La tercera semana de clases transcurrió de forma diez veces menos dramática que las dos primeras. De hecho, cuando el viernes por la mañana pasé junto a los detectores de metales de la entrada, me sentía como si estuviera entrando en una racha de normalidad. Sacaba sobresaliente en todas las asignaturas (cosa que no resultaba muy difícil, teniendo en cuenta que los mayores retos del curso consistían en saber que uno por uno es uno y deletrear correctamente palabras relativamente sencillas). Mi madre siempre ponía el grito en el cielo por las notas, pero eso era porque comparaba mis sobresalientes y notables con las matrículas de honor que solía sacar mi hermano. Era lo único que me faltaba para sentirme más culpable.
Me uní al grupo de danza sin hacer caso de Taylor, que me había advertido de que mi popularidad decaería un cincuenta por ciento, y al Grupo Medioambiental, lo que según ella acabaría con el otro cincuenta por ciento.
Mi popularidad entonces era cero. Bien por mí.
No creo que fuera un buen momento para anunciar que pensaba presidir la gran cena de gala que el instituto siempre celebraba en primavera con el fin de recaudar fondos para la biblioteca municipal. Eso me habría valido el destierro de la última mesa de la cafetería.
También conseguí poner unos cuantos límites a mi relación con la señorita Taylor y sus amigas, y la mayoría de los días se esforzaban por respetarlos. Al actuar de una forma distinta a lo que cabría esperar de ella, lo cual parecía más o menos la tendencia de los últimos días, Taylor se había ganado mi favor. Bajo aquella fachada se escondía una chica más inteligente de lo que dejaba entrever, más responsable de lo que se atrevía a demostrar y con un sentido del humor fabuloso que pujaba por salir a la luz. Descubrí que nuestros tira y afloja diarios me motivaban, y quizá habría sido capaz de transformarla hasta el punto de convencerla para que asistiera a una de las reuniones del Grupo Medioambiental, y así demostrarle que no por ello perdías un cincuenta por ciento de popularidad.
Para postres, mi madre y yo habíamos mantenido otro par de conversaciones más bien amistosas. Lo único que no había cambiado era que todos los días, después de las clases, salía volando hacia el estudio de danza y me enfrascaba en el baile hasta la hora de cenar.
Hacía varios años que no tenía esa sensación de normalidad, pero aunque echarla de menos durante tanto tiempo debería haber hecho que la disfrutara, no era así. Y sabía que la cosa tenía que ver con cierta persona de quien aún no tenía noticias, y a quien me convenía evitar hasta la tumba; pero, tal como me demostraba la más dura de las lecciones, el corazón tiene sus debilidades. La mía era Jude.
Igual que un padre no permite que un hijo tome otra ración de pastel porque no es lo que más le conviene al niño goloso e impulsivo, yo no debía darle a mi corazón lo que más anhelaba, porque sabía que acabaría destruyéndolo.
—Buenos días, preciosa.
Di un codazo a Sawyer y entramos en nuestra rutina diaria.
—Desaparece, feo, y no vuelvas hasta que se te ocurra un piropo más original.
—Espera y verás, tengo a punto unos cuantos, y me parece que el lunes te quedarás de piedra —repuso él, mientras me tendía el café moca al que desde hacía unos días se había tomado por costumbre invitarme.
—No lo creo —dije.
—Eso de que todas las mañanas me llames feo podría acabar afectando a mi delicado ego si no fuera porque sé que solo lo dices para provocarme —soltó, y saludó con la cabeza a un par de compañeros del equipo de fútbol americano que pasaban por allí.
—O porque estás segurísimo de que no eres feo.
—¿Estás diciendo que crees que estoy bueno? —preguntó, con una sonrisa pícara.
—Si eso es lo que has oído, te hace falta un buen audífono —repliqué, y di un sorbo de café—. No he hecho más que confirmarte que no eres del todo feo.
—Creo que es el peor cumplido que me han hecho jamás —dijo, rodeándome con el brazo y atrayéndome hacia sí.
Y la sencilla relación que Sawyer y yo manteníamos casi todo el tiempo acabó, como siempre, con un extraño abrazo.
—¿Cómo va el tobillo, Diamond? —gritó una voz por detrás de nosotros. Una voz que me dejó helada pero que a la vez hizo que me derritiera.
Jude se plantó delante de nosotros, se cruzó de brazos y observó el brazo con el que Sawyer me rodeaba antes de volverse hacia mí. Mi respiración se volvió entrecortada y dificultosa al instante.
Sawyer levantó el brazo para mirarse el tobillo vendado.
—Se pondrá bien.
Jude no apartó los ojos de mí.
—Me refería al otro tobillo.
Sawyer hizo una pausa, obviamente desconcertado.
—Al otro no le pasa nada —contestó.
—¿Quieres conservarlo así? —preguntó Jude, y dio un paso adelante sin dejar de mirarme.
Aparte de la moradura del pómulo, se le veía igual que siempre. No sé muy bien qué esperaba, pero tenía la impresión de que alguien que había pasado casi una semana en la cárcel saldría de allí cambiado. Claro que si ese alguien había estado allí nada más y nada menos que trece veces debía de parecerle un paseo cotidiano por el parque.
