Capítulo 10:

Y otras argucias

Aparcamos el coche en la plazoleta donde esa misma mañana me había dejado el autobús y de la cual partían las callejuelas que zigzagueando y bifurcándose monte arriba configuraban el barrio en que vivía la Emilia. No abundaba en él la iluminación y en el firmamento despejado rutilaban las estrellas; las calles estaban desiertas, en los solares en construcción dormían las excavadoras y la brisa primaveral traía de un parque cercano olor a tierra. Una noche, como se ve, perfecta para que se entregara a lúbricos desmanes quien no llevara, como yo, cuarenta y ocho horas sin pegar ojo y dos bandas de contumaces asesinos pisándole los talones.

Resplandecía en la cúspide de la loma un letrero amarillo que cual faro en arrecife o ángel de la buena nueva pregonaba las excelencias de los refrescos Kas e indicaba al caminante haber allí mismo un bar. En el cual entramos la Emilia y yo hallando por toda concurrencia a un señor canoso y tripudo que restregaba una bayeta húmeda por el mostrador. No guiaba nuestros pasos otro fin que el de hacer una llamada telefónica, pero el señor de la bayeta, que resultó ser el dueño del bar, insistió en que probásemos los callos a la madrileña.

—Se los dejo a mitad de precio —propuso señalando una pizarra colgada de la pared en la que se enumeraba el menú del día—, porque se me están poniendo verdes y los voy a tener que tirar.

—Acabamos de cenar —le dije—, pero me bebería con gusto una Pepsi-Cola bien fresquita, si la tiene.

Se colgó del hombro la bayeta, metió medio cuerpo en la nevera y acabó informándonos de que se le habían agotado las existencias. Parecía a punto de echarse a llorar y la Emilia, en un rapto de ternura, accedió a tomarse un vermut blanco. Cuando el dueño del bar lo hubo servido se amorró a la botella y embauló buena parte de su contenido.

—Cuando abrí el bar —nos contó entre hipos— no vivía un alma en estos andurriales; y ahora que está casi todo habitado, la gente no se atreve a salir de noche por lo de los atracos y las violaciones. Total, la ruina. —Se pasó por la cara la bayeta húmeda como si quisiera borrar de su mente la negra perspectiva que el futuro parecía reservarle—. Metí en el negocio los ahorros de toda mi vida y no sé qué voy a hacer si se me los lleva la trampa. ¿De veras no quieren una ración de callos?

—Sólo telefonear —le dijimos.

—En realidad, yo lo que tenía pensado era abrir un bar de camarutas y ponerme burro de despachar whiskis. El año pasado contraté un putón para que animara la cosa, pero acabé casándome con ella y ahora no me quiere hacer la barra. Así no iremos a ninguna parte.

De la trastienda llegó una voz femenina de subido diapasón.

—Mauricio, ¿qué haces?

—Nada, mi vida, estoy de palique con la clientela —respondió deshaciéndose en mieles el dueño del bar.

—Pues diles que se vayan, que no son horas.

—Se me ha vuelto de lo más carca —nos dijo en voz baja el dueño del bar exhalando un suspiro de resignación—. El teléfono está allí, junto al meódromo.

Busqué en la guía el número de don Plutarquete Pajarell y llamé. No tardó en contestar la voz cascada y afable del erudito avizor.

—¿Don Plutarquete?

—Yo mismo, ¿quién es?

—No sé si me recordará; soy el amigo de la señorita Trash. Perdone que le importune a estas horas.

—Le recuerdo perfectamente y no tiene por qué disculparse: nunca me acuesto pronto. ¿En qué puedo servirle?

—La señorita Trash, que está aquí conmigo, y yo desearíamos hablar con usted unos instantes; algo relacionado con el registro que usted presenció esta mañana. Tengo en mi poder unas fotos y me gustaría que les echara un vistazo.

—Lo haré de mil amores, pero le prevengo de que hay un coche parado en la puerta de mi casa desde hace un montón de horas con dos tipos dentro que no me dan buena espina.

—¿Cree que le están vigilando?

—A mí no; creo que están vigilando la casa de la señorita Trash.

—Menuda contrariedad. Tendremos que dejarlo todo para mejor ocasión.

—No, no, espere. ¿Desde dónde me llama?

