Primer día en mi nuevo instituto. Último curso. Quienes afirman que el infierno no existe están muy equivocados.
El instituto Southpointe tenía todo lo que yo creía que solo ocurría en los reality shows. Las chicas eran el doble de guapas que la media, los chicos podían hacerse pasar por universitarios, los presuntos cerebritos acababan de cabeza en la papelera, varias profesoras se mostraban claramente insinuantes con los alumnos del sexo masculino y fui testigo como mínimo de una decena de trapicheos con drogas durante los descansos entre clase y clase.
Y aún no era la hora de comer siquiera.
El profesor estaba repasando el programa del semestre, que incluía leer y reseñar libros que yo ya había leído en séptimo curso, cuando el timbre sonó con la potencia de una alerta antiaérea. Como era nueva, pensé que mis compañeros eran muy amables insistiendo en cederme el asiento más cercano a la puerta. No me había dado cuenta de que también era el que estaba más cerca del timbre, que sonaba como una bomba sónica.
Tal como ya había sucedido en las tres primeras clases, en la cuarta, la de inglés, todos me miraron con gestos de exasperación y muecas burlonas cuando el sobresalto me hizo dar un tremendo respingo. Iba a necesitar comprar toneladas de ibuprofeno, ya que tendría que soportarlo hasta el día de mi graduación el 3 de junio. Y, sí, yo ya estaba contando los días.
—Así que tú eres la nueva por la que todos los tíos ya están haciendo sus apuestas —Las palabras las había pronunciado una chica tan peripuesta y con un aspecto tan sensacional que era el perfecto ejemplo de lo que la gente considera ser todo fachada—. Creo que Luke Morrison encabeza la lista de quién tiene más números de cepillársete el primero.
—¿Cómo dices? —Yo me estaba esforzando por ser amable, sobre todo porque no tenía ni un solo amigo en esa escuela, pero no estaba hecha para dejarme pisar.
La señorita Todo Fachada captó enseguida que no pensaba ponerme de felpudo para que me restregara en la cara el barro de sus zapatos de tacón, porque esbozó una sonrisa y agitó la mano en el aire como quitándole importancia a la cosa.
—No dejes que te afecte nada de lo que esos machitos que tenemos por aquí hacen o dicen. Ya se sabe que los hombres proceden del mono, y aunque todo el mundo diga que han evolucionado, en mi opinión eso no es más que un insulto para los pobres monos.
—Vale —musité, cargándome la cartera al hombro.
—Me llamo Taylor —dijo la chica, y se echó el pelo hacia atrás cuando un compañero que pasaba por su lado le dio un pequeño codazo y le clavó una mirada que debería estar reservada para los momentos de estricta intimidad.
—Yo soy Lucy —contesté, no muy segura de si aquello era el comienzo de mi primera amistad en aquel infierno de instituto o si me estaba limitando a aplicar el principio de «si no puedes con ellos, únete a ellos».
—¿Qué haces a la hora de comer, Lucy? —preguntó Taylor, mientras me cogía del brazo y me atraía hacia la puerta.
No tuve oportunidad de intervenir.
—Tienes que sentarte conmigo y con las chicas, y no pienso aceptar un no por respuesta —dijo, mientras me guiaba por el pasillo y provocaba todo tipo de reacciones a su paso.
Juro que todo el mundo se volvió a contemplar sus andares. Los chicos le guiñaban el ojo, le silbaban y le echaban miradas. Muchas miradas. Las chicas fingían no hacerle caso, pero también le lanzaban alguna que otra mirada fugaz o la observaban de soslayo con cara asesina.
—Gracias —contesté con tono vacilante, incapaz de dilucidar si de verdad debía estarle agradecida.
De repente me acordé de mi hermano, como siempre me ocurría en algún momento del día. Él sabía actuar con naturalidad en ese tipo de situaciones, sabía hacer amigos en ambientes nuevos. En cambio a mí siempre me había costado trabar amistad con la gente, y al parecer el instituto Southpointe no iba a ser ninguna excepción.
—La primera impresión es lo que cuenta, y la segunda no vale nada —dijo, cuando entrábamos en el comedor. La gente reaccionó igual que en el pasillo. Fuera a donde fuese, Taylor arrasaba—. Todo es cuestión de control de daños, pero creo que si jugamos bien las cartas, no tendremos problemas.
La cabeza me daba vueltas.
—Cuando hablas de control de daños, ¿lo dices porque los tíos ya están haciendo correr rumores acerca de quién va a acostarse conmigo primero, o antes, o más, o lo que sea? —El instituto era un lugar de aprendizaje superior.