—Lo que llevas debajo del brazo es mío —dijo Jude, con ojos centelleantes.
—Como lo dejaste tirado en la calle, creía que podía quedármelo —Sawyer quiso aferrarme con más fuerza, pero yo me escabullí.
Le lancé una mirada furibunda antes de volverme hacia Jude y hacer lo mismo. No me dejaba el culo en sacar buenas notas, ni me pasaba los veranos trabajando de camarera, ni me abría mi propio camino en la vida a fuerza de picar piedra para que dos celosos me redujeran a un mero objeto y se me disputaran con los puños.
—Yo no soy propiedad de nadie —solté, y señalé a Sawyer—. No soy tuya —dije, y miré a Jude a los ojos—. Ni tampoco tuya.
Me costó infinitamente menos decirlo la primera vez que la segunda.
—Ahora haced el favor de dejarme en paz los dos.
Pasé junto a Sawyer y le planté el café moca en la mano; no quería nada de él. Luego me abrí paso por el vestíbulo abarrotado mientras trataba de aplacar mis emociones. Por primera vez en toda la semana, me sentía reconfortada.
Pero no quería admitir por qué. Mientras cruzaba el vestíbulo sabía que Jude estaba siguiéndome con los ojos, e incluso después de doblar la esquina notaba el efecto de su mirada escrutadora.
Estuve tentada de saltarme la primera clase; incluso más de saltármelas todas, pero no lo hice. Tiré de mis propias riendas y me recordé a mí misma que no debía permitir que aquellos dos tíos, sobre todo uno de ellos, me convirtieran en una de esas chicas que tiran su vida por la taza del váter. Era fuerte y sabía cómo superarlo. Mierda, yo valía más que todo eso. Además, aunque tal vez fuera llevarlo al límite, pensaba aplicar el método del «fíngelo hasta que te lo creas».
Era incapaz de concentrarme. La verdad es que habría dado igual que me saltara la primera hora. Cuando el timbre anunció el final de la clase cual alerta antiaérea, no había tomado ni un apunte sobre Oliver Twist. Claro que ya lo había leído dos años atrás y había sacado un sobresaliente en el trabajo.
Mientras recogía los libros, reparé en que todo el mundo se paraba a mirarme de camino hacia la puerta. Eso bastó para ponerme sobre aviso de lo que me esperaba en el pasillo.
La clase estaba vacía, incluso el señor Peters se había marchado, y solo entonces conseguí reunir fuerzas para colgarme la cartera al hombro.
—Hola, Luce —Jude dio dos pasos para entrar en la clase y cerró la puerta tras de sí.
Me odié por desear que me estrechara entre sus brazos y me dijera que todo iba bien, que no existía obstáculo que no pudiéramos superar y que lo ocurrido el fin de semana solo era un terrible malentendido.
Era una ilusa.
—No te hablo —dije, e intenté pasar de largo, pero él se plantó frente a la puerta.
—¿Y por qué?
Lo miré fijamente y me crucé de brazos.
—No finjas que aquí no ha pasado nada. Sabes muy bien por qué no te hablo ni volveré a hablarte jamás.
—Esto…, Luce —dijo, apoyándose en la puerta—, yo diría que ahora estás hablándome.
No estaba de humor para bromas, ni siquiera de Jude.
—No te estoy hablando, prácticamente te estoy gritando, y solo lo hago para dejarte bien claro que esa especie de relación patética que teníamos se acabó —dije, sin saber cómo calificar lo que había habido entre nosotros—. Se acabó.
Él bajó la cabeza al suelo y se quedó parado.
—¿Se acabó?
—Sí —contesté, intentando fingir que no me importaba nada.
—¿Y tiene eso algo que ver con Diamond? —La rabia surcaba su rostro—. Porque no te conviene nada andar con él.
—No —dije, e intenté apartarlo—. Tiene que ver contigo.
—Déjame que te lo explique —insistió, asiéndome por los brazos.
Yo me solté.
—Por mí puedes desgañitarte, pero nada de lo que digas conseguirá hacerme cambiar de opinión.
Los músculos de su cuello afloraron a la superficie.
—Así que por fin has decidido hacerme caso y no mezclarte conmigo, ¿no?
—Exacto —constaté, y al decirlo se me hizo un nudo en la garganta.
Él asintió y se encajó el gorro hasta las cejas.
—Muy bien —respondió—. Es lo mejor de todas formas.
Justo cuando empezaba a pensar que no podía haber nada más doloroso.
—Entonces supongo que no hay nada más que decir —añadí, y le hice una señal para que se apartara de la puerta.
Él no se inmutó.
—Sí, sí que hay algo más —repuso, con los ojos del color del peltre—. Aún te debo una explicación.
—Gracias, pero no —dije, y traté de pasar por su lado—. Me voy tranquila.
Jude rodeó con la mano el pomo de la puerta.
—Antes voy a contarte lo que pasó el sábado.
