Capítulo
15

—¿No te meterás en un lío? —le susurré desde mi asiento. No tenía ni idea de por qué estaba susurrando en mi propio coche pero aquel edificio oscuro y funcional tenía algo que exigía hablar en voz baja—. ¿No tenéis un toque de queda o algo así?

—¿Y tú? —se burló Jude, que se inclinó sobre la consola para hacerme cosquillas en el costado.

—Sí, yo sí —contesté, al tiempo que me alejaba de él de un respingo—, y estoy saltándomelo. Además, estoy castigada y pasando olímpicamente del castigo, así que ahora estoy doblemente castigada.

—Estabas en la escuela de danza —dijo él, y se aclaró la garganta—, perfeccionando los pasos. ¿Cómo van a castigarte tus padres por eso?

—¿Cómo puedes ser tan retorcido? —Le aparté el brazo antes de volver a mirar el centro de acogida Última Esperanza. No tenía nada que resultara hospitalario, o agradable, o idóneo para convertir a los chicos en hombres de provecho. Más bien parecía el típico sitio a cuya puerta retabas a tus amigos del colegio a que llamaran en Halloween—. ¿Estás seguro de que no te meterás en líos?

Consulté la hora en el salpicadero: todavía no era medianoche, pero faltaba poco.

—Sí, siempre que utilice la ventana trasera y no me pillen —contestó, y alargó la mano hacia el tirador.

—Jude —dije, apretando los dedos sobre el volante, en busca de las palabras adecuadas.

—¿Sí?

Soltó el tirador y se volvió hacia mí.

—Es solo que quiero intentar que esto funcione…

—Yo también —aseguró.

—Y por eso me gustaría poner todas las cartas sobre la mesa ahora, antes de que vayamos más lejos.

Estaba nerviosa, y cuando me entraban los nervios, se me ponía voz de pito.

—¿Qué quieres saber? —preguntó, adivinando que no quería que me contara la historia de su vida, sino que iba detrás de algo concreto. Tenía razón.

Respiré hondo y me lancé.

—¿Hay alguien de tu pasado que pudiera interponerse entre los dos? —dije, al tiempo que me volvía hacia él y lo observaba con atención—. ¿Alguien relacionado contigo del que tuviera que saber algo?

Jude ladeó la cabeza, desconcertado.

—¿Te refieres a una chica?

—A ninguna en concreto, porque ni conozco ni quiero conocer a las chicas de tu pasado… Solo necesito saber si hay alguien a quien todavía te una algún tipo de lazo.

Llevaba toda la semana intentando borrar de mi mente el nombre de Holly, pero era una mujer; nosotras no olvidamos así como así el nombre de los antiguos amores de nuestros hombres.

—Eh —repuso, y bajó la cara hasta que estuvo a la misma altura que la mía—. Solo estás tú, Luce. Solo tú. Y no dejes que nadie, sobre todo tú misma, te convenza de lo contrario.

No hubo ni una sola parte de mí que no suspirara de alivio.

—De acuerdo, gracias —dije, y despegué los dedos del volante.

—¿Algo más que quieras poner sobre la mesa?

Me lo quedé mirando y me humedecí los labios.

—Solo yo.

Abrió los ojos, sorprendido, antes de poder evitarlo. Se rió y soltó:

—Cuando quieras, Luce. Tú pon el día y la hora, que yo pongo la mesa.

—Antes procura desinfectarla bien —repliqué, al ver que abría la puerta—. No quiero coger lo que tenga lo que hayas puesto encima antes de mí.

Se detuvo con la mano en la puerta y, de pronto, volvió a entrar en el coche. Sus labios se posaron tan rápido sobre los míos que se me paró el corazón y, cuando este ya había cogido carrerilla, volvieron a separarse.

—Solo tú, Luce. Nadie más. Nunca lo ha habido.

—Eso suena a memoria convenientemente selectiva —dije, deseando que se quedara conmigo y acabara lo que había empezado.

—Intento conservar solo los buenos recuerdos —contestó, y salió del coche—. Si es eso a lo que llamas memoria selectiva, se me da bien.