—Desde un bar, a la vuelta de la esquina.

—Ya sé cuál dice. Si el dueño les ofrece callos a la madrileña, rechácenlos. Y sigan mis instrucciones al pie de la letra: esperen cinco minutos, luego acérquense a mi casa sigilosamente, cuando vean desaparecer el coche, corran y métanse en el portal. Yo les abriré desde arriba. ¿Lo ha entendido bien?

—Don Plutarquete, tenga mucho cuidado: es gente peligrosa.

—Ya lo sé. Cinco minutos.

Transcurrido el plazo prescrito por el anciano, nos despedimos del dueño del bar deseándole grandes éxitos comerciales y felicitándole por su boda, y fuimos a apostarnos en un quicio desde el que podíamos espiar los movimientos de los ocupantes del coche sin ser vistos. A pesar de la distancia, de la oscuridad y de no tener mi vista la agudeza de antaño, pude percatarme de que eran aquellos dos hombres de fornida complexión y de que no debían de ser profesionales, porque tenían las ventanillas bajadas y la radio a todo meter. Le pregunté a la Emilia si podía leer la matrícula del coche y, en caso afirmativo, si correspondía ésta a la que ella había memorizado esa tarde y me respondió a lo primero que sí y a lo segundo que no. Y en eso estábamos cuando advertimos, no sin sorpresa, que el coche se ponía en marcha y se perdía calle abajo. Agarré a la Emilia por la muñeca y corrimos hacia el portal donde nos esperaba ufano y resollante el astuto vejestorio. Entramos, cerró con doble vuelta de llave y nos dijo:

—Deprisa, al ascensor, que no tardarán en volver.

Al llegar a su vivienda ejecutó unas reverencias cortesanas y nos invitó a pasar disculpándose de antemano por el desorden. Era el suyo un piso pequeño, no muy distinto del de la Emilia, escuetamente amueblado. Las paredes estaban cubiertas de libros y había libros sobre las sillas y en el suelo. Una capa de polvo lo cubría todo.

—Deme su gabardina —dijo el vejete.

Se la di y lanzó un silbido al ver mi disfraz de chino. Él llevaba el mismo pijama de la mañana. Le pregunté cómo había logrado desembarazarse del coche y puso cara de pillo.

—Tengo una manguera para regar las plantas de la terraza. La he dejado colgar hasta la ventanilla del coche y la he conectado a la espita del gas. ¿No han notado el olor al pasar?

—Sí —dije yo—, pero he pensado que había un escape.

—Eso mismo debieron pensar ellos y se fueron a buscar otro observatorio. Yo quería que encendieran un pitillo y volaran en pedazos. ¡Bum! ¡Bum! Pero los ha alertado ese aroma de pedo rancio con que la compañía del gas ameniza sus suministros. Mala suerte. Ah, miren, ahí vuelven. Voy a quitar la manguera antes de que se den cuenta y a cerrar el gas, que luego hay que ver cómo vienen las facturas. Y ya que estoy en la cocina, ¿qué les puedo ofrecer? Mis provisiones son escasas y sólo bebo agua del grifo, pero si traen hambre…

—Muchas gracias, don Plutarquete, acabamos de cenar opíparamente; bastantes molestias le estamos causando ya al venir a estas horas.

—De ningún modo. Siempre aprovecho las noches para estudiar. De día hay mucho ruido, con tanta construcción y tanto coche… Precisamente estaba enfrascado en estos mamotretos que acabo de recibir —señaló unos volúmenes enormes que coronaban la pirámide de libros que se alzaba en su escritorio—. ¿Sabían ustedes que Felipe II tenía un primo que también se llamaba Felipe y con el que se carteaba semanalmente? Una universidad americana acaba de publicar la edición facsímil de las cartas. ¡Extraordinaria correspondencia! Pero ustedes traían unas fotos, si no entendí mal.

—Así es. Si tiene la bondad… —dije yo sacando de la faltriquera de la gabardina el álbum de fotos que había pispado en la agencia teatral y entregándoselo al anciano, que hizo sitio como pudo en el escritorio, se caló las gafas y empezó a estudiarlo con gran detenimiento.

—¡Vaya colección de niñas! —exclamó al ver las fotos de las aspirantes—. ¿Esto es lo que querían que yo viera?

