La idea de poner un pie en los pasillos de Southpointe el lunes por la mañana me daba pavor: no sabía qué rumores habrían estallado durante el fin de semana, cuáles se habrían confirmado y qué nueva reputación me esperaba. Había conseguido borrar los recuerdos de la noche del sábado y la angustia de lo que ocurriría ese día gracias a que me había pasado el domingo entero en la escuela de danza. Desde el amanecer hasta el anochecer, un maratón de danza en toda regla. Una vez más, bailar me había servido de refugio de las tormentas que me acechaban en cada esquina de la vida. Aun así, la escuela de danza no me salvaría ese día. Justo en ese momento.
Puede que esa fuera la razón por la que me quedé en el Mazda después de aparcar en mi plaza. Me convencí de que no me escondía, de que solo estaba disfrutando de las últimas canciones de mi CD favorito, aunque el hecho de que me hubiera encajado las gafas de sol de ojos de gato y siguiera medio agachada diera la impresión de que me escondía, en el mejor de los casos.
Sabía que faltaba poco para que sonara el primer timbre, porque el aparcamiento estaba casi lleno y apenas se veía a ningún alumno; sin embargo, ni siquiera así me animé a abandonar la seguridad de mi coche. Había estado preparándome un día entero para ese momento, para presentarme, con la cabeza bien alta y sobrada de confianza, delante de todo el que supiera lo que había ocurrido el sábado por la noche, pero no funcionaba. Era difícil ir sobrada de confianza cuando el chico malo del lugar te había dejado tirada en la cuneta.
Volví a darle vueltas a las ventajas de la educación en casa y encendí el motor, tras concluir que por un día podía hacerme la enferma. No recordaba una ocasión en la que me hubiera sentido más indispuesta.
Metí la marcha atrás y, cuando miré por el retrovisor, me di cuenta de que estaba deseando a alguien en quien no debería de estar pensando. Alguien que probablemente estaba paseándose por su celda. En ese momento creí captar algo de reojo y acto seguido alguien llamó a mi ventanilla.
Allí estaba Sawyer Diamond, sonriéndome como si se tratara de un lunes por la mañana cualquiera, con un ramo de flores en la mano. Me saludó.
—¿Adónde crees que vas?
Bajé la ventanilla.
—A cualquier parte menos aquí.
—¿Y eso? —preguntó, y me tendió las flores.
Era un ramo mixto envuelto en papel de estraza y atado con hilo de bramante, comprado en una de esas tiendas de postín. Eran preciosas, pero no sabía si estaba preparada para aceptar flores de Sawyer.
—Estoy pensando en apuntar bien alto y dejar el instituto —dije, sin apartar los ojos del edificio—. He oído que hay una escuela de belleza muy buena en el centro.
Sawyer se rió y se apoyó en la puerta.
—Pues sí que la hay, pero es para chicas que se quedan embarazadas o que no saben diferenciar la tapa delantera de la trasera del libro de álgebra.
—Perfecto —repliqué, aferrándome al volante mientras fingía no darme cuenta de que la pareja de chicas que pasaba a toda prisa junto a nosotros cuchicheaba sobre mí. No resultó fácil, ya que como mínimo lanzaron cuatro miradas de reojo en mi dirección antes de que las perdiera de vista.
—Vamos —dijo Sawyer, al tiempo que se inclinaba sobre mi regazo para quitar las llaves del contacto—. Hora de ir a clase.
—Dámelas —ordené, tratando de recuperarlas.
—Las tendrás cuando se acaben las clases —contestó, con toda calma, y se las metió en el bolsillo.
Por el brillo de sus ojos, no sabía si le excitaba más la posibilidad de que fuera a buscarlas o de retenerme allí todo el día como rehén.
—Sawyer —gemí, mientras calculaba cuánto tardaría en llegar andando a casa—, esto es lo último que necesito ahora mismo.
—Pues yo creo que no —repuso, y abrió la puerta—. He visto cómo se descarrilaba la vida de demasiadas chicas gracias a un distinguido ciudadano… —Lo miré a través de mis gafas ojos de gato con el entrecejo fruncido— al que no nombraremos —se corrigió a tiempo, y me tendió una mano—. No quiero ver ninguna más.
—Todo el mundo hablará de mí y me mirará y cuchicheará. Tengo que sentirme mentalmente más fuerte para poder enfrentarme a semejante ridículo.
Me cogió la mano y me la apretó.
—No, no lo harán —prometió—. Yo no les dejaré.
—¿Tú no les dejarás? —repetí, y bajé la vista hacia la mano que envolvía la mía. Si podía existir una sensación completamente contraria a la que me provocaba el contacto con Jude, era esa—. ¿Qué eres, el padrino de la mafia de Southpointe?
