Capítulo 12:

De la veleidad, o el destino

Caminaba yo muy concentrado en lo que hacía, en parte para alejar de mi mente la tristeza de que la separación la iba impregnando y en parte para no tropezar con los cubos de basura que salpimentaban la acera, cuando recordé que todavía llevaba puesto el traje que don Plutarquete Pajarell me había prestado. Me detuve en seco y me senté en el repecho de una ventana a debatirme en la duda. Por un lado me urgía llegar pronto a un lugar donde pudiera descabezar un sueño, porque la fatiga me vencía y las secuelas de la droga que me habían administrado apenas si me permitían mantener la verticalidad. Por otro, ni siquiera el alma de canalla con que el azar me ha agraciado podía soportar la idea de privar de su única prenda de vestir a un anciano que me había tratado con tanto desprendimiento. Y como sea que al fin entre la llamada del deber y las instigaciones de la conveniencia hiciera mi conciencia que el fiel de la balanza se inclinase a favor de la primera, aspiré a fondo para insuflarme en los pulmones la brisa oxigenada de la noche, me levanté y deshice lo andado hasta coronar la cuesta. No siendo cosa, por lo avanzado de la hora, de despertar al decrépito erudito ni deseando yo tener que repetir unas explicaciones que en nada realzaban mi ya de por sí penosa imagen, forcé la cerradura, me introduje en el portal y a la débil luz que de la calle entraba localicé el buzón de don Plutarquete, lo abrí, me quedé en calzoncillos y no sin trabajos conseguí embutir el elegante terno en tan reducido espacio. Me habría gustado adjuntar una nota de agradecimiento, pero no tenía conmigo recado de escribir ni quería correr el albur de que un vecino trasnochador me sorprendiera garrapateando un billete en paños menores, de modo que cerré el buzón y abandoné el inmueble sintiendo en mis maceradas carnes el relente. Por suerte, el paraje no estaba concurrido y no era probable que se produjera un embarazoso encuentro hasta que, llegado a una calle más céntrica, diera con una boutique mal protegida en cuyo escaparate pudiera pertrecharme. Así que una vez más me disponía a iniciar el descenso cuando advertí que se abría la puerta de la casa de la Emilia y de aquélla salía ésta a la carrera con muestras de gran espanto pintadas en el semblante.

—¡Emilia! —le grité desde la otra acera—. ¿Qué haces aquí?

Reparó en mi presencia, lanzó un grito de sorpresa, corrió hasta donde yo estaba y sin que mediara explicación se echó en mis brazos. A pesar del desconcierto que esta efusión me produjo, no dejé de notar que temblaba de los pies a la cabeza.

—Aún estás aquí —sollozó—. Gracias a Dios, gracias a Dios.

—He vuelto —aclaré— a hacer un recado. ¿Adónde ibas?

—A buscar ayuda. Ha pasado una cosa terrible. Ven.

Me cogió con fuerza de la mano y me arrastró hacia su casa. Quise decirle que no podía entretenerme más, que a buen seguro la policía estaba al caer y que me estaba jugando la libertad si no escurría el bulto sin tardanza, mas era tan patente su desesperación y de tal cuantía que no tuve valor para rehusarme a acompañarla. Y de esta guisa, ella presa de la zozobra y yo en braslip, entramos en el zaguán y subimos en el ascensor hasta el ático, aprovechando yo el trayecto para preguntarle que qué sucedía y tratar de infundirle ánimos con palmadas afectuosas, bien que por toda respuesta a mis palabras y gestos sólo recibí entrecortados plañidos. Me bastó, pese a todo, trasponer el umbral de la vivienda para hacerme cargo de cuál era el origen de su congoja, pues en el suelo del saloncito, que por cierto seguía tan patas arriba como la última vez que lo viera, estaba un cuerpo exánime que de inmediato reconocí pertenecer a María Pandora, la inmunda periodista. A través de las greñas sus ojos vacuos miraban fijamente el techo y de la comisura de sus labios resbalaba hasta el suelo un reguerillo de baba espumosa. Un tufillo de almendras amargas flotaba en el aire y como para acentuar el patetismo de la escena la Emilia lloraba con la cabeza reclinada contra la jamba de la puerta abierta. Le dije que la cerrara para no atraer la atención de los vecinos y le pregunté, de paso, si al llegar había encontrado la puerta abierta o cerrada, a lo que me respondió que entornada y quiso saber que qué diferencia había en ello.

—Ya te lo diré luego —dije—. De momento vamos a cerciorarnos del estado de salud de esta infeliz.

