Me planté frente al espejo y observé a la chica reflejada en él. Se parecía a mí, pero no era la persona a la que yo recordaba. Algo se había perdido durante las horas transcurridas desde la marcha de Jude, y debía de tratarse de algo vital para mi antiguo ser.
Me sentía vacía, era incapaz de experimentar ninguna emoción y estaba desorientada, como si todo lo que había forjado y conseguido me hubiera llevado hasta un callejón sin salida. Por primera vez en mi vida, me pregunté si el mundo que había intentado salvar merecía la pena.
—¿Lucy In The Sky? —Se oyeron unos suaves golpes en la puerta—. ¿Estás lista?
La respuesta era «no», pero no fue eso lo que me salió, porque nunca decía que no cuando se trataba de mi hermano. No me negué cuando me pidieron que pronunciara unas palabras en su funeral, y tampoco en los aniversarios de su muerte, cuando año tras año mi padre y yo visitábamos su tumba. Era la única forma que me quedaba de demostrarle que lo quería y que pensaba en él a diario.
Miré por última vez la imagen del espejo antes de darle la espalda. Esa chica ya no era yo.
—Hola, papá —lo saludé al abrir la puerta. Igual que en las cuatro ocasiones anteriores, mi padre llevaba puesto el traje negro, y esa vez casi había conseguido enderezarse la corbata—. ¿Hoy también vamos los dos solos? —pregunté, y eché un vistazo al pasillo. Mi madre nunca nos acompañaba a visitar la tumba de John y, por lo que yo sabía, no había vuelto por allí desde el día en que lo enterramos.
—Tu madre lo afronta a su manera —dijo él, secándose las palmas de las manos en la americana—, y nosotros lo afrontamos a la nuestra.
Muchos días pensaba que habría preferido afrontarlo a la manera de mi madre.
—Vamos, se hace tarde —Se dirigió a la escalera. Cogí el bolso y lo seguí.
—Conduces tú —dijo, mientras abría la puerta del coche, aunque no habría hecho falta. La última vez que se había sentado al volante había sido el día de la muerte de John.
El cementerio estaba a una hora de camino de casa, pero si el trayecto lo amenizaban la compañía de mi padre y el más absoluto silencio, parecía que durara un día entero, sin paradas técnicas. Íbamos una vez al año porque era lo correcto, pero eso era todo. Además, ninguna de las cosas que amaba de John estaba enterrada bajo aquella lápida.
Mi padre guardaba silencio mientras pensaba en lo que piensa un hombre que ha dejado de vivir, y yo tenía la mirada fija en la carretera y trataba de no pensar, porque todos los pensamientos me llevaban en una sola dirección.
El cementerio estaba desierto, igual que todos los cementerios. Detuve el coche y miré a mi padre.
—Papá —Le posé la mano en el hombro—, ¿estás listo?
Él se estremeció y su mirada se despejó cuando volvió a ponerse en movimiento.
—Sí.
Salí del coche y me situé delante. Esperé.
Y esperé.
Hacía cinco años que había aprendido a tener paciencia, y cada vez adquiría más práctica.
Mi padre salió del asiento del acompañante mientras se enfrentaba a sus fantasmas y luchaba por ahuyentarlos. A mí me costaba un gran esfuerzo acudir a visitar a John, pero la tortura que sufría mi padre era de aquellas a las que se dedican tratados de psiquiatría enteros.
Nunca había calculado el tiempo, pero creo que tardaba quince minutos de media. Ese día consiguió erguir los hombros y colocarse bien el abrigo en tan solo cinco. Se acercó a mí y echó un vistazo alrededor.
—Vamos a saludar a John —dijo, mientras se enderezaba la corbata por enésima vez.
La tumba no estaba lejos, y al cabo de unos cincuenta pasos nos encontrábamos ya arrodillados frente a ella. Mi padre parecía a punto de desmayarse, pero yo sabía que conseguiría resistirlo. Siempre lo conseguía.
Nunca hablábamos, aunque siempre tenía la sensación de que John oía lo que quería decirle. Los pájaros cantaban, el sol brillaba y yo evoqué mis recuerdos favoritos de él mientras me esforzaba por eliminar los de Jude para siempre. Poco a poco, mi vida estaba transformándose en un caos gigantesco y no sabía seguro si se debía a una maldición particular que yo arrastraba o si la vida era así. Durante todo aquel tiempo me había tragado lo de que una persona puede cambiar el mundo, y solo me había servido para descubrir que, al fin y al cabo, el mundo era una mierda.
—¿Quieres contarme qué te pasa? —preguntó mi padre en voz baja, y posó la mano en mi regazo.
Yo me sobresalté, no sé si se debió más al contacto físico o al hecho de que rompiera el silencio.
—Estoy bien.
¿Por qué me resultaba tan difícil hablar con un tono normal?
