Los últimos días antes de la graduación todo el mundo andaba ocupadísimo celebrándolo con desayunos festivos, repartiendo togas y birretes, organizando paseos en barca por el lago y firmando el anuario de la promoción. Personalmente, decidí no tomar parte en nada de todo eso. A pesar de la charla supuestamente revitalizante que había mantenido con mi padre en el cementerio, parecía incapaz de aceptar sus palabras como la verdad absoluta. Los padres siempre daban ánimos a sus hijas y las consideraban criaturas infalibles. Sabía que mi padre creía lo que me había dicho, pero eso era porque, como padre, no podía verme de forma imparcial.
Era su hijita. Su Lucy In The Sky. Eso era todo cuanto veía en mí; no en qué me había convertido. Sin embargo, tenía razón en una cosa: no podía salvar el mundo. Nada cambiaría lo ocurrido, nada nos devolvería a John. Con todo, tras haber aceptado eso, no sabía qué hacer conmigo misma. La vida se me antojaba vacía, patas arriba, y no era el mejor momento para participar en celebraciones con un puñado de gente a la que había conocido hacía menos de un año y a la que en cuestión de una semana perdería de vista para siempre.
Guardaba silencio en la silla plegable que me habían asignado mientras esperaba a que todo hubiera terminado para meter ese añito de mi vida en el fondo del armario y olvidarlo. El resto de los trescientos y pico graduados estaban que no cabían en sí de gozo, todos se abrazaban y sonreían mientras repetían una y otra vez que se mantendrían en contacto y jamás dejarían de ser amigos.
Tanto empalagamiento y tanta chorrada me resultaban excesivos.
Pasaron unos minutos más y la mayoría de los asientos se llenaron. Mordí la borla. Quince minutos menos; ya solo faltan dos horas de bla, bla, bla; nos espera un futuro brillante y bla, bla, bla; podemos conseguir lo que nos propongamos y bla, bla, bla.
Bla.
Uno de los últimos rezagados se abrió paso unas filas por delante de la mía. Sawyer avanzaba de forma un poco extraña, como si algo no fuera del todo bien, o como si le hubieran pegado la mano al pene con cola de impacto. Ni siquiera intenté frenar el impulso de echarme a reír.
Unas cuantas cabezas se volvieron para mirarme, incluida la suya, pero, en cuanto se dio cuenta de que era yo, la apartó con tanto ímpetu como si acabara de propinarle un derechazo en la mandíbula. Y pensar que había besado a ese desgraciado. De hecho, había hecho algo más que besarlo. Una cosa así bastaba para que una chica no quisiera volver a acercarse jamás a los hombres, sobre todo si la chica en cuestión estaba a punto de entrar en la universidad, donde sería testigo de cómo los mayores imbéciles del instituto se convertían en gilipollas de primera mientras que los pocos que merecían la pena acababan cogidos antes de que llegara el otoño. Las perspectivas en el departamento de caballeros no eran nada halagüeñas, así que prefería convencerme de que dicho departamento no existía. Era mejor estar sola y ser un poquito feliz, que tener pareja y acabar amargada sí o sí.
El señor Rudolph, el director, apareció entre las cortinas de color burdeos y se dirigió al podio. Aquello iba a ser un suplicio. Lo sentía mucho por mis padres. Los dos estaban presentes, y me sonreían y me saludaban con la mano cada vez que echaba un vistazo a la zona en la que se acomodaban.
—Alumnos, padres, profesores —empezó, dispuesto a cumplir con toda la parafernalia, aunque era obvio que no servía para eso—. No cabe duda de que estamos ante un momento cuya celebración implica el pasado, el presente y el futuro.
¿Qué pasaba con los discursos de graduación? ¿Dónde estaba escrito que siempre tuvieran que ser igual de repetitivos, rancios y cargantes?
—Me gustaría aprovechar este momento para… —El director siguió con la cantinela, ante la que hubo una desconexión general por parte de los alumnos, incluyéndome a mí.
