La pía compañía
El talud era casi vertical y la niebla tan espesa que parecía que hubiésemos entrado en las ubres de una vaca cuando oí que la Emilia me llamaba. Me reuní con ella y, a modo de explicación, me mostró la trabilla del pijama: habíamos perdido a don Plutarquete. Volvimos sobre nuestros pasos y lo encontramos tendido en el suelo y con el pantalón arrollado en los tobillos.
—Esta vez —jadeó— va en serio. De aquí no me muevo aunque me maten. Por éstas.
—Don Plutarquete —dijo la Emilia—, hasta aquí hemos llegado juntos y juntos vamos a seguir hasta el fin de la aventura. Póngase de pie, súbase los pantalones y apóyese en mi hombro.
—No voy a consentir… —protestó el frágil erudito.
—Usted se calla, coño —le dijo la Emilia.
Y, sin más, flexionó las rodillas, metió el brazo por entre los fláccidos muslos del profesor y se lo echó al hombro como si fuera un costal. Le ofrecí compartir la carga, dijo que no y seguimos trepando. No creo que hubiéramos llegado muy lejos si, de pronto, un tenue tañer de campanas no hubiese traspasado la niebla.
—¡El monasterio! —gritó don Plutarquete.
Aguzamos el oído para determinar de dónde provenía el tolón y decidimos de común acuerdo que el monasterio debía de caer a la derecha, un poco más arriba y a corta distancia del punto en que nos hallábamos. Reanudamos la caminata con redoblados bríos y, tras varias peripecias orográficas que sería reiterativo pormenorizar, avistamos, entre jirones de niebla, los muros mohosos de una mole de piedra cuyos perfiles las condiciones climatológicas no dejaban percibir bien. El terreno se había vuelto llano y blando y un examen más minucioso reveló que estábamos pisoteando unas tomateras.
—La huerta del convento —dijo la Emilia arrojando al anciano a los surcos mullidos.
Las campanas habían dejado de repicar y un silencio sepulcral nos envolvía. Ahora que habíamos llegado a la meta de nuestro viaje no sabíamos qué hacer. No se nos ocultaba la posibilidad de que el monasterio, desviado de sus píos fines, fuera en realidad la guarida del enemigo y sus huestes demoníacas y de que, al dar a conocer nuestra presencia no hiciéramos sino meternos bobamente en la boca del lobo, ni habíamos olvidado tampoco las agoreras palabras del tabernero. Celebramos un breve conciliábulo y fue don Plutarquete quien esclareció con su habitual sagacidad la situación.
—La disyuntiva —dijo— es clara: o averiguamos qué se cuece en el convento o nos volvemos atrás. Yo voto por lo primero.
Se ciñó el pantalón del pijama con la trabilla y se encaminó hacia el portalón del convento. La Emilia y yo, envalentonados por su ejemplo, le seguimos. Tiró el temerario erudito del cordón que pendía del dintel y sonó en el caserón una alegre esquililla. Aguardamos trémulos a que alguien acudiese a la llamada y cuando ya creíamos que tal cosa no iba a suceder, se abrió un ventanuco en el portalón y asomó por él una cara apergaminada iluminada por la vacilante luz de una vela.
—Ave María purísima —dijo la cara—. ¿Qué desean?
—Sin pecado concebida —respondió don Plutarquete—. Queremos entrar.
—Somos del Centro Excursionista de Catalunya —añadí yo para dar verosimilitud a nuestra insólita presencia— y nos hemos perdido en la montaña. Si tuviera usted la caridad de dejarnos pasar un ratito, hasta que se disolviera la niebla…
—La niebla no levanta en todo el año —respondió secamente el portero—, pero supongo que pueden ustedes pasar y reponer fuerzas.
Cerró la mirilla, sonaron cadenas y hierros y rechinó el portalón al abrirse.
—Sean bienvenidos a la morada del Señor —dijo el portero.
Vimos que se trataba de un anciano diminuto, que había tenido que subirse a un escabel para alcanzar la mirilla. El vestíbulo estaba totalmente a oscuras, salvo por la vela que el portero había dejado en un repecho del muro. A la débil luz de la llamita, apenas si se podía ver el techo.
—Hermosa casa —dije yo.
—Una joya del arte prerrománico —nos informó el portero—. Por desgracia, en muy mal estado de conservación. La piedra se desmigaja con sólo mirarla y las vigas se nos van a caer en la cabeza el día menos pensado. Si gustan hacer un modesto donativo, les mostraré dónde estaban los frescos de la capilla.
—Preferiríamos, por el momento, hablar con el padre prior —dijo don Plutarquete.
