Capítulo
4

Siempre me habían encantado las hogueras. Pero era de noche, compartía la manta con Jude y él se arrimaba a mí cuando el único progenitor presente estaba a punto de irse a dormir, así que las expectativas de disfrutar eran mucho mayores.

Eso sí que era una buena hoguera. La mejor.

—Buenas noches, chicos —dijo mi padre, estirándose a la vez que se ponía en pie.

Habíamos conseguido resistir la cena gracias a que mi madre se la había pasado encerrada en su despacho, echándole una bronca a alguien por el móvil. Aunque mi padre era raro, resultaba fácil tenerlo cerca si no perdías de vista que siempre andaba con la cabeza en las nubes. Yo había aprendido a aceptar ese hecho como algo inevitable, y a Jude tampoco parecía suponerle ningún problema.

—Buenas noches, papá —El corazón ya me iba a cien por hora. Sabía que en cuanto nos quedáramos solos ocurriría algo. Así de palpable era la tensión entre ambos durante la hora que llevábamos intercambiando miradas expectantes, con las manos ávidas mientras nuestras piernas se rozaban y lo que callábamos resultaba más explícito que si nos lo hubiéramos dicho en voz alta.

—Buenas noches, señor Larson. ¡Gracias otra vez por la cena! —gritó Jude cuando mi padre nos dio la espalda, con una mano a punto de posarse encima de mi rodilla—. Me cae bien tu padre —dijo, mientras trazaba círculos en el interior de mi muslo con el pulgar.

Me fue imposible ofrecer una respuesta más allá de una sonrisa y un gesto de asentimiento.

—De tu madre aún no sé qué decir —comentó, echándose a reír.

Otro gesto de asentimiento y otra sonrisa.

—Y tú me gustas —prosiguió con voz grave—. De hecho, me gustas mucho —Levantó la mano del muslo y la posó en mi mejilla. Luego hizo lo mismo con la otra mano. Me sujetaba con tal firmeza que era imposible mirar nada que no fuera su rostro, pero al mismo tiempo con una delicadeza que me habría permitido apartarme de él si hubiera querido hacerlo.

—Tú también me gustas.

Él enarcó una ceja y aguardó.

—Me gustas mucho —añadí, y sentí que en mi interior saltaban tantas chipas que podría haber ardido en llamas en cualquier momento—. No le doy mi número de teléfono al primer chico con el que me cruzo, ¿sabes?

Él sonrió y deslizó el pulgar hasta mi boca. Mientras recorría la línea del labio inferior me escrutaba como si fuera algo comestible.

Yo estaba totalmente a favor de la liberación de la mujer y toda esa historia, pero ante la calidez de esa caricia deseé que Jude me poseyera de todas las formas posibles en que una persona puede poseer a otra.

Diría que estuvimos así más de un minuto; claro que es muy posible que yo ya hubiera perdido por completo la noción del tiempo. Abrí los ojos. Los de Jude eran del gris más claro que había visto en la vida.

—Puedes besarme, Jude.

Esperaba casi cualquier cosa, excepto que apartara la cabeza al tiempo que su mirada se ensombrecía.

—Ya sé que puedo —repuso con voz tirante—. Lo que no sé es si debo.

La desazón procedente del centro mismo de mis entrañas empezó a extenderse. Solo había una forma de aliviarla.

—Bésame, Jude.

Sus ojos se oscurecieron un poco más, pero no los apartó de los míos.

—No debería —dijo, y deslizó la mano hasta mi nuca mientras introducía un dedo por el cuello de la camiseta de tirantes sin apenas rozarme—. Pero ahora mismo me importa un cuerno.

Antes de que pudiera asimilar sus palabras, su boca ya rozaba la mía. Esa nueva forma de contacto resultó tan poderosa como la de sus manos, pero al mismo tiempo igual de delicada. Separó los labios y su gemido retumbó en mi pecho; y, entonces, sin tiempo para plantearme si debía o no debía hacerlo, coloqué una pierna sobre su regazo, porque, más allá de todo lo racional, cualquier distancia entre ambos me parecía excesiva.

