Capítulo 3:

Pasos malhabidos

Heme aquí, me puse a cavilar, introducido en la trastienda de la máquina estatal. Y de ahí mis reflexiones fueron a dar en la inexactitud de la metáfora que acabo de transcribir y en otros problemas que no tienen nada que ver con el asunto que a la sazón nos ocupaba, bien sea, como el doctor Sugrañes sugería a veces, por mor de eludir la realidad circundante, bien, como el mismo facultativo afirmaba cuando perdía los estribos, por falta de capacidad mental. Sea como fuere, ya me había quedado casi dormido cuando me percaté de que el señor ministro tenía clavados en mí unos ojos inyectados en sangre o, quizás, aquejados de conjuntivitis, en vista de lo cual simulé unas arcadas, como si mi silencio se hubiera debido a un bloqueo laríngeo y no síquico, y me esforcé por hilvanar los desastrados flecos de mi raciocinio.

—Tenías una pregunta que hacer —me animó el señor ministro.

—En efecto, excelencia. ¿Qué tengo que hacer?

—Si haces preguntas tan directas, nunca llegarás a nada —se chanceó retozón el notable—, pero no me importa contestarte sin ambages. Hay en esta habitación un maletín lleno de dinero. Te vas a hacer cargo de él y, huelga decirlo, a responsabilizarte hasta de la última peseta. Si se te pasara por la cabeza la peregrina idea de sustraer algo, recuerda que la Inquisición no ha muerto; sólo duerme un sueño ligero. Me parece que hablo claro. Bueno, cogerás, como digo, el maletín y te irás a Madrid. Tienes reserva en el vuelo de medianoche. En Barajas cogerás un taxi, que pagarás con lo que el comisario Flores tendrá la bondad de adelantar, porque yo sólo llevo encima bonos del tesoro para dar fe de mi confianza en el sistema, y le dirás al taxista que te lleve al hotel Florinata de Castilla, donde hay también reserva a nombre de Pilarín Cañete. Es mi secretaria particular y no tiene mucha imaginación para los noms de guerre, pero no la puedo despedir porque me temo que la he dejado embarazada. Una vez en el hotel, te encerrarás en la habitación y extremarás las precauciones. A las nueve y media de la mañana saldrás del hotel. La cuenta está pagada. En otro taxi te irás a la cafetería Roncesvalles. No te doy la dirección, pero el taxista la tiene que conocer seguro. A las once menos cinco entrarás en la cafetería. Puedes tomar algo, si lo deseas, pero habrás de pagarlo de tu bolsillo, porque el presupuesto de la operación no da para gastos suntuarios. Procura pasar desapercibido y no sueltes ni un segundo el maletín. A las once en punto se te acercará alguien y te preguntará la hora. Le contestas que te han robado el reloj en el metro. Te dirá que ya no hay orden y otros topicazos por el estilo. Le entregarás el maletín y, sin más demora, tomarás otro taxi, te irás al aeropuerto, cogerás el primer avión que salga para Barcelona y procurarás olvidarte de todo lo que has visto y oído. Por supuesto, si hubiera algún accidente, el Ministerio negará saber de tu existencia. En El Prat, a tu regreso, te estará esperando el comisario Flores, que te reintegrará a tu domicilio. No espero, como buen conocedor que soy de la naturaleza humana, que te avengas a cumplir este delicado encargo por patriotismo o por algún otro motivo elevado. Como la mierda que eres, esperarás alguna recompensa. La tendrás. No sé ni cuánto ni cuándo, porque todavía no hemos cuadrado el balance del año 77, pero algo bueno caerá. ¿Estás contento?

—Excelentísimo señor —balbuceé—, no sé si el comisario Flores le habrá informado de cuál es mi situación. Es el caso, excelencia, que llevo ya seis años recluido en un sanatorio mental. Yo, en mi modestia, opino estar casi sano y quienes me tratan, especialmente el doctor Sugrañes, nuestro eminente director, aparentan corroborar mi tesis. Ni el trato es malo ni tengo queja alguna que formular. Pero me gustaría salir, excelencia. Yo no sé si vuestra excelencia ha estado encerrado alguna vez en un manicomio, pero, de ser así, sabrá que los alicientes son pocos. Ya no soy tan joven como era cuando entré. Los años pasan, excelencia, y a mí me gustaría…