Al portero no pareció sorprenderle esta solicitud.
—El reverendo padre prior les recibirá encantado. Tengan la bondad de seguirme ustedes dos. La señorita no puede pasar del vestíbulo, porque va con pantalones.
—La señorita tiene dispensa del obispado por motivos de salud —dije yo.
—¿También tiene dispensa para no llevar sostén?
—Es una dispensa general.
—El señor obispo sabrá lo que se hace. Por aquí, háganme el favor.
Enarboló la vela y nos adentramos en su seguimiento por un dédalo de corredores tenebrosos, barridos por corrientes de aire húmedo y flanqueados de hornacinas que albergaban polvo, detritus y alguna que otra calavera. Nuestros pasos resonaban por bóvedas y recovecos y al hablar un eco profundo nos envolvía y amedrentaba.
—¿Vienen muchos visitantes al monasterio? —le pregunté al portero, más por romper el mutismo en que habíamos caído que por afán estadístico.
—¿Cuándo? —preguntó el portero.
—Durante el año.
—No lo sé.
Decidí renunciar a las trivialidades. Nuestro guía, por su parte, se detuvo en seco ante una portezuela y llamó discretamente con los nudillos. Una voz respondió algo ininteligible desde el interior y el portero abrió y asomó la cabeza. Oí que decía:
—Unos excursionistas piden asilo: dos hombres y una señorita sin sostén.
—Que pasen —dijo una voz ronca.
—Pasen ustedes —nos indicó el portero haciéndose a un lado.
Entramos en una celda cuadrada y no muy grande, de paredes desnudas, enjalbegadas. En un rincón había un catre y en el centro de la pieza una mesa rústica a la que se sentaba un viejo monje que leía un libro voluminoso a la pálida claridad de un quinqué. El padre prior, pues no había duda de que de él se trataba, levantó la cabeza de su lectura, despachó con un gesto al portero y nos indicó que nos aproximásemos, cosa que hicimos con bastante gusto, ya que su aspecto bonachón y el ascetismo que lo rodeaba habían disipado nuestras aprensiones.
—Considérense ustedes en su propia casa —empezó diciendo el padre prior— y sírvanse disculpar los modales de nuestro portero. Es buen hombre, pero con la edad se le ha agriado un poco el carácter. Lo tengo de portero porque es el único que conserva el oído relativamente fino. Por lo demás, no solemos recibir visitas. Ya ven que ni siquiera puedo ofrecerles asiento, a no ser que se avengan a traer hasta aquí mi humilde camastro.
—No quisiéramos ocasionarle ninguna molestia, reverendo padre —dije yo.
—¿Molestia? No, al contrario. Nada que altere un poco nuestra monotonía me molesta. No debería hablar así, pero les confesaré que me he vuelto bastante frivolón. Llevo setenta y dos años consagrado al rezo y a la meditación y a veces pienso que un poco de jarana no nos vendría mal, ¿eh? Vivimos tan aislados…
—Pero tendrán contacto con la gente del pueblo —apunté.
—No. Ellos tienen su parroquia y creo recordar que el acceso al monasterio es malo. Y eso que cuando ingresé era yo joven.
—¿Quién les provee de alimentos y ropas?
—Vivimos de lo que da la huerta, que cada vez es menos, porque ya no hay nadie con energías para cultivarla. Y nosotros mismos remendamos nuestras sayas. Este hábito que llevo me lo dieron en Ávila el día que profesé. Nunca me lo he cambiado. Ahora parece que está empezando a desmenuzarse, pero, por otra parte, yo también estoy a pique de volver al polvo. Veremos quién puede con quién.
—¿Cuántos monjes componen la comunidad? —pregunté.
—Diecinueve éramos anoche. A nuestra edad, no me atrevo a aventurar cifras.
—¿Todos hombres? —preguntó la Emilia.
—Todos varones —asintió el padre prior con aire condescendiente.
—¿Y ninguno joven? —dijo don Plutarquete.
—El más joven soy yo, y creo recordar que voy por los ochenta y siete. Somos el último reducto de una orden que data de la fecha en que se erigió este monasterio. En la noche de los tiempos fue una orden numerosa, cuyos hospitales se extendían a lo largo del Camino de Santiago. Al decaer los peregrinajes disminuyeron las vocaciones.
—Y los diecinueve que son ahora, ¿siempre han vivido aquí?
—No. De los veintitrés que éramos cuando yo vine, sólo quedamos dos. Los demás fueron llegando de otros monasterios. Se pensó que estaríamos mejor reunidos bajo un mismo techo. De los nueve o diez conventos que aún quedan en pie sacaron a treinta monjes y los trajeron a éste. Hace de eso unos pocos años. Cuarenta, a lo sumo.
