Uno de mis rincones favoritos de la cabaña era el porche protegido con cristaleras. Me encantaba contemplar la vista desde el viejo sillón de mimbre, acurrucada y arropada con una manta.
Eso había cambiado esa noche.
Y es que el hecho de observar cómo se llevaban esposado al chico que deseaba que me besara todas las noches de mi vida hasta hacerme perder el mundo de vista, seguido de otros tres tíos que andaban medio cojos gracias a la habilidad del primero, y todo mientras lo poco de la caseta de Rambo que quedaba en pie era devorado por las llamas, tuvo el poder de romperme todos los esquemas.
Los médicos se habían marchado, porque lo cierto es que, aparte de unos cuantos moretones, había resultado ilesa. Mis padres acabaron por despertarse cuando llegaron otros tres coches de policía con la sirena a todo volumen. Mi madre seguía resacosa por culpa de la dosis doble de somníferos, y mi padre se quedó tan hecho polvo al descubrir lo ocurrido que tuvieron que administrarle un tranquilizante. Ahora estaban sentados lo más lejos posible el uno del otro en el pequeño sofá de mimbre y posaban los ojos vidriosos de forma alternativa en la playa, en mí y en los coches de policía como si trataran de dilucidar si todo aquello estaba ocurriendo de verdad.
—¿Señor y señora Larson? —El agente Murphy golpeó con los nudillos la puerta acristalada antes de entrar en el porche—. Hemos terminado. Aquí tienen mi tarjeta, por si quieren hacerme alguna pregunta —La deslizó en la mano de mi madre mientras nos miraba a los tres como si fuéramos la visión más lamentable de la noche. Y cabía la posibilidad de que tuviera razón—. Les mantendré informados. Y a ti, Lucy —añadió, volviéndose hacia mí—, te esperamos en la comisaría a primera hora de la mañana para que prestes declaración. ¿Necesitas que vengamos a recogerte con un coche patrulla o puedes ir por tu cuenta?
—Iré en mi coche —contesté, y le dirigí una leve sonrisa sin dejar de acariciar a Rambo, que se había ovillado en mi regazo y no tenía la menor intención de marcharse de allí en un buen rato.
Él me respondió con otra sonrisa y se agachó a mi lado.
—¿Estás bien, Lucy? —preguntó, posando la mano en mi brazo—. ¿Puedo hacer algo por ti? —Me estrechó el brazo y observó a mis padres como si no concibiera que siguieran allí sentados, tan lejos de mí.
—No —dije, y me esforcé por no volverme a mirar el parabrisas del tercer coche patrulla, a través del cual resultaba bien visible la cabeza gacha ataviada con un gorro—. Estoy bien.
—De acuerdo —concluyó, poniéndose en pie—. Hasta mañana por la mañana.
—¿Agente? —Mi madre carraspeó y habló en un tono medio amable. Debía de ser cosa de los somníferos—. Para dejar las cosas claras, ¿el señor Ryder no vive en la casa de al lado?
—No, señora Larson —contestó él—. A menos que «vivir» incluya pasar unas cuantas noches de okupa en el cobertizo para las barcas.
—¿De okupa? —repitió mi madre, como si no hubiera oído nunca la palabra.
—En mi profesión eso se conoce como allanamiento de morada —explicó—. Y en el caso de Jude Ryder también se llama reincidencia.
—Entonces, ¿no es la primera vez que lo detienen? —preguntó mi madre, mirándome al mismo tiempo.
El agente Murphy se echó a reír.
—Ni mucho menos —aclaró—. Conocemos a Jude y a los otros tres delincuentes desde que iban a primaria. Son mala gente, del primero al último —insistió, tratando de dejar las cosas bien claras—. Todos los padres rezan por que sus hijas no se topen con chicos así. Son de los que se convierten en adultos que se pasan la vida entre rejas.
Mamá suspiró y sacudió la cabeza, mientras que mi padre, por suerte para él, seguía en su mundo.
—Pero Jude me protegió de los otros tres chicos —repuse, sin estar segura de a quién se lo decía. Tendría que habérmelo imaginado: no sabía nada sobre Jude. Me sentía traicionada, engañada, estafada. Pero por algún motivo, a pesar de todos los comentarios desfavorables, continuaba sintiendo la necesidad de salir en su defensa—. Me habrían hecho cosas horribles si no llega a impedírselo —Me aseguré de mirar a mi madre a los ojos para dejarle bien claro que Jude había sido el único capaz de salvarme, ya que mis padres se habían pasado varias horas roncando de lo lindo con tanta pastilla.
—No niego que tengas razón, Lucy, pero en todos los años que llevo viéndomelas con Jude Ryder, jamás se ha preocupado por nadie excepto por sí mismo —dijo el agente Murphy, con una sonrisa compasiva—. Los chicos así son incapaces de cuidar más que de sí mismos.
—No me lo creo —repuse.
—Ya lo sé, Lucy, ya sé que no lo crees —contestó el agente Murphy, al tiempo que abría la puerta del porche—. Jude no conseguiría cometer tantos delitos si no fuera tan atractivo y manipulador, pero vamos a hacer una cosa. Dentro de unos días lo soltarán; ojalá fueran tres semanas, pero lo dudo mucho. Cuando salga, ¿me dirás si tienes noticias suyas? Si te llama para disculparse y suplicarte que le perdones, ¡qué diablos!, aunque sea para saludarte, dímelo y retiraré la afirmación de que solo se preocupa por sí mismo. Pero, si no es así, ¿me harás el favor de olvidarte del momento en que lo conociste?
No estoy segura de si contesté que sí o que no, pero el agente Murphy tenía razón en una cosa.
Nunca recibí esa llamada, ni al cabo de unos días ni de varias semanas.