Sawyer y yo caminamos por el baile de Sadie Hawkins. En noviembre aún íbamos a paso de tortuga y en diciembre apenas habíamos aumentado la velocidad. Por cómo era Sawyer, lo veía preparadísimo para echar a correr, e incluso para llegar a la meta final, pero a mí me faltaba bastante para eso.
Para mí, Sawyer no sería el primero, pero también tenía claro que no quería que fuera el último, con lo cual, ¿qué sentido tenía? No pensaba acostarme con un chico solo porque hubiéramos llegado a esa etapa de la relación. Tenía que sentirme a gusto; tenía que ser capaz de verme saliendo con él durante meses o incluso años.
Puede que fuera la novia de Sawyer, pero siempre me imaginaba otra cara cuando lo tenía encima de mí, en el sofá. Cuando lo miraba, veía a otra persona. Y punto.
Sabía que Jude había faltado al instituto unos cuantos días después de la trifulca del aparcamiento; luego había aparecido para jugar el siguiente partido y desde entonces no se había saltado ni una sola clase más.
Todos los días nos cruzábamos por los pasillos, y también me lo había encontrado varias veces por la calle, pero él no me veía. Desde la bronca, no se había molestado en dirigirme ni una sola mirada, y yo nunca había imaginado que el hecho de que te ignoraran de ese modo pudiera doler tanto. Todas las mañanas me recordaba sobre qué me había mentido, qué clase de información me había ocultado, y todas las noches acababa pensando en el brillo que iluminaba sus ojos justo antes de besarme.
Había presenciado todos los partidos de la temporada. Cuando el equipo jugaba en casa, estaba obligada a asistir porque el grupo de baile amenizaba los descansos, pero también había ido cuando jugaba fuera. Dejé que todo el mundo creyera que iba para animar a Sawyer, quien, aun con el tobillo curado, no había vuelto a ocupar su anterior posición de quarterback. Con todo, si alguien se hubiera fijado en mí, habría observado a quién seguía con la mirada. Y el número que aclamaba en silencio no era el de la camiseta de mi novio.
Jude Ryder seguía instalado en lo más hondo de mi alma, y no lograba dar con la forma de desterrarlo de allí.
Por eso me dedicaba con toda mi atención a cualquier actividad que me lo quitara de la cabeza. El baile era sin duda la primera y principal, pero cuando no estaba bailando, llenaba el tiempo libre paseando los chuchos de la perrera cercana o asistiendo a las reuniones y los actos de la media docena de clubes a los que me había adherido. Sin embargo, no me servía de nada. Ni siquiera el baile conseguía borrar a Jude del centro de mis pensamientos. Siempre lo tenía presente.
Por fin terminó la canción que sonaba en la radio, esa canción de las narices que hacía que me pusiera nostálgica perdida y echara muchísimo de menos a Jude.
—Ya verás cómo lo arreglo —dije, y apagué la radio.
Entonces, sin el efecto de cámara lenta que muestran las películas, un tablón viejo saltó del remolque de un camión cochambroso y aterrizó en mitad de mi carril. El Mazda pisó de lleno el tablón y casi de inmediato lo noté.
—Mierda —maldije, incapaz de comprender que una simple astilla pudiera más que dos toneladas de metal en movimiento. Con cada pinchazo, la naturaleza iba ganando más y más terreno a la industria.
Entonces, en el interior del coche se oyó el familiar ruido del neumático golpeando el metal.
—Más mierda —exclamé, consciente de que llevaba una rueda de recambio en el maletero, pero también de que eso era todo cuanto sabía de cambiar un neumático.
Me retiré al arcén y miré a un lado y a otro de la carretera con la esperanza de divisar alguna clase de establecimiento. Alguien debía de velar por mí, porque, a menos de quince metros, había una señal que anunciaba una gasolinera Premier frente a un edificio pintado de gris y azul, con tres puestos de servicio abiertos.
—Gracias —dije a quien estuviera escuchándome.
Con paciencia, hice avanzar el Mazda llena de apuro a medida que los golpes del neumático contra la llanta se volvían más ruidosos. Esperaba no estar cargándome la rueda; claro que por lo menos tenía cerca a los expertos.
