Capítulo 26:

El algoritmo de las aceitunas

Cerré los párpados y hundí cuanto pude la cabeza entre los hombros en un vano intento de amortiguar el impacto que de los aires venía. Y entonces sucedieron varias cosas a la vez. En primer lugar, el técnico al que habíamos dado por muerto y que, a Dios gracias, no lo estaba, volvió en sí, se levantó del suelo sin que yo me percatara de ello, se me acercó sigilosamente, me dio un empellón y dijo:

—Pero, hombre, ¿qué ha hecho usted con los controles?

—Se nos va a caer el satélite encima —le notifiqué.

Lejos de dejarse impresionar por la profecía, se puso a corregir lo que yo había desarreglado, sin dejar de lanzarme miradas de soslayo por si me daba por recurrir otra vez a violencia o atropello. Lo que no habría sido posible aunque tal hubiera sido mi deseo, ya que por la escotilla a través de la cual habíamos entrado en la sala de máquinas la Emilia y yo hicieron su aparición los cinco individuos que habíamos dejado en el trastero batallando con los monjes y los propios monjes, unos y otros renqueantes y maltrechos por la paliza que mutuamente se habían propinado hasta que uno de los individuos, que chapurreaba latín, había logrado establecer una débil línea de comunicación con el prior y deshacer el malentendido por mí sembrado. Y, por si esto no fuera suficiente, un fanal rojo que había en la pared se puso a lanzar destellos intermitentes, sonó una penetrante bocina y al conjuro de estas dos molestias aparecieron en aquel recinto, que por suerte era amplio, no menos de diez números de la Guardia Civil y un destacamento de soldados que, a juzgar por su estatura, complexión, armamento y uniforme, no debían de ser de la cantera. Se produjo la natural confusión, al término de la cual me encontré esposado y apuntado por dos docenas de metralletas.

—Este señor —se chivó el técnico en cuanto se hubo restablecido el orden— me ha pegado y luego se ha puesto a meter mano en los controles. Ha hecho una de buena, pero gracias a mi heroísmo se ha podido restablecer la conexión. Miren qué bien se ve el partido.

Miramos todos al monitor y vimos a nuestro equipo practicando un cerrojazo de miedo.

—Permítanme que les aclare este enredo —empecé a decir.

—Habla cuando te pregunten —dijo el cabo de la Guardia Civil—. Y ponte algo, so degenerao, que hay una señorita presente y tú aquí enseñando el manubrio.

Uno de los números me prestó su capote con el que me arropé.

—Y ahora —prosiguió diciendo el cabo— explícanos a qué jugabas.

—Estaba tratando de impedir un terrible acto de sabotaje, mi comandante —dije yo.

—¿Y quién lo iba a cometer, guapo?

—Estos señores —dije señalando al técnico y a los cinco individuos de habla inglesa— o sus cómplices.

Después de soltar una carcajada en la que no se transparentaba ninguna alegría, el cabo de la Guardia Civil tuvo la amabilidad de aclararme que tanto los cinco individuos como el técnico eran ingenieros espaciales que trabajaban desde hacía años en la estación de seguimiento y que nadie, salvo yo, la Emilia, los monjes y los murciélagos que zigzagueaban por la cúpula había podido entrar en la instalación o salir de ella, por estar ésta rodeada por las tropas del mando conjunto.

—¿Verdad usted, Dumbo? —dijo el cabo al finalizar la explicación asestando un codazo en la tripa del jefe de la fuerza extranjera.

Whatever you say, old geezer —concedió éste con torcida sonrisa.

Tuve la impresión de que la cooperación entre los aliados no discurría sobre aceitadas vías. Y estaba ya considerando cómo aprovechar esta leve disidencia para darme a la fuga, cuando el cabo se dirigió de nuevo a mí y me anunció:

—No hará falta que te diga que quedas detenido como que dos y dos son cuatro. De acuerdo con la legislación vigente, tengo que leerte no sé qué derechos, pero como me he dejado en casa el código y los apuntes, te tendrás que conformar con la buena intención y unas perlas del saber popular.