No me hizo concebir demasiadas ilusiones el que, mediada mi perorata lastimera, sacara el señor ministro un pequeño transistor de un cajón y se lo aplicase a la oreja mientras tamborileaba y ponía los ojos en blanco. Pero no por eso dejé de porfiar, que bien sé que la memoria almacena lo que el intelecto rechaza y no desconfiaba yo en que alguna noche tuviera el señor ministro un confuso sueño que, hábilmente desentrañado por su analista, le hiciera recordar mis anhelos. Con esta tenue esperanza concluí mi discurso y recuperé la posición marcial que al calor de las palabras había en cierta medida descompuesto. El señor ministro, viendo que me había callado, dejó el transistor sobre la mesa, se levantó por segunda vez en el transcurso de nuestra entrevista y se dirigió a un sofá capitoné color granate. Yo esperaba, no sé por qué, que apretara un resorte y lo convirtiera en cama, espectáculo este que siempre me ha producido un maravillado contento, pero el prócer, lejos de hacer tal cosa, sacó del bolsillo trasero del pantalón una navaja automática, la abrió con la pericia de quien ha practicado en callejones y zaguanes y rasgó sin miramientos uno de los cojines del sofá. Cometido este acto de vandalismo, se guardó el señor ministro la navaja, metió la mano por la hendidura que acababa de practicar, revolvió el plumaje que rellenaba el cojín y acabó por extraer el anunciado maletín, con el que regresó a la mesa. Varias plumas se le habían quedado adheridas al pelo y el señor ministro, haciendo gala del sentido del humor que siempre ha caracterizado a su departamento, describió unos círculos en la alfombra con las piernas encogidas y los brazos extendidos mientras exclamaba: cuac, cuac, cuac. El comisario Flores y un servidor celebramos como se merecía aquel improvisado gag.

—Éste es el maletín —dijo el señor ministro recobrando el talante formal que hacía al caso— y este llavín es el llavín. El maletín te lo llevarás, pero el llavín, no, porque el Gobierno está firmemente decidido a no dar facilidades al terrorismo. Si quieren abrir al maletín, que fuercen la cerradura. Ahora voy a abrir el maletín con el llavín para que tengamos todos una visión fugaz del dinero que contiene. A la una, a las dos y a las… ¡tres!

Se abrió de par en par el maletín y dejó ver una ordenada colección de billetes tan apetitosa que no creo que una sola célula de mi cerebro dejara de estremecerse. Ni siquiera el comisario Flores, que alardeaba de desapego de los bienes temporales, pudo reprimir un hipo.

—Cuánto, ¿eh? —dijo el señor ministro, satisfecho del impacto que había logrado producir en el auditorio.

Volvió a cerrar el maletín, se guardó la llave y me lo entregó junto con un billete de avión de ida y vuelta y esta admonición:

—Recuerda que el Gobierno no tolera errores. Flores, acompañe a este punto al aeropuerto y no me lo pierda de vista hasta que despegue el avión. Mañana se planta usted en El Prat y espera a que regrese. Y no trate de ponerse en contacto conmigo. Yo le llamaré cuando lo estime oportuno. Y ahora váyanse, que se hace tarde y yo tengo que hacer mi hora de yoga en la bañera. Suerte y prudencia, hijo mío. Si te asaltan tentaciones, piensa en la Pasión del Señor.

Y así fue como vine a dar al avión al que he aludido al principio de este relato.

No ocultaré por un anacrónico prurito machista el terror que este moderno medio de transporte, que utilizaba yo por vez primera, habiendo sido hasta entonces hombre de tope de tranvía y techo de mercancías, me provocó, ni describiré la ristra de sustos en que consistió para mí el viaje. Sí diré en mi descargo que conservé en todo momento la sangre fría y que ni los elegantes viajeros que compartían conmigo el aeroplano ni la opípara bien que severa azafata que nos mantenía a raya se apercibieron de mi turbación ni de los negros presagios que la imaginación me iba presentando a examen. Procuré comportarme como el más consumado de los pasajeros y pasé la mayor parte del vuelo tratando de provocarme el vómito para no desdeñar la bolsita que alguien había colocado a tal efecto delante de mi asiento. Cuando hube puesto ambos pies en tierra firme y zanjado en el retrete del aeropuerto de Madrid ciertos apremios, volví a sentirme seguro de mí mismo y dispuesto a llevar a buen término el cometido que me habían confiado. Así de aprisa me recuperé de los estragos del viaje, aunque no me hayan abandonado hasta el día de hoy los espasmos ni la náusea ni el alarido que siempre se me escapa cuando por la televisión pasan un anuncio de Iberia. Pero ¿a quién no le sucede otro tanto?

