¿Quién no oculta un pasado? ¿Quién no un secreto?
La criminalidad, que de unos años a esta parte se ha enseñoreado de nuestras urbes tanta congoja sembrando, debía de tener muy atareada a la policía esa noche en concreto, porque no fuimos sorprendidos, como yo temía que ocurriera, mientras bajábamos el delatante fardo en el ascensor, hacíamos con él en volandas la travesía del zaguán y la calle y nos colábamos a la chita callando en el portal de la casa de don Plutarquete, a cuya puerta tocamos con sigilo y pertinacia.
—No se inquiete usted —me apresuré a decir cuando por fin abrió el erudito y vi el estupor entoldar su noble faz—: el traje que me prestó está impoluto y entero en el buzón. También traemos a una chica medio muerta, nos persigue una banda de asesinos y la policía me viene pisando los talones, pero no tiene usted por qué preocuparse. Sírvase dejarnos pasar y atranque puertas y ventanas.
Repuesto de la mala impresión que hubiéramos podido causarle, tranquilizado por mi serena perorata y no poco contento de verse de nuevo en presencia de la Emilia, se hizo a un lado el anciano historiador y apenas hubimos entrado manipuló un cerrojo de alta seguridad que transformó su hogar en un arca sellada.
—Síganme al dormitorio —dijo con voz queda—. Voy a alisar un poco las sábanas y colocaremos allí a este desdichado.
—Es una chica, don Plutarquete —dije yo.
—¡Qué desgracia más grande, con lo que a mí me gustan las chicas! —exclamó enternecido—. ¿Amiga de la señorita Trash, por un casual?
—Íntima amiga —resopló la interpelada—. Se llama María Pandora y es periodista.
Tendimos sobre la cama del vetusto profesor a María Pandora, que aún venía envuelta en el edredón, y le destapamos la cabeza para que respirara más a sus anchas. Don Plutarquete echó una ojeada a las facciones lívidas de la periodista, pronunció una ahogada interjección y se desmayó.
—Lo que nos faltaba —dije yo.
—¿Qué le habrá pasado? —se preguntó la Emilia.
—No tengo la menor idea —respondí—. Ya nos lo contará él cuando se reanime. Lo importante ahora es no perder el norte. Estoy persuadido de que tienes algún amigo médico. Llámale, dile que venga sin demora y encarécele la máxima discreción. Yo, entretanto, veré de hacer reaccionar a este cascajo pusilánime.
Dejé a la Emilia repasando su libreta de direcciones y arrastré a don Plutarquete hasta la cocina, donde le rocié el cráneo con agua hasta que pasó del sueño a la vigilia y pudo incorporarse, secarse la cara con un trapo lleno de manchas de tomate y llegar tambaleándose al silloncito donde la noche anterior había dormido la Emilia. La cual se unió a nosotros para comunicarnos que María Pandora dormía plácidamente y que su amigo médico había prometido acudir a la carrera provisto del instrumental pertinente y la ciencia necesaria para usarlo con buen fin.
—Esto —dijo don Plutarquete— me tranquiliza sobremanera. Y ya que todo está en orden y no nos queda sino aguardar la llegada del abnegado doctor, permítanme que les presente mis más sinceras excusas. En lugar de prestarles ayuda, como debía, no he hecho sino aumentar sus cuitas con mi desvanecimiento. Mi conducta, sin embargo, tiene una explicación, que con gusto y aun a riesgo de aburrirles les voy a dar. Tengan la bondad de tomar asiento.
Arrimamos sendas sillas a la butaca donde se arrellanaba el anciano y pusimos cara de atención. Cerró don Plutarquete los ojos, unió las yemas de los dedos, respiró profundamente varias veces, echó hacia atrás la cabeza y nos refirió lo que sigue.
