CAPÍTULO 5

Juego al pinacle con un caballo

Tuve sueños rarísimos, llenos de animales de granja. La mayoría de ellos quería matarme; el resto quería comida.

Debí de despertarme varias veces, pero lo que oía y veía no tenía ningún sentido, así que volvía a quedarme grogui. Me recuerdo descansando en una cama suave, alguien dándome cucharadas de algo que sabía a palomitas de maíz con mantequilla pero que era pudin. La chica de cabello rizado y rubio sonreía cuando me enjugaba los restos de la barbilla.

—¿Qué va a pasar en el solsticio de verano? —me preguntó al verme con los ojos abiertos.

—¿Qué? —mascullé.

Miró alrededor, como si temiera que alguien la oyera.

—¿Qué está pasando? ¿Qué es lo que han robado? ¡Sólo tenemos unas semanas!

—Lo siento —murmuré—, no sé…

Alguien llamó a la puerta, y la chica me llenó la boca rápidamente de pudin.

La siguiente vez que desperté, la chica se había ido.

Un tipo rubio y fornido, con aspecto de surfero, estaba de pie en una esquina de la habitación, vigilándome. Tenía ojos azules —por lo menos una docena de ellos— en las mejillas, en la frente y en el dorso de las manos.

Cuando por fin recobré la conciencia plenamente, no había nada raro alrededor, salvo que era más bonito de lo normal. Estaba sentado en una tumbona en un espacioso porche, contemplando un prado de verdes colinas. La brisa olía a fresas. Tenía una manta encima de las piernas y una almohada detrás de la cabeza. Todo aquello estaba muy bien, pero sentía la boca como si un escorpión hubiera anidado en ella. Tenía la lengua seca y estropajosa y me dolían los dientes.

En la mesa a mi lado había una bebida en un vaso alto. Parecía zumo de manzana helado, con una pajita verde y una sombrillita de papel pinchada en una guinda. Tenía la mano tan débil que el vaso casi se me cae cuando por fin conseguí rodearlo con los dedos.

—Cuidado —dijo una voz familiar.

Grover estaba recostado contra la barandilla del porche, con aspecto de no haber dormido en una semana. Debajo del brazo llevaba una caja de zapatos. Vestía vaqueros, zapatillas altas Converse y una camiseta naranja con la leyenda «CAMPAMENTO MESTIZO». El Grover de siempre, no el chico cabra.

Así que quizá había tenido una pesadilla. Igual mi madre estaba sana y salva. Tal vez seguíamos de vacaciones y habíamos parado en esa gran casa por algún motivo. Y…

—Me has salvado la vida —dijo Grover—. Y yo… bueno, lo mínimo que podía hacer era… volver a la colina y recoger esto. Pensé que querrías conservarlo.

Dejó la caja de zapatos en mi regazo con gran reverencia.

Contenía un cuerno de toro blanquinegro, astillado por la base, donde se había partido. La punta estaba manchada de sangre reseca. No había sido una pesadilla.

—El Minotauro… —dije, recordando.

—No pronuncies su nombre, Percy…

—Así es como lo llaman en los mitos griegos, ¿verdad? El Minotauro. Mitad hombre, mitad toro.

Grover se removió incómodo.

—Has estado inconsciente dos días. ¿Qué recuerdas?

—Dime qué sabes de mi madre. ¿De verdad ella ha…?

Bajó la cabeza.

Yo volví a contemplar el prado. Había arboledas, un arroyo serpenteante y hectáreas de campos de fresas que se extendían bajo el cielo azul. El valle estaba rodeado de colinas ondulantes, la más alta de las cuales, justo enfrente de nosotros, era la que tenía el enorme pino en la cumbre. Incluso aquello era bonito a la luz del día.

Pero mi madre se había ido y el mundo entero tendría que ser negro y frío. Nada debería resultarme bonito.

—Lo siento —sollozó Grover—. Soy un fracaso. Soy… soy el peor sátiro del mundo.

Gimió y pateó tan fuerte el suelo que se le salió el pie, bueno, la zapatilla Converse: el interior estaba relleno de polispán, salvo el hueco para la pezuña.

