Eso fue todo en cuanto pude pensar a la noche siguiente, ya que tenía toda la atención centrada en prepararme para la fiesta de inicio de curso… como la primera novia de Jude. Ganarme ese puesto había sido mi máxima ilusión hasta que me hice con él, pero después de pasar todo el viernes por la noche dándole vueltas al asunto, tal como habría hecho cualquier adolescente que se precie, ya no estaba muy segura de los sentimientos que despertaba en mí ser la primera para Jude.
La primera novia, quiero decir.
Un tipo como él, con semejante reputación, por fuerza había tenido que enrollarse con decenas de chicas. Pero resultaba que ninguna había sido su novia. Pues qué bien, porque habían intimado con Jude de modos que yo ni era capaz aún de imaginar. El hecho de saber que no iba a ser la primera, ni la décima, ni… (espera, no te eches a temblar) la centésima, deslustraba un poco todo aquel asunto del noviazgo.
No era tan tonta como para pretender que mi novio no tuviera un pasado. Vale que yo tampoco era de las que nunca habían roto un plato, pero la fama que tenía Jude de practicar el «aquí te pillo, aquí te mato» había trascendido a tres condados y parte de la frontera interestatal.
Eso sí, yo estaba totalmente a favor de las segundas oportunidades. Eran lo mío. No; no era eso lo que me preocupaba. El problema radicaba en que cada vez que me cruzaba con una chica que dirigía una sonrisa insinuante o una miradita a Jude no podía evitar preguntarme si sería una de sus antiguas conquistas. El chico tenía todo el derecho a haber cometido errores y lamentarlo, pero ¿sería yo capaz de vivir con ello y con las consecuencias que acarreaba?
Mientras dejaba caer el último rulo caliente del pelo, me di cuenta de que solo había una forma de averiguarlo. La única manera de saber si era capaz de lidiar con todo lo que envolvía a Jude, su pasado, su aparente incapacidad para hablar de temas personales y su incierto futuro, era tomándome las cosas con calma. Y la única manera de saber si Jude Ryder iba a romperme el corazón era entregándome a él sin reservas.
El hecho de tomar conciencia de una cosa así debería haberme aterrorizado más aún. Era una cuestión de todo o nada, de poner toda la carne en el asador. Sobre todo porque, tal como yo solía predicar, esa era la única posibilidad de que una relación funcionara.
Miré el móvil y suspiré aliviada. Aún me quedaban quince minutos para terminar de maquillarme, vestirme y hacer acopio de toda mi sensatez, pues iba a hacerme falta para resistir una noche entera pegada a Jude.
Entonces sonó el timbre.
Me permití unos instantes de pánico antes de ponerme el albornoz a toda prisa y bajar corriendo la escalera. Mis padres habían salido, cosa que no solían hacer, y todo gracias a mí. Les había comprado un cheque regalo para su cafetería francesa favorita junto al lago y un par de entradas para el cine que quedaba a veinte minutos. Incluso había hecho la reserva de antemano con tal de asegurarme de que no estuvieran en casa cuando llegara Jude.
Sabía que estaba mal, y no quería que Jude creyera que me avergonzaba de él, pero mis padres tenían un carácter difícil y una memoria que no dejaban lugar para segundas oportunidades. Además, estaban educando a una adolescente. Una vez mi padre, en mitad de un sermón, se puso rojo como un tomate y me dijo que con un hijo varón solo tenía que preocuparse de un pene, pero que con una hija tenía que preocuparse de los de todos los demás. Nunca había olvidado aquella perla, probablemente porque por aquel entonces yo tenía tan solo doce años y no era capaz de oír pronunciar la palabra «pene» sin que me entrara un ataque de risa.
Si Jude y yo seguíamos a ese ritmo, ya no podría seguir guardando ciertos secretos, pero por esa noche era la solución más sencilla al problema que él representaba.
Abrí la puerta de golpe y traté de no quedarme embobada, aunque no parecía existir otra opción ante la imagen de Jude Ryder iluminado por la luz del porche, vestido de esmoquin, con una caja en la mano que contenía un ramillete de pulsera y su característico gorro en la cabeza. Si existía alguien capaz de conjugar la indumentaria de gala con el estilo grunge, en el supuesto de que tal cosa fuera posible, sin duda era él.
