22

Desperté al sonido de mi nombre en labios del inspector Víctor Grandes. Me incorporé de golpe, sin reconocer el lugar donde me encontraba y que, de parecerse a algo, se semejaba a la suite de un gran hotel. Los latigazos de dolor de las docenas de cortes que me recorrían el torso me devolvieron a la realidad. Estaba en el dormitorio de Vidal en Villa Helius. Una luz de media tarde se insinuaba entre los postigos entornados. Había un fuego prendido en el hogar y hacía calor. Las voces provenían del piso inferior. Pedro Vidal y Víctor Grandes. Ignoré los tirones y aguijonazos mordiéndome la piel y salí de la cama. Mi ropa sucia y ensangrentada estaba tirada sobre una butaca. Busqué el abrigo. El revólver seguía en el bolsillo. Tensé el percutor y salí de la habitación, siguiendo el rastro de las voces hasta la escalera. Descendí unos peldaños arrimándome contra la pared.

—Lamento mucho lo de sus hombres, inspector —oí decir a Vidal—. No dude de que si David se pone en contacto conmigo, o sé algo de su paradero, se lo comunicaré inmediatamente.

—Le agradezco su ayuda, señor Vidal. Lamento tener que molestarle en estas circunstancias, pero la situación es de extraordinaria gravedad.

—Me hago cargo. Gracias por su visita.

Pasos hacia el vestíbulo y el sonido de la puerta principal. Pisadas en el jardín alejándose. La respiración de Vidal, pesada, al pie de la escalera. Descendí unos peldaños más y le encontré con la frente apoyada contra la puerta. Al oírme abrió los ojos y se volvió. No dijo nada. Se limitó a mirar el revólver que sostenía en las manos. Lo dejé sobre la mesita que había al pie de la escalinata.

—Ven, vamos a ver si te encontramos algo de ropa limpia —dijo.

Le seguí hasta un inmenso vestidor que parecía un verdadero museo de indumentarias. Todos los exquisitos trajes que recordaba de los años de gloria de Vidal estaban allí. Docenas de corbatas, zapatos y gemelos en estuches de terciopelo rojo.

—Todo esto es de cuando yo era joven. Te irá bien.

Vidal eligió por mí. Me tendió una camisa que probablemente valía lo que una pequeña parcela, un traje de tres piezas hecho a medida en Londres y unos zapatos italianos que no hubieran desmerecido en el guardarropía del patrón. Me vestí en silencio mientras Vidal me observaba pensativo.

—Un poco ancho de hombros, pero te tendrás que conformar —dijo, tendiéndome dos gemelos de zafiros.

—¿Qué le ha contado el inspector?

—Todo.

—¿Y le ha creído usted?

—¿Qué importa lo que yo crea?

—Me importa a mí.

Vidal se sentó en una banqueta que reposaba contra una pared cubierta de espejos del suelo al techo.

—Dice que tú sabes dónde está Cristina —dijo.

Asentí.

—¿Está viva?

Le miré a los ojos y, muy lentamente, asentí. Vidal sonrió débilmente, esquivando mi mirada. Luego se echó a llorar, dejando escapar un gemido que le brotaba de lo más hondo. Me senté junto a él y le abracé.

—Perdóneme, don Pedro, perdóneme…

Más tarde, cuando el sol empezaba a caer sobre el horizonte, don Pedro recogió mis ropas viejas y las entregó al fuego. Antes de abandonar el abrigo a las llamas extrajo el ejemplar de Los Pasos del Cielo y me lo tendió.

—De los dos libros que escribiste el año pasado, éste era el bueno —dijo. Le observé remover mis ropas ardiendo en el fuego.

—¿Cuándo se dio cuenta?

Vidal se encogió de hombros.

—Incluso a un tonto vanidoso es difícil engañarle para siempre, David.

No acerté a saber si había rencor en su voz o sólo tristeza.

—Lo hice porque creí que le ayudaba, don Pedro.

—Ya lo sé.

Me sonrió sin acritud.

—Perdóneme —murmuré.

—Tienes que irte de la ciudad. Hay un carguero amarrado en el muelle de San Sebastián que zarpa a medianoche. Está todo arreglado. Pregunta por el capitán Olmo. Te espera. Llévate uno de los coches del garaje. Lo puedes dejar en el muelle. Pep irá a buscarlo mañana. No hables con nadie. No vuelvas a tu casa. Necesitarás dinero.

—Tengo suficiente dinero —mentí.

—Nunca es suficiente. Cuando desembarques en Marsella, Olmo te acompañará a un banco y te hará entrega de cincuenta mil francos.

—Don Pedro…

—Escúchame. Esos dos hombres que Grandes dice que has matado…

—Marcos y Castelo. Creo que trabajaban para su padre, don Pedro.

Vidal negó.