—¿Los tíos? ¡Claro que no! —exclamó Taylor, y señaló una mesa en el extremo más alejado—. Según su código, ese es el mayor de los cumplidos. Lo digo por las chicas, en especial por las novias de los que apuestan por la nueva. Además, esa ropa no desmiente tu imagen de fulana precisamente.
Arrugué la nariz. Esa chica hablaba un idioma con el que no estaba nada familiarizada, y encima se metía con mi forma de vestir. Vale que la falda era un pelín demasiado corta, sí, pero para compensarlo llevaba una chaqueta de punto y zapatos planos, por el amor de Dios.
—Están preparando un plan de ataque. De los gordos.
—¿Y cuál es? —quise saber. Me pregunté si como mínimo algunas de las miraditas y las muecas cargadas de odio iban dirigidas a mí. En realidad, no cabía duda de que aquella chica de pelo oscuro que no sabía aplicar el principio del «menos es más» con la máscara de pestañas me dirigía a mí su mirada furibunda mientras aferraba al chico que tenía al lado.
—Ya te han puesto la etiqueta de fulana —aseguró Taylor, encogiéndose de hombros—. Lo he visto escrito en el espejo de dos lavabos con un color de pintalabios de la temporada pasada y lo he oído por lo menos cincuenta veces en los pasillos.
¿Era posible odiar más el instituto? Sí, la respuesta siempre es sí.
—Genial, estoy flipando —repuse yo, con la cabeza bien alta—. ¿Y qué se supone que he hecho o he dejado de hacer para que los imbéciles del Southpointe se apuesten sobre quién se acuesta antes conmigo y sus novias me pongan la etiqueta de putilla?
Yo ya sabía que el mundo no era justo, por supuesto. No todas las personas se comportaban con sensatez ni seguían el camino de la lógica y la armonía, pero por lo menos quería oír la explicación de por qué el mundo era una mierda, si es que la había.
—Ahí tienes… —Taylor me detuvo y me hizo volverme hacia la cola. El aire se me atascó en los pulmones, y a continuación sentí vértigo— el motivo.
La bandeja de Jude dejó de deslizarse cuando sus hombros se tensaron. Se dio media vuelta y me miró directamente, como si supiera de antemano dónde me encontraba exactamente. Lo vi esbozar una sonrisa y todo empezó a dar vueltas sin control a mi alrededor.
—Por la cara de boba que se te ha quedado, deduzco que los rumores son ciertos —dijo Taylor, mientras se esforzaba por tirar de mí, pero yo no me moví. En honor a la verdad, era incapaz de moverme con Jude mirándome como lo estaba haciendo—. Ten en cuenta que en el Southpointe hay una regla de oro: si quieres gozar de una reputación mínimamente decente, no mires ni dirijas la palabra a los tíos como Jude Ryder, y ni mucho menos se te ocurra salir con uno de ellos.
Jude dejó la bandeja y se dirigió hacia mí, y, a medida que avanzaba, la muchedumbre que saturaba el comedor iba dejándole el paso libre. Todo aquel que lo veía acercarse se apartaba, y a quienes no lo veían, los apartaban los amigos que tenían cerca o el propio Jude empujándolos con el hombro.
—¿Viene hacia aquí? —preguntó Taylor como si eso fuera el fin del mundo.
—¿Sí? —A mí no me parecía tan catastrófico.
Taylor sacudió la cabeza sin dar crédito.
—Jude jamás va detrás de una chica; nunca lo ha hecho y nunca lo hará, ni aunque viviera cien millones de años. Él nunca persigue a nadie, a él lo persiguen.
Esa vez fui yo quien se encogió de hombros.
—Solo viene a saludarme.
—Exacto. Jude nunca se acerca a saludar a nadie —insistió con impaciencia—. Te lo repito: a él lo persiguen.
Tuve la sensación de que todos los ojos se clavaban primero en Jude y luego en mí. Estaban a punto de conocer de primera mano el desenlace de la historia más palpitante del mundillo adolescente.
—Creía que acababas de decir que, si una tiene aprecio a su reputación, no debe andar con tipos como Jude. ¿No es por eso por lo que en el instituto Southpointe, un sitio lleno de gente ecuánime y tolerante, todo el mundo me considera una fulana?
—Sí, eso he dicho —reconoció Taylor, y miró a Jude de una forma que hizo que me entraran ganas de marcar el territorio—. Pero ¿no te has dado cuenta de que, cuando se te acerca un tipo como Jude, tu reputación deja de importarte?
No me parecía que hubiera una respuesta apropiada a eso, así que me la quité de encima y me dirigí a él.
—¿Qué estás haciendo? —dijo Taylor, a mis espaldas.
