Las dos semanas siguientes, sorprendentemente, transcurrieron sin sobresaltos, y entré en una rutina diaria. Llegaba al instituto, y Jude estaba esperándome. Cruzaba los detectores de metales, y Jude me acompañaba a clase. Intentaba encontrar algo estimulante en los trabajos que ya me sabía de primaria, y Jude conseguía que el paseo de cinco minutos entre clase y clase resultara sobreestimulante. Después de que Taylor se hubiera deshecho en mil y una disculpas, comía con ella y sus amigas, pero mi atención seguía concentrada en Jude, quien en ocasiones decía mucho más con sus silencios que con sus palabras.
No había vuelto a intentar besarme, pero yo notaba cuándo deseaba hacerlo, y podría decirse que a mí me apetecía a todas horas, pero por lo visto él seguía empeñado en mantener cierta distancia entre nosotros. No sabía si solo fingía de cara a la galería o si había decidido que yo encajaba más en su prototipo de amiga que de novia. Aceptaría a Jude como fuera con tal de seguir a su lado, aunque habría preferido la opción que me permitiera besarlo cuando me apeteciera.
Rambo se había mudado a su nuevo y definitivo hogar, y la señora Darcy ya había llamado en un par de ocasiones para contarme lo bien que se adaptaba. Yo estaba encantada, tanto por el perro como por la familia, aunque mentiría si dijera que no empapé mi almohada de lágrimas la primera noche que pasé sin él. Gajes del oficio, era lo que tenía rehabilitar perros. Si bien valía la pena.
—El tiempo se ha vuelto loco —dijo Jude a modo de saludo, después de apartar de un codazo al estudiante que estaba sentado junto a mí en las gradas. Me miró de arriba abajo y se le agrandaron los ojos, que desvió con brusquedad.
—Ya lo creo, ¿alguien podría decirle al tiempo que todavía es verano? —contesté, siguiéndole la corriente.
Primero había sido la lluvia, luego el viento, y a continuación la temperatura había descendido por debajo de los cinco grados. En la costa noroeste, cinco grados era como estar bajo cero.
De pronto, el público rugió furioso y empezó a lanzar palomitas y vasos vacíos al campo de fútbol. Era viernes por la noche y se jugaba el partido de la fiesta de inicio de curso de Southpointe, que se celebraba el día anterior al baile, y decir que íbamos perdiendo sería un insulto para cualquier perdedor que se precie. Nosotros aún no habíamos anotado siquiera y en el marcador del equipo visitante ya había cuarenta y dos puntos. Y eso que acababa de empezar el segundo cuarto.
—¿Esta llovizna? —dijo Jude, mientras me rodeaba con el brazo y me atraía hacia él. Un hormigueo cálido me recorrió la espalda—. Pero si hace un tiempo buenísimo.
Lo miré de reojo.
—Asegura el hombre que no se pone nada que no sea gris.
—¿Intentas decirme algo, Luce? —preguntó, frotándome el brazo.
—¿Quién, yo? —Agité las pestañas—. ¿Por qué gris? ¿Por qué no negro? ¿No es más tú, más… «podría mandarte a la semana que viene de una patada en el culo»?
Se mordió el labio, tratando de reprimir la risa.
—El negro absorbe el resto de los colores, los acepta y deja que lo definan. El gris es solo gris. No absorbe nada salvo a sí mismo.
Era evidente que le había dado muchas vueltas al asunto. No vestía de gris porque fuera su color preferido, vestía de gris por una razón filosófica profundamente arraigada. Como había ido descubriendo a lo largo de las semanas, Jude era el tipo de hombre misterioso que atraía a las mujeres, a pesar de que nunca compartiría con ellas sus secretos. Era un enigma para el que yo deseaba encontrar respuesta.
Una ráfaga helada me obligó a hundir la cabeza en el pecho de Jude.
—¿Es que no has consultado la previsión meteorológica? —me preguntó, alzando la voz para hacerse oír por encima del viento.
Me eché a reír.
—¿A ti qué te parece?
Llevaba unos vaqueros cortados, zapatos planos y una camiseta de tirantes ajustada. Una camiseta de tirantes ajustada blanca…
—Menos mal que yo sí —dijo Jude a mi lado, al tiempo que dejaba caer una manta vieja sobre mí.
Suspiré, aliviada y avergonzada a partes iguales. Tenía tanto frío que no me quedaban suficientes neuronas para recordar que iba de blanco bajo una lluvia torrencial. Por fin entendía las amplias sonrisas de los compañeros de clase que me rodeaban.
—Gracias —susurré, y me volví a acurrucar bajo su brazo mientras él me envolvía como una momia.
—Lo mismo digo —contestó, sonriendo de oreja a oreja.
Le di un codazo e intenté liberarme. Sin embargo, no hubo suerte y lo único que conseguí fue que me sujetara con más fuerza.