—A mí también —respondí, después de que se hubiera ido, mientras contemplaba cómo desparecía en la oscuridad.

Estaba convirtiéndose en una escena habitual. Una luz encendida en una ventana a altas horas de la noche y la silueta de mi madre recortándose detrás de ella. O estaba metida en un lío o en un buen lío llegando a casa a las tantas el penúltimo día del castigo de una semana al que había sido sentenciada. Cogí el bolso, salí del Mazda y subí la escalera sin molestarme siquiera en disimular mis pasos.

No sabía lo que me esperaba cuando atravesara la puerta de casa; saber lo que esperar de mi madre era más o menos como lanzar una moneda al aire. Por la mañana podía mostrarse fría, distante y actuar como si yo fuera lo peor del género humano, y por la noche podía estar horneando galletas e interesándose por si ese día había aprendido algo interesante en clase.

Durante años, había sido capaz de predecir sus reacciones; sabía a qué atenerme y podía organizar mi vida alrededor de esa certeza. Ya no. Como adolescente, miembro de un grupo que crece y se desarrolla manipulando las rutinas y los reglamentos de sus padres para salirse con la suya y disfrutar de cualquier forma de hedonismo, debería haber estado sumida en la desesperación. Pero no era así. Ver cómo volvían a encajar las piezas de la madre de mi infancia me hacía sentir que, después de todo, tal vez había esperanza para nuestra familia. Tal vez podíamos volver a ser lo que éramos; sin olvidar, pero siguiendo adelante.

Un deseo infantil, aunque me aferraba a él.

Abrí la puerta y me detuve un momento en la entrada, sin saber si mi madre iba a reñirme o a sonreírme. No hizo ninguna de las dos cosas. Su atención estaba centrada únicamente en su portátil.

—Hola, mamá —la saludé, mientras dejaba la bolsa en una silla—. Me voy a la cama.

—¿Lucy? —preguntó, desconcertada. Primero me miró a mí y luego el reloj de la pared, que tenía detrás de mí. Los ojos se le salieron de las órbitas—. ¿Llegas ahora?

Genial. Acababa de convertirse en mi padre. No tenía ni la más remota idea de lo que ocurría en su hogar, pero al menos tuvo el detalle de no levantar la voz.

—Sí —contesté—. He estado en la escuela de danza, practicando un ejercicio nuevo, y he perdido la noción del tiempo por completo. Lo siento.

Estaba tan avergonzada que agaché la cabeza. Mentir no era algo que deseara incluir entre mis mejores aptitudes, y que me aspasen si cada mentira no me acercaba más al nivel de experta mentirosa.

—Ah, ya veo —dijo mi madre, y se colocó las gafas en la cabeza—. Está bien, pero la próxima vez que vayas a llegar tan tarde a casa llama, ¿de acuerdo?

—Sí, no te preocupes —aseguré, y cogí un par de plátanos del frutero, porque, por primera vez en una semana, tenía hambre—. Buenas noches, mamá —dije, abalanzándome hacia la escalera.

—Lucy, espera —me llamó. Cogió algo de la mesa y atravesó la habitación—. Esto ha llegado hace un rato.

Sonreía abiertamente. Sonreía. Mi madre había sonreído otras veces, pero no recordaba la última que se lo había visto hacer de oreja a oreja.

Cuando vi el sobre acolchado de papel manila que sostenía, entendí el porqué. Me fallaron las rodillas justo antes de que me derrumbara en la escalera.

—Marymount Manhattan —dijo, y me lo tendió con ambas manos, como si fuera una ofrenda.

Llevaba meses esperando aquello. Bueno, llevaba esperándolo toda la vida. Una carta decidiría si mi sueño se haría realidad.

—Es bastante grueso —insistió, y me lo acercó un poco más—, y mis poderes psíquicos me dicen que se trata de un paquete de bienvenida, así que abre el sobre de una vez y celebrémoslo.

Marymount Manhattan. Danza. Sueños. Futuro. Todo a una apertura de sobre. Sin embargo, no estaba preparada para aquello.

—Gracias, mamá —dije. Cogí el paquete y corrí escalera arriba.