Con su lengua contra mi lengua, su pecho contra mi pecho y sus manos sujetándome como si estuvieran tan ávidas como las mías, me pregunté si se trataba de uno de esos momentos que la gente recuerda con una sonrisa incluso en sus días más negros. Solo que a mí no me arrancaría una simple sonrisa; me haría andar haciendo piruetas hasta el día de mi muerte.

Deslicé las manos por dentro de su camisa y fui ascendiendo por el torso hasta que no me quedó otro recorrido posible que volver a bajar.

—Luce… —exclamó con un suspiro cuando posé los dedos en el cinturón—. Para —Me asía con fuerza por las caderas, pero sus labios volvieron a entrar en sintonía con los míos al momento.

—Pararé cuando pares tú —susurré contra su boca.

—Maldita sea —musitó, y, aunque me empujó para apartarme de sí, sus labios siguieron acogiéndome.

—¡Si tú ya has terminado, ¿puedo empezar yo?! —gritó alguien de repente desde la playa.

—Mierda —murmuró, y con un simple movimiento me obligó a incorporarme.

—¿Qué pasa? —susurré, pasándome los dedos por el pelo enmarañado.

—Entra en casa, Luce —dijo, y se colocó delante de mí para ocultarme—. Date prisa.

—¿Por qué? —Yo no pensaba ir a ninguna parte teniendo allí a un tío que era capaz de hacerme semejantes cosas—. ¿Quiénes son? —pregunté cuando vi unas figuras a contraluz que caminaban hacia nosotros.

Él se dio la vuelta para encararse a mí. Tenía la mirada tan alterada que no fui capaz de determinar si se debía al deseo o a la preocupación.

—No es momento de preguntas, Lucy Larson. Mueve el culo y entra en casa ahora mismo —Me aferró por los hombros, me obligó a dar media vuelta y me propinó un empujón en dirección a la cabaña—. Entra en casa, ya.

El chico tenía genio, lo cual no auguraba nada bueno. Porque yo también lo tenía.

Me di otra vez la vuelta y le lancé una mirada furibunda.

—¡No vuelvas a empujarme! —grité—. Y no vuelvas a decirme lo que tengo que hacer.

El semblante de Jude se suavizó antes de que la desesperación lo demudara.

—Por favor, Luce, no discutas y entra en casa.

Era una súplica tan directa y me miraba con una impotencia tal que estuve a punto de hacerle caso.

Pero para entonces las tres figuras ya nos habían dado alcance.

—¿No pensabas contarnos nada, Jude? —preguntó un chico, que enseguida entró en la zona iluminada por la hoguera. No era tan alto como Jude, pero sí más fornido. Me miró de arriba abajo como si me estuviera desnudando con los ojos y prosiguió—: ¿Descubres carne fresca y no tienes la decencia de compartirla con tus hermanos?

—¿«Hermanos»? —pregunté bajando la voz, y esa vez no impedí que Jude se situara delante de mí.

—Es una forma de hablar, nena —contestó el tipo fornido—. Somos de esa clase de hermanos que lo comparten todo —La ancha espalda de Jude fue lo único que me evitó otra mirada obscena por parte del Chico Cuadrado—. Todo —recalcó, resumiendo en una sola palabra un comentario de lo más soez.

—Vince —lo atajó Jude con voz asesina—, lárgate de aquí antes de que te parta la cara.

Vince soltó una carcajada.

—Ya sé que te gusta calentar a la gente, tanto con los puños como con la polla, pero dudo de que puedas darnos una paliza a los tres antes de que te la demos nosotros a ti —Los otros dos chicos, que debían de ser gemelos y alérgicos al jabón, entraron en la zona iluminada—. Y menos antes de que le demos lo suyo a tu chica. Uno detrás del otro.

En esos momentos tendría que haberme entrado terror. Mi instinto de supervivencia debería haber hecho saltar la alarma sin perder un segundo. Ese tipo de situaciones eran la pesadilla de todas las chicas de mi edad.

Pero no fue así. No sé si se debió a los puños apretados de Jude o a la furia que destilaba, o a que mi instinto de supervivencia se había tomado unas vacaciones; la cuestión es que estaba todo lo tranquila que podía estar.

