Capítulo
22

Era temprano. Tan temprano que el sol aún estaba planteándose si salía o no. Los domingos solía dormir tres horas más, pero ese en concreto no quería hacerlo. Y dudo que hubiera podido aunque quisiera.

Me desperté con la misma sensación de vacío en el estómago que había experimentado los últimos cuatro años en esa fecha, la sensación de no saber si iba a vomitar o a perder el conocimiento. La sensación de que los sucesos de aquel día estaban repitiéndose; pero entonces Jude, dormido, me abrazó un poco más fuerte y todo me pareció más fácil de sobrellevar.

Se había quedado conmigo. Toda la noche. No me había soltado ni una sola vez.

En sueños, musitó algo indescifrable y enterró la cara en mi cuello.

Llevaba puesto el gorro. Aun durmiendo con el torso desnudo, el tipo no se quitaba su viejo gorro. Seguro que no le iba nada bien para el pelo; le convenía airearse aunque solo fuera una vez cada tantos años. No sé muy bien por qué, tenía la sensación de estar haciendo algo que no debía, pero le levanté el elástico de la frente y retiré la prenda.

Tenía el pelo muy corto y tan rubio que casi parecía calvo. Y entonces reparé en los pliegues y las cicatrices que le cubrían la cabeza desde la coronilla hasta esa nuca que yo conocía tan bien. Eran quemaduras. Pasé los dedos por ellas y deseé poder borrarlas junto con el recuerdo del suceso que las había provocado.

Le recorrí la piel del cuello y observé los entrecruzamientos que se extendían por toda la espalda. Eran unas cicatrices blancas y abultadas, algunas más pequeñas, la mayoría grandes, como si lo hubieran rajado por un centenar de sitios distintos y alguien que no sabía usar la aguja y el hilo hubiera vuelto a coserlo. Dudaba de que los cadáveres salieran de la mesa de autopsias con más cicatrices.

Me entraron náuseas, más que en ninguno de los despertares que había sufrido hasta la fecha, mientras recorría con los dedos cada una de las abultadas cicatrices incapaz de imaginar, o negándome a hacerlo, qué le habría ocurrido a quien dormía a mi lado.

De repente, se despertó sobresaltado. Mantuvo la mirada serena una fracción de segundo hasta que reparó en mi expresión y en lo que tenía en la mano. Me aferró la muñeca y me apartó de un empujón antes de saltar de la cama y a la vez arrancarme el gorro de punto de color gris.

—¿Qué estás haciendo? —gritó, y volvió a calarse el gorro en la cabeza. Estaba enfadado y dolido.

—¿Qué te ha pasado? —susurré, mientras me incorporaba en la cama.

Él se dirigió a zancadas hasta el otro extremo de la habitación, cogió la camiseta de manga larga de color gris y se la pasó por la cabeza sin responder.

—Esos tíos también te hicieron daño —adiviné, mientras pensaba que ojalá no fuese tan fácil sacar conclusiones—. Te quemaron.

Jude entrelazó las manos en la nuca.

—No fueron ellos, pero estaban cortados por el mismo patrón —dijo, con tono tirante—. Me lo hicieron la primera vez que entré en el centro de acogida, hace unos cinco años.

—¿Por qué? —Me incliné hacia delante, tratando de darle la mano.

Él se apartó.

—Fue un regalito de bienvenida.

—Dios mío —exclamé con un suspiro, y me pregunté si en algún momento el pasado de Jude había dejado de ser devastador—. ¿Y las cicatrices?

Jude posó los ojos en mí. Se habían vuelto negros.

—Es mejor que no lo sepas.

Tenía razón, pero al mismo tiempo se equivocaba.

—Sí, sí que debo saberlo.

—No quiero explicártelo —protestó él, con la respiración agitándole el pecho.

—De acuerdo —Tragué saliva y reconocí que Jude tenía tantas cicatrices internas como las que lucía su piel—. Lo siento, Jude.

—No quiero que me compadezcas —repuso—, y no quiero repasar toda mi infancia mientras tú me aplicas esa mierda de psicoanálisis que tanto os gusta a las chicas. Soy un cáncer, Luce. Te lo he advertido desde el principio. No hace falta conocer los detalles escabrosos para aceptarlo.

—Sí, sí que hace falta —protesté yo, mientras resistía todos los embates del instinto que me impulsaba a abrazarlo—. Hace falta conocer los detalles para saber cómo se cura. Déjame que te ayude —dije, y volví a tenderle la mano.

—Mierda, Luce —renegó él, mientras paseaba de un lado a otro de la habitación—. No soy una de tus cruzadas. No soy un perro al que puedas salvar de ser sacrificado. No necesito que nadie me salve, y te aseguro que es lo que menos quiero —Hizo una pausa y por fin me miró—. Así que déjalo ya de una puñetera vez.

Sabía que llegado ese punto debería haberme batido en retirada, pero no podía.

—No —me negué con firmeza.

Él me miró con mala cara.

—No quiero que me salven.

Me mordí la lengua para refrenar cualquier indicio de llanto.

—Sí, sí que quieres.

Le centellearon los ojos.

—No —Le temblaba la voz—. No quiero —Se apartó de mí y golpeó la esquina del tocador, lo que provocó la caída de una caja llena de recuerdos que había bajado el día anterior del desván.

La caja se estampó contra el suelo y su contenido quedó desparramado por la alfombra. Antes de que Jude tuviera tiempo de darse la vuelta, yo ya había saltado de la cama y me afanaba recogiéndolo todo.

Se agachó a mi lado para ayudarme y, al fijar la mirada en lo que en ese momento tenía en la mano, su expresión se demudó. Me arrebató la fotografía, se puso en pie y la observó como si hubiera visto a un fantasma.