Estaba a punto de venirme abajo, a punto de dejar que entrara otra vez en mi vida. No sabía si se debía a la expresión perdida de su mirada o a lo perdida que me sentía yo; lo que sí sabía era que no debía permitírselo.
—¡No necesito explicaciones, Jude! —le chillé—. Estaba allí, pude verlo todo con mis propios ojos. Por lo que a mí respecta, lo que había entre nosotros se ha acabado, y no voy a seguir hablándote, gritándote ni escuchándote, así que ahórrate la saliva porque no pienso malgastar más la mía.
Esa vez no me retuvo cuando pasé por su lado. Y, a pesar de todo, una parte de mí deseó que lo hiciera.
Jude acechó mis pensamientos durante todo el día, por lo que la gente me miraba como si fuera un bicho raro y se mantenía alejada de mí y de mi fantasma de un metro noventa de estatura y ochenta kilos de peso. Él no me había dicho nada más, pero era evidente que quería hacerlo, y también que estaría esperando a que yo diera el primer paso. Le deseaba una espera de por vida muy amena.
Salí de la última clase unos minutos antes de la hora, fui deprisa y corriendo hasta el coche y en una exhalación hube abandonado el aparcamiento mientras por el retrovisor observaba el fantasma imponente que andaba siguiéndome.
Era obvio que había cosas de mi vida que tenía que cambiar, pero de momento solo contaba con una escapatoria. Por suerte, el estudio de danza estaba vacío cuando llegué. Era el mismo en el que había aprendido a bailar. La niñita del tutú se había convertido en toda una bailarina con las miras puestas en las mejores escuelas del país, todo gracias a la capacidad de trabajo que había aprendido de mi padre, al porte que mi madre aseguraba haber heredado de su rama familiar y a la paciencia de santa de madame Fontaine.
Hacía treinta años que había inaugurado el centro y de esa forma había transformado un edificio ruinoso del casco histórico en el estudio de danza más famoso de la zona. No era un sitio lujoso, y no admitía a muchos alumnos, pero del estudio de madame Fontaine habían salido unas cuantas primeras figuras. Era toda una leyenda en el mundo del ballet, muy conocida por soltar frescas a la mínima, pero a mí me parecía una santa.
Era la única persona con quien había podido hablar durante una época de mi vida en que nadie más era capaz de hablar. Cuando cinco años atrás le dije que me estaba planteando dejar el ballet, se opuso con uñas y dientes. Gracias a ella continué y me esforcé durante los momentos más dolorosos, y pronto descubrí que la danza no solo me servía para olvidarme del dolor, sino que lo hacía desaparecer. Me había salvado cuando ni mis padres ni los médicos y ni siquiera yo misma lo habíamos conseguido.
Asomé la cabeza por la puerta del despacho y lo encontré desierto y a oscuras, como el resto del estudio. En el escritorio había una bandeja de fruta desecada envuelta en film transparente, coronada por una nota de color rosa pálido que rezaba Lucy.
Saqué un orejón de albaricoque y cogí la nota.
«Como sé que se te ha olvidado merendar al salir de clase, aquí tienes un intento de enseñarte a comer bien. No le cuentes a nadie que me he vuelto una blanda con la edad. Trabaja mucho y baila más».
Allí estaba Matilda Fontaine, la leyenda. Una bandeja de fruta desecada casera rematada con la recomendación de que bailara hasta que dejara de sentir los dedos de los pies.
Bailar hasta dejar de sentir los dedos de los pies, los pies, las piernas y la cabeza era justo lo que necesitaba. No me entretuve en quitarme los leggings y el blusón de cachemir; me recogí el pelo en la coronilla, me até las zapatillas de punta e hice unos cuantos estiramientos básicos a toda prisa. Puse música de Chaikovski a todo volumen, y para cuando la primera nota hizo vibrar los espejos del estudio yo ya estaba a medio grand jeté.
Una regla que los bailarines no se saltan jamás es la de realizar un buen precalentamiento y nunca ponerse a sacar brillo a la tarima en frío, pero desde las nueve de la mañana el corazón me latía el doble de rápido de lo habitual, así que más que fría estaba ahogada de calor.
Bailé hasta que se puso el sol y el cielo se oscureció. Hasta que el mismo CD hubo sonado tres veces y estaba destrozada. Hasta que hube engullido dos litros de agua. Pero, por más que me esforzaba, por más que me concentraba en perfeccionar todos y cada uno de los pasos, no dejé de pensar en Jude ni un instante.
El estudio quedó en silencio por cuarta vez cuando El lago de los cisnes de Chaikovski tocó a su fin. Estaba empapada en sudor, sin aliento y dolorida de la cabeza a los pies. Había sido una buena sesión de baile.
Me disponía a empezar otro litro de agua cuando un ligero silbido hizo eco en la sala. A pesar de que era un silbido, reconocí la voz.
—Dios, eres impresionante —dijo—. Uno podría pasarse la vida entera viéndote bailar.
—Me preguntaba cuánto tardarías en encontrarme —contesté, cuando Jude emergió del despacho a oscuras.
