Capítulo
12

Jude y el Chevelle tenían unos diez segundos de ventaja antes de que una hilera de coches de la policía arrancara tras él con las sirenas aullando. Yo me quedé allí, petrificada como un gnomo de jardín, contemplando toda la escena como si no fuera real.

El chico del que creía estar enamorada abandonó el aparcamiento con un derrape, después de impactar contra los badenes con tanta fuerza que el Chevelle despegó del suelo con una patrulla de coches de policía a la zaga… Aquello no podía ser real. Entreví su cara apenas un instante y comprobé que parecía extrañamente tranquilo. Lo único que explicaba que alguien se mostrara tan sereno en una situación como aquella era que estuviera más que acostumbrado.

Un ejército de agentes salió en tropel por la puerta que acabábamos de cruzar y pasó por mi lado a la carrera, sin saber que acababa de estar con Jude.

—Sospechoso en vehículo robado se dirige al norte por la avenida Hemlock —dijo la voz al otro lado del walkie-talkie cuando pasó el último policía.

Un robo. Un robo de vehículo.

Fue la gota que colmó el vaso. Me dejé caer al suelo, me abracé las piernas, cerré los ojos y recé para no volver a despertarme.

—Así que ni siquiera has durado toda la noche, ¿eh? —dijo alguien, con tono recriminatorio, a la vez que una tela de un rojo metálico aparecía en mi campo de visión—. Déjame adivinar —añadió Allie, mirándome con una sonrisita de suficiencia—, ¿en el cuarto del conserje?

Aquel rollo era lo último que necesitaba en esos momentos.

—¿No? Entonces, en el vestuario de las chicas, ¿verdad? Es uno de los sitios preferidos de Jude.

No me derrumbaba con facilidad, pero lo de esa noche lo superaba todo. No tenía lo que hacía falta para aguantar tanta estupidez.

—De acuerdo, pues en el sofá del despacho del director.

—Vete a la mierda —solté, sin levantar la cabeza.

—¿Qué se siente? Abandonada en la cuneta como la basura que eres —insistió, agachada a mi lado—. Cuando acabó de montárselo conmigo, por lo menos disfruté de unos minutos de mimos y una cama caliente.

—¡Allie! —gritó alguien detrás de nosotras—. La fiesta en casa de Morrison está a punto de empezar. No querrás llegar tarde, ¿no?

—Vaya, pero si es Sawyer Diamond al rescate, a lomos de su caballo blanco —Allie se echó a reír. Sawyer la rodeó, con la chaqueta echada sobre uno de los hombros—. ¿Vienes a buscarla justo después de que se haya liado con Jude? Porque me juego lo que quieras a que ahora mismo está lista para un revolcón de rebote.

—Maldita sea, Allie —dijo Sawyer. La asió por el codo y se la llevó de allí, cojeando por culpa del tobillo—. Eres bastante más soportable cuando vas pedo, así que ¿por qué no vas a pillarte una cogorza?

—Eso no ha tenido gracia —protestó, mientras intentaba que le soltara el codo.

—¡Conner! —gritó Sawyer a un tipo que subía a una camioneta cuya plataforma iba a rebosar de alumnos—. ¿Hay sitio para uno más?

—¿Tú qué crees, Diamond? —contestó Conner de igual modo, al tiempo que revolucionaba el motor—. Tendrá que ir sentada encima de alguien.

—Perfecto —dijo Sawyer, y dejó a Allie sentada en el regazo de uno de los tipos acomodados en la camioneta, cosa que no pareció molestar a ninguno de los dos.

—¿Nos vemos en casa de Morrison? —preguntó Conner, mientras se dirigía a la salida del aparcamiento.

—Puede que más tarde —contestó Sawyer, dándole unas palmadas al cajón de la furgoneta cuando pasó por su lado.

Volvió junto a mí, se agachó a mi lado y me puso su chaqueta sobre los hombros.

—¿Lucy? ¿Estás bien?

Decidir entre Sawyer o Allie era como escoger el menor de dos males.

—Estoy genial —contesté, con la cabeza todavía enterrada entre las rodillas—. ¿Podrías dejarme un rato a solas, Sawyer?

—No —Se sentó y se arrimó a mí—. Eso no va a pasar.

—Vale, te lo he pedido con educación, pero la próxima vez no será así —le advertí, sintiendo que empezaba a hervirme la sangre—. Vete. Ya.

—Puede que antes no me hayas oído bien. No.

Esa noche todo se había venido abajo, así que ¿por qué iba a esperar que Sawyer no siguiera la misma corriente descendente?