—¿No vas a abrirlo? —preguntó, y se quedó mirándome boquiabierta, como si me hubiera dado un ataque grave de locura.

—Ahora no —contesté, con un bostezo—. Estoy agotada y seguramente me dormiría antes de acabar de leer el primer párrafo. Lo abriré mañana.

—¿Lucy? —Su voz sonó tensa, preocupada.

—No me pasa nada, mamá, te lo juro. Es solo que estoy molida. Te prometo que, cuando lo abra, serás la primera en saberlo —Agité el paquete delante de ella.

—Está bien —respondió, a lo que siguió la típica mirada del «como tú quieras»—. A veces no te entiendo.

—Ya somos dos —musité, y me dirigí corriendo a mi dormitorio.

El paquete estuvo agobiándome todo el fin de semana desde el escritorio. Mi madre no volvió a insistir en el tema, y yo no tuve agallas para abrir una maldita carta. Ni siquiera se lo mencioné a Jude cuando me llamó el sábado por la mañana a primera hora. Me habría gustado volver a verlo esa noche, tal vez salir a cenar e ir a ver una película, o quizá retomarlo donde lo habíamos dejado en la escuela de ballet, pero, por lo visto, salvo los actos relacionados con el instituto, los fines de semana en un hogar para chicos eran sinónimo de trabajo.

Así que, además de librar una batalla interna en mi dormitorio, di varios paseos, apreté los dientes y bailé, tratando de olvidar el dolor que había infligido el viernes por la noche. No veía el momento de que llegara el lunes por la mañana.

Aparqué el Mazda, y diez minutos antes de que empezaran las clases, ya había atravesado todos los detectores de metales. No se veía a nadie por los pasillos, salvo a algunos alumnos de extraescolares y profesores de mirada cansada. Sabía muy bien que era inútil esperar que Jude apareciera por allí tan temprano, pero eso no me impidió pasearme despreocupadamente por delante de su taquilla para asegurarme. Empezaba a arrugar el entrecejo delante de su armarito solitario cuando una mano fuerte asió la mía y empezó a tirar de mí por el pasillo. No tuve que identificar la camiseta gris o el gorro maltrecho para saber de quién era la mano que sujetaba la mía.

Jude no dijo nada, ni siquiera se volvió para mirarme; se limitó a atravesar el pasillo a toda pastilla y a meternos en un cuarto oscuro al final de este.

—Buenos días a ti también…

Aunque mis palabras se vieron interrumpidas cuando me empujó contra la pared y colocó sus manos y sus labios sobre los míos como si hubieran estado agonizando todo el fin de semana.

Le devolví el beso y le rodeé el cuello con los brazos. Y a continuación, por si no estábamos lo bastante cerca, hice un buen uso de mi fuerza y flexibilidad de bailarina y envolví sus caderas con mis piernas de un salto. Jude gimió y me oprimió aún más contra la pared mientras sus labios se movían sobre los míos con tanta furia que no podía respirar. No me importaba. De hecho, desmayarme porque Jude Ryder hubiera estado besándome hasta dejarme sin aliento me parecía algo que añadir a la lista de objetivos vitales.

Y justo cuando estaba segura de que había llegado la hora, que era allí y entonces donde íbamos a llegar hasta el final, sus labios empezaron a moderar el ritmo al tiempo que me dejaba en el suelo. No era el momento de frenar, no cuando todo se aceleraba en mi interior, a punto de explotar si no continuábamos adelante.

Solté un gemido cuando presionó sus labios contra los míos por última vez.

—Buenos días —dijo, y sonrió de oreja a oreja, como un idiota.

Volví a gemir al ver que retrocedía un paso.

—Yo también te he echado de menos.

Intenté lanzarle una mirada asesina, pero, por lo visto, si la persona que acaba de dejarte sin aliento con sus besos sonríe delante de ti, es físicamente imposible.

—Eres malo.

—Lo sé —contestó, y me retiró el pelo hacia atrás—, pero imaginar este momento me ha ayudado a pasar un laaargo fin de semana. Lo necesitaba.

—¿Has estado soñando con esto todo el fin de semana?

Mi estómago logró dar otra voltereta hacia atrás.

—No he pensado en otra cosa.

