No cabía ni un alfiler en la primera grada, pero ya me las apañaría. De ninguna de las maneras iba a perderme a Jude saliendo de ese vestuario a la carrera.
Si es que salía.
No estaba segura de hasta qué punto estaba cabreado conmigo por mi último ataque de «resolverlosproblemasdelmunditis», pero si tuviera que arriesgarme, diría que se encontraba entre un cajún fuera de sí y un tejón rabioso.
Me metí como pude entre dos tipos que iban sin camiseta y con las palabras «Adelante, Spartans» escritas en la barriga con pintura roja, que se les escurría a causa de la lluvia incesante y les teñía los vaqueros. Inspiré todo lo hondo que pude y recé para poder aguantar la respiración durante los dos cuartos y medio que quedaban.
—¡Lucy! —me gritó alguien—. ¡Lucy!
Y otra vez.
Por mucho que lo intentara, era imposible escapar del agobiante banco de niebla llamado Taylor Donovan.
—¡Baja aquí!
Me hizo un gesto con la mano y me señaló el lugar donde ella y sus discípulas no dejaban de dar palmadas, patalear y gritar «ra-ra-ra».
Situarme en el centro de un corrillo de animadoras sería lo último que elegiría, pero era mejor que la situación en que me encontraba en ese momento. El chico semidesnudo de mi derecha levantó los brazos y empezó a gritar «¡Adelante, Spartans!», y de inmediato se hizo evidente que no usaba, ni tenía, ni creía en el efecto del desodorante.
Píntame de rojo y dorado y llámame «Wendy Ra, Ra, Ra, Nuestro Equipo Ganará…». Me faltó tiempo para llegar junto a las animadoras.
—¿Qué hacías ahí arriba, encajada entre dos tontos muy tontos? —preguntó Taylor, al tiempo que entrelazaba su brazo con el mío—. ¿Te das cuenta de que seguramente les has alegrado el día? Porque estoy convencida de que ha sido la primera vez que alguno de esos dos ha estado mínimamente cerca de meterle mano a alguien.
—Uf —Me estremecí—. Taylor, por favor, ahórrame la imagen. No sabes el mal rollo que acaba de entrarme.
—Bueno, tienes suerte de que te haya salvado —dijo, haciéndoles una señal a otras dos animadoras, Lexie y Samantha, para que me dejaran sitio—. Además, el lugar de una chica como tú está aquí abajo. He visto tus series de acrobacias en el gimnasio y es evidente que ya lo has hecho antes.
Claro, ¿quién sino Taylor iba a fijarse en mi número improvisado sobre las colchonetas mientras esperaba a que los demás se cambiaran para la clase de gimnasia?
—Era animadora en mi antiguo instituto —expliqué—, pero solo porque no había grupo de danza.
—Bueno, aquí sí que lo hay, pero solo van las chicas demasiado gordas o feas para ser animadoras —replicó, sin el más mínimo reparo—. No te conviene unirte a ese grupo. Tu sitio está aquí, con nosotras.
Algunas de las chicas nos rodearon y asintieron con la cabeza.
—Ya que este año no está Holly, nos sobra un uniforme, y no podemos formar una pirámide decente sin una décima compañera.
—Gracias por la oferta, Taylor, pero, en serio, me va más la danza. Además, he oído que Southpointe ha ganado un campeonato estat…
Levantó una mano para interrumpirme.
—Tú eres una animadora nata. Estás cañón, tienes experiencia y el noventa por ciento del alumnado masculino ya se la ha cascado pensando en ti —Otra imagen de la que podría haber prescindido—. El otro diez por ciento sigue sin definirse en cuanto a su sexualidad —me susurró.
—A eso lo llamo yo confundir la gimnasia con la magnesia —musité, y me pregunté si no sería mejor pasarse la tarde oliendo sobacos rancios y dejarse meter mano como quien no quería la cosa.
Y fue entonces cuando Jude salió corriendo al campo. Olvidé a Taylor, los sobacos y el mundo en general. Solo existía él. Y el elastán dorado que se adaptaba sobre partes que se flexionaban y se estiraban y se tensaban y me impedían recordar cómo se parpadeaba.
—Pero… pero ¿quién es ese? —preguntó Taylor, al tiempo que se inclinaba sobre la valla.
En ese momento, Jude se volvió hacia donde estábamos, nuestras miradas se encontraron y la máscara protectora no consiguió ocultar la sonrisa que se dibujó en su rostro. Estiró el brazo y continuó señalándome durante toda la carrera hasta llegar donde se encontraba el resto del equipo de Southpointe, que esperaba en reunión ofensiva en la línea de las veinte yardas.