Y se puso a recitar que quien a buen árbol se arrima buena sombra le cobija y que a quien Dios se la diera san Pedro se la bendijese, hasta que fue interrumpido por el padre prior, a quien el ingeniero políglota había traducido al latín lo que el comandante foráneo le había dicho en inglés, para comunicarle que este último reivindicaba para sí la jurisdicción sobre mi persona.

—De eso ni hablar —replicó el cabo poniéndose en jarras—. Aquí el andoba es súbdito de la corona.

—Dice este señor que dice el mayor Webberius que la estación espacial no se asienta en territorio español.

—¡Lo que hay que oír! —le espetó el cabo encendiendo una tagarnina y echando una ojeada al monitor—. Y encima ya nos han metido uno.

Los extranjeros se pusieron a conferenciar entre sí y los nacionales a seguir las incidencias del juego, lo que le permitió a la Emilia acercarse a mí y susurrarme:

—Tengo la impresión de que nos hemos metido en un buen lío.

—En esto estamos completamente de acuerdo —dije yo—, pero con un poco de suerte, a ti no te harán nada. Si te preguntan, diles que has estado todo el tiempo con los monjes. No se lo van a creer, pero dudo de que les interese dar mucha publicidad a este vergonzoso asunto y no hay como una cara bonita y… otros atributos para que la prensa se lance como una jauría de sabuesos.

—¿Y tú?

—Ya ves: o la silla eléctrica o el garrote vil.

—Es posible que no volvamos a vernos.

—No sólo posible, sino harto probable. No me guardes rencor y hazme un último servicio.

Los ojos de la Emilia se habían empañado.

—Lo que tú digas.

—No le cuentes a nadie lo que me has oído decir cuando pensé que se acababa el mundo. No lo tenía preparado y ahora me siento un poco ridículo.

—Y no te falta razón —dijo ella pasando de la ternura al menosprecio.

Todavía pendía mi suerte del hilo del toma y daca internacional cuando se abrió una vez más la puerta e hizo su entrada en la sala ni más ni menos que el comisario Flores.

—¿Cómo vamos? —preguntó antes incluso de identificarse.

—Numancia, macho —dijo el cabo.

Pusieron de vuelta y media al seleccionador nacional e hicieron comentarios derrotistas sobre el futuro del fútbol español. Como sea que yo, sin poderme contener, interviniera en la conversación para expresar mi desacuerdo, repararon en mi existencia y el comisario Flores, tras presentar sus credenciales a los mandos competentes que allí se encontraban, les comunicó que había acudido al lugar de autos para hacerse cargo de mí y que si tal cosa no les parecía bien no tenían más que telefonear a sus respectivos superiores y recabar de ellos las instrucciones oportunas, lo cual fue hecho sin tardanza, quedando la cuestión al punto esclarecida.

—De buena gana —dijo el comisario Flores una vez despachadas las formalidades del caso— me quedaría a ver cómo termina esta masacre —se refería, claro está, al partido—, pero me malicio que hay prisa por resolver este asuntillo y no está el horno para bollos en las alturas, así que, con su permiso, me retiro y me llevo a esta joya. Ustedes sigan bien.

Me hizo un gesto y echó a andar hacia la salida. Para evitar despedidas, le seguí sin levantar los ojos del suelo. El cabo, muy gentil, se brindó a acompañarnos. Salimos los tres de la estación, que vista desde el exterior parecía un orinal boca abajo y anduvimos por un sendero que conducía a una explanada donde reposaba un helicóptero con las aspas mustias, al que me hizo subir a capirotazos el comisario, haciendo él lo propio en cuanto se hubo despedido del cabo con grandes muestras de camaradería. El piloto del helicóptero nos dio la bienvenida a bordo, nos indicó que nos abrocháramos los cinturones de seguridad y que extinguiésemos los cigarrillos o lo que estuviésemos fumando en aquel momento y, sin fijarse en si le habíamos hecho caso o no, puso en marcha el motor y encendió un potente reflector, cuya luz cegadora aprovechó el cabo para hincarse de rodillas y recoger unos cuantos rovellons. Giraron las aspas con velocidad creciente y el aparato empezó a despegarse del suelo con gran espanto por mi parte y, a juzgar por la cara que ponía, del comisario Flores también. Miré hacia abajo y vi al cabo convertido en un soldadito de plomo, salvo por el capote, que se arremolinaba movido por el vendaval que levantaba el helicóptero. Pronto la niebla que nos envolvía lo sepultó y ya no vimos nada hasta que nos hubimos alejado y pudimos contemplar un cielo límpido y estrellado.