—Ni mi padre ni sus abogados tratan nunca con mandos intermedios, David. ¿Cómo crees que esos dos sabían dónde encontrarte a los treinta minutos de salir de la comisaría?

La fría certidumbre se desplomó, transparente.

—Por mi amigo, el inspector Víctor Grandes.

Vidal asintió.

—Grandes te dejó salir porque no quería ensuciarse las manos en la comisaría. Tan pronto saliste de allí, sus dos hombres estaban tras tu pista. La tuya era una muerte telegrafiada. Sospechoso de asesinato se fuga y fallece al resistirse al arresto.

—Como en los viejos tiempos de la sección de sucesos —dije.

—Algunas cosas no cambian nunca, David. Tú deberías saberlo mejor que nadie.

Abrió su armario y me tendió un abrigo nuevo, sin estrenar. Lo acepté y guardé el libro en el bolsillo interior. Vidal me sonrió.

—Por una vez en la vida te veo bien vestido.

—A usted le sentaba mejor, don Pedro.

—Eso por descontado.

—Don Pedro, hay muchas cosas que…

—Ahora ya no tienen importancia, David. No me debes ninguna explicación.

—Le debo mucho más que una explicación.

—Entonces háblame de ella.

Vidal me miraba con ojos desesperados suplicando que le mintiese. Nos sentamos en el salón, frente a los ventanales desde los que se dominaba toda Barcelona, y le mentí con toda el alma. Le dije que Cristina había alquilado un pequeño ático en la rue de Soufflot bajo el nombre de madame Vidal y que me había dicho que me esperaría cada día a media tarde frente a la fuente de los jardines de Luxemburgo. Le dije que hablaba constantemente de él, que nunca le olvidaría y que yo sabía que por muchos años que pasase a su lado nunca podría llenar la ausencia que él había dejado. Don Pedro asentía, la mirada perdida en la distancia.

—Tienes que prometerme que cuidarás de ella, David. Que nunca la abandonarás. Que pase lo que pase, estarás a su lado.

—Se lo prometo, don Pedro.

En la luz pálida del atardecer apenas pude reconocer en él más que a un hombre viejo y vencido, enfermo de recuerdos y remordimiento, un hombre que nunca había creído y al que ahora sólo le quedaba el bálsamo de la credulidad.

—Me hubiera gustado ser un amigo mejor para ti, David.

—Ha sido usted el mejor de los amigos, don Pedro. Ha sido usted mucho más que eso.

Vidal alargó el brazo y me tomó la mano. Estaba temblando.

—Grandes me habló de ese hombre, ese que tú llamas el patrón… Dice que le debes algo y que crees que el único modo de pagar tu deuda es entregándole una alma pura…

—Son tonterías, don Pedro. No haga ni caso.

—¿No te sirve una alma sucia y cansada como la mía?

—No conozco alma más pura que la suya, don Pedro.

Vidal sonrió.

—Si pudiera cambiarme con tu padre, lo haría, David.

—Lo sé.

Se incorporó y contempló el atardecer abatiéndose sobre la ciudad.

—Deberías ponerte en camino —dijo—. Ve al garaje y coge un coche. El que quieras. Yo voy a ver si tengo algo de dinero en metálico.

Asentí y recogí el abrigo. Salí al jardín y me dirigí hacia las cocheras. El garaje de Villa Helius albergaba dos automóviles relucientes como carrozas reales. Elegí el más pequeño y discreto, un Hispano-Suiza negro que parecía no haber salido de allí más de dos o tres veces y aún olía a nuevo. Me senté al volante y lo puse en marcha. Saqué el coche del garaje y esperé en el patio. Transcurrió un minuto y, al ver que don Pedro no salía, bajé del coche dejando el motor en marcha. Volví a entrar en la casa para despedirme de él y decirle que no se preocupase por el dinero, que ya me las arreglaría. Al cruzar el vestíbulo recordé que había dejado allí el arma, sobre la mesita. Cuando fui a recogerla ya no estaba.

—¿Don Pedro?

La puerta que daba a la sala estaba entornada. Me asomé al umbral y le vi en el centro de la sala. Se llevó el revólver de mi padre al pecho y colocó el cañón sobre su corazón. Corrí hacia él pero el estruendo del disparo ahogó mis gritos. El arma se le cayó de las manos. Su cuerpo se ladeó contra la pared y se deslizó lentamente hasta el suelo dejando un rastro escarlata sobre el mármol. Caí de rodillas a su lado y lo sostuve en mis brazos. El disparo había abierto un orificio humeante sobre sus ropas del que brotaba sangre oscura y espesa a borbotones. Don Pedro me miraba fijamente a los ojos mientras su sonrisa se llenaba de sangre y su cuerpo dejaba de temblar y caía derribado, oliendo a pólvora y a miseria.