Había envejecido diez años en cuestión de seis horas. Los surcos que le bordeaban los párpados inferiores eran poco menos que negros, y la piel aceitunada se había vuelto amarillenta, pero lo que más acusaba el envejecimiento eran los ojos.
—Más o menos lo que he tardado en salir del instituto y venir hasta aquí andando —aclaró, plantándose en medio de la puerta.
—Llevo seis horas en el estudio como mínimo —Di un gran sorbo y me dejé caer en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de espejo.
—Yo más o menos lo mismo —confirmó—. Pero no quería interrumpirte, así que me he dedicado a observarte por la ventana como todo un mirón —Esbozó una sonrisa y arrastró la suela de la bota por la jamba de la puerta—. Además, tenía un poco de miedo de lo que me dirías o me harías si te interrumpía.
—Ah —dije, y doblé el tronco sobre las piernas para estirar los músculos, que estaban a punto de partirse—. La verdad, por fin —mascullé, alzando la voz lo imprescindible para que me oyera.
—Tengo que decirte muchas más verdades, Luce —confesó, con aire de estar más perdido que nunca.
Eso tocó la fibra sensible del hueco que Jude ya se había hecho en mi corazón, y antes de que fuera consciente de lo que hacía, me encontré dando palmaditas a mi lado en la tarima.
—Yo necesito hacer estiramientos, y parece que tú necesitas hablar —señalé, y me obligué a estirarme tanto que estuve a punto de partirme por la mitad—. Acabemos con esto de una vez.
Jude cruzó la sala. Tenía el cuerpo relajado, pero su expresión era cautelosa.
—Lo decía en serio. Eso ha sido lo más impresionante que he visto en mi vida —aseguró, al sentarse a mi lado—. No sabía que fueras tan buena, joder. Acabarás por convertirte en la estrella de una de esas superproducciones en las que los ricachones se dejan mil dólares por un asiento de primera fila —soltó, y yo reprimí una sonrisa ante su evidente desconocimiento de la jerga del mundillo—, o alguna locura por el estilo.
Me eché a reír mientras me estiraba cruzando el brazo izquierdo por delante de mí.
—Creo que tienes razón. Estoy bastante convencida de que mi vida acabará por convertirse en una especie de locura —dije, y le propiné un codazo con el otro brazo.
—La mía también, nena —contestó, y me miró con la cabeza ladeada—. Solo que en mi caso es en sentido literal, y en el tuyo, figurado. Tu nombre acabará brillando con luces de neón, y el mío quedará sustituido por un número en la lista de algún carcelero.
Estiré el otro brazo, tomé aire y traté de recuperar toda la rabia que le tenía hacía unas horas. No lo logré.
—¿No has oído nunca que tu pasado no tiene por qué determinar tu futuro?
Él abrió la boca, pero no brotó nada, así que volvió a cerrarla. No pude por menos que sonreír al ver a Jude sin habla; en cierto modo eso hacía que impusiera menos respeto.
Al final habló.
—Eso es un bulo de mierda —Dejó caer los brazos sobre las rodillas—. ¿Quién lo dice?
Crucé una pierna sobre la otra y me encogí de hombros.
—Yo misma.
—Pues eres todo un cerebrito, ¿lo sabías, Luce? —dijo con una cálida mirada de aprobación—. No solo verás tu nombre en luces de neón, sino que tendrán que añadirle varias líneas para que quepan todos tus títulos.
—Ya basta de enjabonarme, Ryder —solté, enjugándome la frente con el dorso del brazo—. Me debes una explicación. Una explicación sincera —añadí.
—Sí, ya lo sé —respondió, y golpeó el espejo con la cabeza—. ¿Por qué cuesta tanto reconocer las verdades?
—Porque eso implica ser sincero.
—Vaya con el cerebrito —exclamó, con un hilo de voz.
Jude era un hacha escurriendo el bulto. Por desgracia para él, estaba ante la reina de olerse las triquiñuelas de un tío.
—Ryder —Le volví la cara hacia mí y lo obsequié con una mirada severa—, quiero una explicación —Me incliné hacia delante y enarqué las cejas—. Ya.
—Y encima mandona.
Puesto que jugar limpio no estaba llevándome a nada, le propiné un codazo en las costillas y decidí forzar la conversación.
—Entonces, ¿robaste un coche? —¿Cómo podía hablar de una cosa así con tanta tranquilidad? El enigma solo tenía una respuesta posible: Jude Ryder.
—Prefiero el término «tomar prestado» —repuso, y juntó las manos con una palmada.
—Supongo que les pasa a la mayoría de los delincuentes —Me mordí la lengua una palabra tarde.
—Tienes razón —dijo, tratando de quitar hierro a mi arrebato de mala uva—. Soy un delincuente. Y reincidente. Si hubiera cumplido los dieciocho, ya me habrían encerrado un mes entero por lo menos, no solo dos días y va que chuta. En mi historial aparece como un robo, pero la verdad es que esa noche solo pretendía tomar prestado el coche, Lucy.