Era aún noche cerrada cuando llegamos al despacho del comisario Flores, en la vía Layetana, tras haber aterrizado sin novedad en el aeropuerto y haber sido conducidos a jefatura en un coche patrulla que nos estaba esperando. En todo el trayecto el comisario no me había dirigido la palabra, siquiera para cubrirme de improperios, lo que me hacía suponer que estaba de veras enfadado conmigo. Una vez en su despacho, dio orden de que le subieran un carajillo de ron blanco, y al señalarle el policía de turno que los bares estaban cerrados, golpeó la mesa con el puño y dijo que de qué servía llegar a comisario o incluso a Sumo Pontífice si no podía tomarse uno un carajillo cuando le salía de los huevos, que ya iba siendo hora de que alguien con agallas pusiera fin a tanta anarquía y tanto desgobierno y que se meaba y se cagaba en todos los bares de Barcelona y muy particularmente en los que estaban cerrados a las cuatro menos cuarto de la madrugada. El policía de turno, que se había marchado al principio de esta jeremiada, volvió a entrar y anunció que un señor deseaba hablar urgentemente con el comisario. Quizá pensando que no le vendría mal tener a alguien sobre quien descargar sus iras, el comisario dijo que hicieran pasar al hijo de puta que se atrevía a importunarle y así fue como consiguió audiencia a tan intempestiva hora mi buen amigo don Plutarquete, el anciano historiador.

—Créame, señor comisario —empezó diciendo aquél apenas hubo entrado en el despacho—, que por nada del mundo habría osado yo hacerle perder su tiempo y, por lo que intuyo, su proverbial compostura, si no considerase que lo que me trae a esta augusta casa es un asunto de la máxima trascendencia. En cuanto tuve conocimiento de lo sucedido, vine a la carrera. Por fortuna, apenas me puse a hacer autostop en la carretera, me recogió un motorista que no sólo tuvo la delicadeza de traerme hasta la mismísima puerta, sino que me prestó su zamarra para que no pasara frío durante el viaje. Un mozalbete, en suma, de lo más gentil, que está siendo interrogado en este preciso instante en los sótanos por conducir sin carnet una moto robada en estado de intoxicación. Pero no es el relato de mi modesta odisea el que me trae aquí, sino la aclaración de algunos puntos de esta historia que temo hayan quedado algo confusos a sus ojos. Ante todo, y si mi palabra de algo vale, quisiera asegurarle a usted, estimado comisario, que aquí el amigo ha obrado en todo momento guiado por los más altruistas motivos, que no por la lógica más elemental. Romántico por naturaleza, proclive a la literatura e inculto por causas que no hacen al caso, creyó el pobre enfrentarse a una maquinación diabólica, a un apocalíptico complot. Nada más falso. Del estudio somero de los archivos de la orden religiosa he podido colegir que ésta es propietaria legítima de las tierras en que sus conventos se asientan a lo largo del Camino de Santiago. Si la orden se extinguiese, como parece que va a suceder, las propiedades citadas revertirían en el Estado español, conforme a la ley de desamortización de Mendizábal, o, en su defecto, en los Estados Pontificios: un delicado caso de derecho internacional sobre el que sería prematuro pronunciarse. Lo que cuenta es que la empresa aceitunera cuyo local social, por cierto, ha sido pasto de las llamas esta misma tarde, codiciaba los inmuebles, bien porque planease reconvertirlos en paradores turísticos que al amparo de la recidiva religiosa que padecemos rindiesen copiosos frutos, bien para especular con ellos de otro modo. Sabedora el holding de que la orden estaba a punto de entrar en la última etapa de su historia y antes de que desapareciese su último miembro y el aspecto patrimonial anduviera en lenguas, empezó a maniobrar para echar el guante a los fundos y oponer a los potenciales causa-habientes la eficaz figura jurídica de los hechos consumados. Ya ven ustedes qué cosa más simple. Posiblemente el dinero que en el famoso maletín tantas vueltas ha dado y tantas vidas inocentes ha costado iba destinado a sobornar a algún funcionario venal del catastro que se aviniese a falsificar los registros. No lo sé. El hecho es, dilecto comisario, querido amigo, que ni el satélite ni la estación espacial tenía nada que ver con el caso que nos ocupa. La fantasía del pueblo sano sostiene la teoría estéticamente válida, pero históricamente falaz, de que la magnitud de un crimen ha de guardar cierta proporción con la grandeza del resultado que se persigue o con el relumbre del botín. Está, sin embargo, demostrado que los que a tales trapacerías se entregan no suelen estar dotados ni de mucha inteligencia ni de una imaginación desbordante. Triste, pero cierto. Si en lugar de perder la serenidad y dejarse encandilar por novelerías, y escuchen esto bien, porque aquí viene la moraleja del cuento, este buen hombre hubiera seguido el paciente y aburrido método que en puridad se denomina algoritmo y que consiste en examinar fríamente todas las posibilidades antes de extraer una conclusión definitiva, no estaría ahora aquí, expuesto sabe Dios a qué rigores.

