Mi madre me enseña a torear
Atravesamos la noche a través de oscuras carreteras comarcales. El viento azotaba el Cámaro. La lluvia golpeaba el parabrisas. Yo no sabía cómo mi madre podía ver algo, pero siguió pisando el acelerador.
Cada vez que estallaba un relámpago, yo miraba a Grover, sentado junto a mí en el asiento trasero, y pensaba que o me había vuelto majara o él llevaba puestos unos pantalones de alfombra de pelo largo. Pero no, tenía aquel olor de las excursiones al zoo de mascotas: olía a lanolina, de la lana; el olor de un animal de granja empapado.
—Así que tú y mi madre… ¿os conocíais? —se me ocurrió decir.
Los ojos de Grover miraban una y otra vez el retrovisor, aunque no teníamos coches detrás.
—No exactamente —contestó—. Quiero decir que no nos conocíamos en persona, pero ella sabía que te vigilaba.
—¿Que me vigilabas?
—Te seguía la pista. Me aseguraba de que estuvieras bien. Pero no fingía ser tu amigo —añadió rápidamente—. Soy tu amigo.
—Vale, pero ¿qué eres exactamente?
—Eso no importa ahora.
—¿Que no importa? Mi mejor amigo es un burro de cintura para abajo…
Grover soltó un balido gutural.
—¡Cabra! —gritó.
—¿Qué?
—¡Que de cintura para abajo soy una cabra!
—Pero si acabas de decir que no importa.
—¡Bee-ee-ee! ¡Hay sátiros que te patearían ante tal insulto!
—¡Uau! Sátiros. ¿Quieres decir criaturas imaginarias como las de los mitos que nos explicaba el señor Brunner?
—¿Eran las ancianas del puesto imaginarias, Percy? ¿Lo era la señora Dodds?
—¡Así que admites que había una señora Dodds!
—Por supuesto.
—Entonces ¿por qué…?
—Cuanto menos sepas, menos monstruos atraerás —respondió Grover, como si fuese una obviedad—. Tendimos una niebla sobre los ojos de los humanos. Confiamos en que pensaras que la Benévola era una alucinación. Pero no funcionó porque empezaste a comprender quién eres.
—¿Quién…? Un momento. ¿Qué quieres decir?
Volví a oír aquel aullido torturado en algún lugar detrás de nosotros, más cerca que antes. Fuera lo que fuese lo que nos perseguía, seguía nuestro rastro.
—Percy —dijo mi madre—, hay demasiado que explicar y no tenemos tiempo. Debemos llevarte a un lugar seguro.
—¿Seguro de qué? ¿Quién me persigue?
—Oh, casi nadie —soltó Grover, aún molesto por mi comentario del burro—. Sólo el Señor de los Muertos y algunas de sus criaturas más sanguinarias.
—¡Grover!
—Perdone, señora Jackson. ¿Puede conducir más rápido, por favor?
Intenté hacerme a la idea de lo que estaba ocurriendo, pero fui incapaz. Sabía que no era un sueño. Yo no tenía imaginación. En la vida se me habría ocurrido algo tan raro.
Mi madre giró bruscamente a la izquierda. Nos adentramos a toda velocidad en una carretera aún más estrecha, dejando atrás granjas sombrías, colinas boscosas y carteles de «Recoja sus propias fresas» sobre vallas blancas.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—Al campamento de verano del que te hablé. —La voz de mi madre sonó hermética; intentaba no asustarse para no asustarme a mí—. Al sitio donde tu padre quería que fueras.
—Al sitio donde tú no querías que fuera.
—Por favor, cielo —suplicó mi madre—. Esto ya es bastante duro. Intenta entenderlo. Estás en peligro.
—¿Porque unas ancianas cortan hilo?
—No eran ancianas —intervino Grover—. Eran las Moiras. ¿Sabes qué significa el hecho de que se te aparecieran? Sólo lo hacen cuando estás a punto… cuando alguien está a punto de morir.
—Un momento. Has dicho estás.
—No, no lo he dicho, he dicho alguien.
—Querías decir estás. ¡Te referías a mí!
—¡Quería decir estás como cuando se dice alguien, no tú!
—¡Chicos! —dijo mamá.
Giró bruscamente a la derecha y vio justo a tiempo una figura que logró esquivar; una forma oscura y fugaz que desapareció detrás de nosotros entre la tormenta.
—¿Qué era eso? —pregunté.
—Ya casi llegamos —respondió mi madre, haciendo caso omiso de mi pregunta—. Un par de kilómetros más. Por favor, por favor, por favor…
No sabía dónde nos encontrábamos, pero me descubrí inclinado hacia delante, esperando llegar allí cuanto antes.