Y aprovecharé esta digresión para tratar de despejar la incógnita que de fijo más de uno se estará planteando, a saber, ¿por qué acepté sin abrenuncios una misión que, no obstante habérseme descrito como poco menos que una sinecura, había de estar sin duda erizada de peligros? Yo rogaría a quien con estas o parecidas palabras tal preguntase que se pusiera en mi lugar. Creo haber dejado bien claramente sentado que no abrigaba el menor deseo de consumir el resto de mis días encerrado en un manicomio, ni, dados mis antecedentes, medios materiales y relaciones sociales, era tampoco de esperar que alguien, por la razón que fuese, se preocupara de poner remedio a mi situación. No iba, pues, a desperdiciar una ocasión de hacerme valer a los ojos de quien supuestamente tenía poder para desplazar montañas. No estaba ausente tampoco de mis cábalas, no se vaya a pensar, el elemento patriótico que con tanta elocuencia había introducido en nuestro trato el señor ministro, pero confieso, no sin rubor, que tan altruista estímulo tal vez no me hubiera movido con tanta presteza a la acción de no haber mediado las egoístas consideraciones que acabo de anunciar.

En esto iba yo meditando mientras el taxi me conducía por las calles de Madrid. Huelga decir que era ésta mi primera visita a la capital de España y que ardía en deseos de preguntar qué era tal o cual edificio, monumento o paraje, pero me abstuve de hacerlo por razones de prudencia elemental. En un silencio lleno de presagios llegamos ante un edificio de paredes desconchadas en cuya fachada chisporroteaba un anuncio de neón.

No sé por qué había esperado yo un hotel de lujo y le pregunté varias veces al taxista si realmente me había llevado a donde yo le había dicho o si, abusando de mi condición, trataba de enchufarme en algún tugurio con cuyo propietario tenía un amaño para expolio del turista y descrédito del país. Lejos de agradecer la franqueza con que le hacía partícipe de mis sospechas, se revolvió el taxista en su asiento y me contestó que llevaba doce horas haciendo el taxi, que con malabarismos y contorsiones conseguía llegar a fin de mes, que si sabía lo que costaban los colegios y que no estaba dispuesto a escuchar impertinencias de un pardillo. Juzgué preferible no proseguir el diálogo y pagué religiosamente lo que marcaba el taxímetro, añadiendo al monto una peseta de propina. Perseguido por los escupitajos del taxista hice mi entrada en el vestíbulo del hotel y me dirigí al mostrador, donde un recepcionista de distinguido aspecto se estaba recortando las uñas de los pies.

—Completo —me espetó sin darme tiempo a saludar.

—Tengo una reserva a nombre de Pilarín Cañete —repliqué.

Consultó un organigrama lleno de borrones y tachaduras, me repasó con una mirada en la que se aunaban furor y sarcasmo y dijo:

—Ah, sí. Te estábamos esperando.

Yo hice como que no reparaba en el tuteo, rellené un formulario que, una vez verificado escrupulosamente por el recepcionista, fue a dar a la papelera y extendí la mano para recoger una llave encadenada a una porra que aquél me tendía. Antes de que pudiera hacerme con la llave, el recepcionista me dio con la porra en los nudillos.

—Son cuatrocientas lucas —dijo.

—La habitación está pagada —protesté.

—Pero no el arbitrio de hospedaje. Cuatrocientas o no hay techumbre.

Aparte de la fortuna que llevaba en el maletín, sólo me quedaba un billete de quinientas. Se lo di y le pedí un recibo justificativo del desembolso. Me dijo que no podía dármelo porque se había descompuesto la computadora, y se guardó el billete en el bolsillo.

—Por lo menos —dije yo—, deme la vuelta.

—Me estás resultando tú muy golfa, Pilarín —se mofó el recepcionista lanzándome la llave y enfrascándose de nuevo en su manicura.