—Ir a saludarlo.
—No puedes hacer eso —me advirtió entre dientes, al tiempo que se acercaba corriendo y me cogía del brazo.
No sabía si aquella chica se había tomado algo de más o si se le había olvidado tomarlo, pero estaba empezando a cabrearme.
—Escucha, Taylor —dije, encarándome con ella—: si resulta que mi fama de putilla aumenta por saludar a alguien, que así sea.
Reparé en la mirada ofendida que me dirigió cuando me solté de un tirón.
Para que luego digan que es fácil hacer amigos.
—Hola, Luce.
Noté que se me erizaba el vello del cogote.
—Hola, Jude —Me moderé todo lo posible.
Él seguía sonriendo como si fuera lo mejor que le había ocurrido en toda la semana y, salvo por la cicatriz reciente en zigzag de la ceja, tenía exactamente el mismo aspecto: ropa oscura, gorro oscuro, secretos oscuros.
—No esperaba verte por aquí —dijo, embutiéndose las manos en los bolsillos.
—¿En serio? —me extrañé. Trataba de actuar como si no ocupáramos el escenario que todo el mundo observaba—. Yo tampoco esperaba encontrarte aquí, sobre todo porque la última vez que te vi se te estaba llevando la policía.
Torció el gesto al tiempo que se frotaba la nuca.
—Sí, ya. Supongo que te debo una explicación.
—¿Una? —ironicé—. Diría que me debes un montón de explicaciones.
—Ya lo sé —dijo, y su rostro se ensombreció—. Ya lo sé.
—¿Cuándo te han soltado? —pregunté en voz baja, mientras echaba un rápido vistazo al comedor.
—No pasa nada. A estas alturas, todo el mundo sabe… ¡QUE SOY UN CAPULLO Y UN INÚTIL! —gritó Jude, y su voz retumbó en el comedor, seguida de un repiqueteo de cucharas contra las bandejas—. Salí hace un par de semanas —añadió con tono normal, encogiendo un hombro.
Traté de no hacerme la ofendida.
—¿Y no podías llamarme?
—Claro que podía, Luce —contestó Jude con voz tensa.
—Pero no lo has hecho.
—¿Necesitas una respuesta a eso o solo estás buscando la manera de dejarme más hecho una mierda de lo que estoy?
—¿Estás hecho una mierda? —pregunté, y avancé un paso—. ¿Tú estás hecho una mierda? —repetí, solo porque me sentaba bien—. Casi me arrancan el pelo de raíz, y todo porque conocí a unos amigos tuyos a los que nunca habría tenido el honor de conocer de no haber sido por ti. Un poco más y asan a mi perro. Y encima me han nombrado la fulana mayor del Southpointe porque, mira por dónde, todo el mundo sabe que soy tu amiga y, al parecer, eso por fuerza tiene que significar que tú y yo hemos hecho de todo —Estaba dándole a la audiencia exactamente lo que quería, un maldito espectáculo, y no estaban perdiéndose ni un minuto de la intriga.
—Ahí tienes la respuesta —dijo Jude, boquiabierto—. Por eso no te he llamado. Por eso no me planté en la puerta de tu casa un segundo después de salir del reformatorio como quería. Soy un cáncer, Luce. Y no de los que se curan con radioterapia, sino de los que acaban con uno.
La vulnerabilidad que ya había atisbado otras veces volvía a hacerse patente y le humedecía la mirada.
Yo estaba demasiado cabreada, o dolida, para que esa mirada me afectara.
—Bueno, pues gracias por nada. Que te vaya bien la vida.
Posiblemente lo más difícil que había hecho hasta la fecha era darle la espalda en medio de un comedor lleno de ojos expectantes y alejarme de él.
No sabía adónde ir, pero no podía ponerme a andar en círculos hasta que a mi flamante lista de atributos añadieran el de «mentalmente inestable». Así que me tragué el orgullo y la sospecha de que Taylor debía de ser la tía más manipuladora sobre la faz de la Tierra, y meneé el trasero hasta volver a sentarme en su mesa.
—No esperaba volver a verte por aquí —dijo Taylor con un crujido de la barrita de zanahoria y una mueca que habría dejado por los suelos a cualquiera que se preciara menos que yo.
—¿Y eso por qué? —pregunté con toda la indiferencia de que fui capaz—. Ya te he dicho que solo quería saludar a un viejo amigo.
—Pues menuda bienvenida le has dado —repuso ella, y dio un sorbo de su refresco light.
Las chicas sentadas a su alrededor, ni mucho menos tan bien dotadas genéticamente, pero aun así lo bastante potables para mirarme arrugando la bonita nariz resultante de alguna operación de cirugía estética, ocultaron sus risitas burlonas en sendas latas de refresco light.