—A ver qué tal os defendéis —soltó Jude con expresión resuelta—. Vamos, imbéciles. ¿Quién es el primero que se atreve conmigo? —Hizo a cada uno una señal con el dedo, retándolos a aproximarse, y esperó.

Estuvimos así un rato. Daba la impresión de que ninguno de los tres confiaba en salir con vida, y mucho menos en poder marcharse por su propio pie, si se acercaba a Jude. Y quienes lo tenían peor eran los gemelos apestosos. Por sus caras de cagados ante los mamporros que pronosticaban aquellos puños, parecía que tuvieran delante a la mismísima muerte.

—Ya nos vamos —soltó Vince al fin—. Os dejaremos solos para que puedas echar el último polvo del verano, como querías.

Jude soltó un rugido que parecía más animal que humano.

—Es una decisión inteligente, pero no os librará de llevaros una buena paliza la próxima vez que os pille.

—Ha sido un placer, Jude, como siempre —dijo Vince, siguiendo a los gemelos, que ya estaban a medio camino—. Y a ti que te sirva de aviso, nena —advirtió, desplazándose hacia un lado para poder verme. Cuando lo consiguió, su boca dibujó una sonrisa que provocaba repugnancia en todas las acepciones del término—. Asegúrate de que se pone condón. No querrás pillar lo que le crece ahí abajo a ese cerdo.

Todo el cuerpo de Jude se tensó con una sacudida; tenía ganas de salir corriendo detrás de aquellos tipos y hacerles quién sabía qué, pero se contuvo. Me miró, y entonces relajó los hombros y bajó los brazos.

Lo habían insultado de todas las maneras posibles, lo habían amenazado, lo habían provocado y se habían burlado de él; sin embargo, ahí estaba. A un palmo de distancia frente a mí. Un hombre del que no dudaba que habría acabado con aquel trío en diez segundos, a juzgar por el pronto y la seguridad en sí mismo que había observado en sus ojos.

Y se había quedado conmigo. No sé si lo hizo para protegerme, por si a aquellos payasos se les ocurría volver, o para proseguir lo que habíamos dejado a medias. Me daba igual.

—¡Eh, vosotros, tontos del culo! —grité al trío, que se alejaba sin ninguna prisa. Me aseguré de entrar en la zona iluminada para que captaran el mensaje completo. Entonces levanté el dedo corazón y exclamé a voz en cuello—: ¡De esto tengo todo lo que queráis!

—¿Qué demonios estás haciendo, Luce? —musitó Jude, y tiró de mí para situarme de nuevo tras él.

No tenía pinta de ser precisamente un caballero, pero el gesto me gustó, más de lo que cabría esperar de una mujer del siglo XXI.

—Ni una pequeñísima parte de lo que querría —dije, mientras aquellos tres me obsequiaban con una carcajada a coro como única respuesta.

—Oye, ya me he dado cuenta de que tienes los ovarios bien puestos y eres de las que no te dejas pisar, en serio —aseguró Jude, volviéndose para mirarme—, pero no te metas con esa gentuza.

—¿En qué quedamos? ¿Son gentuza o sois hermanos? —pregunté. Los altibajos vividos en los últimos diez minutos me habían provocado tal estado de nervios que no sabía qué hacer para calmarme.

Jude suspiró.

—¿Son tus hermanos? —insistí, mientras rezaba una rápida oración por que no fuera verdad.

—En cierta manera —contestó él, cerrando los ojos.

—¿Qué quiere decir eso?

Él abrió los ojos y me cogió de la mano.

—Que es como si no lo fueran.

—Entonces, que les den —dije, y dejé que siguiera cogiéndome de la mano aunque sabía que no debería habérselo permitido hasta que me aclarara quién o qué era—. Tendría que haberlo hecho otra vez. Solo ladran.

—No —repuso él con decisión—. Por favor, Luce. Esos tíos son unos cabrones que no ladran. A la mínima te saltan a la yugular sin avisar —Me aferró por los brazos y me atrajo muy cerca de sí como si quisiera inculcármelo mediante ósmosis—. No te metas con ellos. Si los ves acercarse por la calle, cambia de acera.