—Hace poco más de veinte años conseguí en un instituto de enseñanza media de una ciudad de provincias cuyo nombre ocultaré, piadoso, una adjuntía interina en la cátedra de historia universal. Nunca había salido antes de Barcelona, siendo como soy timorato y poltrón, y aunque distaba de ser a la sazón un mozalbete, aquel cambio espectacular de circunstancias me tenía en un estado de excitación rayano en la demencia. Sea por esta causa, sea porque así estaba escrito en el libro de la vida, vine a conocer por esa época a una mujer mucho más joven que yo, de la que me enamoré como sólo se enamoran los niños, los viejos y algunos adolescentes mal informados. Se aproximaba la fecha de mi partida y comprendí que si no quería perder para siempre al objeto de mis delirios no me cabía otra alternativa que proponerla en matrimonio. Así lo hice, no sin rodeos, y ella, por razones que nunca he conseguido entender, me dio el sí.
No debo de ser, como a veces mi conducta podría hacer pensar, un romántico impenitente, porque las aventuras sentimentales del viejo erudito, lejos de suscitar mi interés, me produjeron un sopor tan invencible que, recostando la nuca contra el respaldo de la silla, me quedé profundamente dormido. Cuando desperté sobresaltado comprendí que me había perdido una parte sustancial del relato, ya que el atropellado narrador tenía los ojos arrasados en lágrimas y decía con vivo sentimiento:
—Clotildita en provincias se mustiaba. Tengo, en efecto, sobrada conciencia de no ser persona de verba amena, como aquí el amigo acaba de demostrar con sus ronquidos. Tampoco el lugar donde nos encontrábamos ofrecía a una mujer fogosa y ávida de novedades otros alicientes que la feria anual de ganado porcino y algún que otro tedeum oficiado con más unción que brío. Y huelga decir que mis condiciones físicas no eran tales que pudiera la pobre pasarse los días embelesada en el recuerdo de las noches que los habían precedido. En vano traté de interesarla en mis estudios, que a la sazón versaban sobre las fluctuaciones del precio de la cebada en el siglo XVI. No acumularé detalles; básteles saber que nuestro primer año de matrimonio transcurrió con desesperante monotonía. Yo, sin embargo, era feliz…
Aunque detesto la descortesía, hube por fuerza de levantarme a orinar y aproveché la incursión para echarme varias almuerzas de agua al rostro con objeto de soportar despierto el resto de aquella tabarra que amenazaba con monopolizar la noche. A mi regreso la historia había avanzado hasta este punto:
—Mediada la segunda primavera, cuando las lluvias torrenciales habían convertido nuestra casa en un lodazal en el que se daban cita todos los sapos de la zona, el pregonero de la localidad, pues no justificaban los escasos eventos de la villa la edición de un periódico, siquiera mural, anunció la inminente llegada de una compañía teatral que, en gira por provincias y antes de debutar con todos los honores en Fernando Poo, iba a ofrecernos la representación de un melodrama cuyo título he querido y logrado olvidar. Nuestro peculio no nos permitía derroches, pero mi mujer insistió tanto y la melancolía la tenía tan postrada que acabé por acceder a su capricho, pedí un préstamo y saqué las entradas. ¡Nunca lo hiciera! Aún me parece estar viendo la exaltación con que Clotildita limpiaba y remendaba el único vestido de su ajuar que había resistido mal que bien las asperezas del clima y de la tierra. ¿Y cómo describir mi angustia al comprobar, la noche del estreno, que mi esposa, hasta entonces tan recatada, se había lavado el pelo con un champú adquirido por sabe Dios qué medios? Sé que divago: me ceñiré a los hechos. Fuimos al local donde había de representarse la obra, un cobertizo que el municipio había habilitado trasladando interinamente a la casa consistorial el estiércol que habitualmente allí se almacenaba, y dio principio la