—De eso nada, Taylor —le espeté a la vez que ocupaba un asiento. No necesitaba su invitación si no estaban dispuestas a ofrecérmela—. Eso ha sido un adiós.
—A mí no me lo ha parecido —repuso ella, y se estiró para mirar a Jude por encima de mi hombro.
Yo me di media vuelta en el asiento y lo vi plantado exactamente donde lo había dejado, mirándome de la forma más penetrante que me habían mirado jamás, como si le importara un pimiento lo que pensara la gente.
Me volví de inmediato hacia Taylor y probé qué tal se me daban a mí esas miradas.
—Ah, Taylor. Estoy segura de que todo el mundo sabe que las apariencias engañan —Saqué una manzana de la bolsa y le hinqué los dientes antes de dirigirle una sonrisa retadora.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó, inclinándose hacia delante.
Me estaba metiendo con quien no debía, era consciente, pero había pasado por bastantes trances en la vida para reconocer las sandeces mezquinas, y esa chica era la reina de los mezquinos.
—Vamos a ponerte a ti como ejemplo. Una chica guapa, de una belleza quirúrgica convencional —En la mesa se oyó contener la respiración a coro—. Artificial —Estaba dejándola como un trapo y por dentro me partía de risa—. Bueno, la cuestión es que nadie esperaría que una chica así fuera tan insoportable, desagradable…
—Hola, chicas —me interrumpió un recién llegado. Saludó con un pequeño codazo a dos de mis atónitas compañeras y se detuvo justo detrás de la silla contigua—. ¿Está ocupada?
Yo negué con la cabeza y aproveché el momento para sacar una botella de agua de la cartera y mirarlo de reojo. Tenía la sonrisa demasiado reluciente y el pelo demasiado rubio, y encima llevaba autobronceador y la camisa almidonada. Era evidente que iba de guaperas, pero desde luego a mí no me atraía lo más mínimo.
—Tú debes de ser la chica de la que habla todo el mundo —dijo, tomando asiento.
Las risitas se propagaron por la mesa.
Se puso como un tomate al darse cuenta de que había metido la pata.
—Quiero decir que todo el mundo habla de ti en el sentido de que eres nueva —aclaró, lo cual no hizo más que arrancar otra ronda de risas en la mesa.
—Claro que querías decir eso —dijo Taylor entre dientes.
Él le lanzó una mirada que parecía suplicar una tregua y luego se volvió hacia mí.
—Soy Sawyer —dijo, con aquella sonrisa artificialmente—. Sawyer Diamond.
Por favor. Incluso el nombre era… exasperante. Si mi padre descubría que iba a clase con un chico que se apellidaba Diamond, me concertaría un matrimonio a toda costa. Su Lucy In The Sky… una Diamond.
—Yo soy Lucy —contesté, y di un sorbo de agua mientras me advertía a mí misma que nunca resultaba bien sacar conclusiones precipitadas cuando se tenían los ánimos caldeados. La próxima vez que quisiera dejar plantado a alguien, daría mil vueltas al comedor antes de volver a sentarme en esa mesa.
—Lucy —repitió, y sacó un sándwich de su bolsa de la comida—. Un nombre bonito para una chica bonita.
Ya estaba poniendo los ojos en blanco cuando noté que alguien asomaba la cabeza por encima de mí.
—Ese es mi sitio, Diamond.
No me volví a mirar. No me hizo falta. Habría reconocido esa voz incluso en mi próxima vida.
—No me había dado cuenta de que estaba ocupado —Sawyer encorvó la espalda y se hundió en el asiento.
—Pues te has equivocado —dijo Jude, y aferró el respaldo de la silla de Sawyer—. Te pasa muchas veces, ¿verdad?
Sawyer se puso en pie y se volvió hacia Jude. Era más bajo que él, aunque no mucho, y bastante menos corpulento.
—Lárgate, Ryder —dijo, cruzándose de brazos.
—¿Por qué no la dejas en paz? —soltó Jude con aire resuelto.
Tenía el presentimiento de que mi lista de cosas que solo ocurren en los reality shows estaba a punto de engrosarse con una tremenda pelea en el comedor; sin embargo, por muy cabreada que estuviera con Jude, no podía permitir que volvieran a llevárselo esposado delante de mis narices.
Me levanté como una flecha y me interpuse entre los dos.
—Yo me voy. Puedes sentarte en mi sitio si quieres —No lo miré a los ojos, porque no quería recordar a qué estaba dándole la espalda.
Sin pronunciar una palabra más, me alejé de ellos y salí volando del comedor.