—Si crees que vas a conseguir algo, ya puedes esperar sentado —empecé a decir—. Si lo que me ofreces es un hombro sobre el que llorar, que sepas que no lloro. Si has venido a decirme que ya me lo habías advertido o a convencerme de lo gilipollas que es Jude, ahórrate la saliva. Si…

—En realidad —me interrumpió Sawyer—, solo quería asegurarme de que llegabas sana y salva a casa.

Silencio. Sepulcral.

—Sawyer, disculpa —dije, sintiéndome como un ser humano despreciable—. Estoy cabreada y lo pago contigo porque eres el único con quien puedo desquitarme.

—Tengo tres hermanas, mayores que yo —contestó, y me dio un pequeño codazo—. Estoy acostumbrado a los cabreos.

Ladeé la cabeza y le eché un vistazo. Me miraba como si fuéramos buenos amigos. Y yo necesitaba un buen amigo.

—¿A tu pareja no le importará que me lleves a casa? —pregunté, y empecé a buscar a alguna chica sola dando vueltas cerca de allí.

—No he venido con nadie —contestó. Se encogió de hombros.

—Ah —Sabía muy poco sobre Sawyer Diamond, salvo que no era el tipo de chico que iba solo a las fiestas porque no le quedaba más remedio—. ¿En serio?

—Esperaba llevar a esta chica de aquí —dijo, y me lanzó una mirada—, pero acabó yendo con otro tipo.

Solté un resoplido y me volví hacia el aparcamiento.

—¿Con otro tipo que la ha dejado plantada porque lo perseguía la poli?

—Algo así —contestó, poniéndose en pie—. Vamos, deja que te lleve a casa, a ver si esta noche se acaba de una vez.

Me tendió la mano, y me pareció natural aceptarla. Como si no estuviera luchando contra todas las fuerzas de este universo y el siguiente por aferrarme a ella.

Me levanté, sacudí el vestido y alisé las arrugas.

—No sabes cuánto te agradezco que hayas venido y te hayas hecho cargo de Allie, tanto que me entran ganas de darte un beso —dije, antes de caer en la cuenta de qué había dicho y a quién se lo había dicho.

Por descontado, era demasiado pedir que él se lo tomara como una broma o que fingiera no haberlo oído.

—Y yo me dejaría encantado.

Fui yo quien intentó tomárselo como una broma, pero no me salió como esperaba. Sonó más bien a la risa histérica de alguien que siempre se siente incómodo.

Unas cuantas risitas forzosas más, y Sawyer ladeó la cabeza.

—Tengo el coche por aquí —dijo. Me cogió de la mano y cruzamos el aparcamiento.

Tenía una mano cálida y fuerte, aunque un poco suave para un chico. Miré nuestros dedos entrelazados y parecían encajar a la perfección, pero por algún motivo no acababa de sentirme a gusto.

Llegamos junto a un coche blanco, de líneas elegantes, y abrió la puerta del acompañante. Enarqué las cejas.

—Estoy chapado a la antigua —se explicó—. No se lo digas a nadie.

—Además, tienes tres hermanas mayores —añadí, entrando en el coche.

—Exacto —repuso, antes de cerrar la puerta—. ¿Adónde vamos? —preguntó, después de ocupar el asiento del conductor y poner el motor en marcha.

—Vivo al otro lado del lago, en Sunrise Shores —contesté, mientras intentaba no pensar lo que había estado haciendo una hora antes en ese mismo aparcamiento.

Traté de tragar saliva para deshacer el nudo que se me había formado en la garganta mientras Sawyer salía del aparcamiento y dejaba atrás algunos recuerdos buenos y una montaña de recuerdos malos.

—Yo tomaré un helado de caramelo caliente, con extra de caramelo y dos cerezas.

Sawyer se volvió hacia el asiento del acompañante y me miró, enarcando las cejas.

—Serán seis con cincuenta y ocho en la primera ventanilla —informó una voz crepitante por el altavoz.

—De verdad que no tengo hambre —le aseguré, cuando volvió a poner el motor en marcha. Lo último que me apetecía en esos momentos era comer.

—No hay que tener hambre para disfrutar de las propiedades curativas de una montaña de helado y un río de caramelo —dijo, mientras sacaba la cartera.

Le tendió un billete de cien dólares a la cajera y esta se lo quedó mirando con odio reconcentrado, como si no hubiera mayor ofensa en el mundo de la comida rápida.