Respiré para armarme de paciencia. La conversación estaba tomando un derrotero que para mí era nuevo, y últimamente no andaba muy sobrada de compasión.
—Explícame por qué, según tu punto de vista, tomaste prestado el coche en lugar de robarlo.
Él se removió en el asiento.
—El Chevelle estaba aparcado en el taller de mi amigo. Damon dejó Southpointe después de acabar tercero y abrió un taller. Es especialista en arreglar coches viejos, como un artesano de los buenos, y los convierte en tesoros por los que médicos y abogados pagan cien de los grandes —explicó, animándose de golpe—. Tendrías que haber visto un El Camino que le llevaron una vez, era un auténtico trasto, no valía ni para el desguace, y Damon…
—Jude —lo interrumpí—, me alegra ver que tienes otros intereses en la vida además de las mujeres y ser el presidente honorario de los Club de Chicos Malos de Norteamérica, pero no me queda mucho tiempo antes de que mis padres empiecen a freírme el teléfono a llamadas porque aún no estoy en casa.
—Lo siento —se disculpó, e hizo crujir el cuello—. De vez en cuando hago algún trabajito para Damon. Se me da bien meterle mano a un pedazo de máquina y ponerla a tono.
Me mordí el labio para no echarme a reír.
—Seguro que sí.
—Eh, Luce —dijo, arrugando la nariz—, tienes una mente muy, muy calenturienta, ¿lo sabías?
—He tenido al mejor maestro.
—¡Eso me ha dolido! —exclamó—. Pero me lo merecía.
—Ya lo creo —añadí.
—La cuestión es que alguien llevó el Chevelle al taller para que lo dejáramos como nuevo. Damon se marchó de fin de semana con su chica y me encargó el trabajo a mí.
Fue entonces cuando empecé a revolverme por dentro, porque empezaba a darme cuenta de adónde iría a parar la explicación de Jude.
—Llegó el sábado, y Damon se marchó. El propietario no esperaba que le devolviéramos el coche hasta el lunes, y las llaves seguían puestas —dijo, y respiró hondo—. Y yo, como soy un imbécil y un sinvergüenza, vi una oportunidad que no podía desaprovechar.
—Pero si Damon estaba con su chica y el propietario pensaba pasar a recoger el coche dos días más tarde, ¿cómo es que la poli descubrió que te lo habías llevado? —pregunté, y noté que la compasión volvía a instalarse en mi alma.
—Porque no seguí mi regla número uno: esperar siempre lo peor —Suspiró, mientras se frotaba los antebrazos—. La novia de Damon eligió ese sábado por la noche para romper con el pobre idiota, y cuando él volvió al taller y vio que el Chevelle no estaba, dio por sentado que lo habían robado y llamó a la policía.
—Espera —dije, sintiéndome un poco aturdida—. ¿Por qué fue Damon al taller a las diez de la noche del sábado?
—Vive encima del taller —contestó Jude, mirando al frente.
—Y la poli encontró el coche contigo dentro y te detuvieron.
—Más o menos.
—Pero ¿por qué no les contaste tu versión de la historia? —pregunté, y me tomé mi tiempo para desatarme las zapatillas de punta, porque necesitaba concentrarme en otra cosa—. ¿No entendieron que todo había sido un error sin mala intención?
—Me llevé un coche que no era mío, Luce —respondió Jude, con voz sosegada—. Desde el punto de vista de la poli, eso no es ningún error sin mala intención. Además, avisaron al propietario y el gilipollas se cabreó tanto que ha amenazado a Damon con ponerle una denuncia. Y todo por hacer unos pocos kilómetros con uno de los seis coches que tiene y que nunca habría echado en falta si Damon… —Se interrumpió de golpe y dio un puñetazo a la tarima—. Si yo no me lo hubiera llevado del taller.
—Dios santo, Jude —De nuevo me faltaban palabras.
—Ya lo sé, ya lo sé —dijo él—. O sea, que no solo he puesto en riesgo el negocio en el que mi amigo se ha dejado la piel para salir adelante, además de añadir otro mérito a mi historial de dos páginas, sino que lo más probable es que me haya quedado sin trabajo.
No sabía cómo resolver ninguno de esos problemas, y eso que era toda una experta en la materia. Por más vueltas que le daba, no se me ocurría ninguna solución.
—¿No puedes conseguir otro trabajo? —pregunté al fin.
Él se echó a reír.
—Vivo en un centro de acogida y tengo la lista de antecedentes de un veterano criminal. Ni siquiera me admitirían en una hamburguesería. Trabajaba en negro para Damon porque no tengo precisamente un buen currículum, aunque, según el estado, el centro de acogida nos provee de todo lo necesario y, en teoría, no podemos trabajar mientras vivamos allí —Cogió una de mis zapatillas de punta y examinó las pálidas cintas mientras las deslizaba entre sus dedos.
—Si alguna vez te hace falta algo, dinero o lo que sea —empecé, y me aclaré la garganta—, tengo algo ahorrado del trabajo de camarera de los últimos veranos. Puedes pedírmelo siempre que…
Jude levantó la mano.