—No. Concéntrese en la sección de hombres —le dije—. Luego, si gusta, se puede quedar con el álbum y disfrutarlo a nuestra salud.

Puso morritos, pero hizo lo que yo le decía y a poco gritó:

—¡Éste es uno! ¡Éste es uno de los que vandalizaron la casa de la señorita Trash!

—¿Está seguro? —dije yo mirando con recelo el grosor de sus gafas.

—No creerá usted —dijo él adivinando mi pensamiento— que espío a la señorita con mis pobres ojos cansados. —Sacó de un cajón del escritorio unos prismáticos enormes y me los tendió—: Alemanes, de la guerra. Con esto no se pierde detalle, se lo digo yo.

Miré por la ventana con los prismáticos y vi una señora lavando los platos. La Emilia, mientras tanto, se había acercado al escritorio y contemplaba la foto del presunto vándalo.

—Enrique —dijo—, Enrique Rodríguez, alias Boborowsky. Lo conozco de la agencia. Creo que se dedica al teatro infantil, género para el que la naturaleza no me ha dotado, siendo mi público más bien postpuberal.

—¿Teatro infantil? —dije yo—. El comisario Flores nos ha dicho que Toribio era pederasta.

—¿No te parece que eso es llevar las cosas un poco lejos? —dijo la Emilia, que siempre se encocoraba cuando alguien hablaba mal de su exdifunto amigo.

—¿Y no les parece asimismo que me podrían poner un poco al corriente de lo que se traen entre manos, jovencitos? —terció el vejete.

—Es verdad —reconoció la Emilia—; le hemos metido a usted en este fregado sin comerlo ni beberlo.

—Y lo peor —añadí yo— es que no vamos a poder explicarle gran cosa, porque andamos tan despistados como al principio. Por eso estamos aquí, para ver si con su valiosa ayuda sacamos el agua clara. De momento siga mirando el álbum, don Plutarquete, que estoy seguro de que va a dar con el otro truhán.

Mi profecía se cumplió a las tres páginas. La Emilia dijo no conocer al fulano, pero al pie de la foto figuraba su nombre, Hans Fórceps, y una dirección en Cornelia.

—¿Tú crees que Enrique y Hans fueron los que secuestraron a María Pandora? —me preguntó la Emilia.

—Tal vez —dije yo—, aunque lo dudo. En primer lugar, nada nos asegura que tu amiga haya sido secuestrada. En segundo lugar, yo me inclino más bien a creer que estas dos joyas son las que me han sorprendido a mí esta misma tarde al salir de la agencia teatral, en cuyo caso no pueden haber tenido nada que ver con la desaparición a que nos estamos refiriendo. Si quieren que les diga la verdad, empiezo a vislumbrar entre cendales lo que está pasando aquí, aunque todavía queda un sinfín de cabos sueltos.

El veterano erudito me instó entonces a que le pusiera de una vez en antecedentes del caso, lo cual hice de mil amores, porque el pobre hombre se lo tenía bien ganado, mas cuando hube terminado el relato de nuestras peripecias, no obstante mi natural y legendaria capacidad de síntesis, nos habían dado las tantas y los tres nos caíamos de sueño. Me asomé a la ventana y vi que el coche seguía parado junto a la acera, vigilando el terreno.

—Vamos a tener que ingeniárnoslas de algún modo para salir de aquí —anuncié.

—¿Y a dónde vamos a ir? —preguntó la Emilia con los ojos entrecerrados y la voz lastimera.

—A ninguna parte —exclamó con súbita energía el vetusto historiador—. Ustedes se quedan a pasar la noche aquí. Nadie les ha visto entrar y no creo que sospechen de mí. En esta casa estarán seguros. No puedo ofrecerles grandes comodidades, pero la señorita Trash puede dormir en mi cama y el mandarín y yo ya nos las arreglaremos. Y no me vengan con cumplidos —agregó atajando con decidido ademán nuestras protestas—. Soy yo quien les queda agradecido por su compañía. Lo cierto es que cada día me da más miedo irme a la cama sin tener a nadie cerca a quien recurrir si me… En fin, manías de la vejez. La soledad nunca es buen aderezo de la vida, pero a mis años todo lo que toca lo trasmuta en hiel. Perdonen que me ponga sensiblero y, sobre todo, que eche mano de unas figuras literarias tan rancias: vivo inmerso en mis lecturas y ya no recuerdo cómo hablan las personas.