Ante eso no me quedó otro remedio que poner los ojos en blanco. Por fuerza tenía que estar exagerando. No dudaba de que aquel trío de babosos fueran autores de unos cuantos pintarrajos y destrozos en la vía pública, pero estaba segura de que no tenían agallas de hacer nada que los pusiera en una situación verdaderamente comprometida si los pillaban. Los tres llevaban la palabra «cobarde» estampada en la frente.

—Mierda, Luce —dijo Jude, cruzando los brazos detrás de la nuca y volviéndose hacia la playa—. Por eso es precisamente por lo que quería que te quitaras de en medio. Para que la mierda en la que estoy metido no te salpique y acabes hasta las cejas.

Ahora empezaba a encontrarle el sentido a sus palabras de advertencia. Por eso me había dicho que si era una chica lista me mantuviera alejada de él.

Lo que ocurría era que si ser lista significaba alejarme de él, prefería no volver a serlo jamás.

—Jude… —empecé, agarrándolo por el cinturón.

Él se dio media vuelta y me miró con expresión cansada.

—¿Qué?

—Bésame.

Aguardó un momento. Y entonces lo hizo.

No tengo ni idea de cuánto tiempo tardamos Jude y yo en reunir fuerzas para separarnos, pero cuando esa noche me metí en la cama era consciente de que el sol haría su aparición en un par de horas como máximo. Eso significaba que tendría que estar lista para una sesión mortal de tres horas de ballet habiendo dormido solo dos.

Me daba igual. Cada uno de los minutos de sueño perdidos lo había pasado perdida en los brazos de Jude.

Me obligué a cerrar los ojos y desconectar mi mente sobreexcitada. Pero volví a abrirlos al cabo de un instante. Rambo ladraba como si anunciara la llegada de un huracán.

Salté de la cama y me dirigí corriendo a la ventana. Rambo no era mucho de ladrar; gruñía, parecía sonreír y soltaba un pequeño ladrido de vez en cuando, pero nunca lo había oído tan desesperado. Era como si le estuvieran arrancando las entrañas, a él o a alguien cercano.

No logré ver gran cosa a excepción del brillo de su caseta y lo que parecían sombras agitadas por el viento o personas moviéndose alrededor. Abrí la ventana para verlo mejor, y entonces un muro de llamas se alzó alrededor de la caseta.

No lo pensé. Fue un puro acto reflejo. Me colé a gatas por el hueco de la ventana y me deslicé a toda prisa por el tejado. Solo tenía en la cabeza salvar a Rambo de otro fuego. Y esa vez lo haría de verdad.

Ni siquiera me planteé cómo se había producido el incendio o quién lo había provocado. En lo único que pensaba era en llegar hasta él para salvarlo.

Descolgué las piernas por el borde del tejado y mis pies toparon con la barandilla del porche. De ahí al suelo no había más que un salto. Lo había hecho una docena de veces, pero en esta ocasión no podían acusarme de que me estuviera escapando de casa.

Al estallar el incendio Rambo había dejado de ladrar, y no sabía si se había quedado mudo del susto o si estaba muerto, pero no me parecía acertado albergar esperanzas de que fuera lo primero.

Tiré de la manguera que rodeaba la casa, accioné la manivela y crucé el jardín a toda velocidad. Tardé una eternidad en recorrer los cien metros que me separaban de la playa, donde estaba la caseta. Introduje el pulgar en el extremo de la manguera y antes que nada rocié la portezuela con la intención de apagar el fuego de ahí y abrirla para que Rambo pudiera salir. Cuando las llamas se hubieron extinguido, retiré el candado sin hacer caso de la altísima temperatura del metal. Abrí la portezuela y entré en la caseta.

—¡Rambo! —grité, frenética—. Vamos, chico —Los ojos y la garganta me escocían a causa del humo, pero di un paso más. Iba a echarme a llorar de un momento a otro, ya me esperaba encontrar el cuerpecillo sin vida de Rambo tumbado en algún rincón cuando la bolita peluda saltó a mis brazos con un pequeño ladrido. Di un grito de alivio y dejé que me lamiera la cara hasta que no le quedó ni un centímetro por cubrir—. Menudo susto me has dado, chico —dije entre sollozos, y saqué la cabeza de la caseta. De repente, Rambo dejó de lamerme y un gruñido grave le hizo temblar todo el cuerpo.