—Ese, Taylor —dije, agarrándome a la valla—, es Jude Ryder.
—Sabía que Dios existía —musitó.
—Sí —convine. Sonreí al ver cuánto lo incomodaba el elastán—. Tienes toda la razón.
—Entonces, vosotros dos…
—Taylor —la avisé, y me volví hacia ella.
Aunque me costara admitirlo, Taylor no era tan mala persona. No había que olvidar que, a pesar de su elitismo, había sido la primera persona que me había tendido la mano —de manicura perfecta— de la amistad. La gente sin corazón no corría a saludar a la chica nueva.
—¿Qué? —protestó, mientras se recolocaba la corona—. Es evidente que hay algo entre vosotros, y lo único de lo que estoy más segura que de eso es que no se trata de amistad.
—Somos amigos —insistí, porque tampoco sabía cómo calificar lo que éramos.
Nos habíamos besado de formas que estaban prohibidas en cuarenta y nueve estados, pasábamos todo el tiempo libre del que disponíamos en el instituto juntos, él cuidaba de mí, yo miraba por él, pero, por lo que yo sabía, no había nada oficial. No tenía ningún derecho sobre él, por mucho que lo deseara. Aunque ¿y él?
—Cariño, una chica no puede tener a un hombre así como amigo. O te acuestas o te has acostado con él, pero de amigos nada. Los hombres como él no fueron creados para ser amigos de las mujeres, sino para hacer que las mujeres den el do de pecho tres veces seguidas.
Una nueva y animada imagen de Taylor Donovan, aunque esta no me molestó demasiado.
—Disculpa, Taylor. No sé qué decirte. Él me importa, y yo le importo. Si eso no nos hace amigos desde tu punto de vista, adelante, llámanos como quieras.
Enarcó las cejas de tal manera que estuvieron a punto de salírsele de la frente.
—Menos de esa manera —aclaré.
Sonó la sirena, y los dos equipos se alinearon. Jude parecía un gigante en la posición de quarterback jugando un partido con un puñado de niños. Le arranqué un pompón a Taylor de las manos, lo levanté en el aire y le di unas buenas sacudidas.
—¡Adelante, Spartans! —grité—. ¡Vamos, Ryder! ¡Veamos de qué estás hecho!
Estaba bastante lejos y agachado en posición, pero me habría apostado mis zapatillas de punta desgastadas a que esbozó una sonrisita engreída.
—Hut. Hut. Hike! —gritó el centro, y sacó el balón en dirección a Jude.
Hasta el último seguidor de Southpointe sentado en las gradas contuvo la respiración.
Jude lo atrapó sin dificultad, y en vez de lanzarlo a unas respetables veinticinco yardas para anotar nuestro primer intento, se lo puso bajo el brazo y echó a correr. En realidad, echó a volar, como si lo persiguieran los demonios.
La posibilidad de lograr correr con el balón hasta la zona de anotación cuando estábamos a ochenta yardas era muy remota, pero la única persona a quien aquello no parecía preocuparle era a Jude. Corría como si fuera imposible acabar de otra manera. Corría como si nadie pudiera detenerlo.
Y nadie pudo.
No hubo jugador del Cascade High que no intentara bloquearlo o placarlo. Unos cuantos incluso trataron de ponerle la zancadilla o derribarlo cogiéndolo de la máscara. Sin embargo, ninguno lo consiguió. Los que se libraban del brazo extendido de Jude eran apartados de un trompazo, como si no se tratara de atletas de último curso.
En la línea de las cincuenta yardas, el público lo aclamó con un rugido. Todo el mundo silbaba, bramaba y agitaba los brazos en dirección a la zona de anotación y, desafiando cualquier ley física, Jude aceleró.
Cuando alcanzó la línea de las veinte yardas, ya no había jugadores del Cascade High que pudieran detenerlo, pues todos decoraban el césped artificial como una caja de mondadientes desparramados. Jude bailó las últimas yardas que quedaban hasta la zona de anotación, meneándose y contoneándose en esas mallas doradas de elastán, lo que provocó la remontada de las ovaciones femeninas.
Ya en la zona de anotación, lanzó el balón contra el suelo y se volvió hacia el público. Todo el mundo estaba como loco, como si acabaran de presenciar el nacimiento de Jesús y la invención de la electricidad al mismo tiempo. Jude era una estrella del rock, su salvador, y le rendían homenaje.
Sin detenerse a disfrutar de la grandeza de una carrera de ochenta yardas y un millar de personas coreando su nombre, echó a correr a grandes zancadas hacia la línea de banda. Pasó junto al entrenador A, que seguía clavado en el sitio, al lado de los jugadores con los brazos levantados, y saltó la valla de tela metálica con un solo movimiento.