—Lucy, en la vida te he oído decir que estás bien. O estás de maravilla, o estás fatal, o agotada, o cabreadísima; cualquier cosa menos bien —dijo, con la vista fija en el horizonte—. Eres una persona vehemente. En eso te pareces a mí —Una sonrisa le ensombreció el rostro—. O a quien solía ser —Hizo una pausa, respiró unas cuantas veces y cambió de posición para mirarme de frente—. ¿Qué te pasa?
—¿Cómo lo sabes? —pregunté, mientras pensaba que, de todas las personas del planeta, mi padre era la última a quien habría creído capaz de detectar que algo se gangrenaba bajo la superficie.
—Cuando dejas de sentir tus propias emociones, como me pasa a mí, captas mejor las de los demás —me explicó—. Es uno de los muchos inconvenientes de encerrarse en uno mismo.
Era la primera conversación coherente que mi padre y yo manteníamos en cinco años, y tanto el día que era como el lugar en el que estábamos me hacían pensar que John tenía algo que ver con ello.
—Se trata de Jude —dije, jugueteando con los dedos en la hierba que rodeaba la tumba de mi hermano.
—Creía que ya no os veíais —Mi padre se aclaró la garganta. Aquello era de verdad una conversación de un padre preocupado por su hija adolescente.
—Y no nos veíamos, pero anoche nos encontramos por casualidad —Mi padre estaba haciendo gala de cierta fortaleza, pero temía que si le contaba el motivo por el que Jude y yo nos habíamos reencontrado, volvería a sumirse en su aislamiento cinco años más—. Resolvimos nuestras diferencias, y resulta que esta mañana hemos descubierto que hay algo que no podremos superar jamás —Sabía que esa información también podía contribuir a que mi padre cayera en una espiral de desánimo, pero lo tenía sentado frente a mí, y se parecía mucho al dechado de fortaleza que recordaba de niña. El hombre a quien daba la impresión de que nada podía derribar.
Él asintió.
—¿Y qué es?
Di un resoplido, y las letras grabadas en la tumba de John se desdibujaron.
—El apellido de Jude es Jamieson —Ni siquiera pronunciándolo en voz alta terminaba de creérmelo. No quería creerlo.
Mi padre suspiró.
—Ya lo sé.
Levanté la cabeza de golpe.
—¿Qué?
—Ya lo sé, cariño —repitió—. Hace tiempo que me enteré.
Muy bien, mi padre estaba sufriendo una crisis de esas que lo llevaban a perder el contacto con la realidad, aunque esta le hacía mentir como un bellaco.
—¿Estás diciéndome que sabías que el padre de Jude era Henry Jamieson? —Tenía la necesidad de decirlo en voz alta.
—Sí —contestó él—. El nombre de Jude me resultaba familiar, pero, como ya no utiliza el apellido Jamieson, me llevó cierto tiempo atar cabos. Lo descubrí hace unos meses, cuando estaba revisando una caja con cosas de John y di con el artículo que explicaba los detalles del asesinato. Mencionaba que Henry Jamieson tenía un hijo pequeño llamado Jude. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que ese Jude y el tuyo eran la misma persona.
No sabía cuánto podía aventurarme a escarbar.
—¿Por qué no me dijiste nada?
Él se encorvó.
—Debería habértelo contado, Lucy, pero no sabía cómo. Quería protegerte, y al mismo tiempo no quería que sufrieras. Era imposible lograr las dos cosas, así que preferí que no sufrieras. Te he visto sufrir lo suficiente como para cinco vidas —Hizo una pausa—. Tal vez optar por no contártelo no fue lo más adecuado, pero la decisión ya estaba mal tomada desde el principio, y daba la impresión de que te iba bien con Sawyer. Aunque sabía que, si algún día volvíais a estar juntos, acabarías por enterarte.
—Ahora lo sabemos los dos —Me clavé los dientes en el labio.
Mi padre me dio unas palmadas en la pierna.
—¿Y preferirías no saberlo?
Asentí con la cabeza.
—¿Porque te importa y querrías estar con él?
Asentí otra vez, concentrándome en conservar la calma. Los acontecimientos del día estaban haciendo que le diera tantas vueltas a la cabeza que temía que se me desenroscara en cualquier momento.
—Tendrías que habérmelo dicho.
—Puede que tengas razón, pero no lo hice. No debemos juzgar a Jude por el padre que tiene —dijo, cogiéndome la mano—. Lo que hizo Henry Jamieson es imperdonable, pero eso no significa que Jude no merezca ser feliz. Nosotros perdimos a John, y él perdió a su padre —La voz le tembló, aunque consiguió dominarse—. Ese día todos salimos perdiendo, y me alegraba pensar que de las cenizas podía nacer un brote nuevo.
Un brote que nunca tuvo posibilidades de arraigar.
—Él te echa la culpa a ti.
—Y tú se la echas a su padre —repuso, posando la mirada en la lápida de John y en mí de forma alternativa.
