CAPÍTULO 18

Annabeth, escuela de adiestramiento para perros

Estábamos en las sombras del bulevar Valencia, mirando el rótulo de letras doradas sobre mármol negro: «ESTUDIOS DE GRABACIÓN EL OTRO BARRIO». Debajo, en las puertas de cristal, se leía: «abogados no, vagabundos no, vivos no».

Era casi medianoche, pero el recibidor estaba bien iluminado y lleno de gente. Tras el mostrador de seguridad había un guardia con gafas de sol, porra y aspecto de tío duro.

Me volví hacia mis amigos.

—Muy bien. ¿Recordáis el plan?

—¿El plan? —Grover tragó saliva—. Sí. Me encanta el plan.

—¿Qué pasa si el plan no funciona? —preguntó Annabeth.

—No pienses en negativo.

—Vale —dijo—. Vamos a meternos en la tierra de los muertos y no tengo que pensar en negativo.

Saqué las perlas de mi bolsillo, las tres que la nereida me había dado en Santa Mónica. Si algo iba mal, no parecían de mucha ayuda.

Annabeth me puso una mano en el hombro.

—Lo siento, Percy, los nervios me traicionan. Pero tienes razón, lo conseguiremos. Todo saldrá bien. —Y le dio un codazo a Grover.

—¡Oh, claro que sí! —dijo él, asintiendo con la cabeza—. Hemos llegado hasta aquí. Encontraremos el rayo maestro y salvaremos a tu madre. Ningún problema.

Los miré y me sentí agradecido. Sólo unos minutos antes, por poco habían muerto en unas lujosas camas de agua, y ahora intentaban hacerse los valientes por mí, para infundirme ánimos.

Me metí las perlas en el bolsillo.

—Vamos a repartir un poco de leña subterránea.

Entramos en la recepción de EOB.

Una música suave de ascensor salía de altavoces ocultos. La moqueta y las paredes eran gris acero. En las esquinas había cactos como manos esqueléticas. El mobiliario era de cuero negro, y todos los asientos estaban ocupados. Había gente sentada en los sofás, de pie, mirando por las ventanas o esperando el ascensor. Nadie se movía, ni hablaba ni hacía nada. Con el rabillo del ojo los veía a todos bien, pero si me centraba en alguno en particular, parecían transparentes. Veía a través de sus cuerpos.

El mostrador del guarda de seguridad era bastante alto, así que teníamos que mirarlo desde abajo.

Era un negro alto y elegante, de pelo teñido de rubio y cortado estilo militar. Llevaba gafas de sol de carey y un traje de seda italiana a juego con su pelo. También lucía una rosa negra en la solapa bajo una tarjeta de identificación. Intenté leer su nombre.

—¿Se llama Quirón? —dije, confundido.

Él se inclinó hacia delante desde el otro lado del mostrador. En sus gafas sólo vi mi reflejo, pero su sonrisa era dulce y fría, como la de una pitón justo antes de comerte.

—Mira qué preciosidad de muchacho tenemos aquí. —Tenía un acento extraño, británico quizá, pero también como si el inglés no fuera su lengua materna—. Dime, ¿te parezco un centauro?

—N-no.

—Señor —añadió con suavidad.

—Señor —repetí.

Agarró su tarjeta de identificación con dos dedos y pasó otro bajo las letras.

—¿Sabes leer esto, chaval? Pone C-a-r-o-n-t-e. Repite conmigo: Ca-ron-te.

—Caronte.

—¡Impresionante! Ahora di: señor Caronte.

—Señor Caronte.

—Muy bien. —Volvió a sentarse—. Detesto que me confundan con ese viejo jamelgo de Quirón. Y bien, ¿en qué puedo ayudaros, pequeños muertecitos?

La pregunta me golpeó en el estómago como un puño. Miré a Annabeth, vacilante.

—Queremos ir al inframundo —intervino ella.

Caronte emitió un silbido de asombro.

—Vaya, niña, eres toda una novedad.

—¿Sí? —repuso ella.

—Directa y al grano. Nada de gritos. Nada de «tiene que haber un error, señor Caronte». —Se nos quedó mirando—. ¿Y cómo habéis muerto, pues?

