Capítulo 6:

Demasiada higiene

El autobús rebufó como si le hubieran desinflado todas las ruedas, que eran muchas, al mismo tiempo. El cobrador me despertó con zarandeos y la noticia de que habíamos llegado al final del trayecto. Éramos los únicos ocupantes del vehículo.

—Usted perdone —me disculpé—. He dado una cabezada sin proponérmelo.

—Mucho mendigo es lo que hay —sentenció el cobrador guardándose el mondadientes detrás de la oreja.

Me apeé en una plazoleta arbolada en cuyos bancos de piedra tomaban el sol varios jubilados. Uno de ellos me explicó que para llegar a Dama de Elche tenía que subir un buen trecho por una de las calles sinuosas que partían de la plazuela. Un desayuno, siquiera frugal, me habría caído que ni pintado, pero eran cerca de las doce y, aunque tengo entendido que la gente de teatro no suele levantarse al alba, no quería correr el riesgo de que se me escapara Suzanna Trash. Me lavé la cara en una fuente pública y emprendí la caminata. No recordaba haber estado nunca en aquel barrio que, por su configuración, debía de haber sido otrora un pueblo aledaño a la ciudad. Quedaban en pie algunas casas bajitas y recoletas, pero las más habían sido sustituidas por bloques de viviendas o estaban en proceso de derribo. Por doquier se alzaban cartelones que aconsejaban:

INVIERTA EN EL FUTURO

PISOS DE SÚPER-LUJO

A PRECIOS DE SÚPER-RISA

A medida que iba coronando la cima del promontorio se desplegaban a mis pies otras partes del área metropolitana, que una neblina pardusca iba cubriendo. Resoplando llegué a un desmonte baldío en cuyo centro había una garita que tomé al pronto por un puesto de castañas asadas. Al acercarme a preguntar si estaba tan perdido como me temía, leí en la pared de la garita esta inscripción:

VISITE AHORA NUESTRO PISO MODELO

Un anciano sentado en un taburete y tocado con una boina levantó del suelo una caja al percatarse de mi presencia. La caja estaba abierta por uno de los lados y en su interior se veían figuritas. Al principio creí que me mostraba un pesebre, no obstante lo avanzado de la estación.

—Aquí está el comedor-living —dijo el anciano—, aquí el cuarto del servicio, con su propio aseo. Y mire qué cocina más espaciosa: lavaplatos, lavadora, centrifugadora, horno empotrado. ¿Y armarios? Cuéntelos usted mismo. A su señora… o a su prometida, si aún no se ha consumado el feliz acontecimiento, le encantará la distribución.

Dejó la caja en el suelo y me mostró otra mucho más pequeña y completamente vacía.

—La plaza de parking. Exclusiva. ¿Ha pensado ya en la financiación?

Antes de que pudiera desengañarlo respecto de mis intenciones tuvo un violento acceso de tos y se cubrió la boca con un pañuelo embadurnado de coágulos.

—Silicosis —comentó arrojando un espumarajo dentro de la maqueta—. Mala cosa. No creo que pase de este invierno.

—Yo sólo quería saber —dije aprovechando la pausa— si voy bien para Dama de Elche.

—Siga recto hasta que encuentre un bar. Luego es la segunda a la izquierda. ¿No tendrá un pitillo que me dé? Los médicos me han prohibido fumar, por eso no llevo tabaco encima. Nunca me prohibieron bajar a la mina, pero ahora me han prohibido fumar. ¿Qué le parece?

—No les haga caso —dije por decir algo—; la salud es lo primero.

Sin más contratiempos localicé calle y número, y hallando la puerta de cristal cerrada y no vislumbrando portero, pulsé al azar uno de los timbres que en una extraña panoplia adyacente se alineaban. De un diminuto pero voluntarioso altavoz salió un ronquido ininteligible.

—¿Señorita Trash? —dije yo sin demasiadas esperanzas.

—No es aquí —rugió el improvisado locutor—. Pique al ático.

—¿Y cómo se hace tal cosa, si tiene la bondad?

—El botón de arriba, el de la izquierda.

—Muchas gracias y disculpe las molestias.

Cumplí rigurosamente las instrucciones recibidas y esperé sus buenos dos minutos, transcurridos los cuales se dejó oír un desabrido carrasquear y chascó la cerradura. Empujé la puerta y entré en un zaguán que olía a desinfectante. En ascensor subí al ático. En el rellano no me aguardaba nadie, pero una de las puertas estaba entornada. Aprensivo, toqué con los nudillos y una voz femenina y distante respondió así:

—¡Pasa, estoy en la ducha!