—Llego temprano —dijo—, y ya sé que tendría que poner como excusa que me he despistado, pero la verdad es que estaba impaciente por verte.
«Deja de mirarlo así, Lucy; deja de mirarlo así, Lucy», me repetía como un mantra, pero no estaba funcionando.
—Vale, no te lo tomes a mal, porque la vista me encanta —empezó, y alzó la mirada al techo—. En serio que me encanta. Lo que pasa es que me prometí a mí mismo que iba a comportarme toda la noche como uno de esos imbéciles que van de caballerosos, pero no me lo estás poniendo nada fácil.
Yo tenía la mente aturullada y seguía sin ser capaz de pronunciar palabra.
—Joder, Lucy —renegó Jude, y cuando me miró torció el gesto—. Te has olvidado de atarte el puto albornoz.
Bajé la vista. El sujetador sin tirantes, las braguitas a juego y la gran cantidad de piel desnuda ofrecían todo un espectáculo. ¿Un olvido genuino? Tal vez. ¿Un desliz de mi subconsciente? Segurísimo.
—Lo siento —dije, y di media vuelta para cubrirme.
Oí sus pasos cuando se acercó a mí por detrás. Me apartó el pelo de la nuca y me besó en el cuello.
—Yo no —susurró, y prolongó el suave beso.
Un solo roce, un solo beso, y perdía el control de mí misma. En ese momento no deseaba otra cosa que darme la vuelta entre sus brazos y besarlo hasta mucho después de que terminara la fiesta de inicio de curso.
Resultaba embriagador e irresistible. Muy dentro de mí, sabía que era un poquito malsano. Una chica no debía tener nunca la sensación de estar completamente a merced de un tío, pero eso era lo que estaba ocurriéndome. Una chica con metas y aspiraciones no debía olvidarlas en el instante en que los labios de un tío entraban en contacto con los suyos. Era la primera vez que me sentía así, nunca había experimentado algo parecido siquiera; y aunque resultaba muy emocionante, también daba mucho miedo. Mi cerebro era consciente de que, en cierto modo, estaba mal, pero mi corazón tenía la certeza de que nunca me había sucedido nada mejor. Por lo que a mí respectaba, en los lazos afectivos siempre ganaba el corazón; por lo menos hasta el momento. Y esperaba sinceramente que Jude Ryder no me hiciera cambiar en ese sentido.
—Vístete para que pueda presumir de ti —dijo, y me dio un último beso en la nuca antes de retroceder.
—¿Por qué no nos saltamos la fiesta? —propuse, mientras jugueteaba con el cinturón del albornoz.
—Mierda, Lucy —gruñó. Era la primera vez que me llamaba así—. Me está costando un esfuerzo enorme no tumbarte ahora mismo encima de la mesa y hacerte todo lo que te he hecho miles de veces en mis fantasías —dijo, señalando con un ademán mi cuerpo, la mesa y el techo sucesivamente—. Pero tú vales más que eso. Te mereces algo mejor. No mereces ser una de esas a las que acaban follándose en la mesa de la cocina de sus padres —Me lanzó una mirada desafiante—. Así que ponte bien el albornoz y no vuelvas a provocarme.
Me sentí avergonzada y rechazada, pero al mismo tiempo las palabras de Jude me halagaban y me convertían en alguien especial. Era una amalgama de emociones muy desconcertante.
—Lo siento —me disculpé de nuevo, y le dirigí una extraña sonrisa mientras avanzaba hacia la escalera.
—Oye —dijo, cogiéndome la mano—, no te disculpes. Te deseo tanto como se puede desear a alguien, es solo que no quiero cagarla, ¿vale?
—Vale.
—Estoy pisando un terreno desconocido, Luce. Necesito un poco de ayuda —Entrelazó sus dedos con los míos.
—Yo tampoco tengo experiencia en esto —confesé.
—Ya, me lo imagino —Me estrechó la mano antes de soltarme—. Entonces, yo también te ayudaré. Ahora ponte el vestido ese tan sexy para que pueda bailar contigo toda la noche.
—Muy bien, marimandón —repuse, mientras subía la escalera—. Ponte cómodo, bajo en cinco minutos.
—Ah, Luce —me llamó, chascando los dedos. Yo me volví para mirarlo desde lo alto de la escalera—. Tienes muy buen gusto para la ropa interior. Te pongo un diez.