No sabía qué tenía que hacer para estudiar en casa, pero estaba dispuesta a aceptar diez horas al día los siete días de la semana, sin descansos para ir al lavabo ni comer, con tal de que no me obligaran a volver a ese maldito tugurio.
Fui esquivando alumnos sin detenerme hasta que llegué a un pasillo desierto. Encontré unas taquillas y me senté en el rincón con la cabeza oculta entre las piernas. Me entraron muchas ganas de echarme a llorar. Habría querido dar rienda suelta a todas las lágrimas que había estado conteniendo durante años, pero algo me impedía derramarlas. Algún bloqueo mental me imposibilitaba la expresión emocional que tanta falta me hacía.
—Mierda —mascullé, y di un puñetazo a una taquilla.
—¿Luce?
Para nada lo que necesitaba en ese preciso momento. Y justo lo que necesitaba en ese preciso momento.
—¿Cómo me has encontrado? —pregunté, sin levantar la cabeza.
—Ha sido fácil —dijo, tomando asiento a mi lado—. Solo he seguido las maldiciones.
Me eché a reír. Con ganas. Cuando quería llorar y no podía, siempre resultaba emocionalmente inestable. De hecho, inestabilidad emocional era una forma suave de describir lo que me venía ocurriendo últimamente. La mayoría de los días lograba ocultar mis inseguridades y mi espantoso pasado detrás del genio. En cambio, los días como ese me recordaban lo frágil que era y la facilidad con que la persona equivocada era capaz de demoler mi fachada supuestamente sólida con solo pronunciar las palabras apropiadas.
Ahí estaba yo, sentada al lado de la calamidad personificada, alguien que, si permitía que entrara en mi vida, me arrastraría a un pozo sin fondo. Se me acercó de repente, me rodeó con un brazo y me estrechó contra sí. Tendría que haberme resistido, o por lo menos oponer cierta resistencia, puesto que seguía sin saber nada del pasado, el presente y el futuro de Jude. Pero no fue eso lo que hice, claro.
—¿Qué? —preguntó, con la voz amortiguada por mi pelo.
—Qué —contesté, en el momento en que una horda de chicos pasó por nuestro lado.
No hicieron el mínimo comentario delante de Jude, pero fueron dándose codazos por el pasillo con tal ímpetu que oía los golpes. Seguro que estar allí, acurrucada entre los brazos de Jude, ayudaba mucho a mi ya de por sí penosa reputación.
—Quieres una explicación —dijo, como si no tuviera elección.
—Quiero una explicación —Mejor antes que después, aunque antes todavía habría sido mucho mejor. Sabía que con Jude tenía que aceptar las cosas como llegaban.
—Si tú estás preparada, yo también.
Era incapaz de pensar. Daba la impresión de que no había pregunta ni respuesta capaz de cambiar lo que sentía por él, lo cual era una conclusión muy poco alentadora en relación con alguien como Jude.
Por si no estaba bastante claro, me faltaba un tornillo.
—Vamos —Me dio un codazo—. Pregúntame lo que quieras y ya decidiré si te respondo o no.
—Sí que me das ánimos —contesté, y sonreí contra su camisa.
—Solo tenemos unos minutos antes de que suene el timbre, o sea que será mejor que dispares ya. A mí me da igual llegar tarde, pero me temo que a ti no.
La verdad era que mi historial acumulaba unos cuantos retrasos. En mi anterior instituto para mojigatos de sangre azul, yo era una especie de rebelde porque me atrevía a llevar minifalda y una buena capa de pintalabios, incluso a saltarme alguna clase de vez en cuando. Sin embargo, en ese centro para ovejas descarriadas mis antiguos modales de criatura indomable iban a valerme la santidad.
Un momento; se me había olvidado que ya me habían tachado de fulana.
Jude me dio otro codazo, así que fui directa al grano sin entretenerme con preámbulos.
—Ya habías estado en la cárcel —No era una pregunta, puesto que ya sabía la respuesta, pero supongo que necesitaba que me lo confirmara.
—Sí —fue su escueta contestación.
—¿Cuántas veces?
—Once o doce. He perdido la cuenta.
Ya sabía que Jude y la poli eran íntimos, pero había subestimado hasta qué punto.
—¿Por qué? —pregunté, esforzándome por no alterar la voz.
Levanté la cabeza y vi que Jude se encogía de hombros.
—Casi siempre por pelearme, y una vez porque me pillaron con drogas.
La virgen.
—¿Qué clase de drogas?
Contestó sin pensarlo dos veces.
—Meta.
La virgen santísima.
—¿La tomabas? —¿Tan malo era rezar por que se la estuviera pasando a otro?