—Claro, porque mató a John —dije—. Tengo todo el derecho a culparlo —Era lo mínimo, teniendo en cuenta que había asesinado a mi hermano.
—Lo tuyo con Jude no debe depender de quién tenga o no tenga la culpa, cariño. Lo que importa es lo que vosotros dos queréis. Los dos estáis buscando un camino fácil porque la situación os asusta —continuó, mirándome a los ojos con verdadera emoción y una presencia de ánimo que yo creía muertas desde hacía tiempo—. Da miedo preocuparse por alguien, porque los dos sabéis lo que implica perder a un ser querido en un abrir y cerrar de ojos. Pero no puedes permitir que el miedo domine tu vida, porque si no terminarás como yo. No vivas escudándote en tu pasado. Vive el momento. Si has encontrado a alguien con quien quieres pasar el resto de tu vida, no permitas que se aleje, da igual si ese «resto de tu vida» dura un día o cincuenta años —Posó la otra mano sobre la tumba de John—. No permitas que el miedo de perderlo te impida amarlo.
Wyatt Larson, que podía hablar de cualquier cosa con cualquier persona, el hombre que había dirigido la mayor empresa constructora comercial del estado antes de que su mundo se viniera abajo, estaba instruyéndome sobre la necesidad de disfrutar del presente y no permitir que el pasado te haga tenerle miedo al futuro. Sabía que no era un hipócrita. Lo decía porque lo creía de verdad. Lo que ocurría era que él, de momento, no podía vivir de acuerdo con ello.
—Lo he perdido, papá —confesé, preguntándome si Jude había llegado a ser mío alguna vez.
Mi padre fijó la vista en la distancia y su expresión se diluyó.
—Siempre me asombra cómo las cosas nos salen al paso justo cuando estamos seguros de haberlas perdido para siempre.
Sonreí. Fue un gesto triste, pero aun así era una sonrisa. Mi padre me había repetido eso mismo muchas veces cuando era pequeña y perdía alguno de mis juguetes favoritos. Y tenía razón. Cuando por fin aceptaba que mi osito de peluche había desaparecido para siempre, siempre acababa encontrándolo en el lugar más obvio.
—Aunque llegáramos a reconciliarnos —empecé—, ¿qué esperanzas tendríamos de superar una cosa así? ¿Cómo podría olvidarme de que es hijo de Henry Jamieson? ¿Y cómo podría olvidar él que perdió a su padre por culpa de mi familia?
—Soy lo bastante ingenuo para creer que el amor lo puede todo —confesó mi padre.
Yo me reí un poco, pero sonó como una auténtica carcajada, puesto que la alternativa que estaba evitando era echarme a llorar.
—Sí que eres ingenuo —dije.
Sus palabras y su voz parecían normales, pero aún se le veía cabizbajo y con los hombros hundidos. No era más que la sombra del padre que un día fue. Con todo, estaba contenta de tenerlo.
—¿Qué te ha pasado, papá?
Él levantó la cabeza y miró el cielo. No sabía si quería averiguar la forma de las nubes o si buscaba respuestas o una escapatoria, pero trataba de descubrir algo.
—Cuando muere un hijo, los padres pierden una parte de su ser —contestó—. Todo tu mundo deja de existir, y lo único que conservas de ti mismo es la fachada. Tu madre lo ha afrontado a su manera, yo a la mía, y tú a la tuya —Retiró la mano de la tumba de John y se levantó—. Tu madre odia el mundo, yo lo evito, y tú intentas salvarlo.
—Lo intentaba, pero no lo he conseguido —mascullé, sin ganas de enumerar las muchas formas en que lo había probado.
—Sé por qué quieres salvar el mundo, cariño —dijo, y me tendió la mano—. Porque quieres expiar la muerte de John. Quieres expiar la culpa que sientes por no haber sido tú quien muriera aquel día.
Observé las fechas de la lápida de John. Una vida segada porque yo era una consentida e hice que fuera mi hermano mayor quien le llevara la comida a mi padre.
—No he salvado nada.
—Te has salvado a ti misma, Lucy —repuso él, irguiendo la cabeza—. Me has salvado a mí. Durante el primer año, tú fuiste lo único por lo que seguía levantándome de la cama todas las mañanas.
Me quedé mirando su mano extendida, incapaz de aceptarla.
—A John no lo salvé.
—Pero, cariño, tú no podías salvar a John. No pude salvarlo yo. Y Dios tampoco lo salvó. ¿Cuánto tiempo dejarás que la culpa del pasado te impida vivir el presente?
Lo miré, lleno de canas, de arrugas, de tristeza. En cinco años había envejecido treinta.
—Eso mismo digo yo.
—Ya —contestó, y volvió a tenderme la mano—. Pero tú eres más fuerte que yo, mi Lucy In The Sky. Eres más fuerte de lo que crees.
Le cogí la mano y dejé que me ayudara a levantarme.
—Tú también, papá —repuse, y me incliné para besarlo en la sien—. Tú también.