Por si aún no lo tenía bastante claro, los tíos eran criaturas incorregibles.
—Pues yo a ti te pongo un cero, por no saber quitarla. ¡Chúpate esa! —le espeté, cruzándome bien el albornoz.
—Eeeh, Luce —dijo, aferrándose a la barandilla—, buena respuesta. Tenerme cerca te ha aguzado el ingenio. Aprendizaje por ósmosis.
Puse un brazo en jarras.
—¿Y cómo es posible que alguien que catea casi todas las asignaturas sepa qué es la ósmosis?
Jude no tenía un pelo de tonto, pero sacaba unas notas vergonzosas.
—Porque soy un genio, nena —contestó con una sonrisa perversa—. Porque soy un genio.
Estaba abrochándome el segundo pendiente cuando oí el familiar crujido de la grava bajo los neumáticos.
—¡Luce! —oí que gritaba Jude desde abajo—, ¿esperas visitas?
Recuperé mi chaqueta vintage de encima de la cama y salí volando del dormitorio. Entonces el sonido que me resultaba familiar fue el de la puerta automática del garaje.
—Son mis padres —anuncié, bajando la escalera a toda prisa.
Jude parecía preocupado.
—¿Y no saben que yo soy tu pareja para la fiesta de inicio de curso?
Me detuve al pie de la escalera y negué con la cabeza.
—Y, como veo que se me da muy bien adivinar cosas, seguro que ni siquiera saben que vamos al mismo instituto, ¿verdad? —preguntó, tratando de aparentar que no tenía importancia, aunque a mí se me antojó la peor de las traiciones.
Volví a sacudir la cabeza, incapaz de mirarlo a los ojos.
—Muy bien, ¿y por dónde tienes planeado que me escape? —preguntó, mirando a su alrededor—. ¿Por la puerta principal, por la trasera o por la ventana? —No sonreía, hablaba en serio.
Algo dentro de mi corazón se partió. Acababa de convertirme en una de esas chicas que trataban a Jude como su secreto inconfesable.
—No tengo nada planeado —reconocí, mientras le cogía de la mano y cruzaba con él la sala de estar—. Quiero presentarles mi pareja a mis padres.
—Qué buena noticia.
—Sí —dije con tono irónico—. Será un bombazo.
—¿Algún consejo? —preguntó, y se apostó a mi lado en la puerta de la cocina.
—Sí —contesté, mientras observaba abrirse la puerta del garaje—. Abróchate el cinturón de seguridad.
—¿De quién narices es el coche que…? —Mi madre frenó en seco cuando llegó a la puerta. Tan en seco que mi padre chocó contra ella.
—Papá. Mamá —Me aclaré la garganta y puse cara de absoluta normalidad—. Habéis vuelto antes de hora.
—Tu padre no se encontraba bien —dijo mi madre con tono lacónico, y me lanzó una mirada feroz.
Volví a aclararme la garganta.
—Seguro que os acordáis de Jude.
Mi madre entró en la cocina y obsequió a Jude con otra de esas miradas. Igual que el día que lo conoció. Una mirada que venía a decir: «Vuelve a meterte en el agujero del que has salido».
—Cuesta olvidar la cara de un criminal al que se llevan esposado de tu casa.
Ese arranque de genio estaba empezando a pasar de castaño oscuro.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Jude dio un paso adelante.
—Llevar a Lucy a la fiesta de inicio de curso, señora.
—No —contestó ella—, eso seguro que no. Por cierto, ¿dónde están tus amigos? —continuó, mientras miraba por encima de su hombro como si esperara verlos tumbados en la sala de estar—. ¿Están escondidos en alguna parte, aguardando el momento de volver a agredir a mi hija? ¿O la esperan en el aparcamiento del instituto, dispuestos a intentar arrancarle la cabellera otra vez?
Jude crispó el rostro y agachó la cabeza.
—Mamá —le advertí—, esos chicos no son amigos de Jude. Y deja ya hacer de madre protectora. Es un poco demasiado tarde para eso.