—Qué va —dijo—. Quería hacer negocio. A los trece años era un imbécil y un puto avaricioso. Pero no me fue bien, así que lo dejé. Hace cuatro años que no toco las drogas.
—¿Y a esos tres los conoces porque vivís en la misma casa? —No había vuelto a nombrarlos desde la mañana que siguió a la noche del caos. De hecho, ni siquiera había querido pensar en ellos, pero estaba dispuesta a abrir esa puerta cerrada a cal y canto con tal de descubrir al verdadero Jude.
Por primera vez en toda la sesión de preguntas y respuestas, se puso tenso.
—Sí —contestó, y se caló el gorro aún más.
—¿Y el tío Joe quién es? ¿El director?
Jude soltó una carcajada gutural.
—Si hacer de director es apoltronar el culo en el sofá mientras unas cuantas decenas de chicos se dedican a hacer el burro, sí, a eso se dedica.
—¿Cuánto tiempo llevas viviendo allí? —Me incorporé y lo miré de cerca, pero él tenía la cabeza en otra parte. En algún lugar sombrío.
De repente, como si hubieran accionado un interruptor, se estremeció. Sacudió la cabeza de forma brusca y se aclaró la garganta.
—¿La poli no te lo dijo? —preguntó, apretando la mandíbula—. No desperdician la mínima oportunidad de hacerme quedar como un mierda.
Estaba caminando de puntillas sobre un terreno minado y no sabía qué distancia lograría recorrer sin que todo estallara por los aires.
—Esperaba oírlo de tu boca, pero parece que alguien olvidó mi número de teléfono. Y mi dirección —Le sonreí, y al final se relajó.
—Cinco años —contestó.
—¿Te gusta?
—No está mal —Otra respuesta breve que no daba pistas.
—¿Cómo fuiste a parar allí? —Aunque estaba desesperada por hacerle todas esas preguntas en cuanto se me presentara la oportunidad, cada respuesta me ponía los pelos un poco más de punta.
—Mi madre nos dejó y mi padre fue a la cárcel.
—Lo siento —susurré. Dios, me sentía una persona de lo más despreciable por haber pensado mal de él—. ¿Saldrá pronto?
—No —Por la intensidad con que miraba la pared que teníamos enfrente, esperé que ardiera en llamas de un momento a otro.
—¿Por qué lo condenaron?
—Por el tipo de crimen por el que se inventaron las cárceles.
Un escalofrío me recorrió la columna vertebral.
—¿Y tu madre? ¿Por qué te abandonó?
—Porque odiaba hacer de esposa y aún más hacer de madre —dijo, y las comisuras de sus ojos se arrugaron—. Porque era una egoísta y quería disfrutar de su libertad y no sabía lo que era la lealtad.
Levanté la mano y entrelacé los dedos con los suyos.
—¿Crees que volverá algún día?
Jude soltó un resoplido.
—No. Hace mucho que se fue —aclaró—. Aunque siempre llevo en el bolsillo el regalito de despedida que me dejó —Se sacó un papel viejo y arrugado del bolsillo de los pantalones—. Y también me tejió o me cosió o como se llame el gorro asqueroso que llevo en la cabeza, aunque entonces me quedaba tres tallas grande.
No estaba segura de querer leer la nota. De hecho, más bien estaba segura de que no quería hacerlo, pero no pude negarme cuando Jude me la tendió. No podía negarme a compartir lo único que le quedaba de alguien a quien había amado. Respiré hondo y la desdoblé.
—Esto es la letra de «Hey, Jude» —exclamé, perpleja.
—Exacto —dijo, con voz tensa.
—¿Esto es lo que te dio tu madre antes de marcharse?
—Bueno, no me lo dio, lo dejó en la mesilla antes de largarse en plena noche; pero sí, ya ves qué detalle, escribirme la letra de una canción de mierda. Ni siquiera fue capaz de escribir un «Te quiero» o un «De mamá, con cariño». Bonito, ¿eh?
Volví a doblar la nota y se la entregué.
—¿Por qué la llevas siempre encima?
—No suelo hacerlo. La tengo enmarcada en la mesilla de noche, pero esta mañana me ha dado un bajón y la he cogido.
—¿Tienes esto enmarcado en la mesilla de noche? —repetí, y noté que se me rompía un poquito el corazón.
—Así la veo todas las noches.
Los músculos de su mandíbula se relajaron.
—Y te acuerdas de ella —deduje.
Volvió a tensarse un poco.
—Me acuerdo de lo que puede pasarte cuando quieres a alguien —Se embutió la nota en el bolsillo y estampó la cabeza contra la taquilla que teníamos detrás.