Pasé, convencido de haber entendido mal, y me encontré en un diminuto recibidor. Cerré la puerta a mis espaldas y me quedé sin saber qué hacer. En algún lugar de la casa corría el agua. En previsión de que hubiera algún villano munido de hacha, guadaña o destral tras cualquier mueble, cortina o retranqueo, establecí, no sin pesar y ternura, un orden de prelación entre las distintas partes que me integran y empecé a recorrer la morada llevando siempre por delante el pie izquierdo. De este pusilánime modo me adentré en un saloncito por cuyos ventanales entraba un alegre sol de mediodía. La decoración era sobria, pero agradable al visitante y sin duda confortable al usuario. Al otro extremo del salón había dos puertas. Me asomé a la primera y vi que daba a un dormitorio ocupado en su casi totalidad por una cama muy grande, deshecha. El edredón en el suelo. En la mesilla de noche, colocada a la derecha de la cama, un cenicero repleto de colillas. Todas correspondían a la misma marca de cigarrillos y habían sido reducidas a su presente estado por una sola persona, a juzgar por lo que los filtros indicaban. Volví al saloncito y probé la otra puerta. La misma voz femenina de antes repitió:

—Pasa, hombre, no te quedes ahí.

Obedecí, hallándome de resultas de ello en un cuarto de baño. El vaho que flotaba en el aire me enturbió la visión, aunque no tanto que no percibiera, tras una cortina de plástico semitransparente, un cuerpo de mujer desnudo. Desconcertado ante aquella inesperada muestra de familiaridad, de la que, dicho sea de paso, era objeto por primera vez en mi vida, siendo lo habitual el no alcanzar esta etapa sino con esfuerzos titánicos y un considerable dispendio, opté por reprimir mis naturales impulsos y decir en tono de deferente pregunta:

—¿La señorita Trash?

Al conjuro de estas educadas palabras se descorrió ligeramente la cortina de plástico y, sin que mediara aviso, recibí en los ojos un chorro de champú que me dejó ciego. Retrocedí, tropecé con un utensilio sanitario no identificado y me caí de espaldas. Antes de que pudiera levantarme, una rodilla me aplastó el pecho y una mano mojada me atenazó la garganta. Braceando en las tinieblas conseguí asir un pedazo indiferenciado de carne resbaladiza, pero asaz dura.

—Las manos quietas —me conminó mi atacante—. Te estoy apuntando con un spray de laca. No sé si será tóxica, pero si te rocío la cara te vas a quedar como una estatua para el resto de tus días.

—Me rindo —dije.

—¿Quién eres?

—Un amigo. Y, por favor, no me rompa las costillas y déjeme que me quite el jabón de los ojos, que me escuecen una cosa mala.

—¿A qué has venido?

—A tener un civilizado cambio de impresiones con usted. Me manda don Muscle Power.

—¿Por qué no ha venido él?

Ponderé la conveniencia de inventar una bola y la rechacé.

—Ha muerto —dije—. Lo han matado.

Hubo un largo silencio.

—No puedo demostrar —añadí— que lo que digo es cierto. Pero sopese mis palabras y concluirá en que más le vale creerme. Esta situación no puede prolongarse ad infinitum y su vida corre peligro. Piense, por último, que si mis intenciones fueran dañinas no habría llamado por tres veces a la puerta ni habría venido a ponerme tontamente a merced de sus cosméticos.

Cedió la presión y pude respirar a mis anchas. Me levanté y noté que me ponía en la mano una toalla seca que me llevé a los ojos.

—Sal —me ordenó ella— y espera a que me seque.

