20

Las calles del Raval eran túneles de sombra punteados de faroles parpadeantes que apenas conseguían arañar la negrura. Me llevó algo más de los treinta minutos que me había concedido el inspector Grandes descubrir que había dos lavanderías en la calle Cadena. La primera, apenas una cueva al fondo de unas escaleras relucientes por el vapor, sólo empleaba niños con las manos violáceas de tinte y los ojos amarillentos. La segunda, un emporio de mugre y peste a lejía del que costaba creer que pudiera salir nada limpio, estaba al mando de una mujerona que a la vista de unas monedas no perdió tiempo en admitir que María Antonia Sanahuja trabajaba allí seis tardes a la semana.

—¿Qué ha hecho ahora? —preguntó la matrona.

—Ha heredado. Dígame dónde puedo encontrarla y a lo mejor le cae algo.

La matrona rió, pero los ojos le brillaron de codicia.

—Que yo sepa vive en la pensión Santa Lucía, en la calle Marqués de Barberá. ¿Cuánto ha heredado?

Dejé caer unas monedas sobre el mostrador y salí de aquel pozo inmundo sin molestarme en responder.

La pensión donde vivía Irene Sabino languidecía en un sombrío edificio que parecía tejido con huesos desenterrados y lápidas robadas. Las placas de los buzones en la portería estaban cubiertas de óxido. En los dos primeros pisos no figuraba nombre alguno. El tercer piso albergaba un taller de costura y confección con el rimbombante nombre de La Textil Mediterránea. El cuarto y último lo ocupaba la pensión Santa Lucía. Una escalera por la que apenas cabía una persona ascendía en penumbra, el aliento de las alcantarillas filtrándose por los muros y comiéndose la pintura de las paredes como ácido. Subí cuatro pisos hasta ganar un rellano inclinado que daba a una sola puerta. Llamé con el puño y al rato me abrió un hombre alto y delgado como una pesadilla de El Greco.

—Busco a María Antonia Sanahuja —dije.

—¿Es usted el médico? —preguntó.

Le empujé a un lado y entré. El piso no era más que un amasijo de habitaciones angostas y oscuras arracimadas a ambos lados de un pasillo que moría en un ventanal frente a un tragaluz. La fetidez que ascendía de las tuberías impregnaba la atmósfera. El hombre que me había abierto la puerta se había quedado en el umbral, mirándome desconcertado. Asumí que se trataba de un huésped.

—¿Cuál es su habitación? —pregunté.

Me miró en silencio, impenetrable. Extraje el revólver y se lo mostré. El hombre, sin perder la serenidad, señaló la última puerta del corredor junto al respiradero del tragaluz. Me dirigí allí y cuando descubrí que la puerta estaba cerrada empecé a forcejear con la cerradura. El resto de huéspedes se había asomado al corredor, un coro de almas olvidadas que no parecían haber rozado la luz del sol en años. Recordé mis días de miseria en la pensión de doña Carmen y se me ocurrió que mi antiguo domicilio parecía el nuevo hotel Ritz comparado con aquel miserable purgatorio, uno de tantos en la colmena del Raval.

—Vuelvan a sus habitaciones —dije.

Nadie dio muestras de haberme oído. Alcé la mano mostrando el arma. Acto seguido todos se metieron en sus cuartos como roedores asustados, a excepción del caballero de la triste y espigada figura. Concentré de nuevo mi atención en la puerta.

—Ha cerrado por dentro —explicó el huésped—. Lleva ahí toda la tarde.

Un olor que me hizo pensar en almendras amargas se filtraba bajo la puerta. Golpeé con el puño varias veces sin obtener respuesta.

—La casera tiene llave maestra —ofreció el huésped—. Si quiere esperar… no creo que tarde en volver.

Por toda respuesta me hice a un lado del corredor y me lancé con todas mis fuerzas contra la puerta. La cerradura cedió a la segunda embestida. Tan pronto me encontré en la habitación, me asaltó aquel hedor agrio y nauseabundo.

—Dios mío —murmuró el huésped a mi espalda.