—¿Qué pasó con los conventos que fueron quedando vacíos?
—No lo sé.
—Pero esos conventos y sus tierras son propiedad de la orden —dijo don Plutarquete.
—La orden no tiene propiedades. Los monasterios se edificaron en los montes y los montes no son de nadie.
—¿Está usted seguro —insistió el viejo historiador— de que no hay escrituras de propiedad en alguna parte?
—Que yo sepa, no. Pero si quiere usted meterse en la biblioteca y espulgarla, hágalo con entera libertad, siempre que prometa no maltratar a los ratoncitos del Señor.
No viendo qué interés pudiera tener lo que preguntaba don Plutarquete, opté por una nueva línea de ataque.
—¿Es cierto —dije— que en este monasterio hay unas catacumbas de extraordinario mérito?
—Oh, no —dijo sonriendo el padre prior—. Es una leyenda. Hace poco, en tiempos de la República, apareció un equipo de espeleólogos, si así se llaman, y previa autorización de la diócesis puso el monasterio patas arriba. No dejaron piedra por remover. Todo inútil.
—Usted —dije cambiando de tema—, que lleva tantos años en este lugar, conocerá las montañas como la palma de la mano.
Hizo un gesto afirmativo y un ademán de modestia.
—En tal caso —proseguí—, podrá decirme si es verdad lo que he oído decir: que los contrabandistas utilizan esta ruta y el amparo de la niebla para cometer sus fechorías.
—¿Contrabandistas? No, no creo. El terreno es escarpado y peligroso y el paso a Francia, impracticable todo el año. Durante la guerra civil que dicen que hubo no hace mucho en este país, varias personas trataron de cruzar la frontera a través de estas montañas. Nunca lo consiguieron.
—¿Fueron aprehendidas?
—No. Las patrullas que salieron a capturarlas también se perdieron en el bosque. Durante muchos años vivieron unos y otros como animales salvajes, comiendo raíces, cazando conejos, cobijándose en grutas y, por supuesto, tratando de eludir las emboscadas que mutuamente se tendían. A estas alturas, sin embargo, ya deben de haberse extinguido, porque hace tiempo que no los oímos aullar en las noches de luna. O será que son ya viejos y no les sale la voz.
—¿No podrían haberse reproducido? —preguntó la Emilia.
—¿Qué es eso? —preguntó el padre prior con genuino interés.
—Una última pregunta, reverendo padre —dije yo—. ¿Ha oído hablar alguna vez del Caballero Rosa?
Reflexionó un ratito y dijo:
—No, nunca he oído este nombre. Aquí teníamos al Monje Negro. Se paseaba por los claustros a la medianoche, con la cabeza en una bandeja. ¡Repugnante aparición! Pero hace una barbaridad que no lo he visto y, además, no es eso lo que ustedes buscan. Lo siento.
—No se preocupe —dijo la Emilia—. Es usted muy mono.
—Y ustedes muy grata compañía, pero los voy a tener que dejar unos instantes, porque es la hora de vísperas y tengo que ir a la capilla a dirigir los rezos. Ustedes no tienen por qué asistir, aunque si lo hacen serán bienvenidos. Con su permiso.
Se levantó con grandes trabajos y se dirigió a la puerta llevándose consigo el quinqué. Le seguimos y recorrimos de nuevo los pasillos del monasterio hasta desembocar en una capilla en ruinas donde se consumían dos cirios y en la que se había congregado la comunidad. Comprobamos que efectivamente eran dieciocho y el padre prior y que todos frisaban la centuria.
Esperamos a que terminara el ceremonial y acompañamos luego a la comitiva, que, precedida por el padre prior y su quinqué, se encaminó al refectorio. El hospitalario prior nos invitó a sentarnos a su diestra en la mesa alargada que ya habían ocupado con notable avidez los demás monjes, y uno de ellos se ausentó unos segundos para regresar con una fuente en la que había siete zanahorias crudas.
—Nuestra colación —nos explicó el padre prior— corre pareja con nuestra exigua vitalidad. Si hubiera sabido que íbamos a tenerles con nosotros, habría dicho que pusieran otra zanahoria. Tendrán que conformarse con lo que hay.
—Lo que cuenta es la intención, reverendo padre —dijo don Plutarquete.
—Llámenme Judas —dijo el padre prior.