A tientas di con la puerta, gané el saloncito y me refregué hasta quitarme el champú, que no el escozor, de los órganos visuales. Recién concluida la operación se reunió conmigo Suzanna Trash. Se cubría con un albornoz blanco y se frotaba el pelo con una toalla. Recién salida de la ducha, me costó reconocer en ella a la chica del álbum, que no a la de la cafetería de Madrid. Y es que así suele suceder en la vida, que unas personas salen favorecidas en los retratos y otras todo lo contrario, perteneciendo yo, por desgracia, a esta última categoría: en las múltiples ocasiones en que he tenido que posar de frente y de perfil he salido siempre hocicudo, ceñudo, cenceño y mucho menos simpático de lo que soy al natural. Suzanna Trash, en la vida real, tenía unas facciones tan regulares que parecía carecer de ellas. Aun descalza era tan alta como yo, cuadrada de hombros y un tanto rectilínea, al menos para mi gusto, de formas. Sus gestos eran rápidos, nerviosos y en general innecesarios, y su mirada tenía esa mezcla de movilidad y concentración propia de los boxeadores que aún no han recibido demasiadas tundas. Pero no había llegado yo hasta allí para hacer el inventario de las innegables dotes que a la chica adornaban, sino a tratar de sacar el agua clara del enigmático pozo al que las circunstancias me habían precipitado, por lo que dejé en suspenso mi perspicaz repaso y me aboqué a un hábil interrogatorio que prolongué de esta suerte:

—Lamento el malentendido de la ducha al que, por lo demás, no he dado pie, así como el haber tenido que ser portador de la fúnebre nueva…

—¿Qué le ha pasado a Toribio? —me interrumpió.

—Anoche fui a su casa y lo encontré agonizante. Sobredosis. No creo que él mismo se la inyectara, aunque no excluyo tal hipótesis por mor del rigor conceptual. El cable del teléfono había sido arrancado.

Se quedó pensando, pero no en lo que yo le decía.

—¿No nos hemos visto antes en alguna parte, tú y yo? —me preguntó.

—Sí, ayer mismo, en Madrid —dije.

Dejó de secarse el pelo para esbozar un gesto de resignada aquiescencia que, pese a vérselo por primera vez, se me antojó usual.

—Claro —dijo acompañando con la voz al gesto a que me acabo de referir—. Tú eres el chiflado del maletín. Pero ayer no ibas disfrazado de marica. ¿Cómo has dado conmigo?

—A través de la agencia teatral La Prótasis. Pero quizá fuera más práctico que le pusiera un poco en antecedentes de lo ocurrido.

Convino ella y procedí yo a referirle en términos sencillos y limpia sintaxis cómo había sido conducido a presencia de quien, fraudulento, se arrogara atribuciones ministeriales; cómo éste, prevaliéndose de mi noble disposición, me había encomendado una misión consistente en llevar a Madrid un maletín que de Creso la envidia concitara; cómo en la citada urbe otro por mí había sido víctima de un asesinato tanto más incalificable cuanto que estar aquélla en los brazos de Morfeo; cómo le había entregado a ella, Suzanna Trash, el maletín en la cafetería, regresado a Barcelona, rastreado la pista y encontrado merced a mi ingenio al malogrado Muscle Power y asistido, piadoso, a su triste tránsito; cómo había establecido inteligentemente la conexión entre el llorado difunto y la agencia teatral y entre esta última y ella, Suzanna Trash, y cómo, a costa de narrar lo ya sabido, pero a modo de epílogo necesario, había acudido a visitarla y sido muy mal recibido sin que por mi parte hubiera provocación ni culpa. Y pronuncié toda esta parrafada en un tono de irrecusable sinceridad, procurando aparecer yo bajo la más favorable luz y crear en torno a mí un halo de confianza, llaneza y accesibilidad. Y sin ánimo de vanagloria diré que el efecto perseguido conseguí, porque ella, Suzanna Trash, fue gradualmente relajando su tensa fisonomía, con lo que se puso más guapa, abandonando la forzada postura de karateca que para escucharme había adoptado y dejándome a mitad de relato plantado en el salón para irse a la cocina a preparar un café y unas tostadas. Al lector avisado no habrá pasado por alto que de mi crónica oral omití el hecho de que el dinero del maletín me había sido robado, porque todo me inducía a creer que en el robo del hotel ella no tenía nada que ver, pues, de haberlo tenido, no habría acudido a la cafetería; y cabía incluso la posibilidad, que su conducta y palabras ulteriores confirmaron, de que no hubiera abierto el maletín, en cuyo caso y a los fines que me había marcado, esto es, obtener su cooperación, prefería que siguiera creyendo que andaba en juego una pingüe suma y no un triste rollo de papel tan socorrido a veces cuanto prosaico siempre.