Le solté un codazo a Grover.

—Bueno… —respondió él—. Esto… ahogados… en la bañera.

—¿Los tres?

Asentimos.

—Menuda bañera. —Caronte parecía impresionado—. Supongo que no tendréis monedas para el viaje. Veréis, cuando se trata de adultos puedo cargarlo a una tarjeta de crédito, o añadir el precio del ferry a la factura del cable. Pero los niños… Vaya, es que nunca os morís preparados. Supongo que tendréis que esperar aquí sentados unos cuantos siglos.

—No, si tenemos monedas. —Puse tres dracmas de oro en el mostrador, parte de lo encontrado en el despacho de Crusty.

—Bueno, bueno… —Caronte se humedeció los labios—. Dracmas de verdad, de oro auténtico. Hace mucho que no veo una de éstas… —Sus dedos acariciaron codiciosos las monedas.

Entonces Caronte me miró fijamente y su frialdad pareció atravesarme el pecho.

—A ver —dijo—. No has podido leer mi nombre correctamente. ¿Eres disléxico, chaval?

—No —mentí—. Soy un muerto.

Caronte se inclinó hacia delante y olisqueó.

—No eres ningún muerto. Debería haberme dado cuenta. Eres un diosecillo.

—Tenemos que llegar al inframundo —insistí.

Caronte soltó un profundo rugido.

Todo el mundo en la sala de espera se levantó y empezó a pasearse con nerviosismo, a encender cigarrillos, mesarse el pelo o consultar los relojes.

—Marchaos mientras podáis —nos dijo Caronte—. Me quedaré las monedas y olvidaré que os he visto. —Hizo ademán de guardárselas, pero yo se las arrebaté.

—Sin servicio no hay propina. —Intenté parecer más valiente de lo que me sentía.

Caronte volvió a gruñir, esta vez un sonido profundo que helaba la sangre. Los espíritus de los muertos empezaron a aporrear las puertas del ascensor.

—Es una pena —suspiré—. Teníamos más que ofrecer.

Le enseñé la bolsa llena con las cosas de Crusty. Saqué un puñado de dracmas y dejé que las monedas se escurrieran entre mis dedos. El gruñido de Caronte se convirtió en una especie de ronroneo de león.

—¿Crees que puedes comprarme, criatura de los dioses? Oye… sólo por curiosidad, ¿cuánto tienes ahí?

—Mucho —contesté—. Apuesto a que Hades no le paga lo suficiente por un trabajo tan duro.

—Uf, si te contara… Pasar el día cuidando de estos espíritus no es nada agradable, te lo aseguro. Siempre están con «por favor, no dejes que muera», o «por favor, déjame cruzar gratis». Estoy harto. Hace tres mil años que no me aumentan el sueldo. ¿Y te parece que los trajes como éste salen baratos?

—Se merece algo mejor —coincidí—. Un poco de aprecio. Respeto. Buena paga.

A cada palabra, apilaba otra moneda de oro en el mostrador.

Caronte le echó un vistazo a su chaqueta de seda italiana, como si se imaginara vestido con algo mejor.

—Debo decir, chaval, que lo que dices tiene algo de sentido. Sólo un poco, ¿eh?

Apilé unas monedas más.

—Yo podría mencionarle a Hades que usted necesita un aumento de sueldo…

Suspiró.

—De acuerdo. El barco está casi lleno, pero intentaré meteros con calzador, ¿vale? —Se puso en pie, recogió las monedas y dijo—: Seguidme.

Se abrió paso entre la multitud de espíritus a la espera, que intentaron colgarse de nosotros mientras susurraban con voces lastimeras.

Caronte los apartaba de su camino murmurando: «Largo de aquí, gorrones».

Nos escoltó hasta el ascensor, que ya estaba lleno de almas de muerto, cada una con una tarjeta de embarque verde.

Caronte agarró a dos espíritus que intentaban meterse con nosotros y los devolvió a la recepción.

—Vale. Escuchad: que a nadie se le ocurra pasarse de listo en mi ausencia —anunció a la sala de espera—. Y si alguno vuelve a tocar el dial de mi micrófono, me aseguraré de que paséis aquí mil años más. ¿Entendido?