Un tío de unos veinticinco años, que lucía la típica camisa de jugar a los bolos, salió de uno de los puestos. Agitó la mano para que me acercara y señaló el primero que estaba vacío.
Había encontrado a dos pasos una estación de servicio y un empleado diligente. Había sido agraciada con el milagro del año.
Tras entrar con el Mazda en la zona de servicio, me apeé para comprobar los daños.
—Deja que lo adivine —dijo el tipo, limpiándose las manos con un trapo, aunque no dio la impresión de haberle servido de mucho—. Ha ganado el otro tipo —Se agachó para inspeccionar la rueda y sacudió la cabeza.
—Los proyectiles afilados que se clavan en materiales blandos y artificiales suelen tener las de ganar —repuse, y me arrodillé a su lado.
—Sabias palabras —respondió, dando unas palmaditas al neumático, y se puso en pie—. Yo me ocuparé de resolverte este problemilla, cariño.
—Gracias —contesté, poniéndome en pie—. No es que tenga prisa, pero ¿sabes cuánto tardarás? —Iba de camino al estudio de danza, con la esperanza de pasarme el sábado entero bailando, antes de ir a atender la caja en el puesto de venta de lasaña que mis compañeras y yo íbamos a regentar esa noche con el fin de recaudar fondos para unos uniformes nuevos, pero al parecer tendría que cambiar de planes.
—Estará listo en un periquete, cariño —dijo el tipo, y señaló a una persona que se encontraba en las oficinas—. Le encargaré el trabajo al mejor mecánico que tengo.
De pronto, sin motivo aparente, un escalofrío me recorrió los brazos y todo mi entorno se iluminó y aumentó de temperatura.
—Eh, Jude —lo llamó—. Levanta el culo y ponte a ayudar a esta monada.
Lo vi a través de la luna trasera, estaba de espaldas a la zona de servicio y hablaba por teléfono con alguien. Colgó el auricular y se dio la vuelta. Nunca había visto desvanecerse una sonrisa con tanta rapidez. Había superado un récord mundial gracias a mí.
Entonces irguió la espalda, salió de las oficinas y rodeó el coche para acercarse a nosotros.
—¿Qué pasa, Damon? —preguntó Jude, mirando el coche para no mirarme a mí.
—¡Esta chica ha tenido un tropiezo con un pedazo de basura! —gritó Damon, que tenía la cabeza metida en el remolque del camión de al lado—. Haz lo que tengas que hacer. Paga la casa.
—Ah, no es necesario —repuse yo.
El tipo sacó la cabeza del remolque y me miró fijamente.
—Sí, sí que es necesario.
Habría librado unos cuantos asaltos más con él, pero cuando Jude pasó por mi lado sin un «hola» siquiera, supe que tenía que reservar los esfuerzos para otra cosa.
—¿Qué tal, Jude? —dije, y di unos cuantos pasos hacia él, que estaba de espaldas, examinando la rueda.
Se puso en pie con brusquedad, con los labios apretados y la mirada al frente. Abrió el maletero del coche y sacó la rueda de recambio.
—¡Se te da muy bien lo de no dirigirme la palabra! —grité tras él—. Te felicito, has dejado bien patente el completo desprecio que te inspiro —«desprecio» era un término demasiado suave para la forma en que Jude me ignoraba—, pero ¿de verdad no piensas decirme ni hola?
Jude se detuvo al final del puesto de servicio y cogió una palanca.
—Hola —dijo, sin modular la voz—. Ahora échate un poquito para atrás para que cambie la rueda y puedas marcharte por donde has venido.
Vaya. Las cosas estaban peor de lo que creía. Jude no me despreciaba, me odiaba. Pero yo a él no lo odiaba, y no pensaba fingir lo contrario.
—¡Me he enterado de que te han abierto las puertas de prácticamente cualquier universidad que elijas! —dije, gritando por encima de la plataforma, mientras el Mazda se elevaba.
Él mantuvo la vista fija en el coche y se encogió de hombros.
La plataforma se detuvo, y Jude la emprendió con la rueda pinchada. Dirigió la mirada hacia el lugar donde yo aguardaba apoyada en la pared, pero la desvió con igual rapidez.
