Capítulo 2:

Y por qué

No me dejó el comisario Flores remolonear en mis cábalas, sino que actuó como si aquel repentino cambio de decorado no precisara de un período, siquiera breve, de adaptación. Yo le precedía por el suntuoso pasillo tratando de adelantar mis glúteos a las punteras de sus zapatos, y así llegamos al término de nuestro periplo, siendo aquél una de las puertas, en cuyo pomo un cartoncito redondo rezaba así: NO MOLESTEN. El comisario golpeó la puerta con los nudillos y alguien desde dentro preguntó que quién iba, a lo que replicó el comisario que él, Flores, tras lo cual se abrió la puerta, pese a que el letrerito admonitorio hacía prever que muy otra sería la acogida, y entramos en un salón demasiado amueblado no ya para mis gustos espartanos, sino para que pudiera yo ganar la ventana y arrojarme por ella sin ser atrapado a medio intento. En vista de lo cual, decidí postergar todo plan de fuga y seguir estudiando el terreno. No dejó de chocarme, dicho sea de paso, el que el cuarto de un hotel que se pretendía bueno no tuviera a la vista ni la cama ni el bidet. Sí tenía, en cambio, un ocupante al que al entrar no había percibido por hallarse oculto tras la puerta que ahora, verificada nuestra identidad, cerraba con pasador, llave y cadena. Era quien tal hacía un maduro caballero de atlética complexión. Sus facciones y modales reflejaban lo elevado de su cuna. Llevaba el pelo grisáceo pulcramente esculpido a navaja, tenía la tez muy bronceada e irradiaba, en conjunto, esa aura de charcutería cara que suele envolver a los cincuentones que trabajan su apariencia corporal. No debía de ser éste, sin embargo, el secreto de la felicidad, porque el caballero en cuestión parecía estar asustado, receloso y un punto histérico. Sin darnos las buenas noches ni interesarse por nosotros en modo alguno, corrió el caballero a sentarse tras una mesa de despacho que ocupaba el centro de la pieza y sobre la que había un teléfono y un cenicero de cristal tallado. Quizás era el temor de que le quitáramos el asiento lo que traía conturbado al caballero, pues una vez sentado recuperó visiblemente la calma, distendió su rostro en una sonrisa bonachona y nos hizo señas de que nos acercásemos. Me asaltó entonces la extraña pero inequívoca sensación de que yo había visto a aquella persona en alguna parte. Quise recordar dónde, pero el destello había vuelto a caer en el pozo negro del subconsciente, del que no había de regurgitarlo la memoria hasta mucho después, cuando ya las cosas no tenían remedio.

Nos acercamos a la mesa y el que se la había apropiado miró al comisario, me señaló a mí y despejó la ambigüedad con ello causada preguntando:

—¿Es éste?

—Sí, excelencia —respondió el comisario Flores.

Quien a semejante tratamiento se había hecho acreedor enroscó el índice con que me apuntaba y se dirigió a mí mediante la palabra.

—¿Sabes con quién estás hablando, hijo? —me preguntó.

Yo dije que no con la cabeza.

—Infórmele usted, Flo —le dijo al comisario.

Éste se acercó a mi oído y susurró como si el interesado no hubiera de escuchar la revelación:

—Es el señor ministro de Agricultura, don Ceregumio Lavaca.

Sin perder un instante, flexioné las piernas, respiré hondo y me impelí por los aires para saltar por encima de la mesa y besar la mano del prócer, y habría logrado mi propósito de no ser por el centelleante rodillazo que el comisario Flores tuvo a bien propinarme en salvas sean las partes. El superhombre, que, en su grandeza, debía de ser inmune al culto personal, restableció la familiaridad con una sonrisa benévola y el sencillo gesto de barrenarse la nariz con el meñique. El comisario arrimó una silla y se sentó. Yo juzgué preferible mantener la posición de firmes. Se arremangó el señor ministro la camisa y advertí que llevaba tatuado en el antebrazo un corazón atravesado por un dardo y festoneado por esta lapidaria inscripción: TODAS PUTAS.

—Te estarás preguntando, hijo mío —empezó el señor ministro su importante discurso—, por qué te he convocado a mi presencia y por qué esta entrevista ha lugar en el anonimato de un hotel y no, como correspondería a mi dignidad, en un palacio de mármol. A que sí.

Amagué una genuflexión y prosiguió diciendo el mandatario:

—Que nadie se llame a engaño: aunque ostento la cartera de Agricultura, me ocupo de asuntos que competen a Interior. De la agricultura se encarga el ministro de Marina. Un truquillo que hemos urdido para eludir responsabilidades. Lo digo porque sé que puedo contar con tu discreción —volvió a señalarme con un dedo en cuya punta había quedado prendida una pelotilla—, de la que el comisario Flores me ha dado, no sin cierto retintín, óptimas referencias. Prescindiré, pues, de todo preámbulo. Por lo demás, todo el mundo sabe la situación por la que atraviesa el país, y soy optimista al emplear la palabra atraviesa, porque nada hace prever que vayamos a salir por el otro lado. El marxismo nos acecha, el capitalismo nos zahiere y somos blanco de terroristas, espías, agentes provocadores, especuladores rapaces, bucaneros, fanáticos, separatistas y algún judío de los que nunca faltan. Impera la violencia, cunde el pánico, la moral ciudadana se va al garete, el Estado surca galernas y las instituciones se asientan sobre arenas movedizas. No me tomen por derrotista: aún percibo a lo lejos destellos de esperanza. —Se hurgó el seno y extrajo un escapulario de franela que besó con ejemplar unción—. Ella no nos abandonará en este trance. ¿Qué les parece si hacemos una pausa para tomar unas copas?