Cerró las puertas. Metió una tarjeta magnética en una ranura del ascensor y empezamos a descender.

—¿Qué les pasa a los espíritus que esperan? —preguntó Annabeth.

—Nada —repuso Caronte.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Para siempre, o hasta que me siento generoso.

—Vaya —dijo Annabeth—. Eso no parece… justo.

Caronte arqueó una ceja.

—¿Quién ha dicho que la muerte sea justa, niña? Espera a que llegue tu turno. Yendo a donde vas, morirás pronto.

—Saldremos vivos —respondí.

—Ja.

De repente sentí un mareo. No bajábamos, sino que íbamos hacia delante. El aire se tornó neblinoso. Los espíritus que nos rodeaban empezaron a cambiar de forma. Sus prendas modernas se desvanecieron y se convirtieron en hábitos grises con capucha. El suelo del ascensor empezó a bambolearse.

Cerré los ojos con fuerza. Cuando los abrí, el traje de Caronte se había convertido en un largo hábito negro, y tampoco llevaba las gafas de carey. Donde tendría que haber habido ojos sólo había cuencas vacías; como las de Ares pero totalmente oscuras, llenas de noche, muerte y desesperación.

Advirtió que lo miraba y preguntó:

—¿Qué pasa?

—No, nada —conseguí decir.

Pensé que estaba sonriendo, pero no era eso. La carne de su rostro se estaba volviendo transparente, y podía verle el cráneo.

El suelo seguía bamboleándose.

—Me parece que me estoy mareando —dijo Grover.

Cuando volví a cerrar los ojos, el ascensor ya no era un ascensor. Estábamos encima de una barcaza de madera. Caronte empujaba una pértiga a través de un río oscuro y aceitoso en el que flotaban huesos, peces muertos y otras cosas más extrañas: muñecas de plástico, claveles aplastados, diplomas de bordes dorados empapados.

—El río Estigio —murmuró Annabeth—. Está tan…

—Contaminado —la ayudó Caronte—. Durante miles de años, vosotros los humanos habéis ido tirando de todo mientras lo cruzabais: esperanzas, sueños, deseos que jamás se hicieron realidad. Gestión de residuos irresponsable, si vamos a eso.

La niebla se enroscó sobre la mugrienta agua. Por encima de nosotros, casi perdido en la penumbra, había un techo de estalactitas. Más adelante, la otra orilla brillaba con una luz verdosa, del color del veneno.

El pánico se apoderó de mi garganta. ¿Qué estaba haciendo allí? Toda aquella gente alrededor… estaba muerta.

Annabeth me agarró de la mano. En circunstancias normales, me habría dado vergüenza, pero entendía cómo se sentía. Quería asegurarse de que alguien más estaba vivo en el barco.

Me descubrí murmurando una oración, aunque no estaba muy seguro de a quién se la rezaba. Allí abajo, sólo un dios importaba, y era el mismo al que había ido a enfrentarme.

La orilla del inframundo apareció ante nuestra vista. Unos cien metros de rocas escarpadas y arena volcánica negra llegaban hasta la base de un elevado muro de piedra, que se extendía a cada lado hasta donde se perdía la vista. Llegó un sonido de alguna parte cercana, en la penumbra verde, y reverberó en las rocas: el gruñido de un animal de gran tamaño.

—El viejo Tres Caras está hambriento —comentó Caronte. Su sonrisa se volvió esquelética a la luz verde—. Mala suerte, diosecillos.

La quilla de la barcaza se posó sobre la arena negra. Los muertos empezaron a desembarcar. Una mujer llevaba a una niña pequeña de la mano. Un anciano y una anciana cojeaban agarrados del brazo. Un chico, no mayor que yo, arrastraba los pies en su hábito gris.

—Te desearía suerte, chaval —dijo Caronte—, pero es que ahí abajo no hay ninguna. Pero oye, no te olvides de comentar lo de mi aumento.

Contó nuestras monedas de oro en su bolsa y volvió a agarrar la pértiga. Entonó algo que parecía una canción de Barry Manilow mientras conducía la barcaza vacía de vuelta al otro lado.