Seguramente era la historia más triste que había oído hasta la fecha.
—¿Y el gorro? —Entonces comprendí por qué se veía tan viejo y desgastado; lo llevaba puesto desde hacía cinco años.
—Por lo mismo —contestó, y se lo encajó hasta las cejas.
—La verdad es que es todo muy deprimente —dije, y traté de pensar en algo para cambiar de tema—. ¿Tienes hermanos?
Jude sacudió la cabeza.
—Soy hijo único. Afortunadamente, que mis queridísimos padres pararon a la primera —comentó—. ¿Y tú?
Me quedé helada. No había previsto que la conversación se desviara por derroteros tortuosos. No estaba preparada para contarle a Jude mi pasado, aunque él se hubiera mostrado tan dispuesto a hablarme del suyo. Me gustaba considerarme un libro abierto, y esa era la visión que quería transmitir a los demás, pero era todo lo contrario. Era un libro que llevaba cerrado tanto tiempo que el mínimo intento de abrirlo habría levantado una nube de polvo.
—Tenía un hermano mayor.
—¿Cómo que «tenía»?
Cerré los ojos e intenté abordar el tema con toda la naturalidad posible.
—Murió hace unos años.
Jude aguardó un momento antes de proseguir.
—¿Qué ocurrió?
Me mordí el labio.
—No estoy preparada para ahondar en ese tema —dije, tratando de ocultar mi tristeza—. Y menos después de todo lo que me has contado de tus padres. Mi capacidad de tolerar información deprimente tiene un límite —Intenté esbozar una sonrisa, pero no me salió bien.
—Lo siento, Luce. A veces la vida es una mierda —Me estrechó contra sí—. Estoy seguro de que era un tío estupendo.
—El mejor —contesté, observándolo—. ¿Sabes?, a veces me recuerdas un poco a él.
Jude sonrió.
—Entonces debía de ser un tío fenomenal.
Intenté sonreír de nuevo, y esa vez sí que lo logré.
—Lo era.
—Ahora que por fin nos hemos contado nuestros pasados de mierda, ¿hay algo más que te mueras de ganas por preguntarme? —Su voz tenía un matiz esperanzado. Supongo que creía que había acabado con el interrogatorio.
No iba a tener esa suerte.
—Dime en serio por qué no me llamaste —solté, mientras jugueteaba con el dobladillo de la falda—. ¿Tienes novia? —No sabía quién podía ser, pero la odiaba de antemano.
El alivio de Jude ante el cambio de tema fue patente.
—Mierda, no.
—¿Porque no quieres tener novia? —aventuré, al recordar nuestra primera conversación.
—Antes era de esos —empezó, y me miró los labios tanto rato que noté que empezaban a temblarme—. Pero ahora ya no estoy seguro.
—Vale, o sea que, si no me llamaste, no fue porque tuvieras novia —dije, tachando de mi cabeza la explicación probable número uno antes de pasar a la número dos—. ¿Te diste cuenta de que yo no te gustaba tanto como creías? —Tragué saliva y me preparé para la posible respuesta.
—Luce, para ser tan inteligentes, a veces las mujeres decís unas tonterías… —Se echó a reír y me cogió por la barbilla para que lo mirara—. No te llamé por lo que ya te he contado. Conmigo no te espera nada bueno. No lo hago a propósito, pero siempre acabo cagándola en todo.
—Porque eres un cáncer —dije, repitiendo sus propias palabras, aunque no me las creía.
—Exacto.
Suspiré de pura frustración.
—¿Quién te ha metido eso en la cabeza?
Volvió a apartar la mirada.
—Alguien que era muy importante para mí.
Todas esas respuestas deberían haberme servido para tachar preguntas, pero lo cierto era que cada vez añadían más.
—Mira, Jude, a estas alturas todo el mundo me considera una fulana por ser tu amiga. ¿Tú crees que las cosas pueden irme peor porque sigamos viéndonos?
—Mucho peor —masculló, antes de volverse de golpe hacia mí. Observé en sus ojos una ira desbocada—. Espera, ¿dices que te han llamado fulana?
—Bueno… —empecé, consciente de lo corta que era la mecha que hacía estallar el genio de Jude—. Eso parece.
Le dio un puñetazo tan fuerte a la taquilla que hundió la chapa.
—Cabrones cotillas —masculló, y se levantó de un salto—. Te veo luego, Luce —Se volvió para mirarme—. Tengo que hacer una cosa.
—Jude —le advertí—, no vale la pena —Y era cierto, no valía la pena. Nunca había dejado que lo que otros pensaran de mí me afectara y no tenía la más mínima intención de empezar a hacerlo.