—Es broma, Luce —replicó, entre risas—. Pero, venga ya, estás rodeada de una panda de gilipollas que solo piensan en una cosa. Tener esta panorámica… —Echó un vistazo al principio del escote— no es bueno ni para nuestros corazones ni para nuestras hormonas.
No sé si alguna vez me había puesto tan roja.
—Y con lo de gilipollas, ¿te incluyes o te excluyes de esa categoría?
—Después de verte así —contestó, mientras las gotas de lluvia que le caían del gorro empapado le resbalaban por la cara—, me incluyo sin duda alguna en la categoría de gilipollas.
Intenté darle un codazo a través de la manta, pero me había envuelto de tal manera que no podía moverme. No había nada que hacer a su lado.
—¿No se supone que la realeza se sienta en las primeras gradas?
Me volví con cara de pocos amigos hacia ocho chicos y siete chicas que se sentaban en unas maltrechas sillas decoradas con papel crepé. Llevaban coronas y sujetaban varitas y cetros. Cuando Taylor se había acercado a mí dando saltitos para anunciarme que había salido elegida una de las dos reinas que representarían al último curso en la fiesta que se celebraría al día siguiente, no supe muy bien si debía sorprenderme o morirme de vergüenza. Estaba convencida de que Jude había amenazado con romper alguna extremidad a quien no me votara y, por otro lado, no era partidaria de votar a los chicos populares para que se hicieran más populares. La realeza de la fiesta de inicio de curso, rey y reina del baile de promoción, el gobierno estudiantil, los más guapos, los destinados a tener éxito… Sí, sí, ya puedes meterte los dedos hasta la campanilla. Aquellos títulos siempre los recibía la élite de los populares, cuyos padres, abuelos y ancestros habían lucido los mismos títulos antes que ellos.
Es decir, hasta ese día. Yo no era popular y, teniendo en cuenta lo que opinaba sobre el asunto, me sentía mal con aquella corona ridícula. Pero lo de la varita centelleante ya fue demasiado, y me la había guardado en el bolsillo trasero del pantalón.
—Sé que tienes algo que ver en todo esto, Jude Ryder —Le dediqué mi mejor mirada asesina—. No creas que voy a olvidarlo y a perdonártelo tan fácilmente.
Jude libraba una batalla perdida por controlar su sonrisa.
—No sé de qué me hablas. ¿Qué quieres que yo le haga si el instituto Southpointe te ha escogido como la chica del momento?
Me sentí tentada de arrancarme la corona y partirla en dos delante de él cuando Taylor se volvió y me saludó con la mano, luciendo orgullosa su brillante corona sobre su peinado de caniche mojado. Me la dejé puesta, pero, en cuanto terminara la primera parte, iría directa al cubo de basura más cercano.
—Eh, Pinocho —dije, y lo miré a la cara—, te acaba de crecer la nariz como unos doce centímetros.
—Lo que tú digas, princesa.
El público lanzó una nueva andanada de insultos y arrojó más basura al campo. En ese momento, alguien detrás de nosotros tiró una botella medio vacía de naranjada, que me alcanzó en la sien después de dar varias vueltas en el aire.
Me sorprendió más que otra cosa, pero el rostro de Jude se transformó como el de Mr. Hyde. Se volvió de inmediato y localizó al culpable.
—¡Eh, imbécil! —le gritó, al tiempo que se abría paso a través de la hilera que teníamos detrás—. ¿Adónde crees que vas?
Sacudí la cabeza y devolví mi atención al partido, tratando de ignorar los tacos de Jude mientras este avanzaba a empujones. En ese momento, cazaron al quarterback con tanta fuerza que el balón salió despedido y acabó en las manos del equipo contrario.
Otro touchdown, y nuestro quarterback no se levantaba. El público enmudeció cuando un par de tipos vestidos de color caqui entraron corriendo en el campo, se agacharon junto a él y empezaron a moverle y girarle varias extremidades antes de incorporarlo. El jugador lesionado se quitó el casco.
Era Sawyer. Bueno, ¿quién iba a ser sino Sawyer?
El típico quarterback. Casi sentí deseos de ponerme a animar al equipo contrario cuando vi que cojeaba al atravesar el campo y que se apoyaba en los tipos que lo acompañaban a modo de muletas. Me dije que fuera buena, que él no tenía la culpa de ser un zopenco. Para alcanzar ese grado, había que nacer así.
—Jolines, Lucy —chilló Taylor, que apareció a mi lado como salida de la nada. Con el traje rojo y dorado de animadora y los pompones centelleantes a juego, rematados con la tiara y el chisme ese de la varita, era la personificación de todo lo que tenían de censurables los concursos de popularidad de los institutos.
—Por favor, Taylor, ya eres toda una mujer —Le dirigí una sonrisa angelical—, no vuelvas a decir «jolines».