Seguimos a los espíritus por el gastado camino.

No estoy muy seguro de qué esperaba encontrar: puertas nacaradas, una reja negra enorme o algo así. La verdad es que la entrada a aquel mundo subterráneo parecía un cruce entre la seguridad del aeropuerto y la autopista de Nueva Jersey.

Había tres entradas distintas bajo un enorme arco negro en el que se leía: «está entrando en erebo». Cada entrada tenía un detector de metales con cámaras de seguridad encima. Detrás había cabinas de aduanas ocupadas por fantasmas vestidos de negro como Caronte.

El rugido del animal hambriento se oía muy alto, pero no vi de dónde procedía. El perro de tres cabezas, Cerbero, que supuestamente guardaba la puerta del Hades, no estaba por ninguna parte.

Los muertos hacían tres filas, dos señaladas como «EN SERVICIO», y otra en la que ponía: «MUERTE RÁPIDA». La fila de muerte rápida se movía velozmente. Las otras dos iban como tortugas.

—¿Qué te parece? —le pregunté a Annabeth.

—La cola rápida debe de ir directamente a los Campos de Asfódelos —dijo—. No quieren arriesgarse al juicio del tribunal, porque podrían salir mal parados.

—¿Hay un tribunal para los muertos?

—Sí. Tres jueces. Se turnan los puestos. El rey Minos, Thomas Jefferson, Shakespeare; gente de esa clase. A veces estudian una vida y deciden que esa persona merece una recompensa especial: los Campos Elíseos. En otras ocasiones deciden que merecen un castigo. Pero la mayoría… en fin, sencillamente vivieron, son historia. Ya sabes, nada especial, ni bueno ni malo. Así que van a parar a los Campos de Asfódelos.

—¿A hacer qué?

—Imagínate estar en un campo de trigo de Kansas para siempre —contestó Grover.

—Qué agobio —respondí.

—Tampoco es para tanto —murmuró Grover—. Mira. —Un par de fantasmas con hábitos negros habían apartado a un espíritu y lo empujaban hacia el mostrador de seguridad. El rostro del difunto me resultaba vagamente familiar—. Es el predicador de la tele, ¿te acuerdas?

—Anda, sí. —Ya me acordaba. Lo había visto en la televisión un par de veces, en el dormitorio de la academia Yancy. Era un telepredicador pelmazo que había recaudado millones de dólares para orfanatos y después lo habían sorprendido gastándose el dinero en cosas como una mansión con grifos de oro y un minigolf de interior. Durante una persecución policial su Lamborghini se había despeñado por un acantilado.

—Castigo especial de Hades —supuso Grover—. La gente mala, mala de verdad, recibe una atención personal en cuanto llegan. Las Fur… Las Benévolas prepararán una tortura eterna para él.

Pensar en las Furias me hizo estremecer. De pronto caí en la cuenta de que en aquel momento me hallaba en su territorio. La buena de la señora Dodds estaría relamiéndose de la emoción.

—Pero si es predicador y cree en un infierno diferente… —objeté.

Grover se encogió de hombros.

—¿Quién dice que esté viendo este lugar como lo vemos tú y yo? Los humanos ven lo que quieren ver. Sois muy cabezotas… quiero decir, persistentes.

Nos acercamos a las puertas. Los alaridos se oían tan alto que hacían vibrar el suelo bajo mis pies, aunque seguía sin localizar el lugar del que procedían.

Entonces, a unos quince metros delante, la niebla verde resplandeció. Justo donde el camino se separaba en tres había un enorme monstruo envuelto en sombras. No lo había visto antes porque era semitransparente, como los muertos. Si estaba quieto se confundía con cualquier cosa que tuviera detrás. Sólo los ojos y los dientes parecían sólidos. Y estaba mirándome.

Casi se me desencajó la mandíbula. Lo único que se me ocurrió decir fue:

—Es un rottweiler.

Siempre me había imaginado a Cerbero como un enorme mastín negro. Pero evidentemente era un rottweiler de pura raza, salvo por el pequeño detalle de que también era el doble de grande que un mamut, casi del todo invisible, y tenía tres cabezas.