función y con ella mi desgracia. No recuerdo nada de la pieza, porque nunca hasta ese momento había asistido a ningún espectáculo y no tenía ya edad de aficionarme, de modo que me había llevado un montón de deberes escolares para corregir, ni, por supuesto, de los actores que en aquélla intervenían. Sí recuerdo, en cambio, a un galán harto amanerado y no precisamente veinteañero que parecía tener al sector femenino de la audiencia encandilado, lo que hizo que, mediado el segundo acto, tuviera que abandonar la escena bajo una lluvia de azadones y destrales que los maridos celosos le arrojaban a los gritos de: «¡sarasa, más que sarasa!», «¡baja a la platea si eres hombre!», y otras provocaciones similares, y no volviera a salir más, con serio menoscabo del hilo argumental, pues era el protagonista. Yo, absorto en mis quehaceres, no reparé en el incidente ni tampoco en que mi esposa, pretextando una necesidad inaplazable, abandonaba su asiento y no regresaba. Cuando el telón hubo caído, la sala se hubo vaciado y despuntaba el alba tras los alcores, empecé a temer que algo le hubiera pasado a mi Clotildita. Volví a casa y la hallé desierta, recorrí calles y sembrados, pregunté a cuantos encontré… Todo inútil. A Clotildita se la había tragado la tierra. Había que descartar de entrada la eventualidad de un accidente, del que para entonces me habría llegado ya noticia en una comunidad tan diminuta, e inferir, por doloroso que ello me resultara, que mi adorada esposa había decidido marcharse, por los motivos que fuera, y que no tenía la menor intención de regresar al hogar. Juzguen ustedes mismos mi desesperación.
Y la mía al comprender que aquella paliza no había llegado aún a su fin. Me sentía destemplado: no había comido nada en todo el día, me habían drogado, había tenido que resucitar a una muerta y, para colmo, tenía que soportar en calzoncillos la humedad del amanecer que ya empezaba a anunciarse en la palidez del cielo. Con el rabillo del ojo vi que la Emilia dormía a pierna suelta acurrucada en su silla. Señalé este hecho al profesor para ver si entendía y esbozó, ladino, una sonrisa de complicidad.
—Más vale así —dijo—. Esta historia tiene una faceta escandalosa que quizá no sea apropiada a los oídos de una señorita inocente. Entre hombres podré hablar con más sinceridad.
Se frotó las manos con regocijo, como si se dispusiera a cocinar un plato suculento con los más exóticos ingredientes y prosiguió su relato diciendo así:
—Al finalizar el año académico, como sea que hubieran transcurrido ya tres meses de la desaparición de mi mujer y empezaran a volatilizarse las esperanzas que en su arrepentimiento y ulterior regreso tenía yo puestas, y habiéndome convertido en el hazmerreír de la región, presenté por escrito mi renuncia en el Ministerio de Educación y Ciencia y regresé a Barcelona con el firme propósito de no volver a salir jamás. Pasó el tiempo y la marea imperceptible, pero incesante, de lo cotidiano fue desplazando mi desdicha hasta dejarla anclada en el limbo de la memoria que equidista del dolor y el olvido.
Sin que mediara preaviso se levantó el anciano y se dirigió arrastrando las chancletas hasta su escritorio, abrió un cajón, revolvió los papeles que allí había y regresó a su asiento trayendo en la palma de la mano un sobre amarillo. La Emilia se revolvió en su silla sin llegar a despertarse. El vetusto historiador contempló el sobre y dijo sin levantar los ojos:
—A los nueve años de los hechos que acabo de referirle me llegó esta carta. Había sido escrita en Algeciras dos años antes y enviada al instituto donde otros siete atrás yo había ejercido la docencia. De allí la habían remitido al Ministerio donde quedó apresada en los sargazos de la negligencia burocrática hasta que un funcionario más diligente, más compasivo o más malicioso averiguó mis señas y me la hizo llegar a portes debidos.