Fuera, nada salvo lluvia y oscuridad: la clase de paisaje desierto que hay en la punta de Long Island. Pensé en la señora Dodds metamorfoseándose en aquella cosa de colmillos afilados y alas coriáceas. Me estremecí. Realmente no era una criatura humana. Y había querido matarme.
Entonces pensé en el señor Brunner… y en su bolígrafo-espada. Antes de que pudiera preguntarle a Grover sobre aquello, se me erizó el vello de la nuca. Hubo un resplandor, una repentina explosión y el coche estalló.
Recuerdo sentirme liviano, como si me aplastaran, frieran y lavaran todo al mismo tiempo. Despegué la frente de la parte trasera del asiento del conductor y exclamé:
—¡Ay!
—¡Percy! —gritó mi madre.
Intenté sacudirme el aturdimiento. No estaba muerto y el coche no había explotado realmente. Nos habíamos metido en una zanja. Las portezuelas del lado del conductor estaban atascadas en el barro. El techo se había abierto como una cáscara de huevo y la lluvia nos empapaba. Un rayo. Era la única explicación. Nos había sacado de la carretera. Junto a mí, en el asiento, Grover estaba inmóvil.
—¡Grover!
Tumbado hacia delante, un hilillo de sangre le corría por la comisura de los labios. Le sacudí la peluda cadera mientras pensaba: «¡No! ¡Aunque seas mitad cabra, eres mi mejor amigo y no quiero que te mueras!».
—Comida —gimió, y supe que había esperanza.
—Percy —dijo mi madre—, tenemos que… —Le falló la voz.
Miré hacia atrás. En un destello de un relámpago, a través del parabrisas trasero salpicado de barro, vi una figura que avanzaba pesadamente hacia nosotros en el recodo de la carretera. La visión me puso piel de gallina. Era la silueta oscura de un tipo enorme, como un jugador de fútbol americano. Parecía sostener una manta sobre la cabeza. Su mitad superior era voluminosa y peluda. Con los brazos levantados parecía tener cuernos.
Tragué saliva.
—¿Quién es…?
—Percy —dijo mi madre, mortalmente sería—. Sal del coche.
E intentó abrir su portezuela, pero estaba atascada en el barro. Lo intenté con la mía. También estaba atascada. Miré desesperadamente el agujero del techo. Habría podido ser una salida, pero los bordes chisporroteaban y humeaban.
—¡Sal por el otro lado! —urgió mi madre—. Percy, tienes que correr. ¿Ves aquel árbol grande?
—¿Qué?
Otro resplandor, y por el agujero humeante del techo vi lo que me indicaba: un grueso árbol de Navidad del tamaño de los de la Casa Blanca, en la cumbre de la colina más cercana.
—Ese es el límite de la propiedad, el campamento del que te hablé —insistió mi madre—. Sube a esa colina y verás una extensa granja valle abajo. Corre y no mires atrás. Grita para pedir ayuda. No pares hasta llegar a la puerta.
—Mamá, tú también vienes. —Tenía la cara pálida y los ojos tristes como cuando miraba el océano—. ¡Venga, mamá! —grité—. Tú vienes conmigo. Ayúdame a llevar a Grover…
—¡Comida! —gimió Grover de nuevo.
El hombre con la manta en la cabeza seguía aproximándose, mientras bufaba y gruñía. Cuando estuvo lo bastante cerca, reparé en que no podía estar sosteniendo una manta sobre la cabeza, porque sus manos, unas manos enormes y carnosas, le colgaban de los costados. No había ninguna manta. Lo que significaba que aquella enorme y voluminosa masa peluda, demasiado grande para ser su cabeza… era su cabeza. Y las puntas que parecían cuernos…
—No nos quiere a nosotros —dijo mi madre—. Te quiere a ti. Además, yo no puedo cruzar el límite de la propiedad.
—Pero…
—No tenemos tiempo, Percy. Vete, por favor.
Entonces me enfadé: me enfadé con mi madre, con Grover la cabra y con aquella cosa que se nos echaba encima, lenta e inexorablemente, como un toro.
Trepé por encima de Grover y abrí la puerta bajo la lluvia.
—Nos vamos juntos. ¡Vamos, mamá!
—Te he dicho que…
—¡Mamá! No voy a dejarte. Ayúdame con Grover.
No esperé su respuesta. Salí a gatas fuera y arrastré a Grover. Me resultó demasiado liviano para sus dimensiones, pero no habría llegado muy lejos si mi madre no me hubiera ayudado.
Nos echamos los brazos de Grover por los hombros y empezamos a subir a trompicones por la colina, a través de hierba húmeda que nos llegaba hasta la cintura.