—¿De qué conoces a este tío?

Respiré hondo.

—Era mi hermano.

—¿John Larson era tu hermano? —preguntó, sin pestañear.

Yo me había echado a llorar. La mañana había sobrepasado la capacidad de la chica de los nervios de acero para mantener a raya las lágrimas. Miré la fotografía que Jude sostenía en la mano. Era la que mi hermano se había hecho con el equipo de fútbol del último curso. Tan solo siete meses antes de que lo asesinaran. Un día como ese, hacía cinco años.

—Sí —dije, enjugándome la cara.

Jude dejó caer la fotografía y palideció.

—¿Y tu padre se llama Wyatt?

Asentí, mientras recogía la fotografía del suelo.

Jude se dio media vuelta e incrustó el puño en la pared. El revoco quedó destrozado y se levantó una nube de polvo blanco.

—¿Cómo has podido ocultarme una cosa así? —gritó; le temblaba todo el cuerpo.

Yo estaba tan desconcertada y tan molesta que no sabía cuál de las dos sensaciones pesaba más.

—Ya te dije que mi hermano había muerto —expliqué, y deposité la fotografía de John sobre mi regazo—. Lamento haber obviado los detalles morbosos.

Él se dirigió a la ventana y miró al exterior mientras sus hombros se agitaban al ritmo de los jadeos.

—Pues habría estado bien conocerlos, dada la situación —dijo, con la voz a punto de quebrársele.

—¿De qué narices me estás hablando, Jude? —musité. Todo mi mundo estaba desmoronándose, su trama se deshacía sin que supiera qué había empezado a tirar del hilo.

—Mi nombre completo es Jude Ryder Jamieson —explicó, y se volvió hacia mí.

La revelación me arrolló como una locomotora.

—Mi padre —prosiguió, aferrado al alféizar— fue a la cárcel por disparar a un chico y matarlo.

Negué con la cabeza, y el movimiento me sacudió el pelo.

—Para —le ordené, atorándome con la palabra. Todo escapaba a mi control por momentos, quería apearme de esa vorágine.

—Mi padre se llama Henry Jamieson —Hizo una pausa y miró por la ventana como si estuviera a punto bien de escapar por ella o bien de romper el cristal de un puñetazo—. Él mató a tu hermano.

La fotografía me resbaló de las manos y aterrizó boca abajo sobre la alfombra. Tenía ganas de estallar en llanto, pero estaba demasiado aturdida para moverme. No paraba de repetirme que eso no estaba sucediendo, que no era posible. No podía haberme enamorado del hijo del asesino de mi hermano. Dios no era tan cruel.

—Tu padre —empecé, sin saber si conseguiría pronunciar la frase entera— destruyó mi familia.

Jude dio un golpe en el alféizar.

—¡Y el tuyo tiene la culpa de todo por iniciar la puta cadena de desgracias! —soltó a voz en grito—. Después de pasar diez años trabajando para una de las empresas de tu padre, escogieron al mío al azar para un examen toxicológico, que no pasó, y el gran Wyatt Larson dijo la última palabra. Lo despidió.

—Jude, dio positivo en cocaína y metanfetamina. Estuvo a punto de matar a un compañero en horas de trabajo —contesté, recordando cada una de las palabras pronunciadas y cada una de las imágenes expuestas ante el tribunal. Mis padres estaban demasiado afectados por la pérdida para plantearse si su hija de trece años debía estar presente en el juicio o no. Claro que yo tampoco habría accedido a quedarme en casa. No me parecía correcto esconderme debajo de una manta mientras juzgaban al asesino de mi hermano. Tenía que apoyarlo aunque estuviera muerto.

—¡Porque mi madre acababa de largarse! —vociferó, y los músculos del cuello le sobresalieron—. Estaba pasando por momentos duros, pero lo habría superado y, como recompensa a diez años de servicio, tu padre lo echó. Al cabo de dos meses el banco nos embargó la casa y nos quedamos en la calle. Mi padre me dejó en el centro de acogida el mismo día que le disparó a tu hermano.

Me entraron ganas de salir corriendo, pero no podía. Aún creía que todo era una pesadilla y quería despertarme.

—Mató a mi hermano —repetí, con acritud.

—Tendría que haber sido tu padre —susurró él.

—No —Me temblaba el labio—. Tendría que haber sido yo.

Jude se quedó helado.

—¿Qué coño quieres decir?

Me apresuré a pegar la espalda a la pared, necesitaba un punto de apoyo.

—Ese domingo, mi madre me pidió que le llevara la comida al despacho a mi padre, que estaba trabajando a contrarreloj para terminar un proyecto. Pero yo en esa época era una niña difícil y le dije que no me daba la gana. Las oficinas provisionales de la constructora estaban cerca de casa, así que no me habría costado nada acercarme en bici —Cerré los ojos y lo rememoré todo—. John se ofreció a hacerlo, y fue la última vez que lo vi con vida. Tu padre le metió tres balazos en cuanto apareció por el despacho. Tendría que haber sido yo quien estuviera jugando en la silla giratoria mientras esperaba a mi padre cuando Henry Jamieson, que llevaba tanta metanfetamina en el cuerpo que era incapaz de distinguir quién estaba allí sentado, disparó a mi hermano y lo mató —Me sentía por los suelos—. Tendría que haber sido yo.

Se hizo un silencio tan elocuente que me entraron ganas de taparme los oídos.

Al final, Jude pasó de largo y se detuvo justo antes de salir por la puerta.

—La verdad es que no me habría hecho ningún mal ahorrarme toda esta mierda.

Cerró la puerta de golpe, y sus pasos resonaron en la escalera hasta que salió de casa y de mi vida de una vez para siempre.

Por fin derramé las lágrimas que llevaba cinco años conteniendo.