Abrió el sobre que había estado acariciando con las yemas de los dedos y me tendió unos papeles manuscritos que empezaban a rasgarse por los dobleces. Los desplegué con cuidado, me acerqué al flexo que seguía encendido en el escritorio y cuyo haz de luz se iba encogiendo a medida que invadía la estancia la luz de la mañana, y leí esto:
Repugnante albóndiga:
Desde que me fui de tu lado las cosas me han ido de mal en peor, pero ni un solo día he dejado de bendecir la hora en que te dejé. Mamarracho. El actorzuelo en cuyos brazos me arrojé desesperada era un canalla que me zurraba sin tregua y que me abandonó en cuanto supo que me había quedado embarazada, a pesar de lo cual todavía venero su memoria, porque gracias a él te perdí de vista. Cucaracha. Deshonrada, preñada y sin un duro me dediqué a la prostitución en los retretes de un parador de camioneros hasta que nació mi hija, a la que abandoné en un canastillo a la puerta de una ermita. Me he quedado tuerta, se me han caído los dientes, soy alcohólica y morfinómana; he estado seis veces en la cárcel y cuatro en el hospital de infecciosos. Y todo por tu culpa. Escupidera, felpudo…
Seguían varias cuartillas del mismo tenor literal. Volví a doblar la carta y se la pasé al profesor, que la besó como si fuera una reliquia, la metió de nuevo en el sobre y dijo:
—Disculpe usted su deficiente sintaxis. Mientras duró nuestra unción, cada noche hacíamos una hora de dictado, pero no conseguí que dominara los entresijos de nuestro agilísimo idioma. Pero no es de eso, claro está, de lo que quería hablarle…
Cabeceó para disimular el rubor que hacía su rostro indistinguible de los arreboles del nuevo día y agregó en tono suplicante y quejumbroso:
—Desde que le vi por primera vez me di cuenta de que era usted un hombre de mundo. Usted, sin duda, conoce bien a las mujeres. Dígame una cosa con absoluta franqueza: después de leer la carta que acabo de mostrarle, ¿le parece que puedo seguir esperando que ella vuelva?
—Es imposible vaticinar tal cosa —repliqué diplomático—, pero, por si vuelve, yo de usted tendría preparada la penicilina. Y ya que hemos llegado al turno de ruegos y preguntas, acláreme un punto: ¿qué relación guarda esta emotiva historia con su ya pretérito desmayo?
Por toda respuesta abrió de nuevo el vejestorio el sobre, extrajo de él una fotografía añosa y me la tendió.
—Juzgue usted mismo —dijo.
Era una instantánea tomada probablemente por un anónimo fotógrafo callejero y en ella se veía a una pareja sorprendida en el acto de hacer un corte de mangas a la persona a quien fuera dirigido el memento. Una somera ojeada me bastó para comprender.
—Un prodigioso parecido —comenté.
—El vivo retrato de su madre —corroboró el profesor.
—¿Y el hombre que la acompaña?
—Ese actorzuelo… —masculló el viejales.
Comprobé que la Emilia seguía o aparentaba seguir dormida. Sin dar explicaciones me levanté, fui al cuarto de baño y rompí la foto en minúsculos fragmentos que arrojé al váter. Don Plutarquete me alcanzó cuando tiraba de la cadena y ambos contemplamos mudos cómo el torbellino se llevaba los vestigios del pasado camino del ancho mar.
—Hombre de Dios, ¿qué ha hecho usted? —dijo el anonadado profesor.
—Crea, si quiere, que estoy loco. Muy pocos diferirán de su dictamen. Pero si en algo aprecia a las dos señoritas que entre la paz de estos castos muros reposan, no le cuente a nadie lo que me ha visto hacer ni vuelva a relatar la pesadísima saga que acaba de endilgarme. Por ahora no puedo revelarle más. ¿Me ha entendido?
—No, señor. No he entendido nada y exijo de inmediato una cumplida y convincente explicación.
Miré sin responder el cavernoso desagüe del inodoro, recordé la foto dedicada de Muscle Power que María Pandora ocultaba en el cajón de su mesilla de noche, reviví en la memoria la trágica muerte del actor y no pude por menos de meditar en las coincidencias, laberintos y puzles con que el destino gusta de amenizar sus ocios y complicar los nuestros. Y no excluyo la posibilidad de que de esta reflexión hubiera salido una enseñanza provechosa para mí y de rebote para usted, solidario lector, de no haber interrumpido el curso de mis pensamientos un timbrazo que nos hizo respingar sobresaltados.