Con el rabillo del ojo vi algo que se me acercaba y que captó mi atención, una figura corpulenta ataviada con la toga y el birrete, alguien cuyos andares se reconocían incluso mirándolo de soslayo. Pestañeé dos veces para asegurarme de lo que veía. Jude venía directo hacia mí, en plena ceremonia de graduación, sin hacer caso de los comentarios que provocaba a su paso. No me había cruzado con él desde el domingo por la mañana, y tenía un aire por completo distinto. En él vi a un hombre en paz consigo mismo, un hombre que había encontrado respuesta a todos los misterios de la vida. Un hombre que, a pesar de todo lo que habíamos descubierto y todo lo que nos habíamos dicho, me desbocaba el corazón.
—Hola, Luce —dijo, y se detuvo en medio del pasillo, justo delante de mí—. Siento asaltarte aquí y ahora, ya sé cuánto detestas estas cosas, pero tenía que quitarme este peso de encima, así que he preparado un discursito de graduación.
Entre los asistentes había quien se dedicó a cuchichear con el vecino, quien se quedó de piedra y quien lanzaba miradas de pocos amigos hacia el pasillo central. En general, todo el mundo aspiraba a captar parte del intercambio entre dos de los alumnos de los que más se había hablado ese año en el instituto Southpointe. Lucy Larson, sin embargo, solo sonreía.
—Nunca había tenido un año como este —prosiguió—. He aprendido más cosas de mí mismo, de la vida, e incluso del amor, que en los diecisiete anteriores juntos.
Todas las cabezas del auditorio estaban vueltas en mi dirección. Me removí en el asiento. No tenía ni idea de adónde quería ir a parar Jude mostrándome su alma con un discurso semejante, pero sabía que, en el mejor de los casos, me iba a hacer pasar mucha vergüenza.
—He aprendido que no soy un mierda, como todo el mundo quiere hacerme creer. El mierda que yo mismo creía que era —Era un discurso digno de pronunciarse desde el podio—. Hay una persona que ha estado repitiéndome eso mismo una vez y otra y otra más y, aunque he tardado prácticamente todo el curso en conseguirlo, me parece que al fin me lo creo —Pestañeó—. Porque no estoy obligado a creer que el lugar de donde vengo es el lugar al que me encamino. Y no estoy obligado a creer que una tragedia puede decidir el futuro —Hizo una pausa y se aclaró la garganta—. Mi futuro solo depende de mí. Ahora lo tengo claro.
Otra pausa; en la sala nadie movía un músculo.
—También sé que la persona que me ha enseñado eso ha perdido su fe en mí durante el proceso, y tal vez en sí misma y en este maldito mundo —Apretó los puños a ambos lados del cuerpo—. Podrían meterme en la cárcel un millón de veces, pero no podría pasarme nada peor que lo que le he hecho a ella. Me ha enseñado a amar. Incluso me ha dado varias oportunidades para demostrarle que era capaz de hacerlo. Y todas las veces le he fallado —Hizo una mueca, pero no apartó los ojos de mí—. Te quiero, Lucy Larson. Y siento haberme cargado todo lo que había entre tú y yo para darme cuenta. Comprendo el motivo por el que te he perdido y por el que nunca podré recuperarte.
Cerré los ojos. Era demasiado. La confesión, las emociones que subrayaban las palabras, las miradas de todo el auditorio, mis propios sentimientos. Era demasiado.
—Me has salvado, Lucy, y no he sido capaz de devolverte el favor. Lo siento —dijo, con un hilo de voz—. Solo quería que lo supieras.
Abrí los ojos. Me obligué a mirarlo mientras se alejaba de mí. Sonreía en mi dirección, con aquella sonrisa que reservaba para las ocasiones especiales. Yo también le sonreí.
En mitad de toda aquella amalgama de desgracias, algo bueno pujaba por abrirse paso. Algo estaba brotando de las cenizas.
Levantó la mano, la agitó en el aire y salió del auditorio dejando atrás su pasado y dirigiéndose hacia ese futuro brillante.