Busqué por entre la zahúrda de sus ropas alguna superficie anatómica que me permitiera auscultarla y habiendo dado con un pedazo de piel en extremo fría y pegajosa apliqué a él mi oreja y contuve el aliento en la esperanza de percibir un leve signo de vida. No viéndose mis esperanzas colmadas, le dije a la Emilia que trajera un espejito que, una vez en mi poder, apreté contra las fosas nasales de la pobre chica. Transcurridos unos segundos me pareció observar una media luna de vaho en la superficie del espejo. Lo limpié con la falda de la periodista y repetí la operación con idéntico resultado.

—No quisiera aventurar juicios —dije—, pero es posible que aún no esté muerta del todo. ¿Sabes practicar la respiración boca a boca?

—En el servicio social me lo enseñó una salmantina que, por cierto…

—Ya me contarás los detalles, que intuyo jugosos, en otra ocasión —le interrumpí—. Ahora ponte manos a la obra mientras llamo a los médicos de urgencia.

Dejé a la Emilia amorrada a su amiga, busqué en la guía el número de los médicos de urgencia y descolgué el teléfono. No había línea. Estiré del cordón del aparato y comprobé que alguien lo había cercenado limpiamente. Sin decir nada volví junto a la Emilia, que levantó la cabeza cuando mis esquemáticas pantorrillas entraron en su campo visual.

—¿Van a venir? —preguntó con ansiedad.

—No. Me han dicho que están en huelga —mentí para no aumentar su desazón—. Sigue con lo que estabas haciendo.

Fui hasta la ventana para ver si la policía o algún cuerpo especializado estaba poniendo cerco a la manzana, pero la calma seguía reinando en el exterior. Que no entre aquellas cuatro paredes, porque la Emilia me hacía frenéticas señas de que acudiera a su lado.

—Ya reacciona —dijo con un hilo de voz.

Efectivamente, María Pandora había entrecerrado los párpados y su garganta se esforzaba por emitir una tosecilla que apenas si merecía el calificativo de gorgoteo. La ausculté de nuevo y sentí un arcano fluir en donde debía de estar la tráquea.

—¿Vivirá? —dijo la Emilia.

—No lo sé —dije yo—. ¿Qué crees que le ha sucedido?

—Que ha ingerido un veneno.

El frenazo de un coche en la calle me hizo dar un respingo.

—Sigue con toda meticulosidad mis instrucciones —dije precipitadamente—: prepara un vomitivo y házselo tragar. Cuando haya vomitado, ve a casa de un vecino y dile que te deje llamar a la policía. Aunque esto último es posible que resulte innecesario, porque la policía, si no me equivoco, está a punto de llegar sin que nadie la llame. Para que luego digan.

Mientras le daba instrucciones me iba dirigiendo a la puerta y preguntándome si desde la azotea podría saltar a los edificios colindantes y burlar el asedio de mis perseguidores. La Emilia, dándose cuenta de la dirección que llevaban mis pasos, me dijo:

—Pero, cómo, ¿te vas?

—Sin perder un instante. Adiós otra vez y buena suerte.

—¡Espera! —imploró la Emilia—. No te puedes ir ahora, por lo que más quieras. No puedes abandonarme en esta situación. Además, yo creía que… ¡Bah, vete a la mierda y ojalá te trinquen!

Sus execraciones me llegaron cuando estaba en el rellano. Cerré sigilosamente la puerta a mis espaldas. Un tramo de escalera de hierro tachonado me condujo a otra puerta de madera hinchada y cuarteada por la humedad. Descorrí un robusto pasador y salí a la azotea. Finalizada sin contratiempos la programación de TVE, el silencio se había enseñoreado del barrio. El cielo estaba encapotado, pero ese resplandor cárdeno y probablemente mefítico que siempre flota sobre nuestra ciudad me permitía ver con bastante claridad. Por fortuna, casi todos los edificios de la manzana tenían una altura uniforme. Me senté a horcajadas en el murete de separación y exploré el terreno con la vista y el oído: nada turbaba la legendaria paz de las azoteas, salvo la brisa que silbaba entre las antenas y los borbotones que en los depósitos de agua producía el continuo tirar de la cadena que suele preceder al recogimiento familiar. A lo lejos parpadeaban seductoras las luces anaranjadas de la ciudad, por cuyas arterias discurría, manso y quedo en la distancia, el flujo incesante de los vehículos a motor. Por alguna razón inexplicable me detuve unos segundos a pensar que ya iba siendo hora de que tratara de sacar el carnet de conducir. Tengo ahora por cierto que de no haber sido por aquel extemporáneo cortocircuito habría proseguido sin parar mi huida, la habría coronado, quizá, con el éxito que a estas alturas creo haberme merecido ya y no estaría seguramente redactando con abuso del diccionario estas edificantes líneas; mas la vida me ha enseñado que tengo un mecanismo insertado en algún lugar impermeable a la experiencia que me impide hacer cuanto pudiera redundar en mi provecho y me fuerza a seguir los impulsos más insensatos y las más nocivas tendencias naturales… Maldije, pues, mi suerte con expletivos que no reproduciré, abandoné mi observatorio, deshice lo andado y, para no molestar, entré en el piso usando la ganzúa. María Pandora yacía en el sofá cubierta con el edredón. Ruido de cacharros me indicó que la Emilia estaba en la cocina. También ella debió de oírme, porque asomó la cabeza, vio que era yo y me dijo:

—Vigila el café.