Al mirar atrás, vi al monstruo claramente por primera vez. Medía unos dos metros, sus brazos y piernas eran algo similar a la portada de la revista Muscle Man: bíceps y tríceps y un montón más de íceps, todos ellos embutidos en una piel surcada de venas como si fueran pelotas de béisbol. No llevaba ropa excepto la interior —unos calzoncillos blancos—, cosa que habría resultado graciosa de no ser porque la parte superior del cuerpo daba tanto miedo. Una pelambrera hirsuta y marrón comenzaba a la altura del ombligo y se espesaba a medida que ascendía hacia los hombros.
El cuello era una masa de músculo y pelo que conducía a la enorme cabezota, que tenía un hocico tan largo como mi brazo, y narinas altivas de las que colgaba un aro de metal brillante, ojos negros y crueles, y cuernos: unos enormes cuernos blanquinegros con puntas tan afiladas como no se consiguen con un sacapuntas eléctrico.
De repente lo reconocí. Aquel monstruo aparecía en una de las primeras historias que nos había contado el señor Brunner. Pero no podía ser real.
Parpadeé para quitarme la lluvia de los ojos.
—Es…
—El hijo de Pasífae —dijo mi madre—. Ojalá hubiera sabido cuánto deseaban matarte.
—Pero es el Min…
—No digas su nombre —me advirtió—. Los nombres tienen poder.
El árbol seguía demasiado lejos: a unos treinta metros colina arriba, por lo menos.
Volví a mirar atrás.
El hombre toro se inclinó sobre el coche, mirando por las ventanillas. En realidad, más que mirar olisqueaba, como siguiendo un rastro. Me pregunté si era tonto, pues no estábamos a más de quince metros.
—¿Comida? —repitió Grover.
—Chist —susurré—. Mamá, ¿qué está haciendo? ¿Es que no nos ve?
—Ve y oye fatal. Se guía por el olfato. Pero pronto adivinará dónde estamos.
Como si mamá le hubiera dado la entrada, el hombre toro aulló furioso. Agarró el Cámaro de Gabe por el techo rasgado, y el chasis crujió y se resquebrajó. Levantó el coche por encima de su cabeza y lo arrojó a la carretera, donde cayó sobre el asfalto mojado y patinó despidiendo chispas a lo largo de más de cien metros antes de detenerse. El tanque de gasolina explotó.
«Ni un rasguño», recordé decir a Gabe.
¡Vaya!
—Percy —dijo mi madre—, cuando te vea embestirá. Espera hasta el último segundo y te apartas de su camino saltando a un lado. No cambia muy bien de dirección una vez se lanza en embestida. ¿Entiendes?
—¿Cómo sabes todo eso?
—Llevo mucho tiempo temiendo este ataque. Debería haber tomado las medidas oportunas. Fui una egoísta al mantenerte a mi lado.
—¿Al mantenerme a tu lado? Pero qué…
Otro aullido de furia y el hombre toro empezó a subir la colina con grandes pisotones.
Nos había olido.
El solitario pino estaba sólo a unos metros, pero la colina era cada vez más empinada y resbaladiza, y Grover nos pesaba más. El monstruo se nos echaba encima. Unos segundos más y lo tendríamos allí. Mi madre debía de estar exhausta, pero sostenía a Grover con el hombro.
—¡Márchate, Percy! ¡Aléjate de nosotros! Recuerda lo que te he dicho.
No quería hacerlo, pero ella estaba en lo cierto: era nuestra única oportunidad. Eché a correr hacia la izquierda, me volví y vi a la criatura abalanzarse sobre mí. Los oscuros ojos le brillaban de odio. Apestaba como carne podrida. Agachó la cabeza y embistió, apuntando los cuernos afilados como navajas directamente a mi pecho.
El miedo me urgía a salir pitando, pero eso no funcionaría. Jamás lograría huir corriendo de aquella cosa. Así que me mantuve en el sitio y, en el último momento, salté a un lado.
El hombre toro pasó como un huracán, como un tren de mercancías. Soltó un aullido de frustración y se dio la vuelta, pero esta vez no hacia mí, sino hacia mi madre, que estaba dejando a Grover sobre la hierba.
Habíamos alcanzado la cresta de la colina. Al otro lado veía un valle, justo como había dicho mi madre, y las luces de una granja azotada por la lluvia. Pero estaba a unos trescientos metros. Jamás lo conseguiríamos.
El monstruo gruñó, piafando. Siguió mirando a mi madre, que empezaba a retirarse colina abajo, hacia la carretera, tratando de alejarlo de Grover.
—¡Corre, Percy! —gritó—. ¡Yo no puedo acompañarte! ¡Corre!
Pero me quedé allí, paralizado por el miedo, mientras la bestia embestía contra ella. Mi madre intentó apartarse, como me había dicho que hiciera, pero esta vez la criatura fue más lista: adelantó una horripilante mano y la agarró por el cuello antes de que pudiese huir. Aunque ella se resistió, pataleando y lanzando puñetazos al aire, la levantó del suelo.
—¡Mamá! ¡Aguanta que voy!