—¿No tiene usted familia, don Plutarquete? —le preguntó la Emilia.

—No… —respondió el anciano con cierta sequedad.

Intuimos que había en su pasado una historia sentimental que el gárrulo estudioso se pirraba por contarnos, pero sea porque el cansancio nos tenía molidos, sea por timidez, sea por otra causa, ni la Emilia ni yo atinamos a hacerle la pregunta que hubiera desencadenado su discurso. De modo que nos limitamos a aceptar con grandes muestras de alborozo y reconocimiento la hospitalidad que nos brindaba, si bien la Emilia se rehusó a quitarle la cama al amable profesor, a lo que siguió un cortés y tedioso toma y daca del que resultó que el anciano dormiría en su cama, la Emilia en la sala, en dos butaquitas yuxtapuestas, y yo, para variar, en el duro suelo. Pasamos por turno al cuarto de baño y ocupamos luego el lugar que cada uno tenía asignado. Recliné la cabeza en un macizo volumen de historia medieval y estaba a punto de caer en un profundo sueño cuando oí la voz de la Emilia que pretendía darme conversación desde sus mullidos sillones.

—¿Duermes?

—Lo intento, ¿qué quieres? —gruñí desabrido.

—Estaba pensando que no entiendo a los hombres —dijo ella.

—Si te sirve de consuelo, yo tampoco.

—No es eso —repuso— a lo que me refería. Y no te hagas el tonto, que ya me entiendes.

No la entendía, pero me abstuve de decírselo y traté de descifrar por mi cuenta el jeroglífico. Antes de llegar a ninguna conclusión, sin embargo, me quedé como un leño. Y tuve un sueño en el contexto del cual me vi paseando por el jardín del manicomio en una clara mañana de invierno. Y he aquí que al doblar un recodo del sendero que en la realidad no conduce a ninguna parte, sino que bordea la tapia y muere en la entrada trasera, la que se usa para descarga de materiales y evacuación discreta de catatónicos, reparé no sin estupor en que el sendero se bifurcaba y que tomando el ramal de la derecha se llegaba a un recoleto paraje aislado del resto del jardín por un seto de cipreses recortados. En el centro del paraje había un estanque de aguas oscuras y transparentes, en el fondo de las cuales se percibía distorsionada la forma de lo que aparentaba ser un maletín. Y cuando me arremangaba para tratar de sacarlo del agua, don Plutarquete, que se había materializado allí sin que mediara explicación alguna, me dijo así: «Nunca conseguirás sacar el maletín si no resuelves antes el misterio de la muchacha que se ahogó en este estanque hace dos años». Del sueño recuerdo esto y que al despertar me invadía una incómoda desazón.

A pesar de los problemas comunes y de los que a cada uno en particular por razones de sexo, condición o circunstancias afligían, la noche nos brindó un sueño reparador y la aurora nos alumbró descansados, animosos y bien dispuestos. Con una pella negruzca que conseguimos despegar del fondo de un tarro y agua caliente nos hicimos café y don Plutarquete desenterró de un armario lleno de libros un segmento de tortell que, puesto en remojo, resultó comestible, aunque no gustoso. Consumido el desayuno, el instruido octogenario, que parecía haber regresado a la edad del pavo, empezó a relatarnos una historia incoherente que, a juzgar por las risitas y morisquetas con que la salpimentaba, debía de ser algo subida de tono y que, según creí entender, se desarrollaba en un burdel de Vic en los albores del siglo. Hube de interrumpirle para recordar a la Emilia que otros menesteres nos apremiaban y fui por ello objeto de miradas rencorosas. Habíamos observado ya, no sin alivio, que el coche había desaparecido, pero no estimamos prudente que la Emilia, no obstante su insistencia, fuese a su casa por ropa limpia. Celebramos, pues, capítulo y les expuse en sucintos términos castrenses el plan que para el día había trazado, plan que si bien no suscitó en la concurrencia la admiración a la que me consideraba acreedor, fue aprobado por unanimidad y sin enmiendas.

