Capítulo 16:

De la violencia

Al pisar la acera experimenté en todo el cuerpo la caricia de un sol primaveral que parecía estrenar rayos amén de un hambre que no se podía aguantar.

—¿Qué te parece —dijo la Emilia con esa coincidencia de pensamiento que suele producirse entre dos personas que acaban de fundir sus corazones en amoroso vínculo o incluso entre las que acaban de echar un palo memorable— si me llego al colmado y compro algo para desayunar?

Le dije que me parecía una idea excelente y nos separamos. Subí saltando de uno en uno, que no me daban las fuerzas para más, los escalones que llevaban al piso de don Plutarquete. Llamé a la puerta y no contestó nadie. Insistí en balde. Presa de inquietud, arranqué uno de los apliques que iluminaban y embellecían el rellano y usando a modo de ganzúa los alambres que detrás del elegante artefacto asomaron, abrí.

La sala era un campo de Agramante. Del escritorio donde el pobre anciano trabajaba en sus cosas con tanto contentamiento no quedaban sino astillas, hilachas de las cortinas, añicos de las lámparas y pavesas de los libros, que los malvados que semejantes fechorías acababan de perpetrar se habían entretenido gratinando en el horno. De todo lo que unas horas antes había hecho si no confortables al menos llevaderos los pocos años de vida que al viejo historiador restaban, no quedaba absolutamente nada. Desde que tengo memoria he sabido de violencia. Diré incluso que era mi hogar, en este sentido, competente escuela. Mis primeros juguetes fueron manoplas y cachiporras, pedruscos y navajas. No recuerdo haber pasado mes sin repartir tortazos ni día sin recibirlos. Ni soy remiso ni me hago cruces: así es la vida. Pero confieso que en esta ocasión se me vinieron las lágrimas a los ojos. Don Plutarquete era un coñazo, pero no había hecho nada para merecer semejante suerte. Yo, por el contrario, le había metido en el fregado y a la hora de la verdad lo había dejado solo. Me senté en el suelo y me dejé llevar por la aflicción y los remordimientos. No sé cuánto rato habría dedicado a esta estéril expiación si unos quejidos provenientes del dormitorio no me hubieran sacado de mi sombrío ensimismamiento. Tropezando con la sábana en que aún iba envuelto corrí hacia esa pieza y encontré a don Plutarquete tendido en el suelo.

Estaba el pobre anciano más muerto que vivo, con el pijama descosido por varias junturas, un ojo amoratado, el labio inferior sanguinolento y el rostro cubierto de magulladuras. Y, para colmo de males, se me echó a llorar como una Magdalena en cuanto me vio.

—¡Ay, amigo mío —decía entre hipos y convulsiones—, qué calamidad inconmensurable, qué sino atroz!

Con la toalla que llevaba por turbante le restañé la sangre del labio y con jirones de la sábana hice vendas y cabestrillos convirtiendo al profesor en un primoroso paquetito y volviendo yo a mi prístina desnudez.

—Cuénteme usted —dije acto seguido— lo que ha pasado.

—En cuanto ustedes se hubieron ido —relató el viejo historiador con voz trémula—, me metí en el dormitorio para velar el sueño de mi querida hija, si así se me permite denominarla, y tal serenidad su rostro de querubín me infundía que no tardé en quedarme yo mismo como un leño. Al cabo de un rato me despertó un ruido procedente de la sala, al que no presté mayor atención por pensar que eran ustedes, que ya estaban de vuelta. Les llamé, pero no recibí respuesta. El ruido, en cambio, iba en aumento. Con la mosca detrás de la oreja me levanté y me asomé, a ver qué pasaba. No bien lo hube hecho unas manos hercúleas me agarraron y me tiraron al suelo. Me vi rodeado por tres hombres cuyos rostros no pude reconocer, porque llevaban calado el sombrero hasta las cejas, subidas las solapas hasta la nariz y cubiertos los ojos por gafas de sol. Sí recuerdo, por el contrario, que eran altos y fornidos. No lo digo para excusar mi ineficacia: soy viejo y canijo y mi salud es precaria: un enano podría avasallarme. En fin, vuelvo a los hechos: los muy malvados se pusieron en cuclillas para demostrarme lo insignificante que me consideraban y me preguntaron que dónde estaban ustedes. Les dije que se habían ido, que no me habían dicho a dónde y que no tenía idea de cuándo pensaban volver, pero que más bien creía que no regresarían hasta la noche. Añadí, para dar verosimilitud a mis aseveraciones, que les había oído decir que se iban al cine. Luego quisieron saber dónde estaba escondido el maletín. Fingí nuevamente ignorancia y eso les hizo montar en cólera. Me dieron de puñetazos y puntapiés y me llamaron colilla, paria, buñuelo, zarramplín, basura, ñiquiñaque y otros epítetos que he olvidado. Y mientras los proferían y los subrayaban con sardónicas carcajadas, iban sacando a manotazos los libros de las estanterías con la vil intención de desencuadernarlos. Los pobres libros…

Los sollozos interrumpieron su patético relato.