—Jolines, Sawyer está fuera —repitió, haciendo oídos sordos a mi petición—. Para toda la temporada, seguramente, por lo que el entrenador Arcadia acaba de decirle a Jason, quien se lo ha dicho a Jackson, que es quien me lo ha dicho a mí.
—Espera —La así de los brazos—. ¿El entrenador Arcadia? ¿Bill Arcadia?
De espaldas, era difícil saber si el entrenador A era quien se encontraba en la línea de banda, pero dudaba de que hubiera otro Arcadia que entrenara a fútbol americano por los alrededores.
—Sí, creo que se llama así —contestó Taylor, y me miró como si esperara que le diera alguna noticia jugosa—. Vino hace unos años de una escuela privada de pijos. Por lo visto, hubo razones para el traslado, pero todavía no dispongo de los detalles. ¿Lo conoces?
Volví a suspirar. Lo cual parecía la respuesta tipo cuando Taylor andaba cerca.
—Trabajaba en mi antiguo instituto. Todo el mundo conocía al entrenador A —le expliqué, aunque aquello era lo máximo que pensaba contarle. Taylor y yo no éramos amigas íntimas, y solo le confiaría información que no me importara compartir con todo el instituto.
—¿Ibas a ese insti? —dijo, mirándome como si fuera completamente imposible.
—Sí.
—¿Y por qué te trasladaste a Southpointe?
—Por el plan de estudios —contesté, sin inmutarme.
O no había captado la ironía o puede que Jude tuviera razón y me ponía insoportable cuando me daba por el humor ácido, el caso es que Taylor me cogió del brazo y se volvió hacia la línea de banda con el entrecejo fruncido.
Me quedé mirando el marcador.
—Con Sawyer fuera de juego y Lucas castigado, estamos jodidos.
—Más que jodidos —rectificó Taylor, y le hizo una mueca al tablero.
No veía el momento en que Jude abandonara la caza del delincuente y viniera a rescatarme de Taylor y su dramón interminable. Subía los escalones de cemento cuando lo localicé, apuntando con una botella de agua vacía a un chico que los escalaba tan rápido como podía. Jude estiró el brazo hacia atrás y le lanzó la botella, que alcanzó al otro chico justo en la nuca después de dar varias vueltas en el aire. Desde más de treinta metros.
Tenía la solución para todos los problemas.
—Discúlpame, Taylor —dije, al tiempo que la esquivaba—, tengo algo que hacer.
—¡No tardes! —gritó, al ver que me iba—. La realeza de la fiesta de inicio de curso debuta durante la media parte.
Levanté los pulgares para tranquilizarla y bajé la escalera al trote. El partido seguía en tiempo muerto, y cuando salté la valla el equipo técnico de Southpointe estaba discutiendo para tratar de decidir a qué chupabanquillos pondrían de quarterback. Me abrí paso entre jugadores que no dejaban de rascarse la entrepierna y la cabeza, llegué junto al entrenador A, que estaba de espaldas, y le di unos golpecitos en el hombro.
Al principio no se volvió, enfrascado en una difícil toma de decisiones con el resto del equipo técnico, así que insistí.
—¡Entrenador A! —grité, para hacerme oír.
—¿Qué? —contestó, volviéndose con brusquedad. El gesto irritado desapareció en cuanto me vio—. ¿Lucy?
—¿Qué tal, entrenador A? —lo saludé, a pesar de que habría preferido darle un abrazo. Sin embargo, con eso solo habría conseguido iniciar el rumor de que me dedicaba a seducir a los profesores o alguna otra chorrada por el estilo.
Aquel hombre había sido el entrenador de fútbol de mi hermano desde séptimo curso y casi se había convertido en uno más de la familia.
—¿Lucy? —repitió, mirándome con los ojos abiertos de par en par, como si viera una aparición—. ¿Qué haces aquí?
—Estudio aquí —contesté. Noté que se reabría la herida que deseaba mantener cerrada—. Me he cambiado este año.
—Qué bien —dijo, al tiempo que alejaba con un gesto a uno de sus ayudantes—. Pero me refería a que qué haces aquí abajo —insistió, y señaló el campo de fútbol que yo pisaba con la punta del pie.
—Ah, tengo una solución para el problema del quarterback —respondí, mientras miraba de reojo a Sawyer, que tenía un pie en alto. Estaba observándome, con su típica sonrisita, y me saludó. Lesionado o no, no le devolví el saludo.
El entrenador A sonrió, como si le hiciera gracia.
—¿Cómo no ibas a tener tú una solución? ¿Todavía sigues intentando salvar el mundo?
—Como siempre —respondí— y, por si no se ha fijado, funciona. El mundo sigue aquí.
El hombre agitó la cabeza, sin dejar de sonreír.