Andábamos un poco escasos de dinero y el coche de la Emilia necesitaba gasolina. El magnánimo vejete nos prestó lo que tenía a mano. Me volví a colocar la coleta que había dejado colgada de un perchero para dormir, nos echamos a la calle sin más trámite y, siguiendo mis instrucciones, la Emilia condujo hasta el aeropuerto. Una vez en la terminal, pasé revista a la parroquia que por el recinto pululaba y no tardé en singularizar a dos individuos que ostentaban en la solapa escudos del Real Club Deportivo Español y simulaban leer sendos periódicos en alemán. Como fuera que los susodichos no le quitaban el ojo a la consigna, le pregunté a la Emilia si los había visto alguna vez en la agencia teatral y ante su negativa inferí que serían los policías que el comisario Flores había apostado la noche precedente o quienes los hubiesen relevado. Convencido de que sólo las fuerzas del orden y no las del mal rondaban por allá, me metí en el lavabo de caballeros y, con gran perplejidad por parte de quienes en aquel lugar aliviaban sus metabolismos, saqué de la manga del quimono tres huevos que habíamos comprado de camino y me los estrellé en la cara con miras a dar a mi cetrina tez un tinte más acorde con mi vestimenta. Concluida la operación, me dirigí muy decidido a la consigna, exhibí el resguardo y esperé a que me dieran el maletín. No me pasó desapercibida la seña que el encargado de la consigna dirigió a los dos vigías ni el hecho de que éstos canjearan sus dos periódicos por otras tantas pistolas. El de la consigna, a todo esto, había colocado el maletín sobre el mostrador y procedía a ocultarse entre unos bultos, no fuese a organizarse una ensalada de tiros. Con el rabillo del ojo vi que los dos policías se me acercaban y en mis costillas noté el duro contacto de lo que supuse serían sus armas. Simulé enojo y desconcierto y emití unos sonidos guturales que pretendían ser trasunto del idioma chino.

—Queda usted detenido y confiscado su maletín —me dijo uno de los policías—. Tiene usted derecho a llamar a su abogado y, si lo precisa, a un intérprete, en el bien entendido de que el Estado español no se hace cargo de los gastos en que por todo ello se pudiere incurrir. Y ahora tira palante, mamarracho.

Me condujeron a un cuartito, me hicieron sentar en un taburete y dirigieron a mi rostro impávido un potente reflector que no tardó ni tres segundos en hacer saltar los fusibles de todo el aeropuerto.

—Nombre, apellidos, domicilio y profesión —me espetó uno de los policías.

—Pío Clip, calle de la Merced, 27, China, importación y exportación —recité sin vacilar.

—¿Motivos del viaje?

—Bisnes.

—Este maletín, ¿es suyo?

—Sí, señor.

—¿Qué contiene?

—Muestras comerciales.

—Ábralo.

—Me he dejado la llave en la China. Pueden descerrajarlo, si gustan.

No se hicieron repetir la invitación. Abierto el maletín, se miraron el uno al otro con extrañeza. Era evidente que esperaban encontrar otra cosa.

—¿Qué es esto?

—Papel de arroz —dije yo.

—Pues parece papel de váter.

—Tóquenlo y advertirán su fina textura. Muy apreciado por artistas de todo el mundo.

—¿No será papel para liar porros?

—Líbrenos Dios.

Los dos policías se fueron a un rincón y deliberaron en voz baja. Al cabo de un ratito volvieron y me dijeron que me largase y que no volviese a alterar el orden público si no quería saber lo que era bueno.

—¿Puedo llevarme mi mercadería? —les pregunté.

Asintieron y salí muy satisfecho con el maletín. Fuera de la terminal me esperaba la Emilia con el coche en marcha.

—Todo ha salido a pedir de boca —le dije—. Sal zumbando.

