21

A duras penas conseguí arrastrarme a través de los callejones del Raval hasta el Paralelo, donde una hilera de taxis se había formado a las puertas del teatro Apolo. Me colé en el primero que pude. Al oír la puerta, el conductor se volvió y al verme hizo una mueca disuasoria. Me dejé caer en el asiento trasero ignorando sus protestas.

—Oiga, ¿no se me irá a morir ahí detrás?

—Cuanto antes me lleve a donde quiero ir, antes se librará de mí.

El conductor maldijo por lo bajo y puso el motor en marcha.

—¿Y adónde quiere ir?

No lo sé, pensé.

—Vaya tirando y ya se lo diré.

—¿Tirando adónde?

—Pedralbes.

Veinte minutos más tarde avisté las luces de Villa Helius en la colina. Se las señalé al conductor, que no veía el momento de desembarazarse de mí. Me dejó a las puertas del caserón y casi se olvidó de cobrarme la carrera. Me arrastré hasta el portón y llamé al timbre. Me dejé caer sobre los escalones y apoyé la cabeza contra la pared. Oí pasos que se aproximaban y en algún momento me pareció que la puerta se abría y una voz pronunciaba mi nombre. Sentí una mano en la frente y me pareció reconocer los ojos de Vidal.

—Perdone, don Pedro —supliqué—. No tenía dónde ir…

Le oí levantar la voz y al rato sentí que varias manos me asían de piernas y brazos y me aupaban. Cuando volví a abrir los ojos estaba en el dormitorio de don Pedro, tendido en el mismo lecho que había compartido con Cristina durante los dos meses escasos que había durado su matrimonio. Suspiré. Vidal me observaba al pie de la cama.

—No hables ahora —dijo—. El médico está en camino.

—No los crea, don Pedro —gemí—. No los crea.

Vidal asintió apretando los labios.

—Claro que no.

Don Pedro tomó una manta y me cubrió con ella.

—Bajaré a esperar al doctor —dijo—. Descansa.

Al rato escuché pasos y voces adentrándose en el dormitorio. Sentí que me quitaban la ropa y atiné a ver las docenas de cortes que cubrían mi cuerpo como hiedra sanguinolenta. Sentí las pinzas hurgando en las heridas, extrayendo agujas de cristal que arrastraban jirones de piel y carne a su paso. Sentí el calor de los desinfectantes y las punzadas de la aguja con la que el doctor cosía las heridas. Ya no había dolor, apenas fatiga. Una vez vendado, cosido y remendado como si fuera un títere roto, el doctor y Vidal me taparon y apoyaron mi cabeza en la almohada más dulce y mullida que había conocido en la vida. Abrí los ojos y encontré el rostro del médico, un caballero de porte aristocrático y sonrisa tranquilizadora. Sostenía una jeringuilla en las manos.

—Ha tenido usted suerte, joven —dijo al tiempo que me hundía la aguja en el brazo.

—¿Qué es eso? —murmuré.

El rostro de Vidal asomó junto al del doctor.

—Te ayudará a descansar.

Una nube de frío se esparció por mi brazo y cubrió mi pecho. Caí por un pozo de terciopelo negro mientras Vidal y el doctor me observaban desde lo alto. El mundo se fue cerrando hasta quedar reducido a una gota de luz que se evaporó en mis manos. Me sumergí en aquella paz cálida, química e infinita, de la que nunca hubiera deseado escapar.

Recuerdo un mundo de aguas negras bajo el hielo. La luz de la luna rozaba la bóveda helada en lo alto y se descomponía en mil haces polvorientos que se mecían en la corriente que me arrastraba. El manto blanco que la envolvía ondulaba lentamente, la silueta de su cuerpo visible al trasluz. Cristina alargaba la mano hacia mí y yo luchaba contra aquella corriente fría y espesa. Cuando apenas mediaban unos milímetros entre mi mano y la suya, una nube de oscuridad desplegaba sus alas tras ella y la envolvía como una explosión de tinta. Tentáculos de luz negra rodeaban sus brazos, su garganta y su rostro para arrastrarla con fuerza hacia la oscuridad.