Ella me miró a los ojos y consiguió emitir una última palabra:
—¡Huye!
Entonces, con un rugido airado, el monstruo apretó las manos alrededor del cuello de mi madre y ella se disolvió ante mis ojos, convirtiéndose en luz, una forma resplandeciente y dorada, como una proyección holográfica. Un resplandor cegador, y de repente… había desaparecido.
—¡¡Noooo!!
La ira sustituyó al miedo. Sentí una fuerza abrasadora que me subía por las extremidades: el mismo subidón de energía que me había embargado cuando a la señora Dodds le crecieron garras.
El hombre toro se volvió hacia Grover, que yacía indefenso en la hierba. Se le aproximó, olisqueando a mi mejor amigo como dispuesto a levantarlo y disolverlo también.
No iba a permitirlo.
Me quité el impermeable rojo.
—¡Eh, tú! ¡¡Eh!! —grité, mientras sacudía el impermeable, corriendo hacia el monstruo—. ¡Eh, imbécil! ¡Mostrenco!
—¡Brrrrr! —Se volvió hacia mí sacudiendo los puños carnosos.
Tenía una idea; una idea estúpida, pero fue la única que se me ocurrió. Me puse delante del grueso pino y sacudí el impermeable rojo ante el hombre toro, listo para saltar a un lado en el último momento.
Pero no sucedió así.
El monstruo embistió demasiado rápido, con los brazos extendidos para cortar mis vías de escape.
El tiempo se ralentizó.
Mis piernas se tensaron. Como no podía saltar a un lado, salté hacia arriba y, brincando en la cabeza de la criatura como si fuera un trampolín, giré en el aire y aterricé sobre su cuello. ¿Cómo lo hice? No tuve tiempo de analizarlo. Un micro-segundo más tarde, la cabeza del monstruo se estampó contra el árbol y el impacto casi me arranca los dientes.
El hombre toro se sacudió, intentando derribarme. Yo me aferré a sus cuernos para no acabar en tierra. Los rayos y truenos aún eran abundantes. La lluvia me nublaba la vista y el olor a carne podrida me quemaba la nariz. El monstruo se revolvía girando como un toro de rodeo. Tendría que haber reculado hacia el árbol y aplastarme contra el tronco, pero al parecer aquella cosa sólo tenía una marcha: hacia delante.
Grover seguía gimiendo en el suelo. Quise gritarle que se callara, pero de la manera en que me estaban zarandeando de un lado a otro, si hubiese abierto la boca me habría mordido la lengua.
—¡Comida! —insistía Grover.
El hombre toro se encaró hacia él, piafó de nuevo y se preparó para embestir. Pensé en cómo había estrangulado a mi madre, cómo la había hecho desaparecer en un destello de luz, y la rabia me llenó como gasolina de alto octanaje. Le agarré un cuerno e intenté arrancárselo con todas mis fuerzas. El monstruo se tensó, soltó un gruñido de sorpresa y entonces… ¡crack! Aulló y me lanzó por los aires. Aterricé de bruces en la hierba, golpeándome la cabeza contra una piedra. Me incorporé aturdido y con la visión borrosa, pero tenía un trozo de cuerno astillado en la mano, un arma del tamaño de un cuchillo.
El monstruo embistió una vez más.
Sin pensarlo, me hice a un lado, me puse de rodillas y, cuando pasó junto a mí como una exhalación, le clavé el asta partida en un costado, hacia arriba, justo en la peluda caja torácica.
El hombre toro rugió de agonía. Se sacudió, se agarró el pecho y por fin empezó a desintegrarse; no como mi madre, en un destello de luz dorada, sino como arena que se desmorona. El viento se lo llevó a puñados, del mismo modo que a la señora Dodds.
La criatura había desaparecido.
La lluvia cesó. La tormenta aún tronaba, pero ya a lo lejos. Apestaba a ganado y me temblaban las rodillas. Sentía la cabeza como si me la hubieran partido en dos. Estaba débil, asustado y temblaba de pena. Acababa de ver a mi madre desvanecerse. Quería tumbarme en el suelo y llorar, pero Grover necesitaba ayuda, así que me las apañé para tirar de él y adentrarme a trompicones en el valle, hacia las luces de la granja. Lloraba, llamaba a mi madre, pero seguí arrastrando a Grover: no pensaba dejarlo en la estacada.
Lo último que recuerdo es que me derrumbé en un porche de madera, mirando un ventilador de techo que giraba sobre mi cabeza, polillas revoloteando alrededor de una luz amarilla, y los rostros severos de un hombre barbudo de expresión familiar y una chica guapa con una melena rubia ondulada de princesa. Ambos me miraban, y la chica dijo:
—Es él. Tiene que serlo.
—Silencio, Annabeth —repuso el hombre—. El chico está consciente. Llévalo dentro.