—Y yo, tonta de mí, que creía que el helado engordaba —bromeé, tratando de fingir que los intentos de Sawyer por animarme daban resultado. Nada, ni siquiera un pase VIP a Disneylandia, podría salvar ese obstáculo.

—Tonterías —dijo él, y me pasó un helado del tamaño de un barreño—. Los helados hacen que cualquier situación mejore como mínimo en un cincuenta por ciento.

La cajera le tendió una cuchara, que él hundió en la montaña de nata montada mientras esperaba que yo lo cogiera. Había coches haciendo cola detrás de nosotros, pero era evidente que él no tenía intención de moverse hasta que lo probara.

Puse los ojos en blanco y le metí mano al helado. Solo era una cucharada de nata montada, con un toque de caramelo, pero Sawyer tenía razón: enseguida me sentí mejor. No tanto como para levantarme y elevar las manos hacia el cielo, pero ya era algo.

—¿Mejor? —preguntó.

Asentí con la cabeza, despacio.

—Mejor.

—Bueno, ya he cumplido mi misión.

Dicho aquello, Sawyer puso el coche en marcha y se dirigió hacia la salida como si circuláramos tranquilamente por Rodeo Drive.

Probé otra cucharada y miré a Sawyer. Se dio cuenta.

—¿En qué piensas, Larson? —preguntó, como si estuviera hablando con uno de sus amigos, aunque no me miraba como a ellos.

—No quieras saberlo —contesté, con la boca llena de helado.

—Claro que sí.

Volví a hundir la cuchara para que me diera tiempo a encontrar una respuesta diplomática. Sí, bueno, no se me ocurrió nada.

—Lo que quería decir con «no quieras saberlo» es que no tengo ganas de contártelo.

¿Por qué tenía que ser tan descarnadamente sincera?

—Ah —musitó, al tiempo que enfilaba Sunrise Drive—. Pues, entonces, no se hable más.

Guardó silencio durante los siguientes dos kilómetros. Cualquier otra persona del instituto habría intentado sonsacarme hasta el último detalle del drama shakesperiano de esa noche. Otro punto para Sawyer. Llevaba ganados bastantes hasta el momento, y empecé a comprender que me había precipitado al juzgarlo, igual que todo el mundo había hecho conmigo. No era el prototípico atleta preuniversitario. Es decir, hacía deporte y llevaba un montón de polos de marca, pero también era considerado y amable, y le había echado una mano a una chica a quien nadie más habría querido ayudar.

Sawyer Diamond corría el peligro de acabar catalogado como buen chico.

Un minuto después llegamos a mi casa y me sorprendí al comprobar que casi me había acabado la mitad del helado. Al día siguiente tendría que dejarme el culo en la escuela de danza. Literalmente.

—Gracias por traerme, Sawyer —dije, y me volví hacia él en el asiento—. Estoy segura de que hay mil cosas que preferirías estar haciendo esta noche, pero te lo agradezco de todo corazón.

—Ahora mismo —contestó él, al tiempo que se desabrochaba el cinturón y se inclinaba sobre mí—, no hay ningún otro sitio donde preferiría estar.

Intenté no poner los ojos en blanco al oír aquello. Tras el punto positivo, el señor Diamond acababa de ganarse otro negativo.

—Buenas noches —dije, mientras buscaba el tirador.

—Espera un momento, Lucy —La mano de Sawyer detuvo la mía—. Llevo todo el camino dándole vueltas a una cosa que no sé si decirte, pero no sería un buen amigo si no te lo dijera —Cogió el tanque de helado medio deshecho y lo dejó en el asiento trasero—. Ya sé que te gusta Jude, aunque puede que después de lo de esta noche haya que hablar en tiempo pasado.

La sensación de vacío volvió a instalarse en mi estómago. Lástima de helado.

—Sawyer… —empecé a decir yo, con la intención de detenerlo. No estaba segura de querer saberlo todo acerca de Jude, ya que podría ser que entonces no me quedaran excusas para seguir con él.

—No es bueno para ti, Lucy —comenzó él, aunque hubo algo en la mirada que le dirigí o en la rabia que empecé a irradiar que lo detuvo.

—Seré yo quien decida quién es y quién no es bueno para mí, Sawyer —repliqué, y me volví de nuevo hacia la puerta.

Sin embargo, no me soltó la mano.

—No, espera, no te vayas así, Lucy —Inspiró hondo—. Tienes razón. No soy quién para decirte lo que tienes que hacer o de quién es mejor que te mantengas alejada.

«Tú lo has dicho», replicó mi voz interna.