—Gracias, Luce, pero no —Cerró los ojos—. Es muy amable por tu parte, pero no acepto dinero de nadie, y menos de ti. No vivo de la caridad y no quiero limosnas.
—No he dicho que vivas de la caridad.
—No, no lo has dicho —repuso, abriendo los ojos y mirándome fijamente—. Pero es lo que cree todo el mundo.
Se me hizo un nudo en la garganta y no podía tragar saliva. Volví a carraspear.
—¿Para qué necesitas el dinero? —pregunté—. ¿Estás ahorrando para pagarte los estudios o para comprarte un coche o algo así?
Al oírme mencionar los estudios, puso los ojos en blanco.
—¿O te dedicas a quemarlo como si fuera papel de fumar? —añadí, y me acerqué a él.
—Ese es más bien mi estilo, pero no. Tengo responsabilidades, ¿sabes? Cosas de las que ocuparme.
No sabía a qué se refería, pero tampoco me sentía del todo preparada para conocer la clase de responsabilidades que tenía Jude.
—Tengo cosas de las que ocuparme, y antes de empezar con Damon a lo único que podía dedicarme era a trapichear con drogas —Esperó para ver mi reacción.
No exterioricé nada, aunque por dentro estaba viniéndome abajo. A buen seguro, Jude era la persona con el corazón más grande que había conocido. También era el chico con más antecedentes penales que había conocido hasta la fecha. Era el clásico ejemplo de persona bienintencionada que acababa yéndose al traste.
Apoyé la frente en las rodillas dobladas.
—¿Por qué te llevaste el coche, Jude? —No tenía intención de decirlo en voz alta, era tan solo un diálogo interno en el que me preguntaba a mí misma por qué el mundo era tan cruel.
—Vamos, Luce —dijo—. No podía presentarme en tu casa para ir al baile a patita.
—¿Y no podríamos haber compartido el coche con otra pareja? —dije, mientras me frotaba el puente de mis maltrechos pies—. También habríamos podido coger mi coche. Te habría dejado conducir a ti —Ahora aún estaba más cabreada con toda la situación.
—Lo hice porque estoy harto de ser un parásito para la sociedad, y para todos los que me rodean. Estoy harto de tener que vivir de favores y ver la cara de lástima de los que me los hacen. Pero, por encima de todo, porque la chica que estaba esperándome se merece lo mejor —soltó, y me rozó las piernas para cogerme el pie—. Deja que lo haga yo —se ofreció, y sus manos me cubrieron el pie entero mientras me masajeaba los músculos con suavidad.
—Jude, no soy una chica que quiera ni necesite lo mejor. Estaría encantada con un «por encima de la media» o un «cumple con las expectativas», mientras el chico con el que estuviera fuera el mejor.
Él siguió masajeándome el pie y parecía capaz de partírmelo por la mitad si no tenía cuidado.
—Pues creo que en eso has sacado la pajita corta.
Yo guardé silencio, porque no quería demostrar todo lo que aún sentía por él. Seguía deseando a Jude como no había deseado nada en la vida, pero no quería acabar más destrozada de lo que había empezado.
—Y he oído que los comemierda andan diciendo que te dejé tirada porque ya había acabado contigo, o para que no me entretuvieras, o por una docena más de gilipolleces, pero quiero que sepas que te dejé porque no quería que te encontraran conmigo si me pillaban —Sus hombros se tensaron bajo la camiseta de color gris—. No quería que te consideraran mi cómplice ni nada por el estilo —Me miró con esa expresión vehemente suya—. Ya está. Esa es la verdad. No dejes que esos imbéciles tergiversen las cosas para hacerte sentir mal, ¿de acuerdo?
Tendría que haberme quedado más tranquila al saber que no me había dejado tirada como a una bolsa de basura. Pero me sentía culpable por haber dado crédito a los rumores. Jude merecía tener al menos a una persona de su parte, y se suponía que esa tenía que haber sido yo.
—Eh, Luce —dijo, mientras me frotaba el otro pie—. ¿Estás bien?
Cerré los ojos, porque era mi última defensa contra el llanto.
—Sí.
—¿Luce? Mierda, no llores. Yo no merezco tus lágrimas, ni siquiera una.
Hice dos inhalaciones profundas antes de abrir los ojos.
—No estoy llorando —contesté para tratar de convencerme a mí misma tanto como a él—. Solo estoy frustrada. Y siempre que me frustro, se me ponen los ojos llorosos. Pero tienes que saber que sí mereces que lloren por ti.
Él me examinó un momento más antes de volver a centrar la atención en mis pies.
—¿Por qué estás frustrada?
—Saca un tema, cualquiera, y verás que hay muchas posibilidades de que me provoque algún tipo de frustración.
—Buen intento de salirte por la tangente, Luce, en serio —soltó, con una sonrisa ladeada—, pero ¿por qué estás frustrada ahora mismo?
Responder a esa pregunta con sinceridad habría requerido abordar el tema desde varias perspectivas y prolongar la explicación durante un día entero, lo cual me habría hecho transparente y vulnerable en todos los aspectos que las chicas más tememos. Así que me decidí por la respuesta menos compleja.