Acabada la frugal cena, de la que por discreción no participamos, se fueron levantando los monjes y saliendo en fila india. El último en hacerlo fue el prior, que se despidió de nosotros con estas palabras:
—Les dejo el quinqué por si no desean irse a dormir todavía. Nosotros no necesitamos luz, porque conocemos el monasterio al dedillo y ya vamos de retirada. Al fondo del pasillo encontrarán celdas vacías. Si alguno de los tres no está casado, les ruego que ocupe una celda individual. Y si necesitan cualquier cosa, ya saben dónde me tienen. No vacilen en llamarme, porque apenas si descabezo un sueñecito de media hora al despuntar el alba. Buenas noches.
En cuanto nos quedamos solos, dijo la Emilia:
—Tengo la impresión de que estamos perdiendo miserablemente el tiempo.
A lo que respondió don Plutarquete que él, personalmente, no podía estar más de acuerdo, pero que el lugar al que habíamos ido a parar revestía para cualquier historiador un desmedido interés y que, si no nos lo tomábamos a mal, se proponía aceptar el gentil ofrecimiento del padre prior y zambullirse de lleno en la biblioteca del monasterio.
—De aquí —anunció— a Heidelberg. Buenas noches.
Se apropió del quinqué sin pedir permiso y se perdió tras el primer recodo, dejándonos solos a la Emilia y a mí. Algo me hizo intuir que, aunque la ocasión era pintiparada, no estaba la Emilia para escarceos amatorios, por lo que le propuse, reacio como soy a arrojar la toalla, que hiciésemos un último intento de localizar las catacumbas, no obstante lo que al respecto había dicho el prior. Aceptó la propuesta, no tanto, sospecho, por convicción como por verse libre de mi presencia y, sin agregar más, volvimos a la capilla, saqué los dos cirios de los candelabros, los encendí con la lámpara votiva que ardía frente al sagrario, le di uno a ella y me quedé con el otro yo.
—Tú busca —le dije— por la cocina, la alacena y el cuarto de plancha, si lo hubiere. Yo, prevaliéndome de mi masculinidad, iré a sonsacar a los monjes. Dentro de una hora nos reunimos aquí y nos contamos qué hemos descubierto. ¿De acuerdo?
Me miró de arriba abajo, se encogió de hombros y se fue sin decir nada. Me pregunté qué cosa le habría hecho cambiar de tan súbito y radical modo su actitud para conmigo y, no atisbando explicación verosímil, decidí postergar el análisis de este punto y consagrarme a resolver un misterio cuyo desenlace presentía tan próximo como erizado de peligros y aventuras.
A medida que me adentraba por los pasillos camino de las celdas, una débil primero y fuerte luego sensación, que no me importa denominar miedo, se fue apoderando de mí. Por influjo del viento que con siniestro silbo azotaba los desiertos corredores, mi sombra, agigantada por la luz del cirio, se iba desplazando ora a un lado ora al otro de mi cuerpo y creando la agobiante sensación de que un espectro perverso y silencioso me acechaba. Las calaveras que desde los nichos observaban mi paso se me antojaron burlonas y agoreras.
Así de animoso llegué a la puerta de la primera celda, a la que llamé discretamente.
—¿Quién va? —preguntó una voz.
—Yo.
—¿Y quién es usted?
—Abra y lo verá, reverendo padre.
Se entreabrió la puerta y asomó el rostro avinagrado del portero.
—¿Qué se le ofrece a estas horas? —preguntó.
—Invíteme a entrar y se lo diré.
—No puedo. Estoy en camisola. ¿Qué quiere?
—Hacerle una pregunta. Si el monasterio apenas recibe visitas, ¿a qué dedica usted sus horas libres?
—Engraso las bisagras y rezo por la salvación de los impertinentes y los entrometidos. ¿Algo más?
—No, padre. No le molesto más. Que descanse.
En la celda siguiente nadie respondió a mi llamada. Aporreé la puerta y sólo conseguí que se desprendiera el artesonado del techo y me cayera una lluvia de cascotes y arenilla en la cabeza. Probé el pomo y vi que cedía. Entré y a la luz de la vela distinguí una forma abultada tendida en el camastro. Me acerqué y vi que se trataba de un monje rechoncho de luenga barba blanca. Lo zarandeé para verificar si estaba muerto y abrió los ojos sin dar la menor muestra de susto o enfado.
—Buenos días, hijo —murmuró—. ¿Te quieres confesar?
—Por ahora no, padre. Quizá más tarde. De momento me gustaría hacerle unas preguntas.
—¿Cuánto tiempo hace que no te has confesado?
—¿Qué prefiere, el fútbol o los toros?
—¿Y de qué pecados te acuerdas?
—Es usted sordo como una campana, ¿verdad?
—¿Estás arrepentido de haber hecho llorar al niño Jesús?