Subí a la habitación cuyo número aparecía escrito con bolígrafo en la porra, entré y cerré. La habitación no estaba del todo mal. Se veía que el hotel había sido decoroso en su día y que últimamente, quizá de resultas de la crisis, no había recibido las necesarias atenciones. Pese a carecer de colchón, la cama era grande y el cuarto de baño tenía todos sus componentes, aunque algún cliente había hecho de ellos mal uso a juzgar por lo que flotaba en la bañera. Con todo, y no siendo yo puntilloso, me dije que iba a pasar una buena noche. Escondí el maletín debajo de la almohada, me tumbé en la cama y, como había visto hacer en las películas, descolgué el teléfono para pedir que me despertaran a las ocho. Por el auricular salió el ruido inconfundible de unas castañuelas, que escuché hasta que, cansado, decidí colgar. Estaba en un tris de dormirme cuando alguien tocó a la puerta. Pregunté quién era.

—Servicio de bar —dijo una voz.

—Yo no he pedido nada —le informé.

—Gentileza de la casa —aclaró la voz.

Nunca rechazo nada gratis, de modo que abrí. Entró un camarero portando con la singular habilidad que les caracteriza una bandeja de plástico sobre la que había un vaso y una botella de medio litro de Pepsi-Cola. Cómo la gerencia del hotel había podido acertarme el gusto con tanto tino es algo que no consigo entender, salvo que se tratase, como supuse entonces, de la más feliz de las coincidencias. Al tiempo que arrebataba la botella de la bandeja, besaba el cristal con delirante expectación y danzaba ora sobre un pie ora sobre el otro, advertí que al camarero le faltaba un brazo.

—¿El señor no quiere que le abra la botella? —Le oí preguntar.

Le dije que sí con vehemencia y deposité la botella en la mesilla de noche. Como fuese, según tengo dicho, que el camarero era manco, la operación de abrir la botella duró cerca de veinte minutos, durante los cuales tuve tiempo de reflexionar así: ¿Y si lo que parece una dádiva fuera en realidad un ardid o diablura? ¿Y si la botella contuviera, amén del precioso líquido, un somnífero, suero o ponzoña? ¿Y si todo formara parte de un maquiavélico plan pergeñado con sabe Dios qué fines? Y al llegar a este punto me interrumpió el camarero para decirme que ya había logrado abrir la botella y que si se podía ir.

—Antes —le dije—, te echas un trago de Pepsi-Cola.

—La democracia no obliga al señor a tanto —dijo él.

—De aquí no sales hasta que no hayas catado la bebida —le amenacé—, y no te me pongas chulo, que te puedo.

Reconsideró su desventaja física, se encogió de hombros, se llevó la botella a los labios y le pegó un largo chupetón.

—Está buena —comentó sin entusiasmo.

—Y tú, ¿te encuentras bien?

—Pa la edaz que tengo… —dijo filosóficamente.

Convencido de que el obsequio no encerraba añagaza alguna, le quité la botella de la mano y me bebí lo que quedaba en ella, que era algo así como la mitad y un poco, de un buchazo. Me invadió el delicioso mareo que siempre acompaña la ingestión de tan exquisita ambrosía y alcancé a llegar a la cama antes de quedarme profundamente dormido.

Me desperté con un fuerte dolor de cabeza. Junto a la puerta roncaba el manco. Estos detalles y el hecho de haberme despertado en la alfombra y no en la cama en la que recordaba haberme tendido me hicieron pensar que, después de todo, sí me habían administrado un narcótico. Como no llevaba reloj, gateé hasta el camarero y vi que el suyo señalaba las cinco en punto. No sin vacilaciones fui hasta la cama y levanté la almohada. El maletín seguía allí, pero la cerradura había sido forzada. Lo abrí y lo hallé vacío. Revolví la habitación, enrollé la alfombra y arranqué el papel de las paredes, pero el dinero, como cabía esperar, no apareció. Se trataba, en efecto, de un robo y no de una de esas quedadas a las que tan aficionados son los capitalinos.

Superfluo será que describa mis angustias y sudores. Baste decir que hice lo que usted, comprensivo lector, habría hecho de encontrarse en mi lugar: agotar el ubérrimo caudal de reniegos que poseo, adoptar una expresión de santocristo flagelado y patear al camarero hasta dejarlo hecho unos zorros.