—Pero, hazme un favor, la próxima vez que veas a Ryder, si es que hay una próxima vez… —Hizo una pausa, como librando una batalla que estaba a punto de perder—, pregúntale por Holly.

La sensación de hormigueo se debía a que se me había erizado todo el vello.

—¿Holly qué más?

—Eso ya es cosa de Jude, no mía.

¿Y se suponía que las mujeres éramos expertas en sacar de quicio a los demás? Exigía una nueva encuesta.

—Y, entonces, ¿por qué la has sacado a colación?

—Porque tienes derecho a saber dónde te metes.

Sabía que tenía derecho a ello, pero no estaba segura de si me apetecía reclamarlo. No había nada más que decir.

—Buenas noches —me despedí, y salí del coche. Me dejó ir—. Gracias otra vez por traerme a casa.

Me dedicó aquella sonrisa ultrablanca, marca de la casa.

—Gracias por dejar que te acompañe —contestó—. ¿Nos vemos el lunes?

Me puse el jersey.

—Salvo que la Costa Oeste se hunda en el mar.

—Entonces, dejando aparte los desastres naturales, personales y económicos, ¿nos vemos el lunes?

—Lárgate de una vez, Diamond —dije, y me tapé la boca al cerrar la puerta para que no viera mi sonrisa.

Sawyer me saludó brevemente, dio media vuelta en el camino de entrada y agitó la mano cuando enfiló la carretera.

Me quedé mirando el coche hasta que la oscuridad de la noche engulló los faros, intentando decidir qué sentía respecto a Sawyer. En cuanto a su aspecto, era un firme candidato al chico del año, pero había algo más, algo que todavía no había conseguido definir, que me erizaba el vello de la nuca cuando lo tenía cerca. Solo era una sensación, pero resultaba imposible ignorarla.

Sacudí la cabeza para aclarar mis ideas, preguntándome por qué perdía el tiempo pensando en Sawyer Diamond en medio del camino, a medianoche, y di media vuelta para entrar en casa.

Todavía había luz en el salón, y torcí el gesto al abrir la puerta. Era evidente que se trataría de mi madre, que estaría encorvada sobre el portátil. Irguió la espalda cuando la mosquitera se cerró detrás de mí.

—Hola, mamá —dije, porque, cuanto antes empezara, antes acabaría.

Giró la silla, se quitó las gafas y me miró. Me miró de verdad, como si no me hubiera visto en mucho tiempo y tratara de aprenderse de memoria el rostro de la Lucy de diecisiete años.

—¿El que acaba de dejarte no era un chico distinto del que ha venido a recogerte?

No había enfado ni frialdad en su voz, solo curiosidad.

Asentí con la cabeza, mientras me quitaba los zapatos y los lanzaba a un lado de una patada.

—Y eso se debe a que…

No tenía una respuesta. No la tenía ni para ella ni para mí, pero esperó.

—Creo que ni yo misma lo sé aún —contesté, y me dirigí a la escalera. Lo único que quería era ponerme el pijama y dormir toda la noche de un tirón.

Mi madre se mordió el labio y puso esa cara de no saber si decir algo.

—¿Te ha hecho daño? —me espetó, como si le asustara tanto la pregunta como mi respuesta.

De nuevo, no tenía una contestación sencilla para aquello, pero sabía exactamente a qué se refería.

—Claro que no —dije.

—Lucy —me llamó, y se puso en pie.

—Mamá, ya sé que estoy metida en un buen lío —la interrumpí, y apoyé la mano en la barandilla—. Sé que estoy castigada hasta que cumpla los dieciocho años por mentirte y escaparme, pero ahora mismo solo quiero irme a la cama y olvidar todo lo que ha ocurrido esta noche. ¿De acuerdo?

Por tercera vez en pocas horas, me sentí al borde de las lágrimas. Aquello era inaceptable.

—De acuerdo —Volvió a sentarse—. Pero lo que te dije va en serio, Lucy: puedes hablar conmigo si lo necesitas.

—Sí, vale, gracias —contesté, y subí la escalera arrastrando los pies.

Echaba de menos los días en que podía llamar a la puerta de mi hermano y él estaba allí para ofrecerme buenos consejos o un hombro sobre el que llorar. En ese momento necesitaba ambas cosas.

—Y, Lucy —insistió, cuando ya me había dado la vuelta—, tienes razón, estás castigada, pero solo esta semana.

Por primera vez en muchísimo tiempo, tuve la sensación de que mi madre y yo habíamos mantenido una conversación constructiva.