Acabado el sermón, el comisario Flores dio las más efusivas gracias al docto historiador, le preguntó si tenía el honor de hallarse en presencia del célebre profesor don Plutarquete Pajarell que durante veinte años había estado robando libros de la Biblioteca Central y, una vez verificado que, en efecto, así era, dio orden de que lo metieran en la cárcel.

Cuando se lo hubieron llevado sonó el teléfono. El comisario contestó, escuchó lo que al otro lado de la línea le decían, hizo varias reverencias y aseguró que cumpliría de inmediato lo encomendado, que perdieran cuidado y que no volvería a suceder. Colgó y me dijo:

—Andando.

—¿Adónde?

—Ya lo verás.

Supuse que me aguardaba impaciente el pelotón y me consideré autorizado a formular un ruego.

—Señor comisario —dije—, sáqueme de una duda que me corroe: ¿cómo supo usted que era yo el que estaba mangoneando en el satélite?

Me miró como si estuviera a punto de arrojar y dijo:

—¿Cómo no iba a saberlo, mentecato? ¡Y en pelota picada!

No dijo más y me quedé en ayunas. Emprendimos un largo deambular por los alegres corredores del augusto edificio y en uno de ellos, por una de esas casualidades que tiene la vida, nos cruzamos con una pareja de policías uniformados que llevaban esposada a mi hermana Cándida.

—¡Cándida! —exclamé deteniéndome y arrimándome contra la pared para quedar fuera del alcance de sus puntapiés—. ¿Qué te trae por aquí?

El comisario Flores y la pareja tuvieron la amabilidad de dejarnos dialogar brevemente, lo que dio a Cándida ocasión de referirme los hechos que habían llevado al encuentro familiar que narro.

—A poco de haberos ido —empezó diciendo—, esa novia que me dijiste que te habías echado y que, si quieres saber mi opinión, no parece trigo limpio, se despertó y empezó a proferir una retahíla de malas palabras que yo, francamente, no habría consentido en mi casa de no haberse tratado de mi futura cuñada. Cuando hubo agotado el repertorio, que a fe es nutrido, me preguntó que si tenía dinero a mano. Le di lo poco que tenía escondido en el colchón y volvió a preguntarme que si sabía yo dónde podía adquirir un pasaporte que diera el pego. Yo le pregunté a mi vez que si lo necesitaba para el viaje de bodas y como me contestara que sí le di la dirección de un perito buenísimo. ¡Con decirte que ya ha expuesto dos veces en la Vandrés! La chica me dijo que no tardaría y se fue con el dinero. Al cabo de tres horas llamaron a la puerta. Pensé que sería ella, pero eran estos dos pimpollos que ahora me acompañan —señaló a los dos policías, que debían de estarle dando su versión al comisario Flores—, los cuales, con muy buenos modos, me dijeron que dónde estaba la chica que se hospedaba en mi casa, si tal nombre, añadieron con sorna, podía darse a semejante pocilga. A lo que respondí que yo era pobre, pero que a limpia no me ganaba nadie; que no sabía de qué chica me estaban hablando, y que me negaba a seguir contestando preguntas si no comparecía al punto mi abogado.

—Tú has visto demasiada televisión, Cándida —intercalé—. ¿Qué respondieron ellos?