—Estoy frustrada por todo lo que pasó entre el mediodía y la medianoche del sábado. Por cómo me fue el puto día y por todas las cosas que podían salir mal y que salieron mal —Volví a empezar, tratando de poner un límite a la verborrea—. Estoy frustrada porque no entiendo por qué todo lo que podía ir mal fue mal, ni por qué te llevaste aquel coche.
—Me llevé el coche —empezó él—, y me llevaría cien coches más, porque, aunque tú digas que no quieres lo mejor, yo quiero dártelo.
—¿Por qué, Jude? ¿Por qué tienes tan y tan claro que yo necesito lo mejor? —pregunté, inclinándome hacia delante.
Él alzó un hombro y bajó la mirada.
—Porque… Luce, porque eres la persona más importante de mi vida.
Esa fue la gota que colmó el vaso. No conseguí contener las malditas lágrimas. Una persona a quien conocía desde hacía tan solo unas semanas, una persona que le había dado la espalda cuando más necesitaba un amigo, una persona que se había convencido, y todavía trataba de convencerse, de que él no era el hombre de quién debía enamorarse.
Y era la más importante de su vida.
—No merezco que pienses eso de mí —respondí, jugueteando con la manga de mi blusón.
—¿Por qué? —preguntó, y me alzó la barbilla—. ¿Porque por fin has aceptado que soy un cáncer y te sientes culpable?
Lo miré con ojos centelleantes.
—No.
—Entonces, ¿por qué? —preguntó, sin una pizca de hostilidad en la voz, tan solo curiosidad.
—Porque tú y yo arrastramos un pasado demasiado triste para tener un buen futuro juntos.
—Mierda, Luce —Irguió la cabeza—. ¿No eres tú quien ha dicho hace un rato que tu pasado no tiene por qué determinar tu futuro?
Nunca me había sentido tan hipócrita. Dejé caer los hombros de puro cansancio, tanto emocional como físico.
—¿O es que yo soy una excepción?
Jude ya había tenido que soportar bastantes cosas en la vida como para que yo le echara más mierda encima, pero, simplemente, no podía seguir con aquello. Tenía la certeza absoluta de que saldría peor parada de lo que ya estaba si dejaba que Jude entrara en mi vida del modo que él quería.
—Jude —dije, mordiéndome el labio—. No puedo. No puedo seguir con esto.
Su expresión se ensombreció.
—Ya sé que no merezco una segunda oportunidad, o una tercera, o la que coño sea esta, pero entre tú y yo hay algo especial, Luce, y lo sabes. Dame otra oportunidad, solo una más, y andaré tan recto que la gente pensará que estoy poseído.
Dios, quería apartar la mirada de esos ojos, pero no podía.
—Una oportunidad más, no porque me la merezca yo, sino porque lo nuestro la merece.
Si las primeras lágrimas que había derramado en años eran algún indicador del futuro que nos esperaba juntos, debían servir para facilitarme la decisión.
—No puedo —musité.
—¿Por qué? ¿No puedes o no quieres?
Una mentira era la única esperanza de convencerlo de que no estaba librando una lucha interna contra el tremendo impulso de seguir con él.
—Porque no quiero estar contigo, Jude —Las palabras me abrasaban la garganta.
Puso cara larga apenas un segundo antes de que se animara.
—Menuda gilipollez —dijo, sacudiendo la cabeza—. Estoy tan acostumbrado a tratar con mentirosos que reconozco una mentira antes de que alguien abra la boca.
Yo era un desastre tirándome faroles, y Jude siempre los veía venir, lo cual significaba que en ningún caso acabaría saliéndome con la mía. Motivo mil uno por el que lo mío con Jude nunca funcionaría.
—No soy matona, ladrona ni traficante, así que no soy exactamente tu tipo. Tampoco miento más que hablo, o sea que igual estaría bien que reajustaras tu detector de gilipolleces.
Mantuvo los ojos fijos en mí, sin pestañear.
—Vale, entonces, convénceme. Convénceme de que no me deseas de la misma forma que yo a ti.
No pensaba darse por vencido; no me iba a dejar estar así como así. La cosa resultaba tan romántica como exasperante.
—Ya te he dicho todo…
—Tonterías —me interrumpió—. No me creo nada de lo que has dicho. Convénceme con acciones.
Esa historia de la respiración estaba costándome lo mío otra vez.
—¿Puedo saber qué quieres decir con eso?
Entonces, sin previo aviso, me tiró de las piernas y me deslizó por la tarima hacia él. Se inclinó sobre mí y bajó la mirada.
—Bésame —dijo, con la boca tan cerca de la mía que ya casi estábamos besándonos—. Convénceme de que soy un tío cualquiera y de que ya has superado lo nuestro.
Me quedaba un solo «no»; luego, estaba lista.
—No es buena idea —repuse, con voz temblorosa.
Él tensó la mandíbula mientras me rodeaba con los brazos.
—Joder, Luce, bésame.