Me puse a vigilar la cafetera mientras ella se metía en el cuarto de baño. Cuando salió el café apagué el gas y busqué en los armaritos metálicos taza, plato y cuchara. Agregué al café una buena dosis de sal, pimienta, mostaza y un jarabe expectorante que prometía el alivio inmediato de las afecciones bronquiales. Revolví a conciencia la mezcla y, para mayor seguridad, probé un sorbo. De poco me desmayo. Satisfecho de mi receta acudí junto a María Pandora. La Emilia trajo toallas y una botella de agua de colonia. Le dije que incorporase a la periodista y le fui dando a ésta cucharaditas de brebaje y cerrándole los labios y la nariz para obligarle a ingerir lo que le metía en la boca. Cuando me hube aburrido de esta lenta y en apariencia ineficaz operación, le apreté los carrillos y le metí por el morrito el resto del café enriquecido. Luego la dejamos reposar y nos pusimos a observarla, aguardando a que el antídoto surtiera su efecto benéfico o acabara de mandarla al otro mundo con piadosa celeridad. No se hizo larga la espera, porque sabido es que la naturaleza confiere a los humanos un buen gusto innato en materia alimenticia, aunque no siempre los medios necesarios para satisfacerlo, y así acaeció que el estómago de la periodista se sublevó y la liberó, por muy grosero procedimiento, de las morbíficas sustancias que en él se alojaban. Visto lo cual dije yo:

—Lo peor ya ha pasado. Ahora sí que me voy.

Sin hacerme caso, la Emilia restañó el sudor que perlaba la frente de su amiga y dijo:

—Ayúdame a desvestirla. Tiene la ropa empapada.

Eso hicimos, dejando al descubierto un cuerpo para cuya contemplación ni los zarrapastrosos hábitos que lo cubrían ni la vorágine precedente me habían preparado. Advirtiendo mi reacción, me preguntó la Emilia que qué me pasaba en tono más reprensivo que curioso, a lo que retruqué que nada, aun sabiendo que el ir en calzoncillos restaba toda credibilidad a mis protestas. Afortunadamente, eligió ese instante María Pandora para prorrumpir en gemidos lastimeros y nuestra atención hubo por fuerza de concentrarse en ella. La tapamos con el edredón para que no se nos acatarrase y dedicamos unos minutos a celebrar consulta. Yo seguía siendo partidario de ponerla en manos de un facultativo, pero a la Emilia esta idea no acababa de hacerla feliz.

—No sabemos —dijo— lo que hay detrás de todo esto, pero no me extrañaría que María se hubiera metido en un buen follón. Vamos a esperar a que recobre la conciencia y nos ponga en antecedentes y luego decidiremos.

Tomé el pulso a la enferma y comprobé que éste era regular.

—Creo que el peligro inmediato ha pasado —concedí—, pero su estado sigue siendo grave. Alguien tiene que verla. Asimismo te recuerdo que la policía está a punto de hacer su entrada y que, aunque vienen a por mí, no dejará de chocarles encontrar una agonizante en este piso tan poco presentable.

—No te falta razón —dijo la Emilia—. Y no veo otra salida que volver a casa de don Plutarquete.

—Por el amor de Dios, Emilia —no pude por menos de exclamar—, no podemos seguir involucrando a ese pobre anciano en nuestros asuntos.

—Vaya, hombre —repuso ella—, te pasas la vida metiendo en líos al prójimo y ahora me sales con remilgos. Mira cómo han dejado mi casa y mira lo que le ha pasado a María Pandora; y eso por no recordar al camarero manco de Madrid, al pobre Toribio y a todos los que no conozco pero que me huelo deben de ser legión. Venga, venga, deja de hacerte el santo y coge a María por los brazos, que yo la cogeré por las piernas.

Poco me habría costado demostrarle lo ilógico de sus argumentos y menos aún lo injusto de sus acusaciones, pero preferí dejar la polémica para mejor ocasión y obedecer sus directrices. ¿Sería, mascullé para mis adentros, que me estaba haciendo viejo?