Doble voltereta hacia atrás.

—¿Ha cumplido tus expectativas?

—Las ha superado —contestó, y se inclinó hacia mí—. Aunque en mis sueños tú llevabas una faldita de colegiala sin nada debajo.

Sentí que sus labios se curvaban en una sonrisa al besarme en el cuello.

—Mañana será otro día —musité, mientras juntaba las piernas con fuerza, desesperada—. Tú no pierdas las esperanzas.

—Eso hago —me susurró al oído, antes de hundir sus dientes en el lóbulo de mi oreja.

—No te tragues el pendiente —le advertí, con la respiración entrecortada una vez más—. He oído que la plata de ley no sienta demasiado bien al estómago.

—Aquí no hay pendiente —dijo, y volvió a mordisquearme la oreja con delicadeza.

Gemí de nuevo, aunque a causa del fastidio.

—Entonces ha debido de caérseme cuando me has inmovilizado contra la pared —contesté, lanzándole una mirada antes de agacharme y pasar las manos por la alfombra.

—¿Estás segura de que lo llevabas? —preguntó, al tiempo que echaba un vistazo al suelo—. Yo no recuerdo habértelo visto puesto.

—Creo que esta mañana te has saltado cuatro sentidos y has ido derecho al del tacto.

Levanté la vista y me incorporé ligeramente para tener una visión más amplia de la alfombra. Las clases estaban a punto de empezar, pero era capaz de acordonar el cuarto antes de dejar allí mi aro de plata preferido.

Se acercó un paso y siguió buscando por el suelo.

—Resulta que es, de lejos, mi sentido favorito.

—¿En serio? —me burlé con tono sarcástico, a punto de ponerme a gatas para inspeccionar la alfombra centímetro a centímetro—. ¡Aaay! —grité, y volví a incorporarme, esperando que no me hubiera arrancado un mechón de pelo.

—Luce, un momento, no te muevas —dijo Jude, mientras me sujetaba la cabeza—. Se te ha enredado el pelo en algo.

Intenté tirar en la dirección contraria, pero estaba bien trabado.

—Se me ha enganchado en tu hebilla —dije.

—Deja de moverte —insistió, sin soltarme la cabeza—. Así solo lo empeoras.

Volví a tirar hacia atrás, aunque esta vez con una mueca.

—Pues entonces deja de decirme lo que tengo que hacer y empieza a desenredarlo —repuse, entre risas, a pesar del dolor.

Él también se echó a reír, y aunque intentó reprimirse, no pudo.

—Estás disfrutando, ¿eh? —Lo miré a través del mechón enredado.

—Me gustaría decir que no, pero mentiría —contestó, sin parar de reír.

—Eres odioso —protesté, y me agarré a sus caderas, preparada para la extracción del pelo.

Justo cuando apretaba los dientes, a punto de tirar la cabeza hacia atrás, la puerta se abrió con un chirrido y a continuación se encendieron las luces del techo.

—Tío… —dijo alguien, que se detuvo de golpe en la entrada.

Otro chico asomó la cabeza. Alzó un móvil y lo dirigió hacia el lugar en que yo me arrodillaba delante de Jude, con las manos en sus caderas, sus manos en mi cabeza, y se disparó un flash.

—Esto va directo a internet.

La foto se hizo viral y acumuló cerca de diez mil visitas antes de que sonara el timbre del almuerzo. Dos estudiantes de segundo año acabaron con el teléfono partido en dos y no se atreverían a cruzarse a solas con Jude en un pasillo nunca más, pero quitando eso, Jude logró lo impensable y mantuvo su genio a raya.

Me tenía tan impresionada que Jude no hubiera tenido un estallido de los que hacían época que conseguí que no me afectara demasiado que todo Southpointe, por no hablar del resto del país, corriera a echar un vistazo a nuestra foto. Ni siquiera sentí la necesidad de defendernos o de explicar lo que había ocurrido antes de que acabara de rodillas en una posición tan comprometida porque, bueno… nadie en su sano juicio lo creería.