—¡Oh, Estigio! —rezongó.

Un trueno retumbó en el cielo despejado.

Mientras pugnaba por meter su pezuña en el pie falso pensé: «Bueno, esto lo aclara todo». Grover era un sátiro. Si le afeitaba el pelo rizado, seguramente encontraría cuernecitos en su cabeza. Pero estaba demasiado triste para que me importara la existencia de sátiros, o incluso de minotauros. Todo aquello sólo significaba que mi madre había sido realmente reducida a la nada, que se había disuelto en aquel resplandor dorado.

Estaba solo. Me había quedado completamente huérfano. Tendría que vivir con… ¿Gabe el Apestoso? No, eso nunca. Antes viviría en las calles, o fingiría tener diecisiete años para alistarme en el ejército.

Haría algo, cualquier cosa.

Grover seguía sollozando. El pobre chico —o pobre cabra, sátiro, lo que fuera— parecía estar esperando un castigo.

—No ha sido culpa tuya —le dije.

—Sí, sí que lo ha sido. Se suponía que yo tenía que protegerte.

—¿Te pidió mi madre que me protegieras?

—No, pero es mi trabajo. Soy un guardián. Al menos… lo era.

—Pero ¿por qué…? —De repente me sentí mareado, la vista se me nubló.

—No te esfuerces más de la cuenta. Toma.

Me ayudó a sostener el vaso y me puso la pajita en la boca.

Su sabor me sorprendió, porque esperaba zumo de manzana. No lo era. Sabía a galletas con trocitos de chocolate, galletas líquidas. Y no cualquier galleta, sino las que mi madre preparaba en casa, con sabor a mantequilla y calientes, con los trocitos de chocolate derritiéndose. Al bebérmelo, sentí un calor intenso y una recarga de energía en todo el cuerpo. No desapareció la pena, pero me sentí como si mi madre acabara de acariciarme la mejilla y darme una galleta como hacía cuando era pequeño, como si acabara de decirme que todo iba a salir bien.

Antes de darme cuenta había vaciado el vaso. Lo miré fijamente, convencido de que había tomado una bebida caliente, pero los cubitos de hielo ni siquiera se habían derretido.

—¿Estaba bueno? —preguntó Grover.

Asentí.

—¿A qué sabía? —Sonó tan compungido que me sentí culpable.

—Perdona —le contesté—. Debí dejar que lo probaras.

—¡No! No quería decir eso. Sólo… sólo era curiosidad.

—Galletas de chocolate. Las de mamá. Hechas en casa.

Suspiró.

—¿Y cómo te sientes?

—Podría arrojar a Nancy Bobofit a cien metros de distancia.

—Eso está muy bien —dijo—. Pero no debes arriesgarte a beber más.

—¿Qué quieres decir?

Me retiró el vaso con cuidado, como si fuera dinamita, y lo dejó de nuevo en la mesa.

—Vamos. Quirón y el señor D están esperándote.

La galería del porche rodeaba toda aquella casa, llamada Casa Grande.

Al recorrer una distancia tan larga, las piernas me flaquearon. Grover se ofreció a transportar la caja con el cuerno del Minotauro, pero yo me empeñé en llevarla. Aquel recuerdo me había salido caro. No iba a desprenderme de él tan fácilmente.

Cuando giramos en la esquina de la casa, inspiré hondo.

Debíamos de estar en la orilla norte de Long Island, porque a ese lado de la casa el valle se fundía con el agua, que destellaba a lo largo de la costa. Lo que vi me sorprendió sobremanera. El paisaje estaba moteado de edificios que parecían arquitectura griega antigua —un pabellón al aire libre, un anfiteatro, un ruedo de arena—, pero con aspecto de recién construidos, con las columnas de mármol blanco relucientes al sol. En una pista de arena cercana había una docena de chicos y sátiros jugando al voleibol. Más allá, unas canoas se deslizaban por un lago cercano. Había niños vestidos con camisetas naranja como la de Grover, persiguiéndose unos a otros alrededor de un grupo de cabañas entre los árboles. Algunos disparaban con arco a unas dianas. Otros montaban a caballo por un sendero boscoso y, a menos que estuviera alucinando, algunas monturas tenían alas.