No sabría decir si las risas que oí detrás de mí acababan de empezar o llevaban rato oyéndose. Yo reparé en ellas cuando les siguió un aplauso.

Dejé a Rambo en el suelo y volví la cabeza. Vince y los gemelos estaban acercándose a mí. Sin la formidable corpulencia de Jude para protegerme, su expresión era la amenaza en estado puro. Estaba aterrorizada.

—Volvemos a vernos —dijo Vince, adelantándose a sus compañeros.

Me entraron ganas de vomitar, pero eso no impidió que le contestara.

—Eso esperaba; no estaba segura de si habíais visto bien mi mensaje de despedida —Levanté la mano y repetí el gesto ofensivo con que ya los había obsequiado una vez.

Sabía que era insensato, sabía que estaba fuera de lugar, y aunque era evidente que eso no iba a servirme de nada frente a los tres hombres y lo que quisieran hacerme, en ese momento me sentó bien.

Vince se quedó boquiabierto, como si no diera crédito a lo que estaba haciendo después de que mi perro hubiera estado a punto de morir carbonizado y teniendo delante a tres chicos que eran la viva imagen de la locura y que me sonreían con desdén como si fuera a convertirme en el siguiente logro en su ascenso hacia el podio de los criminales.

—Voy a disfrutar viéndote arder, zorra —soltó, y escupió hacia un lado—. Sujetadla para que le enseñe unos cuantos modales.

Debería haber gritado o haber echado a correr, por lo menos tendría que haber buscado una piedra o un palo para defenderme, pero nunca había sido el tipo de chica que hace lo que debe.

Eché un vistazo a la casa de Jude; esperaba que de un momento a otro saliera echando chispas por la puerta para salvarme cuando me sujetaron por los brazos. Me los retorcieron con tal fuerza que no pude por menos que ponerme a chillar.

—¡Soltadme ahora mismo! —grité a los gemelos, mientras forcejeaba para librarme de sus garras—. ¡Soltadme si no queréis que os hundan la frente de un puñetazo! —Volví de nuevo la cabeza, pero no vi rastro de Jude, ni siquiera una sola luz encendida en su casa.

—No va a venir a rescatarte, cariño —dijo Vince, y dio un paso adelante—. Jude no es de los que van de héroes. Es más bien un antihéroe, tú ya me entiendes.

Con eso se ganó unas risitas a lado y lado.

—Ja —solté yo—. Qué gracia que eso lo digas tú, que has intentado quemar vivo a un pobre perro para sacar a una chica de la cama y tratar de intimidarla. ¿Tú crees que ese es el tipo de persona que sabe reconocer a un héroe? —Mi madre ya me había advertido a los tres años de que moriría por la boca, y, a juzgar por la expresión asesina que centelleó en el rostro de Vince, tenía razón.

—¿Qué estás intentando decirme exactamente?

Entorné los ojos y clavé los talones en la arena.

—Que eres un cobarde.

Me pareció materialmente imposible que un tío tan robusto pudiera moverse con tal rapidez.

—Pensaba dejarte con vida —me susurró al oído, mientras me rodeaba el cuello con los dedos—, pero eso era antes del último comentario —Apartó los dedos de mi cuello y me los acercó a la cabeza. Yo ya sabía qué pretendía hacer, así que me preparé, pero el hecho de esperármelo no disminuyó el dolor que sentí cuando me tiró del pelo con tanto ímpetu que no me cupo duda de que me había arrancado la mitad.

Cerré los ojos y musité la oración que de niña siempre rezaba antes de irme a la cama, y en el momento en que esperaba que el grito causado por el siguiente tirón de pelo ascendiera desde mis entrañas, oí otro. Era un grito que encerraba desesperación y furia, parecía que el mismísimo diablo hubiera decidido hacer una visita al lago Sapphire.

Abrí los ojos y lo primero que vi fue que el rostro de Vince pasaba de la dominación al terror justo antes de que algo pequeño aterrizara entre sus ojos. Retrocedió tambaleándose y aferrándose la cabeza, y al momento cayó de espaldas.