Así que soporté una nueva tanda de miradas y susurros, de chicas que se quedaban boquiabiertas cuando me veían, como si fuera una buscona y una fresca, el diablo en persona, que hubiera ido a acabar con la humanidad, y de chicos que se quedaban embobados, con sonrisas ladeadas y los ojos dilatados, como si me imaginaran de rodillas delante de ellos. A las chicas las entendía. No estaban tranquilas, porque, si había ocurrido una vez, ¿qué me impedía hacerles un trabajito a sus novios en el laboratorio? Entendía ese tipo de desdenes porque era una chica. Sin embargo, los chicos solo eran perros en celo salivando por enrollarse con quien fuera o lo que fuera. A un par de reincidentes les enseñé el dedo corazón al pasar por su lado.

—¡Eh, Morrison! —le gritó Jude, cuando se deslizó junto a mí en la cola, al chico que me miraba de un modo ya familiar—. Vuelve los ojos hacia otro lado, a no ser que quieras quedarte sin ellos.

Morrison señaló a Jude con la barbilla.

—Ryder, eres un capullo con suerte.

Sentí que me invadía el deseo de lanzarle el yogur a la cara al engreído de Morrison, y no sabía si podría contenerme.

Jude se puso delante de mí y me apartó hacia su espalda con el antebrazo.

—Si te refieres al hecho de que mi novia es una persona inteligente, elegante, dulce y recta, tienes razón —dijo, cuadrándose delante de Morrison—, pero si te refieres a algo menos respetable, entonces puede que te convenga hacer algunos cambios en la solicitud de entrada a la universidad, porque no creo que Arizona State vaya a quererte si no puedes correr con el balón.

Morrison se despidió con un breve saludo y dio media vuelta. Su trío de amigos lo asediaron a preguntas.

—Cabrones pretenciosos —masculló Jude, mientras dirigía una mirada de odio a sus espaldas—. Como oiga que alguno de ellos va dándole a la lengua o vuelva a pillarlos mirándote, les enseñaré cómo hacemos las cosas en los barrios bajos.

Lo empujé a un lado y me volví hacia él.

—¿Es eso lo que diría alguien que se ha comprometido a permanecer en el lado correcto de la ley? —pregunté, mientras arrastraba un trozo de pizza hasta mi bandeja—. ¿Es eso lo que diría alguien que le ha prometido a su…?

—Novia —dijo, para rellenar el espacio en blanco, y me rodeó con sus brazos.

—¿… novia que no haría nada para estropearlo? Porque hay gente que podría considerar que ir a la cárcel por intento de asesinato es estropearlo.

—Mujer —dijo, con un suspiro, mientras acercaba su mejilla a la mía—, estoy dejándome los huevos en esto. En todos los sentidos.

—¿Qué hay de esa promesa que estabas a punto de hacerme acerca de que no ibas a tocar ni a Morrison ni a su grupito de subnormales? —pregunté, mientras pagaba a la cajera, que ni siquiera se molestó en disimular su gesto reprobatorio. Alguien más había visto nuestra foto.

—Vale —accedió, y me condujo hacia el patio. O me había leído el pensamiento o se sentía igual que yo: cansado de las miradas y harto de esquivar preguntas—. No tocaré a los imbéciles de esos trepas —Alargó la mano hacia el tirador y me abrió la puerta—. Pero no prometo que no pague a otra persona para que se ocupe de ellos —añadió, cuando pasé por su lado.

Le di en el estómago.

—He encontrado el pendiente —dijo, y extrajo el aro de plata del bolsillo.

—¿Dónde estaba? —pregunté. Lo cogí y me lo puse.

—Prendido en mis bóxers.

—¿Y cómo narices ha ido a parar ahí? —insistí, ablandándome al pensar en sus bóxers.

—Ni idea —contestó, mientras paseábamos por el patio, prácticamente desierto—, pero digamos que he estado a punto de acabar con un piercing. Ahí abajo.

Me eché a reír y le di un golpecito al pendiente perdido. Su mañana había sido mejor que la mía. Nadie se volvió a mirarnos cuando cruzamos el césped y nos sentamos en una mesa vacía. Hacía frío, uno de esos días en los que te arrepentías de no haber metido un jersey en la mochila, pero, después de que Jude me rodeara con su brazo, descubrí que esperaba no tener que volver a meter un jersey en la mochila en toda mi vida.