—¡No te atrevas a hablarme de esa forma, Lucille! —gritó mi madre, señalándome—. Estarás castigada hasta el día que te marches de esta casa por mentirnos a tu padre y a mí —Mi madre era capaz de blandir el dedo índice como si fuera un arma—. Y sí que eran… —Miró a Jude con cara de pocos amigos—. Son sus amigos. Tú no quisiste leer los informes policiales. Jude y esos chicos cometieron su primer delito juntos hace años. Vendíais drogas, ¿verdad? —dijo, a modo de pregunta retórica—. Lo que necesitan Jude y sus amigos es que los encierren y se pierda la llave. Y lo último que se merecen es ir a las fiestas del instituto con chicas que se aplican en los estudios y tienen un futuro por delante.
Me eché hacia delante, y estaba a punto de soltar algún improperio a voz en grito cuando Jude me retuvo.
—Yo no he dicho que me lo merezca —dijo Jude, mirando a mi madre a los ojos.
A juzgar por los vasos sanguíneos que estaban a punto de reventarle en los ojos, la cabreaba sobremanera que Jude no se amilanara.
—Y esos tíos nunca han sido y nunca serán mis amigos. Si algún día salen de la cárcel y me cruzo con ellos, les haré pagar todo el daño que le hicieron a Luce.
—Qué alentador. El delincuente nos anima a pagar la violencia con violencia.
—A veces no queda otro remedio —contestó Jude, y noté cómo apretaba el puño.
La expresión de mi madre se ensombreció.
—Y a veces eso acaba con la vida de las personas que más quieres.
Mi padre se movió detrás de ella. Hasta ese momento ni siquiera me había dado cuenta de que estuviera presente. La adelantó con aire cansino y al pasar por mi lado me dio unas palmadas en el hombro.
—Buenas noches a todos.
Yo debería haber estado cansada de lamentar la pérdida de quien un día fue mi padre y, a veces, odiar el caparazón andante en que se había convertido. Sin embargo, no era así. El hombre había renunciado a todos los aspectos de la vida y permitía que la locura y la obsesión lo dominaran en los pocos momentos de lucidez. A esas alturas tendría que estar acostumbrada, pero no.
Mi madre se llevó las manos a las mejillas.
—Lucy, ha llegado la hora de dar las buenas noches.
Aferré a Jude por el brazo y lo guié hasta la puerta principal. No veía la hora de salir de esa casa de locos.
—Buenas noches, mamá.
—¡Lucille Roslyn Larson! —gritó a nuestra espalda—. Haz el puñetero favor de subir a tu habitación ahora mismo. Y tú, señor Ryder, haz el puñetero favor de salir de mi casa antes de que llame a la policía —Ahora su tono era menos airado y más desesperado.
—¡No, mamá! —grité, perdiendo los nervios—. Voy a ir a la fiesta del instituto, y voy a ir con Jude, porque le quiero y él me quiere a mí, y tú no puedes hacer nada para impedirlo, así que dile adiós a la única hija que te queda.
La había golpeado donde más dolía, y su expresión lo acusó de inmediato.
—Por culpa de ese chico han estado a punto de matarte, Lucy —dijo en un susurro.
Yo seguía estando cabreadísima, así que mi tono se alejó bastante de un susurro.
—¡Este hombre también me ha salvado la vida! —Abrí la puerta de golpe y prácticamente me precipité por los escalones de la mano de Jude.
—Lucy —suplicó mi madre desde la sala de estar.
—Estaré en casa a la una —dije, volviendo la cabeza, y mi enfado se sofocó cuando estuve segura de haber salido vencedora en la batalla. Claro que aún no había ganado la guerra. A la mañana siguiente me tocaría pagarlo a un precio muy alto, por lo que tenía que asegurarme de dejar el asunto bien zanjado—. Todo irá bien —recalqué, antes de doblar la esquina hacia el camino de entrada.
—Cuando hablabas de que me pusiera el cinturón de seguridad, querías decir que me preparara para un puto apocalipsis —dijo Jude, sacando un juego de llaves del bolsillo.
—Más o menos —reconocí, y arrugué la nariz—. Perdona por la bronca.
Jude hizo un ademán para quitarle importancia, pero no pudo ocultarme cuánto le habían afectado las palabras de mi madre, lo cual era justo lo que ella esperaba.
—No, te ha dicho cosas horribles que nadie debería decirle a ningún ser humano —insistí—. Mis padres son personas muy difíciles —dije, minimizando la gravedad del problema sin saber cuándo podría explicarle el caos de familia que éramos los Larson, ni siquiera si algún día lograría hacerlo.