Y, de repente, Jude surgió de la nada, se le echó encima y empezó a atizarle un puñetazo detrás de otro allá donde alcanzaba.

—¡La próxima vez tendrás que atarme mejor, subnormal, hijo de puta! —Cada palabra la subrayaba con un puñetazo, y cada puñetazo resonaba como un trueno.

Yo me quedé allí plantada, aún conmocionada por el episodio del incendio y la perversidad que denotaba, y ahora también por el odio con que Jude era capaz de pegar a otro chico sin parecer importarle si lo mataba.

No sabía si debía sentirme aliviada por tenerlo de mi parte u horrorizarme de que existiera alguien así.

Jude paró en seco y se volvió para mirarme.

—Luce —dijo con una voz que no indicaba el mínimo signo de la alteración que cabría esperar—, entra y llama al 911.

Al ver que no reaccionaba, añadió:

—Lo tengo todo controlado, no dejaré que te hagan daño —En ese instante, los gemelos, que hasta entonces habían permanecido agazapados en un rincón, decidieron unir sus fuerzas y emprenderla con Jude. O conmigo, no estaba segura—. Ve, Luce —suplicó él, haciendo gestos para señalar la cabaña—. Yo te protegeré.

Por fin fui capaz de poner un pie delante del otro y avanzar. Rambo, que hasta ese momento no se había apartado de mí, me siguió pisándome los talones. El recorrido por la playa me pareció más duro que completar una maratón en menos de una hora, pero me esforcé mientras a cada paso me volvía a mirar atrás para asegurarme de que Jude los tenía a los tres bajo control.

Lo de tenerlos bajo control sería una forma suave de decir que no pensaba hacer prisioneros. No quería saber dónde y cómo había aprendido el tío a pelear de esa forma, pero no pude evitar sentirme agradecida aunque solo fuera por esa noche.

Estaba a punto de doblar la esquina de la cabaña a trompicones cuando reparé en las luces roja y azul seguidas del fogonazo en la cara provocado por la linterna de un policía.

—Estamos rastreando la zona porque desde el otro lado del lago alguien ha avistado un fuego importante —explicó, y se acercó a mí mientras detrás de él aparecía su compañero—. ¿Ha visto algo, señorita?

—Aquí —dije, resollando por culpa de la caminata por la playa—. El incendio ha sido aquí —Señalé la playa y el agente volvió a mirarme, pero esa vez se fijó más. Y abrió los ojos como platos.

—Señorita, ¿necesita atención médica? —preguntó, y siguió avanzando hacia mí como si me considerara mentalmente inestable, lo cual en esos momentos no se alejaba mucho de la realidad.

—¿Quizá? —respondí, no muy segura. La adrenalina seguía corriéndome por el cuerpo con tanta intensidad que no notaba ninguna de las heridas, si es que las tenía.

—Hal, llama a urgencias.

Su compañero asintió y retrocedió corriendo hasta el coche patrulla.

—Muy bien, señorita —dijo el poli, plantándose frente a mí—. Soy el agente Murphy. ¿Cómo se llama?

—Lucy —contesté, y me aclaré la garganta—. Lucy Larson.

—De acuerdo, señorita Larson —El agente Murphy me examinó de arriba abajo mientras se esforzaba sin éxito por aparentar que allí no pasaba nada—. ¿Hay alguien más afectado?

—Sí —confesé, y lo así por el brazo para llevármelo hacia la playa—. Cuatro personas más.

—¿Cómo se llaman? —preguntó Murphy, adelantándome a toda prisa.

—Solo sé los nombres de dos. Hay un chico que se llama Vince.

—¿Y el otro? —Murphy se detuvo y se volvió a mirarme.

Tragué saliva.

—Jude. Jude Ryder.

—Un momento —dijo Murphy, y su expresión cambió—, ¿Jude Ryder está aquí?

Asentí frunciendo la frente.

—Mierda —exclamó él, con un hilo de voz, antes de sacarse el walkie-talkie del bolsillo—. Hal —susurró al aparato—, pide refuerzos. Jude Ryder está aquí.

Hal también soltó un reniego antes de contestar.

—Recibido. Ahora mismo los pido.