—Mis antepasados eran menonitas o algo por el estilo, así que no nos va mucho todo eso de la mafia —contestó, y alargó la mano por encima de mi regazo para coger mi bolso—, pero confía en mí, aunque sea un poco. Con los años, me he hecho un nombre en este instituto.
Me tiró de la mano e hizo ademán de echar a andar hacia la escuela.
—Déjame adivinar, es por tu atractivo juvenil y tu sonrisa.
Me levanté y cerré la puerta. No podía creer que fuera Sawyer quien estuviera obligándome a asistir a clase.
—Mi familia tiene una casa bastante bonita junto al lago y llevo años celebrando unas fiestas increíbles.
—Ya —dije, mientras unos chicos saludaban a Sawyer desde el otro lado del aparcamiento. Él agitó una mano y continuó caminando—. Nada como el atractivo del alcohol y la ausencia de carabinas para convertirte en un dios en el mundo de los adolescentes.
—Tú lo has dicho.
Se echó a reír y me abrió la puerta. Después de cruzar los detectores de metales, Sawyer se quedó conmigo y enfiló el pasillo a mi lado.
—Pensaba que tenías consejo estudiantil a primera hora —dije.
Varios alumnos pasaron junto a nosotros, chocaron la mano con Sawyer y apenas se fijaron en mí. Como si una especie de dispositivo fuera de ocultación personal.
—Y así es.
—Entonces, ¿por qué vienes conmigo a literatura?
—Porque quiero —contestó, sin pensárselo.
Resultaba un poco extraño llevar a Sawyer pegado como una lapa, que me regalara flores y todo eso, pero me sentía más segura con él a mi lado, más centrada. Y necesitaba sentirme centrada para soportar un día como ese.
—¿Y al señor Peters va a parecerle bien que te plantes en su clase y que te pasees por ahí como si estuvieras en tu casa?
—No creo que le importe.
—¿En serio? —pregunté, y me detuve junto a la puerta del aula.
Me dirigió una sonrisa avergonzada.
—Mi padre está en el consejo escolar, y mi abuelo lo estuvo antes que él. Mi familia está muy arraigada en esta escuela.
Increíble.
—Bueno, pues entonces —dije, abriéndole la puerta—, después de ti.
La cruzó, me despegó la mano del costado y me hizo entrar a rastras. Toda la clase se nos quedó mirando sin saber bien qué ocurría. Sawyer dio un repaso al aula y saludó a unos cuantos alumnos con un movimiento de cabeza. Antes de que hubiéramos pasado la segunda hilera de pupitres, la mitad de la clase ya había vuelto a lo suyo y la otra mitad continuó mirándonos un segundo más antes de acabar de sacar los libros de texto. ¿Qué tipo de influencia tenía Sawyer en Southpointe y dónde podía conseguir un poco?
—Eh, señor Peters —lo saludó, al tiempo que nos conducía hacia un par de asientos que había al fondo del aula—. Esta mañana vengo de oyente.
Por cómo me miró el señor Peters, supe que hasta él sabía lo que había ocurrido en la fiesta. Luego devolvió el saludo a Sawyer.
—Espero que disfrute de los matices de la literatura, señor Diamond —dijo, y se volvió hacia la pizarra.
Sawyer me lanzó una mirada, animado.
—Ah, seguro que sí, señor Peters, no se preocupe —contestó.
Las tres clases siguientes transcurrieron igual, aunque me negué en redondo cuando Sawyer quiso acompañarme. No era que no le agradeciera todo lo que había hecho, que hubiera allanado lo que de otro modo habría sido un día infernal, pero no podía arrastrarlo conmigo todo el año como si fuera una manta de seguridad. Me había dado el empujón de confianza que necesitaba para acabar el día. Incluso me soltó una cita de camino a la segunda clase. «Nadie puede hacerte sentir inferior sin tu consentimiento». Antes de poner los ojos en blanco, me recordé a mí misma que solo intentaba ayudarme.
No era totalmente inmune a las miradas de soslayo o a los susurros, pero fueron una fracción de lo que había esperado, y sabía que eso se debía a Sawyer. Estaba en deuda con él, aunque no sabía si deseaba encontrarme en esa situación.
Taylor parecía tener la cabeza a punto de explotar cuando llegué a nuestra mesa de la cafetería, después de pasearme entre las demás. Tras ignorar las cinco primeras llamadas que me hizo el domingo por la mañana, había apagado el teléfono. Ya no podría seguir esquivando sus preguntas.
—¿Es que se te ha caído el teléfono dentro del váter o algo así? —quiso saber, antes incluso de que me sentara.
—Se le acabó la batería y no encontraba el cargador —contesté, y le sonreí con toda inocencia.
¿Seguía considerándose mentir si se hacía para ocultar algo a una bocazas como Taylor?