Los muertos caminaban directamente hacia él: no tenían miedo. Las filas en servicio se apartaban de él cada una a un lado. Los espíritus camino de muerte rápida pasaban justo entre sus patas delanteras y bajo su estómago, cosa que hacían sin necesidad de agacharse.

—Ya lo veo mejor —murmuré—. ¿Por qué pasa eso?

—Creo… —Annabeth se humedeció los labios—. Me temo que es porque nos encontramos más cerca de estar muertos.

La cabeza central del perro se alargó hacia nosotros. Olisqueó el aire y gruñó.

—Huele a los vivos —dije.

—Pero no pasa nada —contestó Grover, temblando a mi lado—. Porque tenemos un plan.

—Ya —musitó Annabeth—. Eso, un plan.

Nos acercamos al monstruo. La cabeza del medio nos gruñó y luego ladró con tanta fuerza que me hizo parpadear.

—¿Lo entiendes? —le pregunté a Grover.

—Sí lo entiendo, sí. Vaya si lo entiendo.

—¿Qué dice?

—No creo que los humanos tengan una palabra que lo exprese exactamente.

Saqué un palo de mi mochila: el poste que había arrancado de la cama de Crusty modelo safari. Lo sostuve en alto, intentando canalizar hacia Cerbero pensamientos perrunos felices: anuncios de exquisiteces para perro, huesos de juguete, piensos apetitosos. Traté de sonreír, como si no estuviera a punto de morir.

—Ey, grandullón —lo llamé—. Seguro que no juegan mucho contigo.

—¡GRRRRRRRRR!

—Buen perro —contesté débilmente.

Moví el palo. Su cabeza central siguió el movimiento y las otras dos concentraron sus ojos en mí, olvidando a los espíritus. Toda su atención se hallaba puesta en mí. No estaba muy seguro de que fuera algo bueno.

—¡Agárralo! —Lancé el palo a la oscuridad, un buen lanzamiento. Oí el chapoteo en el río Estigio.

Cerbero me dedicó una mirada furibunda, no demasiado impresionado. Tenía unos ojos temibles y fríos.

Bien por el plan.

Cerbero emitió un nuevo tipo de gruñido, más profundo, multiplicado por tres.

—Esto… —musitó Grover—. ¿Percy?

—¿Sí?

—Creo que te interesará saberlo.

—¿El qué?

—Cerbero dice que tenemos diez segundos para rezar al dios de nuestra elección. Después de eso… bueno… el pobre tiene hambre.

—¡Esperad! —dijo Annabeth, y empezó a hurgar en su bolsa.

«Oh-oh», pensé.

—Cinco segundos —informó Grover—. ¿Corremos ya?

Annabeth sacó una pelota de goma roja del tamaño de un pomelo. En ella ponía: «waterland, denver, co». Antes de que pudiera detenerla, levantó la pelota y se encaminó directamente hacia Cerbero.

—¿Ves la pelotita? —le gritó—. ¿Quieres la pelotita, Cerbero? ¡Siéntate!

Cerbero parecía tan impresionado como nosotros.

Inclinó de lado las tres cabezas. Se le dilataron las seis narinas.

—¡Siéntate! —volvió a ordenarle Annabeth.

Estaba convencido de que en cualquier momento se convertiría en la galleta de perro más grande del mundo.

En cambio, Cerbero se relamió los tres pares de labios, desplazó el peso a los cuartos traseros y se sentó, aplastando al instante una docena de espíritus que pasaban debajo de él en la fila de muerte rápida. Los espíritus emitieron silbidos amortiguados, como una rueda pinchada.

—¡Perrito bueno! —dijo Annabeth, y le tiró la pelota.

Él la cazó al vuelo con las fauces del medio. Apenas era lo bastante grande para mordisquearla siquiera, y las otras dos cabezas empezaron a lanzar mordiscos hacia el centro, intentando hacerse con el nuevo juguete.

—¡Suéltala! —le ordenó Annabeth.