—Luce —me atajó Jude—, tengo claro que soy un pedazo de mierda, y no es malo ni injusto ni representa ningún drama que la gente me trate como tal. Pero me gustaría creer que las personas pueden cambiar, y te juro que voy a intentar dejar atrás mi mierdosidad —Tenía una mirada tan sincera que me dio la impresión de que iba a ponerse de rodillas.
—¿«Mierdosidad»? —repetí, y le di un codazo—. Debo de haberme saltado esa entrada del diccionario.
—No —dijo él—, es que acabo de acuñarla para el diccionario particular de Jude Ryder.
—Ah, ya —Me eché a reír y avancé de puntillas por el suelo de grava para que no se me estropeara el cuero de los tacones de ocho centímetros—. Pues no figuras en la guía de mierdosidades de Lucy Larson.
—Creo que es lo más romántico que me han dicho en la vida —repuso, y deslizó la mano por mi costado—. Me vuelve loco que una tía buena con un vestido de puta madre me diga que no soy un pedazo de mierda aunque sea mentira podrida.
—Me alegro de… —Entonces reparé en el coche aparcado en el camino de entrada, y me paré en seco—. ¿Qué es eso?
No estaba muy puesta en esas cosas de tíos, pero sabía que el reluciente cupé de color plata era veloz y caro, y que atraería a todos los polis en un radio de un kilómetro y medio.
—Un coche —contestó Jude, y me abrió la puerta del acompañante.
—No me trates como si fuera uno de tus ligues de usar y tirar.
—Por Dios, mujer —exclamó mientras se inclinaba frente a la puerta—. ¿Se puede saber qué tiene que hacer un tío para que aflojes las riendas?
—No creo en eso de aflojar las riendas —le espeté—. Creo en la sinceridad. En ese sentido estoy chapada a la antigua.
—Es un Chevelle del sesenta y seis —dijo, y cerró la puerta antes de que pudiera formular más preguntas.
—¿Es tuyo? —pregunté, cuando ocupó el asiento del conductor.
—No —Dio la vuelta a la llave, y el motor se puso en marcha—. Es de un colega.
—¿Un colega del centro de acogida? —Sabía que las preguntas sobre ese tema lo incomodaban, tal como denotaba su mandíbula tensa, pero no comprendía por qué.
—¿Te parece que alguien que ha vivido allí puede tener una familia con pasta, un buen trabajo o una herencia como para poder permitirse comprar un trasto así? —Pasó el brazo por detrás de mi asiento, volvió la cabeza y salió marcha atrás.
Mi madre estaba observándonos a través de la ventana de la sala de estar y por primera vez parecía tan perdida como mi padre. Noté un gran nudo en el estómago, y la sensación era muy parecida a los remordimientos.
—Estás a la defensiva —mascullé, mientras miraba por la ventanilla.
—A tus padres solo les ha faltado compararme con un chicle pegado a la suela del zapato. Se te ha olvidado, o, lo que es más probable, has preferido no contarles que tu acompañante de esta noche era yo —Cuando llegamos a Sunrise Drive, aceleró—. Me ha tocado el papel del canalla que anda detrás de la niña bien, así que tienes razón, esta noche estoy un poco a la defensiva.
Aún no hacía media hora que habíamos estrenado nuestra primera cita en toda regla y ya nos estábamos tirando los trastos a la cabeza. Era un precedente magnífico para cualquier derrotero que tomara nuestra relación.
Contuve las ganas instintivas de replicar; respiré hondo y cambié de posición en el asiento.
—Escucha, siento no haberles contado lo nuestro a mis padres. En serio —añadí, cuando puso mala cara—. No tiene nada que ver contigo, es por ellos, por cómo son.
—¿Por ellos? —repitió. No daba la impresión de creérselo, pero era la verdad.
—Sí.
—¿Y cómo son exactamente, Luce? —preguntó en el momento en que se detenía ante un semáforo en rojo.
—Están tristes, asustados. Son personas que han perdido cosas muy importantes en la vida y temen perder más —dije, mientras jugueteaba con las asas de mi bolso.
Él dejó la mano sobre el volante y me miró.
—¿Y qué ha pasado en esas vidas de color de rosa para que estén tan tristes y asustados?
Se estaba burlando de nosotros; se burlaba de ellos. Pero él no lo comprendía, y yo nunca me sentía con ánimos de explicar lo que ni siquiera era capaz de explicarme a mí misma.