Al final del porche había dos hombres sentados a una mesa jugando a las cartas. La chica rubia que me había alimentado con el pudin sabor a palomitas estaba recostada en la balaustrada, detrás de ellos.

El hombre que estaba de cara a mí era pequeño pero gordo. De nariz enrojecida y ojos acuosos, su pelo rizado era negro azabache. Me recordó a uno de esos cuadros de ángeles bebé… ¿cómo se llaman? ¿Parvulines? No, querubines. Eso es. Parecía un querubín llegado a la mediana edad en un camping de caravanas. Vestía una camisa hawaiana con estampado atigrado, y habría encajado perfectamente en una de las partidas de póquer de Gabe, salvo que me daba la sensación de que aquel tipo habría desplumado incluso a mi padrastro.

—Ése es el señor D —me susurró Grover—, el director del campamento. Sé cortés. La chica es Annabeth Chase; sólo es campista, pero lleva más tiempo aquí que ningún otro. Y ya conoces a Quirón. —Me señaló al jugador que estaba de espaldas a mí.

Reparé en que iba en silla de ruedas y luego reconocí la chaqueta de tweed, el pelo castaño y ralo, la barba espesa…

—¡Señor Brunner! —exclamé.

El profesor de latín se volvió y me sonrió. Sus ojos tenían el brillo travieso que le aparecía a veces en clase, cuando hacía una prueba sorpresa y todas las respuestas coincidían con la opción B.

—Ah, Percy, qué bien —dijo—. Ya somos cuatro para el pinacle.

Me ofreció una silla a la derecha del señor D, que me miró con los ojos inyectados en sangre y soltó un resoplido.

—Bueno, supongo que tendré que decirlo: bienvenido al Campamento Mestizo. Ya está. Ahora no esperes que me alegre de verte.

—Vaya, gracias. —Me aparté un poco de él, porque si algo había aprendido de vivir con Gabe era a distinguir cuándo un adulto había empinado el codo. Si el señor D no era amigo de la botella, yo era un sátiro.

—¿Annabeth? —llamó el señor Brunner a la chica rubia, y nos presentó—. Annabeth cuidó de ti mientras estabas enfermo, Percy. Annabeth, querida, ¿por qué no vas a ver si está lista la litera de Percy? De momento lo pondremos en la cabaña once.

—Claro, Quirón —contestó ella.

Aparentaba mi edad, medio palmo más alta, y desde luego su aspecto era mucho más atlético. Tan morena y con el pelo rizado y rubio, era casi exactamente lo que yo consideraba la típica chica californiana. Pero sus ojos deslucían un poco la imagen: eran de un gris tormenta; bonitos, pero también intimidatorios, como si estuviera analizando la mejor manera de tumbarte en una pelea.

Echó un vistazo a mi cuerno de minotauro y me miró a los ojos. Supuse que iba a decir algo como: «¡Vaya, has matado un minotauro!», o «¡Uau, eres un fenómeno!». Pero sólo dijo:

—Cuando duermes babeas.

Y salió corriendo hacia el campo, con el pelo suelto ondeando a su espalda.

—Bueno —comenté para cambiar de tema—, ¿trabaja aquí, señor Brunner?

—No soy el señor Brunner —dijo el exseñor Brunner—. Mucho me temo que no era más que un seudónimo. Puedes llamarme Quirón.

—Vale. —Perplejo, miré al director—. ¿Y el señor D…? ¿La D significa algo?

El señor D dejó de barajar los naipes y me miró como si yo acabara de decir una grosería.

—Jovencito, los nombres son poderosos. No se va por ahí usándolos sin motivo.

—Ah, ya. Perdón.

—Debo decir, Percy —intervino Quirón-Brunner—, que me alegro de verte sano y salvo. Hacía mucho tiempo que no hacía una visita a domicilio a un campista potencial. Detestaba la idea de haber perdido el tiempo.