Le cambió la expresión: se lo había tragado de verdad.
—Pobrecita —respondió Taylor, y me puso la mano en el brazo—. Como si tu fin de semana no hubiera sido lo bastante malo.
Asentí mientras le daba un sorbo al zumo de naranja, escribiendo una nueva mentira en lo alto del muro de la vergüenza.
—Vale, ¿por dónde empezamos? —dijo, al tiempo que acercaba su silla.
Lexie y Samantha soltaron sus ramitas de apio y se inclinaron sobre la mesa.
Yo solo quería acabar con aquello. No descansarían hasta que me hubieran sacado toda la información, y sabía que, si no les daba lo que querían, tendría que inventarme lo que fuera para llenar los espacios en blanco.
—¿Por dónde queréis que empecemos? —pregunté, y volví a tapar el zumo de naranja.
—¿Sabías que había robado el coche? —susurró Taylor, mirándonos a todas con complicidad.
—Claro que no —contesté, ofendida, hasta que comprendí que mi respuesta las había decepcionado. Desde su punto de vista, me hacía más interesante haber estado implicada o haber secundado el asunto del robo del vehículo.
—¿Has podido hablar con él?
Me dolía pensar en él; me dolía aún más admitir que no había vuelto a tener noticias de él.
—No.
Por lo visto, había vuelto a decepcionar a Taylor y sus discípulas.
—El rumor que corre por ahí es que lo persiguieron como cien coches de policía, que le devolvió el vehículo a su dueño y que luego fue andando hasta la comisaría del centro y se entregó —soltó Taylor, mientras agitaba las manos con tal frenesí que me separé unos centímetros—. ¿Tú qué has oído, Lucy?
—Rien de rien —contesté, exhausta por la gran inquisición, y eso que solo llevábamos tres minutos de comida. No habíamos hecho más que empezar.
—Entonces, ¿es cierto que él… como que, no sé, te dejó… atrás? —preguntó Lexie, masticando la punta de una zanahoria.
Aquellas chicas comían más hortalizas crudas que una familia de conejos. Al ser bailarina, las hortalizas crudas no me eran desconocidas, pero yo prefería amenizar mi dieta con una manzana, una barrita de cereales o algo con sustancia.
—Sí —dije, mientras rezaba para que algo las interrumpiera—. Un drama.
—¿Cómo volviste a casa? —preguntó Lexie, agitando la zanahoria.
Estaba a punto de contestar «en coche» cuando Taylor me sonrió y enarcó una ceja.
—He oído que ibas de paquete en cierto BMW 325i.
—Ni siquiera sé qué significa eso —aseguré, y volví a echar un vistazo detrás de mí.
Seguía sin acudir nadie en mi rescate. Mierda, a aquellas alturas del interrogatorio, no me habría importado que se tratara de un loco enmascarado blandiendo una sierra mecánica por encima de su cabeza.
—¿Sawyer te llevó a casa?
A Lexie se le cayó la zanahoria medio mordida de la mano.
—¿Sí…?
Lexie retiró la silla de un empujón y me lanzó una mirada de odio.
—Vaya, Lucy Larson ya ha hecho la ronda por todo Southpointe, ¿no? No está mal para ser la nueva.
Dio media vuelta y salió del comedor con paso decidido.
—No te preocupes, ya se le pasará —dijo Taylor, y sacudió una mano en el aire—. Sawyer y ella estuvieron saliendo de manera intermitente durante un par de años, y la ruptura, pocas semanas antes de que empezaran las clases, no fue agradable.
—¿Dos años? —repetí, con respeto renovado hacia Sawyer. Un compromiso de dos años con la lumbreras de Lexie Hamilton debía de haberle garantizado un lugar entre los dioses—. Lexie me odia. Va a odiarme mucho, mucho tiempo.
Taylor curvó un dedo en mi dirección y se inclinó hacia mí. No me acerqué más de lo que estaba.
—Lexie odia a todo el mundo, pero no le digas que te lo he dicho.
—Qué bonito de su parte —comenté.
—Uau, Lucy Larson —dijo, mientras sacaba una polvera del bolso—. No sé cómo, pero has conseguido domar al indomable Jude Ryder, por poco que durara, y luego vas derecha al soltero más cotizado y futuro marido más codiciado de Southpointe. Oficialmente, eres mi heroína.
Samantha soltó una risita tonta.
—¿Buscas aprendices?
—Solo si están moralmente discapacitadas —repuse entre dientes, mientras Taylor se empolvaba la nariz y Samantha sorbía con la pajita un refresco bajo en calorías.