—Cosas de la vida —fue lo único que pude responderle.
Soltó un resoplido.
—Qué respuesta tan completa y esclarecedora.
Tenía que hacer verdaderos esfuerzos para controlar mi genio.
—Lo he aprendido de ti —contesté, y maldije las lágrimas que me arrasaban los ojos. Desde que le conocía me había vuelto una llorica.
El semáforo se puso en verde, pero Jude siguió mirándome. Llevó el dedo pulgar a la comisura de mi ojo y dejó que la lágrima le resbalara por la mano.
—Mierda. Mira que soy gilipollas —dijo, mientras el coche de detrás nos lanzaba un bocinazo. Jude colocó la mano frente a la luna trasera y levantó el dedo corazón—. Lo siento, Luce. Quería que esta noche fuera fantástica, y parece que no digo ni hago una a derechas. No estoy enfadado contigo, ni mucho menos. Estoy enfadado conmigo mismo. Entiendo por qué a tus padres no les caigo bien, y también entiendo que no les hayas hablado de mí. Lo entiendo todo —añadió, golpeando el salpicadero—. Sé que así son las cosas. Pero me gustaría que la realidad se tomara unas vacaciones, ¿sabes?
Otro bocinazo, y ese no fue tan amable como el anterior. Jude dio otro puñetazo al salpicadero y bajó la ventanilla de su lado. Sacó el brazo del coche y volvió a obsequiar al conductor del vehículo de atrás con un gesto obsceno.
—¡Vuelve a pitar y más te vale tener ganas de pelea, desgraciado! —Estaba gritando, y los coches que pasaban frenaban un poco para ver qué narices estaba pasando allí.
Yo me encogí en el asiento y me pregunté por enésima vez qué le habría pasado exactamente a Jude en la vida para que siempre estuviera así. Tan enfadado, tan encerrado en sí mismo.
Él esperó unos segundos mientras desafiaba al otro conductor con la mirada y preparaba los músculos para la pelea. Al final gritó:
—¡Claro! ¡Ya me parecía a mí! —Unos cuantos pasajeros sacaban la cabeza por la ventanilla y nos miraban como si fuéramos un peligro público.
Yo me hice aún más pequeña.
Jude metió la cabeza por la ventanilla, la cerró y, después de mirar a ambos lados, cruzó como una flecha el semáforo, que había vuelto a ponerse en rojo.
Respiró hondo y me miró; tenía la expresión serena. Como si no acabase de ponerse como un loco en el cruce.
—Puedes preguntarme lo que quieras, Luce. No prometo que vayan a gustarte todas las respuestas que te dé, pero puedes preguntar siempre.
Lo primero que pensé fue que debía de estar medicándose por algún trastorno serio y se había olvidado de tomar la dosis diaria, pero de repente reconocí esa pequeña manía de fingir que no pasaba nada. El mecanismo de defensa me resultaba tan familiar que podría haber escrito un tratado sobre él.
—Mierda, ¿qué ha sido eso?
Jude entró en el aparcamiento del instituto y ocupó el último espacio libre del rincón más escondido. Se volvió para mirar por la ventanilla y suspiró.
—Eso he sido yo perdiendo los papeles. Me pasa muchas veces, Luce. No es mi intención comportarme así, no quiero hacerlo, pero el noventa por ciento de las veces no puedo controlarlo.
Ahí lo tenía; fue ese indicio de vulnerabilidad, esa respuesta hiriente de tan sincera lo que me recordó por qué en ese momento me encontraba allí, junto a Jude Ryder.
—Quiero ser mejor persona, pero no sé si soy capaz —prosiguió—. Es algo que tienes que saber si queremos darle una oportunidad a lo nuestro, porque…
En ese momento hice una cosa que, según el punto de vista, puede considerarse temeraria e inapropiada o muy adecuada a la situación.
Con un sencillo movimiento, gracias a la juventud y también en parte a mi agilidad de bailarina, me situé a horcajadas sobre él y, antes de que tuviera tiempo de pensar dos veces lo que iba a hacer, planté mi boca contra la suya.
—Luce —consiguió mascullar Jude, en torno a mi boca inflexible.
—Cállate, Ryder —le espeté, mordisqueándole el labio inferior.
Jude sucumbió a mi fuerza descomunal, deslizó las manos por mi cintura y me las plantó en el trasero.
—A la orden.