—¿Visita a domicilio?

—Mi año en la academia Yancy, para instruirte. Obviamente tenemos sátiros en la mayoría de las escuelas, para estar alerta, pero Grover me avisó en cuanto te conoció. Presentía que en ti había algo especial, así que decidí subir al norte. Convencí al otro profesor de latín de que… bueno, de que pidiera una baja.

Intenté recordar el principio del curso. Parecía haber pasado tanto… pero sí, tenía un recuerdo vago de otro profesor de latín durante mi primera semana en Yancy. Había desaparecido sin explicación alguna y en su lugar llegó el señor Brunner.

—¿Fue a Yancy sólo para enseñarme a mí? —pregunté.

Quirón asintió.

—Francamente, al principio no estaba muy seguro de ti. Nos pusimos en contacto con tu madre, le hicimos saber que estábamos vigilándote por si te mostrabas preparado para el Campamento Mestizo. Pero todavía te quedaba mucho por aprender. No obstante, has llegado aquí vivo, y ésa es siempre la primera prueba a superar.

—Grover —dijo el señor D con impaciencia—, ¿vas a jugar o no?

—¡Sí, señor! —Grover tembló al sentarse a la mesa, aunque no sé qué veía de tan temible en un hombrecillo regordete con una camisa de tela atigrada.

—Supongo que sabes jugar al pinacle. —El señor D me observó con recelo.

—Me temo que no —respondí.

—Me temo que no, señor —puntualizó él.

—Señor —repetí. Cada vez me gustaba menos el director del campamento.

—Bueno —me dijo—, junto con la lucha de gladiadores y el Comecocos, es uno de los mejores pasatiempos inventados por los humanos. Todos los jóvenes civilizados deberían saber jugarlo.

—Estoy seguro de que el chico aprenderá —intervino Quirón.

—Por favor —dije—, ¿qué es este lugar? ¿Qué estoy haciendo aquí? Señor Brun… Quirón, ¿por qué fue a la academia Yancy sólo para enseñarme?

El señor D resopló y dijo:

—Yo hice la misma pregunta.

El director del campamento repartía. Grover se estremecía cada vez que recibía una carta.

Como hacía en la clase de latín, Quirón me sonrió con aire comprensivo, como dándome a entender que no importaba mi nota media, pues yo era su estudiante estrella. Esperaba de mí la respuesta correcta.

—Percy, ¿es que tu madre no te contó nada? —preguntó.

—Dijo que… —Recordé sus ojos tristes al mirar el mar—. Me dijo que le daba miedo enviarme aquí, aunque mi padre quería que lo hiciera. Dijo que en cuanto estuviera aquí, probablemente no podría marcharme. Quería tenerme cerca.

—Lo típico —intervino el señor D—. Así es como los matan. Jovencito, ¿vas a apostar o no?

—¿Qué? —pregunté.

Me explicó, con impaciencia, cómo se apostaba en el pinacle, y eso hice.

—Me temo que hay demasiado que contar —repuso Quirón—. Diría que nuestra película de orientación habitual no será suficiente.

—¿Película de orientación? —pregunté.

—Olvídalo —dijo Quirón—. Bueno, Percy, sabes que tu amigo Grover es un sátiro y también sabes —señaló el cuerno en la caja de zapatos— que has matado al Minotauro. Y ésa no es una gesta menor, muchacho. Lo que puede que no sepas es que grandes poderes actúan en tu vida. Los dioses, las fuerzas que tú llamas dioses griegos, están vivitos y coleando.

Miré a los demás.

Esperaba que alguien exclamara: «¡Se equivoca, eso es imposible!». Pero la única exclamación provino del señor D:

—¡Ah, matrimonio real! ¡Mano! ¡Mano! —Y rió mientras se apuntaba los puntos.

—Señor D —preguntó Grover tímidamente—, si no se la va a comer, ¿puedo quedarme su lata de Coca-Cola light?

—¿Eh? Ah, vale.