Estaba rodeada de futuras esposas perfectas de rebequita y cutis inmaculado. ¿Qué narices hacía? Todos teníamos nuestro lugar en el mundo, y eso estaba bien, pero el mío quedaba muy lejos del suyo. Me gustaba la gente con sustancia y sincera, narices, y no encontraba nada de todo aquello en ese círculo. Cierto, me habían ofrecido su amistad cuando nadie más lo había hecho, pero no había sido porque poseyeran un corazón bondadoso, sino porque me habían considerado un instrumento en su escalada hacia la cima. Era un peldaño de su escalera. Una pasadera.
—El mismísimo Sawyer Diamond —insistió Taylor, negando con la cabeza—. Increíble.
—Así soy yo, ¿verdad?
No sé cuál de nosotras tres dio el mayor respingo, pero los polvos de Taylor se hicieron trizas al estrellarse contra el suelo, así que ella debió de llevarse algún premio.
—Dios, Sawyer —protestó Taylor, mientras recogía los triangulitos de maquillaje hechos añicos—. No vuelvas a atacar por sorpresa a un grupo de chicas que se están contando sus secretos salvo que quieras acabar con un codazo en los huevos.
Sawyer se dio unos golpecitos en la cabeza.
—Tomo nota.
—¿Qué quieres? —preguntó Taylor, ablandándose un poco ante su sonrisa.
—Vengo a llevarme a Lucy prestada —Apoyó las manos en mis hombros—. No os importa, chicas, ¿verdad?
—Eso depende —dijo Taylor, reparando en las manos de Sawyer. Sus ojos decían «cotilleo jugoso».
—¿De qué?
Taylor me dirigió una mirada significativa.
—De para qué quieras llevártela prestada.
—Mis asuntos son solo míos —contestó él, retirándome la silla.
—Menos cuando no lo son —replicó Taylor entre dientes, antes de susurrarme al oído—: Espero un informe completo.
Me levanté de un salto, me despedí de Taylor y Samantha con la mano y me volví hacia Sawyer.
—Sácame de aquí —musité.
Me cogió de la mano y me acompañó fuera de la cafetería.
—Vamos.
Si aquello era lo que se sentía cuando uno se convertía en objeto de todas las miradas escandalizadas, no quería presentarme nunca a candidata. No sabía qué tenía de extraordinario que Sawyer y yo paseáramos juntos, pero el instituto Southpointe era la centralita de los rumores. El cotilleo de aquel suplicio tendría entretenido al alumnado toda la semana.
Solté el aire en cuanto salimos de la cafetería.
—Gracias.
—Tenías pinta de estar pasándolo verdaderamente mal ahí dentro —dijo. Me llevó a un pasillo desierto—. Tenía que salvarte.
—Me alegro de que lo hicieras —respondí, mientras comprobaba si había alguien que pudiera iniciar una nueva tanda de rumores—. ¿Por qué lo has hecho?
Sawyer se apoyó contra una pared de taquillas y se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros.
—Quería disculparme —confesó, lo que me cogió por sorpresa—. No tendría que decir nada de Jude, ni bueno ni malo. La relación que tengáis vosotros dos no es asunto mío, y siento haberme inmiscuido.
La disculpa fue algo inesperado, pero oír el nombre de Jude me afectó bastante más. Cada vez que lo oía, sentía que un puñal me traspasaba el corazón.
—No estoy segura de si alguna vez hemos tenido una relación —admití—, y si la hemos tenido, se ha acabado.
Podría deberse a que había robado un coche, o a que lo habían arrestado más veces de las que podía contar con ambas manos, o a que personificaba todo eso de lo que a las chicas nos enseñaban a mantenernos alejadas desde que íbamos a primaria. Sin embargo, no se debía a ninguna de esas razones. Sabía que Jude y yo no teníamos una relación porque, para empezar, si de verdad se había entregado, no se había molestado en llamarme. Ni para comprobar si había llegado bien a casa ni para explicarme qué narices había ocurrido el sábado por la noche. Si tuviéramos algo parecido a una relación, Jude habría procurado ponerse en contacto conmigo, pero no lo había hecho.
—Lo siento, Lucy —dijo Sawyer.
—No, no lo sientes —contesté, y me eché a reír al pensar con quién me había sincerado acerca de Jude, aunque sabía que tenía algo que ver con el candor que transmitía su rostro y con que nunca me sentía juzgada cuando me miraba.
—Lo siento por ti y por el dolor que todo eso te ha causado —insistió—, pero no lo siento por Ryder. Por mí, ya puede besarme el culo la próxima vez que lo vea.
Otro puñal, este en medio del ventrículo izquierdo.
—Eso me gustaría verlo.
—Pues no cambies de canal —dijo, mirando a lo lejos—, y es posible que lo veas. Puede que Jude Ryder acabe probando su propia medicina antes de que todos nos marchemos a la universidad y él se quede aquí, cumpliendo cadena perpetua.