—Bueno, ¿qué solución tienes para mi problema con el quarterback?
—¿Conoce a Jude Ryder? —pregunté. Señalé hacia las gradas, donde Jude había vuelto a sentarse y me buscaba entre la gente.
—Todos lo conocemos —respondió, y me miró como si estuviera chalada—. Y era un magnífico jugador de fútbol hasta que empezó a meterse en líos y consiguió que lo echaran del equipo en su primer año. ¿Cómo va Jude Ryder a solucionar mis problemas?
Ni siquiera me lo pensé.
—Deje que juegue de quarterback —contesté. El entrenador A estuvo a punto de atragantarse, pero, aun así, proseguí—: Es más fuerte que sus dos mejores jugadores juntos, tiene un brazo que ya quisieran para sí los Manning y posee la puntería de un francotirador.
El entrenador A ni se inmutó.
—Lo he visto, entrenador. Es bueno de verdad.
Él guardó silencio unos instantes, mientras decidía si tomarme en serio o no. Sabía por experiencia que yo entendía de fútbol. Como mínimo, había asistido a veinte partidos al año desde que apenas era una niña, de modo que no era eso lo que le preocupaba. Lo que no veía claro era la parte referente a Jude.
—Dele una oportunidad —insistí, al borde de la súplica—. Tal como están las cosas, ¿qué puede perder?
—Ya se la di, Lucy —repuso, con impaciencia creciente—, y la pifió. De hecho, hemos vuelto a intentarlo este año. Lo puse en la lista cuando me aseguró que no se metería en líos y que vendría a los entrenamientos. Dejémoslo en que no estuvo a la altura de ninguna de esas expectativas.
Tragué saliva.
—Dele una segunda oportunidad. Todo el mundo merece una segunda oportunidad.
El entrenador A musitó algo entre dientes.
—Voy a perder la licencia por esto, pero ¿qué narices? —dijo, y se quitó la gorra—. Si el entrenador del otro equipo accede a que añada un jugador de última hora a la lista, y viendo la paliza que nos están dando, dudo mucho que se oponga, lo meteré en el campo —Lanzó un suspiro y enarcó una ceja—. Bueno, ¿dónde está el recién incorporado quarterback del Southpointe?
Le dirigí una sonrisa, que me devolvió.
—Justo… —empecé a decir, cuando me volví hacia las gradas y un pecho fornido me tapó la visión— aquí —terminé. Noté que la sensación de calor se avivaba justo en el punto en que se había interrumpido.
—Te doy la espalda dos segundos y desapareces —me reprendió Jude, con el entrecejo fruncido—. ¿Cómo voy a cuidar de ti si no sé dónde estás?
—¿Cuidar de mí? Jude, estamos en un partido de fútbol de instituto.
Aquel asunto del instinto protector estaba pasando de la raya.
—Exacto. En estos sitios hay cuarenta mil modos distintos de que las cosas puedan acabar mal para una chica como tú. Si quieres ir a algún sitio, la próxima vez me esperas y yo te acompaño.
En su rostro se dibujaba una verdadera preocupación, lo que a su vez me preocupó a mí. Aquella especie de sentimiento de territorialidad era excesivo. Estaba totalmente a favor de que se protegiera a la pareja y todo eso, pero no de no poder ir a ninguna parte, hacer nada, ni pensar por una misma sin la aprobación del otro.
—Relájate, Jude —dije, y lo así del brazo—. Solo estaba poniéndome al día con el entrenador A.
—No creo que sea el mejor momento para darle a la lengua con el entrenador Arcadia, Luce —repuso Jude, y le echó un vistazo a Sawyer, que no había apartado la vista de nosotros. Jude sonrió al verlo recostado contra el banco—. Creo que el hombre tiene que ocuparse de algún que otro problemilla.
—Sus problemas ya están resueltos —contesté, mientras cruzaba los brazos envueltos en la manta.
El entrenador A levantó la vista de la tablilla, como si evaluara a Jude, probablemente arrepintiéndose de antemano de su decisión.
—Ve a vestirte, hijo —le ordenó, señalándole el vestuario con un gesto de cabeza—. Creo que puedo entretener a los árbitros un par de minutos, pero no mucho más. Quieren volver a casa y ponerse ropa seca igual que los demás.
—Un momento, entrenador —Jude levantó una mano—. ¿Por qué me dice que vaya a vestirme? Ya no soy uno de esos jugadores suyos que se dan palmaditas en el culo.
El entrenador A soltó una risita y me miró.
—Ahora sí.
Jude lo comprendió al instante.
—¿Luce?
Solo pronunció una palabra, aunque, para el caso, era como si hubiera hecho una docena de preguntas. El tipo dominaba el arte de la inflexión.
Agité un pompón imaginario al tiempo que enarcaba una ceja.
—Arriba, Southpointe.