Grover dio un buen mordisco a la lata vacía de aluminio y la masticó lastimeramente.

—Espere —le dije a Quirón—. ¿Me está diciendo que existe un ser llamado Dios?

—Bueno, veamos —repuso Quirón—. Dios, con D mayúscula, Dios… En fin, eso es otra cuestión. No vamos a entrar en lo metafísico.

—¿Lo metafísico? Pero si acaba de decir que…

—He dicho dioses, en plural. Me refería a seres extraordinarios que controlan las fuerzas de la naturaleza y los comportamientos humanos: los dioses inmortales del Olimpo. Es una cuestión menor.

—¿Menor?

—Sí, bastante. Los dioses de los que hablábamos en la clase de latín.

—Zeus —dije—, Hera, Apolo… ¿Se refiere a ésos?

Y allí estaba otra vez: un trueno lejano en un día sin nubes.

—Jovencito —intervino el señor D—, yo de ti me plantearía en serio dejar de decir esos nombres tan a la ligera.

—Pero son historias —dije—. Mitos… para explicar los rayos, las estaciones y esas cosas. Son lo que la gente pensaba antes de que llegara la ciencia.

—¡La ciencia! —se burló el señor D—. Y dime, Perseus Jackson —me estremecí al oír mi auténtico nombre, que jamás daba a nadie—, ¿qué pensará la gente de tu «ciencia» dentro de dos mil años? Pues la llamarán paparruchas primitivas. Así la llamarán. Oh, adoro a los mortales: no tienen ningún sentido de la perspectiva. Creen que han llegado taaaaaan lejos. ¿Es cierto o no, Quirón? Mira a este chico y dímelo.

El señor D no me caía del todo mal, pero hubo algo en la manera en que me llamó mortal, como si… él no lo fuera. Fue suficiente para hacerme cerrar la boca, para saber por qué Grover se concentraba con tanto ahínco en sus cartas, masticando su lata de refrescos y no diciendo ni pío.

—Percy —dijo Quirón—, puedes creértelo o no, pero lo cierto es que inmortal significa precisamente eso, inmortal. ¿Puedes imaginar lo que significa no morir nunca? ¿No desvanecerte jamás? ¿Existir, como eres, para toda la eternidad?

Iba a responder que sonaba muy bien, pero el tono de Quirón me hizo vacilar.

—¿Quiere decir independientemente de que la gente crea en uno? —inquirí.

—Así es —asintió Quirón—. Si fueras un dios, ¿qué te parecería que te llamaran mito, una vieja historia para explicar el rayo? ¿Y si yo te dijera, Perseus Jackson, que algún día te considerarán un mito sólo creado para explicar cómo los niños superan la muerte de sus madres?

Me dio un vuelco el corazón. Por algún motivo, intentaba que me enfadara, pero no iba a darle la satisfacción.

—No me gustaría. Pero yo no creo en los dioses —respondí.

—Pues más te vale que empieces a creer —murmuró el señor D—. Antes de que alguno te calcine.

—P… por favor, señor —intervino Grover—. Acaba de perder a su madre. Aún sigue conmocionado.

—Menuda suerte la mía —gruñó el señor D mientras jugaba una carta—. Ya es bastante malo estar confinado en este triste empleo, ¡para encima tener que trabajar con chicos que ni siquiera creen!

Hizo un ademán con la mano y apareció una copa en la mesa, como si la luz del sol hubiera convertido un poco de aire en cristal. La copa se llenó sola de vino tinto.

Me quedé boquiabierto, pero Quirón apenas levantó la vista.

—Señor D, sus restricciones —le recordó.

El señor D miró el vino y fingió sorpresa.

—Madre mía. —Elevó los ojos al cielo y gritó—: ¡Es la costumbre! ¡Perdón!

Volvió a mover la mano, y la copa de vino se convirtió en una lata fresca de Coca-Cola light. Suspiró resignado, abrió la lata y volvió a centrarse en sus cartas.

Quirón me guiñó un ojo.

—El señor D ofendió a su padre hace algún tiempo, se encaprichó con una ninfa del bosque que había sido declarada de acceso prohibido.