—Así que novia, ¿eh? —dije, y le puse la pizza delante.

—Novia —repitió—. Sin interrogantes.

Sonreí, pero no levanté la vista de la bandeja.

—¿Y cuántas van ya conmigo?

Suspiró.

—Una. La única. Ya te lo he dicho, Luce. Eres la primera y, recemos para que no la cague, la última.

Menos mal que no había hincado los dientes en la manzana que tenía en la mano, porque me habría atragantado. Tendría que haber flipado en colores: mi novio, que había estado en la cárcel tres veces, tantas como habíamos salido, dejando caer un «para siempre» en una conversación normal; pero no fue así. No decía que fuéramos a casarnos mañana y a tener un hijo al día siguiente; decía que, tal vez, algún día. Y puede que ese algún día me resultara atrayente de un modo que no debía para una chica de diecisiete años que soñaba con un futuro brillante.

—¿Con cuántas chicas has estado, Jude? —me lancé, haciéndole, sin duda alguna, la peor pregunta que una chica podría hacerle a alguien como Jude. Esperaba que fueran menos de cincuenta.

Bajó el trozo de pizza antes de darle un mordisco.

—Suficientes para saber cuándo aparece algo especial.

—Y si tuvieras que cuantificar ese «suficientes», el número sería…

Yo también bajé la manzana. Con aquel tipo de conversación, la desaparición del apetito era un efecto secundario de esperar.

—Luce, no quiero volver a hablar de mi pasado. No quiero darle más vueltas a cuántas veces la he cagado —dijo, y cerró los puños—. Sé que las chicas sentís una fascinación enfermiza por saber el nombre, el momento y de qué forma nos hemos liado con las otras, pero no voy a decírtelo. Han sido muchas, seguramente muchas más de las que imaginas —El estómago me dio un vuelco—, pero nunca he querido a ninguna de ellas, y ninguna de ellas me ha querido a mí.

—Qué romántico —musité entre dientes, y aparté mi bandeja con un leve empujón.

—Eres tú quien quería saberlo —repuso, y se sentó en el banco a horcajadas para mirarme de frente—. Escucha, con un tipo como yo, no hagas preguntas cuyas respuestas no quieras conocer, Luce, porque voy a hacer todo lo que pueda y más para ser sincero contigo. No escarbes en mi pasado salvo que quieras salir por el otro lado deseando no haberlo hecho.

Eso hacía un tiempo que lo sabía, pero ¿cómo se puede tener una relación con alguien de quien no conoces su pasado, presente y futuro?

—Entonces, si ninguna de ellas te importaba y tú tampoco les importabas a ellas, ¿por qué —Todas las palabras que se me ocurrían sonaban fatal— lo hacíais?

—¿Quieres saberlo? —preguntó, desafiándome con la mirada—. ¿De verdad quieres saber ese tipo de cosas?

Asentí con la cabeza una sola vez, porque era idiota.

Jude respondió con el mismo gesto.

—Para mí, era una escapatoria. Una forma de olvidar por un momento que mi vida era una mierda. Y en cuanto a las chicas —prosiguió, tras enderezar la espalda—, esperaban cabrear a sus padres, alcaldes y médicos, cuando estos descubrieran que sus preciosas hijitas estaban liándose con el chico malo por excelencia. Eso o estaban locas por mí y querían saber qué tal era en la cama.

Esbozó una sonrisa ladeada, a la que no tardé en ponerle fin con un codazo en el estómago.

—No tiene gracia —protesté, y miré la mesa con el entrecejo fruncido porque era imposible hacerlo mirándolo a él.

—Lo siento, lo siento —se disculpó entre risas, y me frotó los brazos—. A veces, el único modo que tengo de repasar la mierda de vida que he llevado es con un poco de humor —añadió, levantándome la barbilla—. Aunque la cruda realidad es que ellas no me importaban y yo no les importaba a ellas.

Me miró fijamente a los ojos, y era imposible que me mirara del modo en que lo hacía y mintiera al mismo tiempo.