—Que lo que a mí me hacía falta no era un abogado, sino un veterinario. ¡Figúrate! Me puse hecha una fiera… y aquí estoy.

—¿No te dijeron por qué buscaban a María Pandora?

—Sí —dijo mi hermana—, parece ser que está implicada en el asesinato de un tal Toribio Pisuerga. ¿Qué sabes tú de eso?

—Nada. ¿Por qué no les dijiste la verdad?

—¡Hombre —dijo mi hermana—, no iba a delatar a tu novia!

Me quedé meditando unos instantes, al cabo de los cuales dije:

—Has hecho muy bien, Cándida. Y no te preocupes por nada, que yo lo arreglaré todo.

—Seguro —dijo ella.

Y con esto dio fin nuestro coloquio, porque los dos policías se la llevaron en una dirección y a mí me arrastró en la opuesta el comisario Flores, a quien, no bien hubimos dado unos pasos, dije que intercediera por mi pobre hermana, que no tenía culpa alguna, cosa que no pareció enternecerle demasiado. Seguimos andando y salimos a la calle por una puerta lateral. No me esperaba allí una ejecución sumaria, sino el mismo coche-patrulla que nos había recogido en el aeropuerto y en el que ahora iban dos jóvenes y gallardos policías. Subimos el comisario Flores y yo y arrancó el coche.

No recuerdo si el trayecto fue largo o corto, porque lo hice absorto en mis pensamientos y no poco irritado por aquel postrer encuentro que, amén de doloroso, ponía en entredicho las hasta entonces irreprochables conclusiones con que don Plutarquete y yo habíamos rematado el interesante caso objeto de este libro. Y me juré que si algún día recobraba la libertad, lo primero que haría sería tratar de resolver tanto cabo suelto y tanto punto negro como siempre quedan en los misterios que resuelvo. Y no pude por menos de preguntarme, al hilo de lo que antecede, que cómo podía uno encarar el futuro con confianza y rectitud de miras si el pasado era una madeja entreverada de grietas y sombras, valga el símil, y el presente una incógnita tan poco esperanzadora como el ceñudo silencio del comisario Flores me daba a entender que era.

El cielo estaba ya gris cuando aparcamos junto a la tapia del manicomio y nos apeamos. El comisario dio unos paseos hasta que localizó el punto que estimó idóneo y, sin más trámite, hizo una señal a los dos policías que con nosotros venían. Sabiendo que era inútil ofrecer resistencia, dejé que me cogieran por los tobillos y las muñecas, que me columpiasen dos o tres veces y que me lanzasen por los aires.

Aterricé en la rosaleda y con tanto acierto había elegido el comisario Flores la colocación, la distancia y la parábola, que de poco aplasto a Pepito Purulencias, que seguía con su cubo y su martillo persiguiendo cucarachas.

—Perdona el susto, Pepito —le dije incorporándome y tratando de arrancarme de las carnes los espinos que al caer sobre los rosales se me habían clavado por todo el cuerpo.

Lejos de mostrar enfado, Pepito soltó los trastos de matar, me besó en ambas mejillas, me abrazó y me palmeó los omóplatos con una efusión que me pareció tan injustificada como fuera de tono.

—¡Chico, qué alegría! Permíteme que sea el primero en felicitarte —le oí decir sin acertar a entender a qué se refería—. ¡Y qué callado te lo tenías! Todos lo vimos, los médicos, las enfermeras, los compañeros, todos sin excepción. Estuviste requetebién, ¿eh? Muy natural y muy aplomado. Y la voz te salió muy clara y muy segura. No entendimos nada de lo que decías, claro, pero nos causaste una excelente impresión. ¿Quién lo iba a pensar? El doctor Sugrañes está que no cabe en sí de orgullo.

Más tarde hube de enterarme con gran consternación de que, en mi atolondramiento, al tocar botones y clavijas en la estación espacial había producido un raro efecto en las ondas y frecuencias y en vez del partido de fútbol mi descocada imagen y las ñoñas palabras que a la sazón profiriera habían llenado durante breves minutos las pantallas de todos los televisores del país.

Al día siguiente, para desayunar, en lugar de darme leche cuajada, como a los demás, me dieron pan duro y una Pepsi-Cola.