Desahogado así mi primer arrebato, me dije que de nada valía dejarse vencer por la desesperación, que había que ser práctico, buscar una salida, encontrar una solución. Como primera medida desnudé al camarero, hice yo otro tanto, le puse a él mis ropas y me puse yo las suyas. Le vacié los bolsillos, que habían pasado a ser míos con el trueque, y sólo encontré un artefacto metálico articulado, muy útil para destapar botellines y sacar corchos e inútil para todo lo demás, y una estampa plastificada que mostraba por una cara un calendario caducado y por el dorso la foto de una chica en canesú. Me extrañó no encontrar nada más, hasta que caí en la cuenta de que probablemente no serían aquéllas sus prendas personales, sino el uniforme que le proporcionaba el hotel. Tras breve ponderación decidí quedarme con ambos artículos. Lo propio hice con su reloj de pulsera y con el billete de avión que había de permitirme regresar a Barcelona. Rasgué luego un pedazo de sábana y con él borré de todas partes mis huellas digitales y las de cuantas personas hubieran plantado en aquella habitación sus manazas. Arrastré al camarero hasta la cama y lo dejé bien dormido en el lugar que me correspondía, cogí el maletín y me metí en el cuarto de baño. El rollo de papel higiénico estaba sin estrenar y me llevó un buen rato recortar las cuatrocientas hojas y colocarlas ordenadamente donde antes había estado el dinero. Al final quedé bastante satisfecho del resultado. No es que no se notara el camelo, claro está, pero mejor era eso que nada. Cerré el maletín, salí del cuarto de baño, comprobé que la habitación estaba más o menos en orden, apagué la luz y me asomé al pasillo: no había nadie. Con mil precauciones bajé a la recepción. Una señora despuntaba judías verdes y las arrojaba a una jofaina que descansaba sobre el mostrador. Dejé la llave junto a la jofaina, dediqué un guiño seductor a la señora y salí a la calle. No me quedaba ni un duro, conque no había ni que pensar en buscar otro hotel, y faltaban aún seis horas para la cita con los secuestradores. Si hubiera estado en Barcelona habría sabido dónde ir o qué hacer con mi tiempo libre, pero en aquella ciudad desconocida me sentía solo y desamparado. Empecé a recorrer las calles sin rumbo ni norte, ocultándome en las sombras de los portales cada vez que me cruzaba con juerguistas, maleantes, serenos y otras criaturas de la noche. Algunos menesterosos dormían en los bancos públicos, pero no me atreví a imitarles por lo que pudiera pasar. Aunque el cansancio me vencía, la sensación, por lo demás infundada, de que alguien me andaba siguiendo no me dejaba hacer un alto y reponer fuerzas.

Poco a poco, sin embargo, la ciudad fue resucitando. Primero unas pocas personas, bastantes luego y al fin muchas empezaron a deambular, bien que de mal talante, camino de sus obligaciones. Despuntó la aurora, se produjeron atascos, animaron el aire bocinazos e improperios y recobró el mundo su aspecto habitual. Reconfortado por la bullanga y amparado por el gentío, abordé a un transeúnte y le pregunté cómo llegar a la cafetería Roncesvalles. Gracias a sus instrucciones, las ocho me dieron apostado tras un árbol que atinadamente había crecido enfrente del local. Las nueve menos cuarto marcaba el reloj que le había quitado al manco, cuando un individuo en camiseta desatrancó las puertas giratorias, cuya colocación y funcionamiento estudié en previsión de eventuales retiradas. Luego llegaron dos o tres camiones de reparto y un chaval con una cesta de churros calientes que me hicieron babear a modo. Pese al tráfico, llegó a mis oídos el resoplar de la cafetera. Por un momento pensé en entrar y pedir un café con leche con churritos y pagar con el papel higiénico que llenaba el maletín, que a estos y peores desvaríos impele el hambre, pero me contuve. Los primeros clientes entraban y salían y yo los observaba para ver si alguno tenía cara de malhechor. Varios tenían cara de malhechor.

A las diez y media el establecimiento bullía de parroquianos y decidí que había llegado el momento de hacer mi entrada. Me asaltaron mil temores y otras tantas incertidumbres, porque no había trazado plan alguno ni tenía noción de qué peligros podían acecharme, pero no era la ocasión propicia a vacilaciones. Oriné contra el árbol, me atusé la pelambrera, traté de recomponer mis ropas, aferré el maletín y con el aire desenvuelto de quien se dirige a matar las horas en sus quehaceres cotidianos entré en la cafetería.