—Seguro que no son más que rumores. Si me seleccionan para alguno de los mejores equipos universitarios, probablemente acabaré sentado en el banquillo o lesionado por algún jugador que pesa cincuenta kilos más que yo.
No pude contener la sonrisa. Jude volvía a hablarme.
—¿He oído bien? ¿Acabas de dirigirme una frase entera? —pregunté, aguzando la oreja.
Jude levantó una herramienta del banco de trabajo y empezó a aflojar las tuercas.
—No, han sido dos.
—¿Y qué he hecho para merecer que me dirijas dos frases enteras? —Lo cierto era que me daba igual.
—Estás hablando con mi lado bueno —replicó, mirándome y dirigiéndome algo que apenas era una sonrisa, pero que a mí me bastaba.
Nunca me habría imaginado tener que dar gracias porque se me hubiera pinchado una rueda, pero lo añadí a la lista.
—No sabía que tuvieras un lado bueno.
—Y no lo tengo —repuso él, mientras retiraba la última tuerca—. Pero te aseguro que muy de vez en cuando parece que una parte de mí quiere cambiar.
Jude sacó del eje lo que quedaba del neumático y la rueda, y lo dejó con cuidado en el suelo.
Que me aspasen si aquella no era la visión más excitante que había tenido en mucho tiempo. Tal vez en toda mi vida.
—¿Qué tal estás?
—Esa es una pregunta con trampa —repuso él, enarcando una ceja—. ¿Qué tal está ese imbécil al que llaman Sawyer Diamond? —preguntó con toda la indiferencia que era capaz de mostrar cuando hablaba de Sawyer.
—¿Eres de los que responden a una pregunta con otra pregunta?
Él hizo rodar el neumático de recambio hasta el lateral del coche y volvió a mirarme. Esa vez estuvo así un segundo entero.
—Mi pregunta anula la tuya. Y veo que no tienes más ganas de responder que yo, así que estamos en paz.
El tío tenía un sentido muy peculiar de la justicia.
Y, como yo era idiota, saqué un tema que sabía de antemano que no iba a gustarle.
—Jude —empecé, con la vista fija en mis manos—, siento todo lo que te dije y te hice.
Ya tenía el cuerpo tenso, puesto que había alzado la rueda de recambio hasta el eje, pero en ese instante sus músculos sobresalieron un cincuenta por ciento más como mínimo.
—¿Puedes ser menos concreta?
No pensaba ponerme a la defensiva. No pensaba ponerme a la defensiva.
—¿Eso ha sido una petición o una puñalada trapera? —solté, a la defensiva.
—Si estás planteándote sacar ciertos temas —contestó, mientras apretaba una tuerca como si la pobre le hubiera hecho una jugada imperdonable—, ambas cosas.
«Trágate el orgullo. Discúlpate». Tendría que echar mano de mi monólogo interno para salir de esa.
—Siento haberte seguido hasta la caravana de Holly —Tragué saliva; ese nombre tenía algo que no me sentaba bien—. Y siento haberla pagado contigo a la mañana siguiente.
—Todo eso me da igual —dijo él, y apretó la mandíbula.
—¿Te da igual? —Me crucé de brazos—. Entonces, ¿por qué sigues tan cabreado conmigo que estás a punto de echarme los perros? —Como yo era bastante dada a los arranques de genio, me olía los arrebatos ajenos a diez leguas.
Jude suspiró y apoyó la frente en la rueda.
—A la mierda con todo —masculló, estampando la llave inglesa en el carrito metálico que tenía detrás—. Porque… —empezó, centrando toda la atención en mí—. Porque lo creíste a él antes que a mí.
Eso me dejó sin habla. En ninguno de los análisis nocturnos que había hecho de la situación había llegado a esa conclusión.
—¿Hice mal? —pregunté con cautela—. Porque resulta que Sawyer tenía razón.
—¿En qué tenía razón? —replicó Jude, con un tono que traslucía un autocontrol más que notable.
—En lo de Holly y tú —Maldita sea, cómo detestaba pronunciar aquel nombre. Sería la última vez. A partir de ese momento me referiría a ella como la golfa innombrable.