Dejé que me diera la absolución y salí al pasillo. Al llamar a la celda contigua me respondió una voz lejana, que me invitó a pasar, cosa que hice. Apenas hube traspuesto el umbral, una ráfaga de viento extinguió la vela y me encontré sumido en una total oscuridad, porque la celda carecía de toda iluminación. No pude reprimir una exclamación y reculé presa del terror. Entonces oí que alguien me llamaba desde la negrura.
—Estoy aquí, al fondo, junto a la ventana. Camina todo derecho y no tengas miedo, que no hay nada con que tropezar. Guíate por mi voz.
Seguí estas instrucciones y acabé chocando con un cuerpo menudo y enclenque que se vino al suelo. A tientas encontré un montón de áspero sayal, tiré de él y logré poner en pie al monje que sin querer había derribado.
—Perdone, padre —dije—. ¿Se ha hecho daño?
—No, no, estoy acostumbrado a caerme. Como siempre estoy a oscuras… Lo importante es que no se haya roto el telescopio.
—¿Qué telescopio? ¿Por qué está siempre a oscuras?
—Soy astrónomo. Supongo que la respuesta vale para las dos preguntas. Y tú, ¿quién eres?
—Un visitante. Cené esta noche en el refectorio, ¿no me recuerda?
—Nunca levanto los ojos del suelo, salvo para mirar el firmamento. Del polvo a las estrellas es mi slogan, si se me permite el anglicismo.
—¿Qué firmamento puede ver aquí, con esta niebla?
—Un engorro, sí señor —reconoció con un dejo de pesar en la voz—, pero me digo que Dios me la envía para evitarme caer en el horrible pecado de la soberbia y la acepto con alegría. Hay veces, sin embargo, que se abre un claro y entonces… ¡oh, deleite!, me es dado contemplar el gran prodigio de la creación. Hoy, como ves, no estamos de suerte. Y a fe que me apena, porque estaba a punto.
—¿A punto de qué?
—A punto de determinar la coordenada de la nueva estrella. ¿No te lo había dicho?
—Que yo sepa, no. ¿Ha descubierto usted una estrella nueva?
—Yo juraría que sí, aunque en el terreno científico, ya se sabe, hay que extremar la cautela si no se quiere hacer el ridículo. Pero he estudiado los mapas y te aseguro que esta estrella no aparece. Si no fuera por la niebla, ahora mismo la podrías ver, porque debe de estar pasando. Déjame que compruebe la hora… sí, la una y doce minutos…
—Oiga, ¿cómo sabe que es la una y doce minutos si no se puede ver el reloj?
—Por la conjunción del Centauro y la Casiopea.
—¿Y por qué sólo se puede ver la estrella a una hora determinada?
—Todas las estrellas se desplazan. A nuestros ojos, claro. En realidad, es la tierra que gira. La verdad es que ésta que digo corre que se las pela. Para mí que es un descubrimiento de mucha envergadura. Había pensado bautizarla con el nombre del fundador de la orden, ¿sabes? Pero no tengo la menor idea de cómo se llamaba, así que, provisionalmente, le he puesto Marilín. ¿Qué te parece?
—Muy atinado. Y cerillas, ¿no tiene?
—No fumo.
Salí a ciegas de la celda y cerré la puerta a mis espaldas. No podía decirse que los primeros contactos hubieran sido muy fructíferos. Y estaba considerando ya la posibilidad de abandonar la empresa y buscar un sitio confortable donde pasar el resto de la noche, cuando oí gritos y golpes provenientes de una de las celdas. Orientándome por el fragor corrí a ver qué pasaba y, al abrir la puerta de la celda en cuestión, me encontré con un monje que se flagelaba a conciencia con su cinturón.
—Disculpe, padre —me apresuré a decir—, no era mi intención interrumpirle. Pensé que le pasaba algo. Pero, ya que estoy aquí, ¿me permite que encienda mi cirio con su candil?
Con la mano libre me hizo señas el monje de que esperara y siguió dándose de zurriagazos.
—… cuarenta y ocho, cuarenta y nueve y cincuenta —contó—. Ya está. Por supuesto, puedes encender tu cirio y hasta llevarte el candil, si lo deseas.
—¿Todos los monjes se flagelan? —pregunté.
—Oh, no —dijo el penitente—. En este sentido somos supermodernos. Mi caso es excepcional.
—¿Por qué? —Quise saber.
Miró a derecha e izquierda, como si temiera que alguien pudiera estarnos escuchando, se me acercó tanto que una de las chinches que habitaban su barba me saltó al mentón y dijo con voz casi inaudible:
—Porque yo tengo relaciones con el maligno.