restallar su látigo.
—No se trata de ningún error —prosiguió Hades—. Sé por qué has venido; conozco el verdadero motivo por el que has traído el rayo. Has venido a cambiarlo por ella.
De la mano de Hades surgió una bola de fuego. Explotó en los escalones frente a mí, y allí estaba mi madre, congelada en un resplandor dorado, como en el momento en que el Minotauro empezó a asfixiarla.
No podía hablar. Me acerqué para tocarla, pero la luz estaba tan caliente como una hoguera.
—Sí —dijo Hades con satisfacción—. Yo me la llevé. Sabía, Percy Jackson, que al final vendrías a negociar conmigo. Devuélveme mi casco y puede que la deje marchar. Ya sabes que no está muerta. Aún no. Pero si no me complaces, eso puede cambiar.
Pensé en las perlas en mi bolsillo. A lo mejor podrían sacarme de ésta. Si pudiera liberar a mi madre…
—Ah, las perlas —prosiguió Hades, y se me heló la sangre—. Sí, mi hermano y sus truquitos. Tráemelas, Percy Jackson.
Mi mano se movió en contra de mi voluntad y sacó las perlas.
—Sólo tres —comentó Hades—. Qué pena. ¿Te das cuenta de que cada perla sólo protege a una persona? Intenta llevarte a tu madre, pues, diosecillo. ¿A cuál de tus amigos dejarás atrás para pasar la eternidad conmigo? Venga, elige. O dame la mochila y acepta mis condiciones.
Miré a Annabeth y Grover. Sus rostros estaban sombríos.
—Nos han engañado —les dije—. Nos han tendido una trampa.
—Sí, pero ¿por qué? —preguntó Annabeth—. Y la voz del foso…
—Aún no lo sé —contesté—. Pero tengo intención de preguntarlo.
—¡Decídete, chico! —me apremió Hades.
—Percy —Grover me puso una mano en el hombro—, no puedes darle el rayo.
—Eso ya lo sé.
—Déjame aquí —dijo—. Usa la tercera perla para tu madre.
—¡No!
—Soy un sátiro —repuso Grover—. No tenemos almas como los humanos. Puede torturarme hasta que muera, pero no me tendrá para siempre. Me reencarnaré en una flor o en algo parecido. Es la mejor solución.
—No. —Annabeth sacó su cuchillo de bronce—. Id vosotros dos. Grover, tú debes proteger a Percy. Además, tienes que sacarte la licencia para buscar a Pan. Sacad a su madre de aquí. Yo os cubriré. Tengo intención de caer luchando.
—Ni hablar —respondió Grover—. Yo me quedo.
—Piénsatelo, pedazo de cabra —replicó Annabeth.
—¡Basta ya! —Me sentía como si me partieran en dos el corazón. Ambos me habían dado mucho. Recordé a Grover bombardeando a Medusa en el jardín de estatuas, y a Annabeth salvándonos de Cerbero; habíamos sobrevivido a la atracción de Waterland preparada por Hefesto, al arco de San Luis, al Casino Loto. Había pasado cientos de kilómetros preocupado por un amigo que me traicionaría, pero aquellos amigos jamás podrían hacerlo. No habían hecho otra cosa que salvarme, una y otra vez, y ahora querían sacrificar sus vidas por mi madre.
—Sé qué hacer —dije—. Tomad estas dos. —Les di una perla a cada uno.
—Pero Percy… —protestó Annabeth.
Me volví y miré a mi madre. Quería sacrificarme y usar con ella la última perla, pero ella jamás lo permitiría. Me diría que mi deber era devolver el rayo al Olimpo, contarle a Zeus la verdad y detener la guerra. Nunca me perdonaría si yo optaba por salvarla a ella. Pensé en la profecía que me habían hecho en la colina Mestiza, parecía haber transcurrido un millón de años: «Al final, no conseguirás salvar lo más importante».
—Lo siento —susurré—. Volveré. Encontraré un modo.
La mirada de suficiencia desapareció del rostro de Hades.
—¿Diosecillo…?
—Encontraré vuestro yelmo, tío —le dije—. Os lo devolveré. No os olvidéis de aumentarle el sueldo a Caronte.
—No me desafíes…
—Y tampoco pasaría nada si jugaras un poco con Cerbero de vez en cuando. Le gustan las pelotas de goma roja.
—Percy Jackson, no vas a…
—¡Ahora, chicos! —grité.
—¡Destruidlos! —exclamó Hades.
El ejército de esqueletos abrió fuego, los fragmentos de perlas explotaron a mis pies con un estallido de luz verde y una ráfaga de aire fresco. Quedé encerrado en una esfera lechosa que empezó a flotar por encima del suelo.
Annabeth y Grover estaban justo detrás de mí. Las lanzas y las balas emitían inofensivas chispas al rebotar contra las burbujas nacaradas mientras seguíamos elevándonos. Hades aullaba con una furia que sacudió la fortaleza entera, y supe que no sería una noche tranquila en Los Ángeles.
—¡Mira arriba! —gritó Grover—. ¡Vamos a chocar!
Nos acercábamos a toda velocidad hacia las estalactitas, que supuse pincharían nuestras pompas y nos ensartarían como brochetas.
—¿Cómo se controlan estas cosas? —preguntó Annabeth a voz en cuello.
—¡No creo que puedan controlarse! —me desgañité.
Gritamos a medida que las burbujas se estampaban contra el techo y… de pronto todo fue oscuridad.
¿Estábamos muertos?
No, aún tenía sensación de velocidad. Subíamos a través de la roca sólida con tanta facilidad como una burbuja en el agua. Caí en la cuenta de que ése era el poder de las perlas: «Lo que es del mar, siempre regresará al mar».
Por un instante no vi nada fuera de las suaves paredes de mi esfera, hasta que mi perla brotó en el fondo del mar. Las otras dos esferas lechosas, Annabeth y Grover, seguían mi ritmo mientras ascendíamos hacia la superficie. Y de pronto… estallaron al irrumpir en la superficie, en medio de la bahía de Santa Mónica, derribando a un surfero de su tabla, que exclamó indignado:
—¡Eh, tío!
Agarré a Grover y tiré de él hasta una boya de salvamento. Fui por Annabeth e hice lo propio. Un tiburón de más de tres metros daba vueltas alrededor, muerto de curiosidad.
—¡Largo! —le ordené.
El escualo se volvió y se marchó a todo trapo.
El surfero gritó no sé qué de unos hongos chungos y se largó, pataleando tan rápido como pudo.
De algún modo, sabía qué hora era: primera de la mañana del 21 de junio, el día del solsticio de verano.
En la distancia, Los Angeles estaba en llamas, columnas de humo se alzaban desde todos los barrios de la ciudad. Había habido un terremoto, y había sido culpa de Hades. Probablemente acababa de enviar a un ejército de muertos detrás de mí. Pero de momento el inframundo era el menor de mis problemas.
Tenía que llegar a la orilla. Tenía que devolverle el rayo maestro a Zeus en el Olimpo. Y sobre todo, tenía que mantener una conversación importante con el dios que me había engañado.