—Don Plutarquete —le dije—, no hace falta que me cuente más. Yo mismo me he visto alguna que otra vez en trances parecidos y sé de qué va la cosa. La diferencia estriba en que yo me ponía a cantar como un jilguero al primer sopapo y usted se ha portado como un héroe.

—Le agradezco el encomio —dijo el profesor—, pero ¿de qué me sirve sacar buenas notas si hemos perdido a María Pandora?

Sólo entonces caí en la cuenta de que se habían llevado no sólo a la periodista, sino el edredón de la Emilia de propina.

—No se aflija —le dije—. La encontraremos cueste lo que cueste. Y que me parta un rayo aquí mismo si no nos vengamos como es debido de todo lo que les han hecho a usted y a la chica.

Mientras esto decía iba inspeccionando el dormitorio en busca de alguna pista que, pasada por el cedazo implacable de mi lógica deductiva, pudiera ponernos sobre el rastro de nuestros contrincantes. Huelga decir que no encontré ninguna y sí el inmundo sedimento que la escasa pulcritud del profesor había acumulado debajo de la cama con el transcurso de los años. Esto haciendo nos encontró la Emilia que llegaba del colmado cargada de paquetes y tan excitada que no se extrañó de hallar abierta la puerta, como yo en mi turbación la había dejado, ni reparó en los estropicios.

—¿A que no sabéis —preguntó sin saludar ni nada— a quién acabo de ver?

Mi silencio, el semblante recriminatorio que lo enmarcaba y el aspecto de don Plutarquete le hicieron reaccionar. Le dimos sucinta cuenta de lo que había ocurrido y, al acabar la narración, unió sus ayes a los nuestros, renovados. Para evitar que el desconsuelo general nos hundiera en el marasmo de la inacción, le pregunté a la Emilia que a quién había visto, pensando que nos diría que a un agraciado locutor de televisión, a un político local de magnética personalidad o a cualquier otro personaje célebre que con paso indiferente y mirada absorta se hubiera cruzado en su camino, mas he aquí lo que nos vino a decir:

—A la fregona que nos sorprendió anteayer en casa de María Pandora.

Di un salto y al tomar tierra advertí, como cualquier varón que desee reproducir el experimento comprenderá fácilmente, que iba desnudo.

—¿Estás segura? —dije mientras me ponía la gabardina que en su momento había tomado a préstamo precisamente en casa de la periodista, porque no me parecía bien andar en cueros en presencia de la Emilia, ya que, después de lo acontecido entre nosotros un rato antes, mi descoco habría podido interpretarse como una manifestación de familiaridad a la que distaba yo mucho de considerarme autorizado.

—Nunca digo una cosa por otra —replicó ella— y soy muy buena fisonomista.

—¿Dónde te la has tropezado?

—Yo salía del supermercado y ella estaba plantada en la esquina, comiendo patatas fritas de una bolsa. De vez en cuando levantaba la cabeza y miraba calle arriba y calle abajo, como si estuviera esperando a alguien.

—¿Te ha visto?

—Me parece que no.

En ese punto intervino don Plutarquete para pedirnos que le aclarásemos de quién estábamos hablando. Le puse en antecedentes y dije al concluir:

—El que esa arpía estuviera anteayer en casa de María Pandora y hoy aquí no puede atribuirse a mera coincidencia. Estoy convencido de que si damos con la fregona, daremos con la chica. Emilia, ¿recuerdas el dato que te dio tu amigo sobre el coche en que se nos escapó esa farsante?

—Sí: una empresa de aceitunas rellenas.

—Busca en la guía de teléfonos el domicilio social de esa empresa. Rápido.

La dejé en ello, abrí el paquete que había traído del colmado y me puse a comer un bimbollo con ruidosa voracidad.

—¿No será —me interrumpió don Plutarquete para preguntar— demasiado tarde?

—Confío en que no —dije rociándole de migas—. Si hubieran querido liquidar a María Pandora, lo habrían hecho aquí mismo. Me huelo que sus intenciones no son buenas, pero que antes de ponerlas en práctica tratarán de recuperar el maletín. No me chocaría, incluso, que nos propusieran un canje. Pero —acabé de engullir el bimbollo y rebusqué en el paquete por si la Emilia había tenido el detallazo de comprar una Pepsi-Cola, comprobando que no— nos vamos a adelantar. El que pega primero pega dos veces. Tengo un plan. Y, por favor, denme un vaso de agua para que me pueda tragar este engrudo.

La Emilia vino muy ufana con la dirección de la empresa. La aprendí de memoria sin esfuerzo, me ceñí el cinturón de la gabardina e hice ademán de marcharme. Me preguntaron que a dónde iba y les dije que allí.

—Yo le acompaño —dijo el bravo historiador.

—Y yo también —dijo la Emilia.

Volvimos a pelearnos y acabamos yendo los tres, no sin antes haber convenido en que la Emilia esperaría fuera en el coche para facilitar la huida, si procedía, por más que alegase ella ser injusto que, como mujer, siempre le tocara quedarse en el coche, respirando hidratos de carbono y otra nociva emanación, mientras los hombres gozábamos del elemento épico, a lo que respondimos que sí, que tenía razón, pero que así era el mundo.