No se detuvo hasta que llegó junto a mí, empapado y sonriente.
—Eh —dijo entre jadeos, mientras se quitaba el casco. Su frente sudorosa empezó a desprender vaho al entrar en contacto con la lluvia.
—Eh —contesté, como si no fuéramos el centro de atención de todo el mundo.
—¿Te ha gustado la carrerita?
Sonreí mientras él le daba la vuelta al gorro hasta colocárselo como quería. Era una especie de maldita manta de seguridad.
—No ha estado mal —dije, restándole importancia, a la vez que encogía un hombro.
—Con que no ha estado mal, ¿eh? —Se acercó. Tanto que, de hecho, nuestros cuerpos no hubieran podido estarlo más salvo que estuviéramos desnudos—. Una jugada muy inteligente, Luce, lo de ofrecerme como voluntario en el equipo de los gilipollas para vengarte por haber hecho que te votaran princesa oficial de Southpointe —añadió, y le dio un capirotazo a mi corona.
—Se que ha sido inteligente, ¿verdad?
—Ha sido buena, lo admito —repuso, rascándose la nuca—, pero lo mejor de todo, Luce, es que nunca permito que nadie diga la última palabra.
—Venga ya —respondí, y torcí el gesto—, ¿qué vas a hacer? ¿Obligarme a que me cambie de ropa y entre de pateador suplente?
—No —dijo, bajando las manos hasta mis caderas. De pronto noté la boca seca—. Voy a hacer algo mucho mejor que eso.
—Ah, ¿sí? —pregunté. Vi que cambiaba el tono grisáceo de sus iris—. ¿Y qué es?
Me levantó del suelo y me guiñó un ojo.
—Esto —contestó, y me bajó hasta que mis labios se posaron sobre los suyos. Y poco importó si fueron los suyos o los míos los que empezaron a moverse, porque era evidente que ninguno tenía intención de detenerse en breve.
Lluvia. Jude. Yo. Besos.
No había nada que hacer, estaba perdida.
—Señor Ryder —Una voz apagada consiguió abrirse paso a través del jaleo que se había armado a nuestro alrededor—. ¡Señor Ryder!
Jude gruñó sin separar sus labios, y no me dejó ir cuando se volvió hacia el entrenador A.
—No estarás cansado ya, ¿verdad? —preguntó el hombre, con una sonrisa—. Tenemos un partido que ganar.
—No creo que me canse nunca de esto, entrenador —contestó, con lo que arrancó algunas risas entre las gradas y me hizo sonrojar de pies a cabeza.
—En ese caso, espabila y mueve ese culo hasta aquí —ordenó—. Los quarterbacks titulares no se morrean con la novia cuando todavía tienen que disputar cuarenta puntos.
—Este sí —me susurró Jude, y me hizo poner de puntillas para volver a besarme—. Espérame después del partido. Tengo un asunto pendiente contigo.
Me dejó en el suelo y me envolvió en la manta una vez más, antes de saltar la valla y regresar al campo a la carrera.
No sé cómo podía saltar y correr de ese modo, porque yo era incapaz de moverme. ¿Qué narices acababa de ocurrir? Fuera lo que fuese, yo solo deseaba repetir hasta el día del juicio final.
—Pero… qué… narices.
Exactamente lo mismo que yo pensaba.
Taylor se acercó a mí a grandes zancadas, con los brazos cruzados y una mirada asesina.
—Conque amigos, ¿eh?
—La amistad es una parte fundamental de nuestra relación —Continuaba sin aliento, pero al menos conservaba la expresión oral.
—Sí, claro, aunque no es la parte que la define. Como es obvio —Por la razón que fuera, Taylor parecía cabreada. Creo que estaba a punto de revocar mis privilegios pomponeros.
—¿Eh? —Había vuelto a las respuestas monosilábicas.
—Jude Ryder acaba de besarte delante de tropecientas personas y no ha protestado cuando el entrenador A ha dicho que eras su novia.
Una vez que los efectos secundarios del beso empezaron a desvanecerse, la realidad se impuso gracias, por desgracia, a Taylor. Para el caso, era como si Jude hubiera publicado el momento lote en internet, y ni se había inmutado cuando el entrenador A había utilizado la palabra prohibida.
—¿Soy su novia?
Se suponía que era una pregunta para mí misma, pero Taylor no permitió que quedara sin respuesta.
—La primera —contestó, mirándome con curiosidad—. Qué suerte tienes, zorra.