—Vale —dije, tranquilizada al saber que aquel tema estaba oficialmente zanjado.

—Y, por si te sirve de algo, el sexo era poco satisfactorio.

—No me sirve de nada, pero gracias por la información —contesté, y recuperé la manzana.

—¿Sabes?, parece que tú y yo o nos besamos hasta quedar sin sentido o hablamos de temas que es mejor dejar donde estaban enterrados —dijo, antes de darle un mordisco a la pizza—. ¿Por qué no podemos tener una conversación normal y corriente?

Lo medité mientras mascaba la manzana.

—Tienes razón —admití—. ¿Cómo puedes ser mi novio si no sé cuáles son tus ideas políticas o lo que piensas sobre el tiempo o qué te ha parecido la última película que has visto en el cine?

—Captado —dijo, entre risas, antes de tragarse una lata de refresco en cinco segundos escasos—. A la mierda la normalidad. Y los temas que crían malvas también. Tú sigue besándome, o cualquier otra cosa que tuvieras pensada —añadió, enarcando las cejas repetidamente—, hasta que mi cerebro se vuelva tan loco que no pueda volver a formar una frase en toda mi vida.

—Eso suena a una relación satisfactoria —Me volví y me senté a horcajadas en el banco, frente a él. Ya que no nos iban las conversaciones frívolas, ¿por qué no profundizar en temas a los que no dejaba de darles vueltas?—. ¿Por qué te gusto, Jude? En serio. En cuanto al físico, soy normalita comparada contigo. En cuanto a personalidad, soy la chica que se hace la dura, pero que se esfuerza en combatir tantas inseguridades como cualquier otra. En cuanto al futuro, yo solo deseo comerme el mundo con la danza. No aspiro a convertirme en la primera presidenta del país, o a encontrar una cura para la diabetes infantil, o a descubrir la fórmula de la fusión. Así que ¿por qué un chico como tú se fija en una chica como yo?

Por su expresión, advertí que no entendía lo que le decía.

—Luce, ¿estás de broma? ¿Qué veo en ti? Por favor. ¿Qué ves tú en mí? —contestó, negando con la cabeza—. Si de verdad quieres saberlo, no es una sola cosa, sino la suma de pequeñas cosas que acaban convirtiéndose en un todo increíble.

—Específico —musité.

Levantó las manos en el aire, exasperado.

—Vale, si quieres que elija una de las muchas razones por las que me gustas, ahí va una —dijo, y me miró fijamente—: sabía que si existía una chica que pudiera quererme, con todos mis defectos, sería la chica que fuera a la perrera y adoptara el chucho más feo y esmirriado que pudiera encontrar —Sentí que se me henchía el corazón, y a continuación la sonrisa—. Y solo porque ella sabría que debajo de un exterior burdo hay un alma que suplica ser amada y aceptada.

Seguí sonriendo. Y seguramente sus palabras lograrían que lo hiciese hasta que acabaran las clases.

—¿Buena respuesta? —preguntó, consciente de que era así.

—No está mal —contesté, restándole importancia.

—¿Quieres que siga? Porque puedo quedarme aquí contigo toda la tarde cantando tus alabanzas si todavía necesitas que te convenza. Todo el santo día.

Me acerqué a él y apoyé las manos en sus rodillas.

—No —dije—. ¿Qué te parece si te callas y me besas ya?

—Me parece un buen plan.

Tenía sus labios tan cerca de los míos que casi podía saborearlos cuando una mochila aterrizó en la mesa, frente a nosotros.

—Eh, Lucy.

—Por el amor de Dios.

Las palabras de Jude y Sawyer se solaparon al tiempo que se volvían el uno hacia el otro.

—Ryder —dijo Sawyer, y le tendió la mano, que quedó suspendida en el aire, antes de que la metiera en el bolsillo—. ¿Cómo va eso?

—Iba de maravilla.

Le di un pequeño golpecito con la pierna a modo de aviso. Hasta el momento, Sawyer estaba comportándose.

—¿Cómo no? —soltó Sawyer, y nos miró a ambos—. Disculpad que os interrumpa, solo he venido a deciros una cosa y enseguida os dejo solos.