De vuelta ella de la cocina con una bandeja en la que había dos tazas de café con leche y un plato de tostadas, lo que indicaba que se proponía hacerme partícipe del desayuno y, por inferencia, de su confianza, encendió un cigarrillo y me dijo que empezara a comer mientras se vestía. Desapareció en el dormitorio y, mientras daba yo cuenta voraz de mi parte alícuota, se puso, como pude comprobar cuando emergió, un sencillo vestidito primaveral de azulados tonos y unas medias y zapatos de tacón que con aquél a las mil maravillas conjuntaban. Se sentó a la mesa y al tiempo que revolvía el azúcar y desparramaba el contenido de la taza en un radio de medio metro pasó a contarme que, como yo había ya supuesto, Toribio Pisuerga, más conocido de la afición como Muscle Power, sabedor de que una crecida cantidad iba a cambiar de manos, de dónde y de cómo, había planeado la sustracción con su complicidad, la de Suzanna Trash, a efectos de lo cual la había enviado a Madrid hacía dos días con instrucciones de personarse en la cafetería, pronunciar la contraseña, recibir el maletín y salir arreando.

—Aunque a la hora de la verdad —dijo— me asaltó el miedo y abandoné la empresa. De no haber sido por tu tozudez, no estaríamos metidos ahora en este lío.

—Eso —repliqué—, ahora voy a ser yo el responsable de lo que pasa por su mala cabeza. ¿No se da cuenta de que probablemente son los destinatarios del maletín los que, furibundos, trataron de asesinarme a mí y dieron el pasaporte al Power, que en paz descanse? ¿Y de que esos malvados no pararán hasta dar con nosotros y recuperar lo que a su juicio les pertenece por cualesquiera medio o medios?

Encendió otro cigarrillo, le dio dos rencorosas caladas, lo arrojó al café con leche, donde se extinguió, anegó, tiñó de sepia y quedó flotando, y me observó con una mirada rara.

—¿Quieres decir que Toribio ha muerto por culpa mía? —dijo.

—No, no, de ningún modo. Él aceptó un trabajo arriesgado al suplantar a todo un señor ministro y, no contento con eso, fraguó un plan temerario movido por la codicia. No digo, que no soy quién para emitir fallos morales, que se mereciera el fin que tuvo, pero sí digo que a sabiendas se lo buscó. Sea como fuere, la cosa ya no tiene remedio. Sí que la tiene, o así lo espero, nuestra resbaladiza situación. A la vista salta que tenemos que localizar bien a quienes por conducto del falso ministro me confiaron el dinero, bien a aquellos a los que éste iba destinado, y devolvérselo con nuestras excusas. Y ya que hablamos del tema, ¿dónde está ahora el maletín?

—En El Prat, en la consigna del aeropuerto. Lo deposité allí conforme a las instrucciones que me dio Toribio. Pensábamos ir a recogerlo dentro de unos días. Yo tengo el resguardo. Toribio quedó en pasar por él esta mañana, de ahí que te confundiera.

—¿Qué relación había entre don Toribio y usted, si no es indiscreción?

—Para ahorrarnos tiempo te diré que hubo hace años un tormentoso idilio y que subsistía ahora una buena y algo tediosa amistad. Nos buscábamos cuando estábamos en apuros o necesitados de compañía, es decir, con cierta frecuencia. ¿Algo más?

—Sí. ¿Qué es o quién es el Caballero Rosa?

—No tengo la menor idea. ¿Por qué lo preguntas?

—Don Toribio mencionó ese nombre antes de morir. Y la Emilia, ¿quién es?

—Esto es más fácil de contestar. Yo soy la Emilia. Emilia Corrales. Lo de Suzanna Trash es un seudónimo que adopté por consejo de Toribio, para la cosa de las coproducciones. Y ahora, si no tienes ninguna pregunta más que hacerme y habiéndote terminado el desayuno, te ruego que te vayas, porque tengo mucho que hacer.

Me quedé perplejo, porque hasta ese momento yo había pensado que nuestra entente se afianzaba y que íbamos a entrar en un período de fructífera colaboración. Ella leyó en mi rostro la decepción y añadió refugiándose de nuevo en el tonillo de impaciencia que había presidido nuestros primeros escarceos:

—No quiero parecer descortés; te agradezco mucho el que hayas venido a informarme de cómo están las cosas y a prevenirme de los peligros que me acechan. Pero a partir de aquí, es mejor que cada cual siga su camino. No sé quién eres, ni de dónde sales, ni qué andas buscando. De lo que me has contado no he entendido casi nada, aunque no soy tan ingenua que no haya visto que te has guardado en la manga la mitad de lo que sabes. Es posible que estés en apuros, como dices, pero ni puedo ni tengo la menor intención de entramparme para ayudarte. Déjame seguir, que aún no he terminado. Considérame egoísta, si quieres. Soy una aspirante a actriz y no porque la suerte no haya venido a llamar a mi puerta hasta el día de hoy he perdido las esperanzas en el futuro: soy disciplinada y voluntariosa, no tengo un pelo de tonta y cuando me arreglo un poco no estoy de mal ver. Es cierto que cometí un error al aceptar la propuesta de Toribio y todo parece indicar que me he metido en un berenjenal a cambio de nada. Estoy necesitada de dinero y me dejé vencer por la promesa de un golpe fácil. Pero sea como sea, me niego a aceptar que la situación no tenga remedio. De modo que esto es lo que me propongo hacer: voy a recoger ahora mismo el maletín, voy a meterme en la primera comisaría que encuentre y voy a contarle a la policía todo lo que ha pasado. ¿Tienes algo que objetar?

—No, salvo que si vas a la policía con una historia de ministros inexistentes, actores fracasados y drogadictos manifiestos y, para postre, les entregas el maletín con lo que contiene, acabarás en el calabozo o, peor aún, en un centro siquiátrico que, de buena fuente me consta, no te va a gustar ni pizca.

—Te agradezco el consejo, pero mi decisión ya está tomada. Y ahora, si no te importa…

Se levantó de la mesa, derribando las dos tazas, e hizo ademán de acompañarme a la puerta. No tenía más argumentos que esgrimir, por lo que decidí acatar su voluntad y reanudar mis pesquisas por mi cuenta. Le di las gracias por el espléndido desayuno con que me había obsequiado y emprendí una discreta retirada. Ya había llegado al recibidor cuando sonó perentorio el teléfono. La Emilia dio un respingo y dirigió miradas amedrentadas y dubitativas ora al aparato ora a mi persona.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Nada. Que me han puesto el teléfono hace sólo un par de días y sólo le había dado mi número a Toribio —dijo la Emilia.

—Contesta —dije yo volviendo sobre mis pasos.

—¿Y si son ellos?

—Por teléfono no te harán nada. Actúa con naturalidad. Que no se den cuenta de que estoy aquí y de que estás sobre aviso.

Cruzó la Emilia el saloncito, llegó hasta el teléfono, que seguía sonando indiferente a nuestro precipitado diálogo, y descolgó.

—¿Diga? Oh, oui, oui, sono io —tapó la bocina con la palma de la mano y susurró para mi información—: Dice ser un productor italiano.

—Dale cuerda —aconsejé sotto voce.

Come dice? Sí, sí, tutto bene. Attendez un minuti.

En un nuevo aparte:

—Dice que quiere verme en su hotel, que tiene una oferta interesante. Dice también que ha visto todas mis películas y que cree que tengo madera de gran actriz. La verdad es que todavía no he conseguido intervenir en ninguna película. ¿Qué le digo?

—Que no puedes ir, que venga él aquí. En cuanto entre le caigo encima, lo torturamos y le sacamos lo que sepa.

—¿Y si es un productor de verdad?

—Pues ve a su hotel.

—¿Y si es un asesino?

—¿Tú qué quieres?, ¿que me coja el toro?

—Lo voy a citar en un sitio neutral y lo sondeamos, ¿vale?

—Sí, mujer, lo que tú digas —acepté por agotamiento.

Senti? Questa sera, oui. Dans un ristorante, ¿vale? No, no, elija vocé. Oui, oui, lo conodgo bene. ¿A dos cuartos de dieci? Va bene. Oui, arrivederci! —Colgó, resopló y me dijo—: Y ahora, qué cosa faciamo?

—Por de pronto, hablar como las personas. Luego, seguir perfeccionando mi plan. Lo del productor puede arrojarnos alguna luz, si efectivamente es un asesino; pero no podemos dejar que sean ellos quienes tomen todas las iniciativas. No hay que olvidar que el dinero que me dieron iba destinado a pagar el rescate de una personalidad. Me gustaría saber si verdaderamente ha habido algún secuestro últimamente o si también esto es una patraña. Tú tendrás algún amigo periodista.

—Varios.

—Pues escoge al que más te guste, llámale y dile que tienes que verle urgentemente. Queda con él en un lugar abierto y concurrido: un bar céntrico, por ejemplo.