—Conque Holly y yo, ¿eh? —Jude apretó otra tuerca—. ¿Y no se te ocurrió preguntarme antes de decidir espiarme? ¿No preferías confiar en mí antes que en él? Te creíste la mierda que te contó. Un tío que miente, que engaña, ¡y que no se merece a alguien como tú, Luce!
—Jude —Suspiré con frustración y volví a respirar hondo para conservar la calma. No me estaba entendiendo. O yo no estaba entendiéndolo a él. La cuestión es que uno de los dos no lo entendía, y no hablábamos el mismo idioma—. Resulta que no tenía motivos para no confiar en ti.
—¿Y en qué te basas para estar tan segura? —preguntó, mientras apretaba la última tuerca. No estaba preparada para dejarlo ahí. Prefería estar cerca de él y discutir a que pasara por mi lado y me ignorara.
—Porque te vi, Jude —respondí, al tiempo que me preguntaba qué más tenía que decirle para que lo entendiera—. Te vi con Holly y… —Tragué saliva—. Y con el bebé. Lo vi todo.
—Me viste con Holly y con el bebé —repitió, asintiendo a cada palabra—. ¿Y por eso no puedes confiar en mí?
No debería costarle tanto entenderlo. A menos que el hecho de engañar a tu pareja se hubiera convertido en una práctica de reciente aceptación.
—Creo que eso más o menos lo resume todo —Me pregunté si se me olvidaba algo. Algo tan evidente que me pasaba por alto.
—Ahí lo tienes —dijo él, y se dirigió a zancadas hasta la pared opuesta—. Volvemos a estar en un punto muerto. Ninguno de los dos confía en el otro —Hizo presión sobre la plataforma y bajó el Mazda hasta el nivel del suelo.
No quería marcharme; tenía que averiguar qué narices nos pasaba.
—Supongo que sigues cabreado conmigo, y yo también estoy un poco cabreada contigo —dije, siguiéndole por detrás del coche—. Pero ¿no crees que podemos olvidarlo todo y volver a ser amigos?
Él soltó una carcajada breve y gutural mientras lanzaba el neumático pinchado dentro del maletero.
—Te echo de menos, Jude. Echo de menos tener un amigo que no me apuñala por la espalda cuando me doy la vuelta.
Él se detuvo sin volverse a mirarme.
—Lo siento, Lucy. Tú y yo no podemos ser amigos —Me empujó con el hombro para abrirse paso, se dirigió a la puerta del conductor y la abrió.
—¿Desde cuándo me llamas Lucy? —pregunté, con una nueva sensación de desengaño más intensa.
—Desde que dejamos de ser amigos —Ladeó la cabeza para indicarme que entrara en el coche.
No pensaba permitir que me echara. Planté los pies en el suelo con firmeza y me crucé de brazos.
—Tú no puedes decidir por los dos —dije, lanzándole una mirada fulminante—. Si no quieres ser mi amigo, allá tú. Eso demuestra cómo eres. Pero no puedes obligarme a que no sea tu amiga, así que te aguantas. Buenas, señor mal genio; me alegro de volver a verle asomar la fea cabeza por aquí.
Su expresión ni siquiera se suavizó como solía ocurrir cuando le soltaba alguna lindeza de las mías.
—Las personas como tú y como yo no pueden ser amigas, Luce —dijo, y volvió a mirarme como solía hacerlo antes—, y tú lo sabes tan bien como yo.
—¿Qué es lo que sé? —pregunté, y esperé. Y esperé—. Vamos —añadí, avanzando hacia él—, ¿qué es lo que sé? —Porque, para variar, no tenía ni idea de a qué se refería.
Sus labios se tensaron mientras trataba de escabullirse por un lateral. No se lo permití. Le cerré el paso y lo empujé hacia atrás.
—Vamos, Ryder. ¿Qué demonios es eso que sé tan bien?
Sus ojos centellearon al cruzarse con los míos.
—Que no puedes ser amigo de la persona con la que estaba escrito que pasarías el resto de tu vida —contestó, y su mirada se ensombreció—. Así que dedícate a tus cosas y déjame en paz con las mías de una vez —Me apartó de un codazo, salió de la zona de servicio y siguió andando.
Lo que más lamenté, más que todo lo que ya había mandado a la mierda, fue no haber ido tras él.