—Y una mierda —contestó, mientras se alejaba dando zancadas por el pasillo.
Un par de compañeros con los que se cruzó lo saludaron, y él en respuesta le dio otro puñetazo a otra taquilla.
A quinta hora me tocaba gimnasia, y me puse a dar saltos de alegría cuando el entrenador Ramstein nos dijo que no hacía falta que nos cambiáramos porque iba a celebrarse una especie de asamblea de inicio de curso.
Sin embargo, mi euforia cayó en picado en cuanto pisé el reluciente suelo del gimnasio. Sabía que no era posible que todo el mundo me estuviera mirando, pero esa era la sensación que tenía. Mientras caminaba junto a las apretadísimas filas, iba topándome con miradas y sonrisas de complicidad. Unos cuantos alumnos tuvieron el suficiente descaro para susurrar la palabra prohibida con un tono que me resultara audible.
Maldita sea, ahora sí que me estaba cabreando. No quería tener a todo Southpointe en contra, pero no descartaba que ocurriera a menos que cerraran la boca. No me parecía justo que me hubieran endilgado un apelativo así sin que por lo menos hubiera gozado ganándomelo a pulso.
Fui hasta el fondo del gimnasio y me senté en la fila de atrás de la última gradería. Tenía todo el banco para mí sola.
Erguí la espalda, levanté la cabeza y me propuse devolver la mirada a todo aquel que posara los ojos en mí.
—¡Atención, por favor! —Se oyó una voz cansina a través del micrófono. A juzgar por el traje rancio y las ojeras, debía de ser el director. El jaleo del gimnasio no disminuyó ni un decibelio—. ¡Atención, por favor! —repitió con voz más cansina aún. El pobre hombre iba a pasar un año de órdago si el primer día estaba así de hecho polvo.
Al parecer, yo era la única que prestaba atención. Por eso, cuando alguien apareció por detrás del director y le arrancó el micrófono de la mano, tuve tiempo de mascullar un sofisticado reniego antes de que los demás se dieran cuenta de lo que estaba ocurriendo.
—¡Silencio, capullos! —La voz de Jude retumbó en la sala, y todo el mundo hizo lo que pedía.
El director intentó recuperar el micrófono, pero Jude lo levantó en el aire, a casi un metro por encima del pobre y azorado hombre. Jude sacudió la cabeza una vez y enarcó las cejas. El director captó el mensaje y retrocedió.
A continuación, Jude bajó el micrófono y me miró. De nuevo sabía el lugar exacto que ocupaba entre los varios millares de estudiantes. Mantuvo la mirada fija en mí un segundo más antes de desviar la atención.
—Escuchad, panda de cabrones: os aguanto porque me importa un pito lo que penséis de mí —empezó, mientras se paseaba por la tarima—. Pero no permitiré ni por un segundo que intentéis cargaros la reputación de una chica inocente.
Me habría gustado disfrutar de la vista que ofrecía la sala, con todos los ojos abiertos como platos y las mandíbulas a ras de suelo, pero no podía apartar la mirada de Jude. Estaba defendiendo mi honor y, obrara bien o mal, era lo más sexy y lo más romántico que me había ocurrido jamás.
—Lucy Larson es mi amiga, una amiga que me apoya. Y creo que todos sabéis que si solo fuera una tía más con las que me lío, yo ahora no estaría aquí.
Hizo una pausa, bien para descansar o bien para desafiar a que alguien se atreviera a llevarle la contraria.
Seré sincera: por la furia que delataba el semblante de Jude, temí que si alguien se atrevía a contradecirle saliera del gimnasio en una bolsa para cadáveres.
—Si oigo a alguien siquiera insinuar en voz baja que es una fulana… —Jude apretó el puño mientras parecía estar mirando a los ojos a todos y cada uno de los alumnos del instituto Southpointe—, más vale que esa persona no le tenga mucho aprecio a sus piernas, porque pienso rompérselas las dos.
En ese momento yo también me quedé boquiabierta, como todos los demás.
—Si alguien necesita más explicaciones sobre el tema, que me busque en el aparcamiento —Dejó que la amenaza nada sutil calara durante un minuto antes de devolverle el micrófono al director.
El hombre pidió a alguien del equipo directivo que lo relevara y luego hizo una señal a Jude. Él lo siguió afuera del gimnasio, riéndose entre dientes.
—No sería un inicio de curso completo si no tuviera que citarlo en mi despacho antes de que termine la quinta hora, señor Ryder —El director dio un suspiro.
—Sí, pero en este caso merecía la pena, director Rudolph —contestó Jude, y me guiñó el ojo antes de salir del gimnasio, aún sumido en el silencio.