—Una ninfa del bosque —repetí, aún mirando la lata como si procediera del espacio.

—Sí —reconoció el señor D—. A Padre le encanta castigarme. La primera vez, prohibición. ¡Horrible! ¡Pasé diez años absolutamente espantosos! La segunda vez… bueno, la chica era una preciosidad, y no pude resistirme. La segunda vez me envió aquí. A la colina Mestiza. Un campamento de verano para mocosos como tú. «Será mejor influencia. Trabajarás con jóvenes en lugar de despedazarlos», me dijo. ¡Ja! Es totalmente injusto.

El señor D hablaba como si tuviera seis años, como un crío protestón.

—Y… y —balbuceé— su padre es…

Di immortales, Quirón —repuso él—. Pensaba que le habías enseñado a este chico lo básico. Mi padre es Zeus, por supuesto.

Repasé los nombres mitológicos griegos que empezaban por la letra D. Vino. La piel de un tigre. Todos los sátiros que parecían trabajar allí. La manera en que Grover se encogía, como si el señor D fuera su amo…

—Usted es Dioniso —dije—. El dios del vino.

El señor D puso los ojos en blanco.

—¿Cómo se dice en esta época, Grover? ¿Dicen los niños «menuda lumbrera»?

—S-sí, señor D.

—Pues menuda lumbrera, Percy Jackson. ¿Quién creías que era? ¿Afrodita, quizá?

—¿Usted es un dios?

—Sí, niño.

—¿Un dios? ¿Usted?

Me miró directamente a los ojos, y vi una especie de fuego morado en su mirada, una leve señal de que aquel regordete protestón estaba sólo enseñándome una minúscula parte de su auténtica naturaleza. Vi vides estrangulando a los no creyentes hasta la muerte, guerreros borrachos enloquecidos por la lujuria de la batalla, marinos que gritaban al convertirse sus manos en aletas y sus rostros prolongarse hasta volverse hocicos de delfín. Supe que si lo presionaba, el señor D me enseñaría cosas peores. Me plantaría una enfermedad en el cerebro que me enviaría para el resto de mi vida a una habitación acolchada, con camisa de fuerza.

—¿Quieres comprobarlo, niño? —preguntó con ceño.

—No. No, señor.

El fuego se atenuó un poco y él volvió a la partida.

—Me parece que he ganado —dijo.

—Un momento, señor D —repuso Quirón. Mostró una escalera, contó los puntos y dijo—: El juego es para mí.

Pensé que el señor D iba a pulverizar a Quirón y librarlo de la silla de ruedas, pero se limitó a rebufar, como si estuviera acostumbrado a que ganara el profesor de latín. Se levantó, y Grover lo imitó.

—Estoy cansado —comentó el señor D—. Creo que voy a echarme una siestecita antes de la fiesta de esta noche. Pero primero, Grover, tendremos que hablar otra vez de tus fallos.

La cara de Grover se perló de sudor.

—S-sí, señor.

El señor D se volvió hacia mí.

—Cabaña once, Percy Jackson. Y ojo con tus modales.

Se metió en la casa, seguido de un tristísimo Grover.

—¿Estará bien Grover? —le pregunté a Quirón, que asintió, aunque parecía algo preocupado.

—El bueno de Dioniso no está loco de verdad. Es sólo que detesta su trabajo. Lo han… bueno, castigado, supongo que dirías tú, y no soporta tener que esperar un siglo más para que le permitan volver al Olimpo.

—El monte Olimpo —dije—. ¿Me está diciendo que realmente hay un palacio allí arriba?

—Veamos, está el monte Olimpo en Grecia. Y está el hogar de los dioses, el punto de convergencia de sus poderes, que de hecho antes estaba en el monte Olimpo. Se le sigue llamando monte Olimpo por respeto a las tradiciones, pero el palacio se mueve, Percy, como los dioses.

—¿Quiere decir que los dioses griegos están aquí? ¿En… Estados Unidos?

—Desde luego. Los dioses se mueven con el corazón de Occidente.