Eso hice, y en el momento en que mis labios rozaron los suyos, la desazón que llevaba reconcomiéndome las entrañas toda la semana se evaporó. Así de fácil.
Jude se apretó contra mí y me tendió de espaldas en el suelo sin que nuestros labios se separaran. Su peso muerto me dejó estática, lo cual impidió que me desmoronara, pero solo sirvió para que lo besara con más fruición.
—Mierda, Luce —susurró, cuando deslicé las manos por dentro de su camisa y me aferré a su espalda.
Entonces introdujo la mano por debajo de mi jersey y fue ascendiendo mientras exploraba las partes de mi cuerpo que más lo ansiaban. Yo me incorporé lo justo y levanté los brazos para que me quitara la prenda. Él lo logró en cuestión de un segundo y con una sola mano antes de volver a inmovilizarme contra el suelo.
Estábamos muy cerca el uno del otro, una sola palabra por mi parte y él llegaría hasta el final. Jude estaba a punto, y yo también lo estaba desde el día en que lo había visto por primera vez. No pensé en nuestro pasado cuando deslizó la mano por debajo de mi sujetador, y no pensé en nuestro futuro cuando su boca le tomó el relevo; ni siquiera pensaba en el presente, solo lo vivía.
Desplazó la boca hasta mi cuello mientras introducía las manos bajo la goma de mis leggings para bajármelos. Yo alcé las caderas para ponérselo más fácil.
—¿Estás segura? —preguntó, mientras me cubría la zona del nacimiento del pelo de besos silenciosos.
Nunca había estado más segura de la respuesta a lo que estaba preguntándome, pero un atisbo de realidad se coló en mis pensamientos. A veces la realidad era una verdadera mierda.
—Espera —dije entre jadeos, y al instante deseé taparme la boca con cinta aislante.
Noté que su cuerpo se tensaba, y de inmediato dejó las manos quietas. En el caso de la boca, en cambio, tardó un poco más. Por fin situó el rostro a la altura del mío y me miró con expresión atormentada.
—Vale —contestó—. A la orden —Pude oír las preguntas silenciosas que su rostro delataba con claridad meridiana: «¿Por qué?» y «¿Por cuánto tiempo?».
Tres hurras a Lucy Larson por haber sido capaz de dejar sin habla a un ex ligón.
—No es porque no me apetezca; sí que me apetece —expliqué, mientras el corazón me seguía latiendo a un ritmo de tropecientas pulsaciones por minuto—. En serio que sí, pero no quiero que nuestra primera vez sea en el suelo y yo esté sudando, huela mal y lleve una ropa interior tan sosa que debería darme vergüenza —Por eso nunca debe salirse de casa sin unas braguitas capaces de atraer toda la atención de un tío y dejarlo boquiabierto.
Él me sonrió y me besó en la nariz.
—Otra vez será —dijo, mientras me colocaba bien los leggings en la cintura.
—La próxima vez será —puntualicé, convencida de que una relación sexual con Jude en la tarima sobre la que había bailado durante quince años, estando sudorosa y maloliente, era mejor que cualquier otra demorada. Estaba a punto de decírselo cuando él se levantó y me arrastró consigo.
—Por cierto, has fallado la prueba de convicción —Cogió el jersey y me lo pasó por la cabeza.
—¿Y eso ha sido antes o después de que me quitara el jersey? —pregunté, colocándome bien la prenda.
Él me lanzó una mirada gélida.
—Antes.
—Solo quería saberlo —dije, y me remangué el jersey hasta los codos, porque la interacción con Jude provocaba todo tipo de sudores—. ¿Es tu primera vez?
—Quiero que me aclares a qué te refieres antes de meterme en la boca del lobo respondiéndote —repuso, con las pupilas aún dilatadas por la excitación.
—¿Es la primera vez que estás con una chica en un estudio de danza —empecé—, y la primera vez que te dice que no? —Sonreí, y tomé un sorbo de agua.
—Eso sí —respondió, y me sentó en su regazo.
—Por lo menos te estreno en algo —bromeé, posando los brazos sobre los de él.
Él no contestó hasta que lo miré a los ojos.
—Me estrenas en todo —dijo—. En todo lo que importa.
Le estampé un beso en los labios.
—Oye, Luce, necesito que me prometas una cosa —añadió, frunciendo el entrecejo—. Si alguna vez vuelvo a cagarla, sea por un malentendido, por puta mala suerte o porque lo mando todo al garete porque he nacido para eso… —Hizo una pausa y resopló—. Quiero que me prometas que me dejarás. Olvídate de mí como si fuera un mal vicio y no mires atrás, porque a buen seguro que no seré yo quien te deje; no soy capaz.
«Realidad, si estás escuchándome, que te den».
—Eso no pasará —aseguré, y creía o quería creer que era cierto; seguramente, ambas cosas.
—Ya lo sé. Pero me quedaré más tranquilo si me lo prometes —insistió, mientras me acariciaba la mejilla con el dorso de la mano—. Y será un buen incentivo para no cagarla.
—Vale. Te lo prometo —contesté, y antes de acabar de pronunciar las palabras ya estaba arrepintiéndome.