Levantándose se dirigió a una suerte de mesilla de noche que resultó ser una nevera camuflada. Sacó una botella de champán del congelador y la depositó en la mesa al tiempo que exclamaba:

—No sé dónde estarán los vasos. Pero todo tiene arreglo, con buena voluntad y un poco de ingenio. Traeré el vaso de los dientes, que ustedes dos pueden compartir, y yo beberé a morro.

Desapareció por una puerta y regresó con un vaso en cuyos bordes se dibujaban medias lunas lechosas.

—No tengan reparos: sólo lo he usado yo para mis enjuagues. Si huele mucho a Licor del Polo le paso una agüilla. ¿No? Vale. —Le tendió la botella al comisario—. Ábrala usted, Flo, que es el que entiende de explosivos, ja, ja, ja.

Sonriendo de medio lado, el comisario Flores se puso a tironear del tapón hasta que salió éste disparado contra el techo y empezó a brotar de la botella una espuma amarillenta que se desparramó por la alfombra.

—¡Yeeeepa! —gritó alborozado el señor ministro.

El comisario llenó el vaso y pasó luego la botella al prohombre, quien formó con los labios un hociquito al que aplicó el gollete, trasvasó medio litro a sus cavidades, chasqueó la lengua y bramó:

—¡Carajo, como en la mili! Qué bien, ¿eh? Sólo nos faltan tres niñas bien cachondonas. Flo, usted que es hombre de mundo, ¿no podría…?

El comisario Flores emitió una tosecilla, como llamando a la circunspección y el señor ministro esbozó un resignado mohín.

—Está bien, está bien —murmuró entre dientes—. Me había dejado arrastrar por este ambiente tan simpático. La verdad es que entre las obligaciones del cargo y el cascajo de mi mujer llevo una vida… En fin —suspiró—, ¿dónde andábamos?

—Acababa usted de describir… —apuntó el comisario.

—… la verdad de las cosas, tiene usted razón. Y ahora, con su permiso, pasaré de lo general a lo concreto. El asunto es que ayer se produjo un secuestro. Me dirán que eso ni es novedad ni tiene la menor importancia. Tal vez. Pero en este caso, y no me pidan detalles, la cosa ha tomado un feo cariz. Resumiré diciendo que el Gobierno, pese a su reconocida y encomiable firmeza, está dispuesto a pagar el rescate. Una suma, dicho sea de paso, tan exorbitante, que para reunirla hemos tenido que echar mano de cuentas corrientes cuya mera titularidad, de conocerse, haría rodar cabezas. Así de complejos son los parámetros de nuestra realidad política. Si voy demasiado aprisa, levanten la mano. ¿No? Bien, continúo. La entrega del dinero ha de efectuarse mañana por la mañana en una discreta cafetería de Madrid. La operación no lleva aparejado peligro alguno, claro está. Lo único que nos hace falta, como ya habrán supuesto, es un intermediario digno de toda confianza que, por sus circunstancias personales, no tenga contacto alguno con medios de difusión, círculos políticos, corrillos bursátiles, cónclaves eclesiásticos ni salas de banderas. Por eso he acudido a Barcelona, ciudad tan europea, sí señor, y tan ¿cómo diría yo?… tan cosmopolitamente provinciana, donde el siempre eficaz Flores me ha sugerido tu nombre, hijo dilecto…

Esta última parte, aunque me haya abstenido de acotarla, iba dirigida a mí, con lo que pasé sin transición, y como tantas veces me ha sucedido en la vida, de agudo espectador a perplejo protagonista. Y consciente de que semejantes regalos hay que atajarlos de raíz, so pena de meterse en unos líos de madre santísima, me atreví a levantar el dedo para pedir la palabra. El prócer frunció el ceño y preguntó:

—¿Pipí?

—No, excelencia reverendísima —empecé a decir. Y en este atento preámbulo quedó encallada la perorata, pues cuál no sería mi confusión al advertir que de la boca me salían, propulsadas por el aire que siempre expelo al hablar, diminutas bolitas de tierra, estiércol y baba, supérstites del conglomerado que, a causa de la mordaza primero y de la distracción provocada por las novedades luego, me había ido tragado desde que fui secuestrado hasta el presente. De modo que opté por dejar para mejor ocasión la exposición y me afané por reagrupar las pellas que maculaban la mesa del señor ministro con ánimo de volvérmelas a meter en la boca. No lo conseguí, porque ya el dinámico prohombre las había arrojado de un manotazo al otro extremo de la habitación y con ese aplomo del que sólo nuestros políticos son capaces me instaba a proseguir mi parlamento. Pero yo estaba tan azorado que olvidé lo que quería decir y los argumentos con que pensaba apuntalar mis aserciones.