—¿El qué?

—Venga, Percy, despierta. ¿Crees que la civilización occidental es un concepto abstracto? No; es una fuerza viva. Una conciencia colectiva que sigue brillando con fuerza tras miles de años. Los dioses forman parte de ella. Incluso podría decirse que son la fuente, o por lo menos que están tan ligados a ella que no pueden desvanecerse. No a menos que se acabe la civilización occidental. El fuego empezó en Grecia. Después, como bien sabes (o eso espero porque te he aprobado), el corazón del fuego se trasladó a Roma, y así lo hicieron los dioses. Sí, con distintos nombres quizá (Júpiter para Zeus, Venus para Afrodita, y así), pero eran las mismas fuerzas, los mismos dioses.

—Y después murieron.

—¿Murieron? No. ¿Ha muerto Occidente? Los dioses sencillamente se fueron trasladando, a Alemania, Francia, España, Gran Bretaña… Dondequiera que brillara la llama con más fuerza, allí estaban los dioses. Pasaron varios siglos en Inglaterra. Sólo tienes que mirar la arquitectura. La gente no se olvida de los dioses. En todas las naciones predominantes en los últimos tres mil años puedes verlos en cuadros, en estatuas, en los edificios más importantes. Y sí, Percy, por supuesto que están ahora en tus Estados Unidos. Mira vuestro símbolo, el águila de Zeus. Mira la estatua de Prometeo en el Rockefeller Center, las fachadas griegas de los edificios de tu gobierno en Washington. Te reto a que encuentres una ciudad estadounidense en la que los Olímpicos no estén vistosamente representados en múltiples lugares. Guste o no guste (y créeme, te aseguro que tampoco demasiada gente apreciaba a Roma), Estados Unidos es ahora el corazón de la llama, el gran poder de Occidente. Así que el Olimpo está aquí. Y por tanto también nosotros.

Era demasiado, especialmente el hecho de que yo parecía estar incluido en el «nosotros» de Quirón, como si formase parte de un club.

—¿Quién es usted, Quirón? ¿Quién… quién soy yo?

Quirón sonrió. Desplazó el peso de su cuerpo, como si fuera a levantarse de la silla de ruedas, pero yo sabía que eso era imposible. Estaba paralizado de cintura para abajo.

—¿Quién soy? —murmuró—. Bueno, ésa es la pregunta que todos queremos que nos respondan, ¿verdad? Pero ahora deberíamos buscarte una litera en la cabaña once. Tienes nuevos amigos que conocer, mañana podremos seguir con más lecciones. Además, esta noche vamos a preparar junto a la hoguera bocadillos de galleta, chocolate y malvaviscos, y a mí me pierde el chocolate.

Y entonces se levantó de la silla, pero de una manera muy rara. Le resbaló la manta de las piernas, pero éstas no se movieron, sino que la cintura le crecía por encima de los pantalones. Al principio pensé que llevaba unos calzoncillos de terciopelo blancos muy largos, pero cuando siguió elevándose, más alto que ningún hombre, reparé en que los calzoncillos de terciopelo eran en realidad la parte frontal de un animal, músculos y tendones bajo un espeso pelaje blanco. Y la silla de ruedas tampoco era una silla, sino una especie de contenedor, una caja con ruedas, y debía de ser mágica, porque no había manera humana de que aquello hubiera cabido entero allí dentro. Sacó una pata, larga y nudosa, con una pezuña brillante, luego la otra pata delantera, y por último los cuartos traseros. La caja quedó vacía, nada más que un cascarón metálico con unas piernas falsas pegadas por delante.

Miré la criatura que acababa de salir de aquella cosa: un enorme semental blanco. Pero donde tendría que haber estado el cuello, sólo vi a mi profesor de latín, graciosamente injertado de cintura para arriba en el tronco del caballo.

—¡Qué alivio! —exclamó el centauro—. Llevaba tanto tiempo ahí dentro que se me habían dormido las pezuñas. Bueno, venga, Percy Jackson. Vamos a conocer a los demás campistas.