El astuto profesor, que oteaba el horizonte desde su terraza, nos hizo una señal que significaba: sin novedad en el frente y/o adelante con los faroles. Ya en la casa, y mientras yo me enjabonaba la cara pugnando por librarme del huevo, que se había solidificado y adherido a mi pellejo con oficiosa lealtad, la Emilia refirió el episodio del aeropuerto a nuestro anfitrión, quien, por todo comentario, se encogió de hombros, frunció los labios y exhaló un resoplido como si la proeza que yo acababa de realizar careciera de todo mérito. Tentado estuve, al sorprender su reacción cuando salía del cuarto de baño con las facciones desolladas, de propinarle un merecido puntapié en las gafas, pero me abstuve de hacerlo porque, no obstante la patente animadversión que hacia mí sentía, el pobre anciano se estaba portando de manera encomiable e, igualmente, porque no podíamos permitir que las pequeñas desavenencias que la cohabitación engendra nos desviaran de nuestro camino. De modo que me hice el sueco moral y le dije a la Emilia que se pusiera al habla con su amigo de Tráfico por ver si podíamos averiguar algo del coche negro en el que había escapado a nuestro seguimiento la mal llamada fregona. El funcionario en cuestión se mostró reticente en un principio, bien por estar pasando una crisis de conciencia, bien temeroso del rigor con que las nuevas autoridades municipales abordaban su gestión, bien por otras razones de idéntico peso, hasta que la Emilia le recordó cierto fin de semana en Baqueira-Beret, al conjuro de lo cual depuso su probidad el chupatintas y prometió telefonear en cuanto hubiera consultado los archivos pertinentes.

Lo que hizo en menos que canta un gallo para informarnos de que el coche negro estaba registrado a nombre de la empresa Aceitunas Rellenas El Fandanguillo, de la que no podía darnos referencia alguna por no caer esta entidad dentro de su jurisdicción. Le agradeció mucho la Emilia su gentileza, toreó como pudo las proposiciones que desde el otro extremo de la línea le llovían, colgó y nos transmitió lo que acabo de detallar. Por supuesto, poco, por no decir nada, aportaba el dato a nuestro caso.

—Aunque no estaría de más —dije yo— ir a meter la nariz en esa empresa una vez llevado a cabo lo que a continuación me propongo hacer.

Me preguntaron que qué cosa era ésa y respondí:

—En primer lugar, conseguirme un traje menos llamativo. Y en segundo, visitar por tercera y espero que última vez la agencia teatral. Con el maletín.

—¿No será peligroso? —dijo solícita la Emilia.

—Seguro que sí —dije yo—, pero hay que arriesgarse. Además, pienso tomar toda suerte de providencias. Por ahora, concentrémonos en la búsqueda de un traje.

—Esta mañana —intervino don Plutarquete— he ido al tinte a buscar el mío. No sé si le vendrá muy bien, pero si le queda, se lo presto con muchísimo gusto.

—De ningún modo, profesor —dije yo conmovido—, no puedo consentir…

—Déjese de finezas, hombre de Dios. A mí ese traje no me hace ningún servicio, sobre todo ahora que vamos de cara al verano, y estoy seguro de que me lo va a cuidar como si fuera suyo. Déjeme ver dónde lo he metido.

Apareció el traje en un armario abarrotado de libros y me lo entregó muy orgulloso. Era un traje de lana gris perla con brillos en los codos y el culo y flecos en las bocamangas y perneras, pero, aun así, el mejor, con mucho, que he tenido en mi vida y, al paso que van las cosas, que nunca tendré. Me lo puse con extremado miramiento para no arrugarlo y corrí a mirarme en el espejo del cuarto de baño. Era don Plutarquete bastante más bajo que yo y de perímetro muy superior, pero, en líneas generales y habida cuenta de que no tengo, valga la inmodestia, mala percha, me sentaba francamente bien, no obstante carecer de camisa, corbata y otros detalles que, sin ser imprescindibles, habrían realzado mi apostura. Volví a la sala sintiéndome otro hombre.

—¿Qué tal? —pregunté ruborizándome.

—De primera —alabó el dadivoso erudito—, pero súbase usted los pantalones, que ya los lleva por la rodilla.

La Emilia, haciendo gala del sentido práctico que adorna a las mujeres, encontró un cordel e improvisó un cinturón. Don Plutarquete me brindó sus zapatos, pero no me entraron. Como de todos modos los calcetines eran negros, di por hecho que nadie se percataría de la ausencia de calzado. Cogí el maletín y dediqué unos segundos a soñar despierto que era un ejecutivo que zarpaba de su hogar rumbo al banco para contribuir al bienestar de la nación. ¡Qué lástima, dije para mis entretelas, que las circunstancias me hayan sido tan adversas, porque hay que admitir que tengo estampa!