—Vale, di lo que sea —lo apremió Jude, y me rodeó con sus brazos. Qué territorial.

Sawyer sonrió.

—No quería que te hicieras una idea equivocada si oías por ahí que llevé a Lucy a casa la noche de la fiesta. Vi a una amiga que necesitaba ayuda y la ayudé. Sé que es tu chica, Jude.

—Entonces, ¿eso quiere decir que vas a dejar de comértela con los ojos cada vez que te la encuentres por el pasillo? —preguntó Jude.

—Lo intentaré —contestó, y estiró el cuello—. Es una chica muy guapa, Ryder. Eres un tipo con suerte.

—No me digas lo que tengo como si no lo supiera —replicó Jude. Se le tensaron los brazos—. Y si crees que voy a dejar que te acerques a Luce después de lo que has hecho, ya puedes esperar sentado.

—Jude —le advertí.

—Uau, tranquilo, muchachote —dijo Sawyer, levantando las manos y retrocediendo unos pasos—. No pretendía ofenderte, solo quería que supierais lo que tenía que decir e irme a comer —Me miró, y su sonrisa se acentuó—. Nos vemos en clase, Lucy.

Lo saludé brevemente con la mano cuando empujaba la puerta.

—No creía que pudiera odiar más a ese imbécil, pero tendría que haber sabido que el odio no tiene límites cuando se trata de alguien tan gilipollas.

Jude miraba con rabia la puerta por la que Sawyer había desaparecido.

—¿Te han comentado alguna vez que podrías tener problemas para controlar la ira? —dije.

Por la mirada asesina de Jude, cualquiera hubiera dicho que nunca había despreciado tanto a alguien.

La expresión de Jude se suavizó ligeramente.

—Solo varias docenas de veces al año desde la pubertad.

Entrelacé mis dedos con los suyos y le di otro mordisco a la manzana.

—¿Qué ha hecho Sawyer Diamond para cabrearte de esa manera cada vez que lo ves? —pregunté, mientras masticaba mi pieza de fruta—. Porque, aparte de tener un ego superinflado y una sonrisa tan blanca que no aparece en la paleta de color, no me parece tan mal tío.

Jude se volvió hacia mí, con los ojos casi negros de tan inyectados en sangre.

—Sawyer Diamond es lo que ocurre cuando Dios se despista un segundo. Un tipo como ese no se merece segundas oportunidades, ni misericordia, ni comprensión, y menos de una chica como tú, Luce, porque le dará la vuelta y lo convertirá en algo con lo que manipularte —Me cogió por los brazos y me sujetó con fuerza—. Quiero que te mantengas alejada de él, Luce. No le hables, ni lo mires, como si no existiera. ¿Me entiendes? Porque ya puede negarlo todo lo que quiera, y fingir que es nuestro mayor fan, pero te desea tanto que seguramente ahora mismo está cascándosela en el vestuario de los chicos.

—Puaj, Jude —dije, con una mueca—. Qué asco.

—Tú mantente alejada de él, Luce —insistió—. Hace diez años que conozco a ese imbécil y sé cuándo trama algo. Y trama algo.

Sonó el timbre de la cafetería. Refunfuñando, tiramos la comida a medio acabar en la basura.

—Tengo tres clases con ese tipo. ¿Cómo se supone que voy a alejarme de él? —pregunté, mientras Jude recogía las mochilas y se las echaba a la espalda.

—Quiero que le des una patada en los huevos cada vez que lo veas —contestó, sin un atisbo de burla en la voz—, y después de unas cuantas veces, él se mantendrá alejado de ti.

—Vaya, ¿cómo no se me habrá ocurrido? —repliqué, dándome una palmada en la frente con la mano abierta.

—Porque eres buena e inocente y las cosas feas, como esquivar a desgraciados, son nuevas para ti —dijo, al tiempo que me abría la puerta—. Déjame a mí el trabajo sucio, Luce. Tú sigue siendo igual de buena.

—Y, en tu mundo, ¿dar patadas en los huevos no se considera jugar sucio?

—Si es de los huevos de Sawyer Diamond de lo que hablamos —respondió, con una sonrisa forzada—, se merece eso y más.