Las cabezas de Cerbero dejaron de enredar y se quedaron mirándola. Tenía la pelota enganchada entre dos dientes, como un trocito de chicle. Profirió un lamento alto y horripilante y dejó caer la pelota, ahora toda llena de babas y mordida casi por la mitad, a los pies de Annabeth.

—Muy bien. —Recogió la bola, haciendo caso omiso de las babas del monstruo. Luego se volvió hacia nosotros y dijo—: Id ahora. La fila de muerte rápida es la más rápida.

—Pero… —dije.

—¡Ahora! —ordenó, con el mismo tono que usaba para el perro.

Grover y yo avanzamos poco a poco y con cautela.

Cerbero empezó a gruñir.

—¡Quieto! —ordenó Annabeth al monstruo—. ¡Si quieres la pelotita, quieto!

Cerbero gañó, pero permaneció inmóvil.

—¿Qué pasará contigo? —le pregunté a Annabeth cuando cruzamos a su lado.

—Sé lo que estoy haciendo, Percy —murmuró—. Por lo menos, estoy bastante segura…

Grover y yo pasamos entre las patas del monstruo.

«Por favor, Annabeth —recé en silencio—. No le pidas que vuelva a sentarse».

Conseguimos cruzar. Cerbero no daba menos miedo visto por detrás.

—¡Perrito bueno! —le dijo Annabeth.

Agarró la pelota roja machacada, y probablemente llegó a la misma conclusión que yo: si recompensaba a Cerbero, no le quedaría nada para hacer otro jueguecito. Aun así, se la lanzó y la boca izquierda del monstruo la atrapó al vuelo, pero fue atacada al instante por la del medio mientras la derecha gañía en señal de protesta.

Así distraído el monstruo, Annabeth pasó con presteza bajo su vientre y se unió a nosotros en el detector de metales.

—¿Cómo has hecho eso? —le pregunté alucinado.

—Escuela de adiestramiento para perros —respondió sin aliento, y me sorprendió verla hacer un puchero—. Cuando era pequeña, en casa de mi padre teníamos un doberman…

—Eso ahora no importa —interrumpió Grover, tirándome de la camisa—. ¡Vamos!

Nos disponíamos a adelantar la fila a todo gas cuando Cerbero gimió lastimeramente por las tres bocas. Annabeth se detuvo y se volvió para mirar al perro, que se había girado hacia nosotros. Cerbero jadeaba expectante, con la pelotita roja hecha pedazos en un charco de baba a sus pies.

—Perrito bueno —le dijo Annabeth con voz de pena.

Las cabezas del monstruo se ladearon, como preocupado por ella.

—Pronto te traeré otra pelota —le prometió Annabeth—. ¿Te gustaría?

El monstruo aulló. No necesité entender su idioma para saber que Cerbero se quedaría esperando la pelota.

—Perro bueno. Vendré a verte pronto. Te… te lo prometo. —Annabeth se volvió hacia nosotros—. Vamos.

Grover y yo cruzamos el detector de metales, que de inmediato accionó la alarma y un dispositivo de luces rojas.

«¡Posesiones no autorizadas! ¡Detectada magia!».

Cerbero empezó a ladrar.

Nos lanzamos a través de la puerta de muerte rápida, que disparó aún más alarmas, y corrimos hacia el inframundo.

Unos minutos después estábamos ocultos, jadeantes, en el tronco podrido de un enorme árbol negro, mientras los fantasmas de seguridad pasaban frente a nosotros y pedían refuerzos a las Furias.

—Bueno, Percy —murmuró Grover—, ¿qué hemos aprendido hoy?

—¿Que los perros de tres cabezas prefieren las pelotas rojas de goma a los palos?

—No —contestó Grover—. Hemos aprendido que tus planes son perros, ¡perros de verdad!

Yo no estaba tan seguro. Creía que Annabeth y yo habíamos tenido una buena idea. Incluso en ese mundo subterráneo, todos, incluidos los monstruos, necesitaban un poco de atención de vez en cuando.

Pensé en ello mientras esperaba a que los demonios pasaran. Fingí no darme cuenta de que Annabeth se enjugaba una lágrima de la mejilla mientras escuchaba el lastimero aullido de Cerbero en la distancia, que echaba de menos a su nueva amiga.