La antigua estrella del Paralelo yacía sobre un camastro, pálida y cubierta de sudor. Tenía los labios negros y, al verme, sonrió. Sus manos aferraban con fuerza el frasco de veneno. Había apurado hasta la última gota. El tufo de su aliento, a sangre y a bilis, llenaba la habitación. El huésped se tapó la nariz y la boca con la mano y se retiró hasta el pasillo. Contemplé a Irene Sabino retorciéndose mientras el veneno la corroía por dentro. La muerte se estaba tomando su tiempo.

—¿Dónde está Marlasca?

Me miró a través de lágrimas de agonía.

—Ya no me necesitaba —dijo—. No me ha querido nunca.

Tenía la voz áspera y rota. Le asaltó una tos seca que arrancó de su pecho un sonido desgarrado, y un segundo después un líquido oscuro afloró entre sus dientes. Irene Sabino me observaba aferrándose a su último aliento de vida. Me cogió la mano y apretó con fuerza.

—Está usted maldito, como él.

—¿Qué puedo hacer?

Negó lentamente. Un nuevo brote de tos le sacudió el pecho. Los capilares de sus ojos se rompían y una red de líneas sangrantes avanzaba hacia sus pupilas.

—¿Dónde está Ricardo Salvador? ¿Está en la tumba de Marlasca, en el panteón?

Irene Sabino negó. Una palabra muda se formó en sus labios: Jaco.

—¿Dónde está Salvador, entonces?

—Él sabe dónde está usted. Le ve. Él vendrá por usted.

Me pareció que empezaba a delirar. La presión de su mano fue perdiendo fuerza.

—Yo le quería —dijo—. Era un buen hombre. Un buen hombre. Él le cambió. Era un buen hombre.

Un sonido a carne desgarrada emergió de sus labios y su cuerpo se tensó en un espasmo muscular. Irene Sabino murió con sus ojos clavados en los míos, llevándose para siempre el secreto de Diego Marlasca. Ahora sólo quedaba yo.

Cubrí su rostro con una sábana y suspiré. En el umbral de la puerta, el huésped se santiguó. Miré a mi alrededor, intentando encontrar algo que pudiera ayudarme, algún indicio de cuál debía ser mi próximo paso. Irene Sabino había pasado sus últimos días en una celda de unos cuatro metros de profundidad y dos de ancho. No había ventanas. El camastro de metal en que yacía su cadáver, un armario al otro lado y una mesita contra la pared eran todo el mobiliario. Una maleta asomaba bajo el catre, junto a un orinal y una sombrerera. Sobre la mesa había un plato con migajas de pan, un jarro con agua y una pila de lo que parecían postales pero resultaron ser estampas de santos y recordatorios de funerales y entierros. Envuelto en un paño blanco había lo que parecía un libro. Lo desenvolví y encontré el ejemplar de Los Pasos del Cielo que le había dedicado al señor Sempere. La compasión que me había despertado la agonía de aquella mujer se evaporó al instante. Aquella infeliz había matado a mi buen amigo para arrebatarle aquel cochino libro. Recordé entonces lo que Sempere me había dicho la primera vez que entré en su librería: que cada libro tenía una alma, el alma de quien lo había escrito y el alma de quienes lo habían leído y soñado con él. Sempere había muerto creyendo en aquellas palabras y comprendí que Irene Sabino, a su manera, también las había creído.

Pasé las páginas releyendo la dedicatoria. Encontré la primera marca en la séptima página. Un trazo marronáceo emborronaba las palabras, dibujando una estrella de seis puntas idéntica a la que ella había grabado en mi pecho con el filo de una navaja semanas antes. Comprendí que el trazo estaba hecho con sangre. Fui volviendo las páginas y encontrando nuevos dibujos. Unos labios. Una mano. Ojos. Sempere había sacrificado su vida por un miserable y ridículo hechizo de barraca de feria.

Guardé el libro en el bolsillo interior del abrigo y me arrodillé junto al lecho. Extraje la maleta y vacié el contenido en el suelo. No había más que ropas y zapatos viejos. Abrí la sombrerera y encontré un estuche de piel en cuyo interior estaba la navaja de afeitar con que Irene Sabino me había hecho las marcas que llevaba en el pecho. De repente advertí una sombra extendiéndose sobre el suelo y me volví bruscamente, apuntando con el revólver. El huésped del talle espigado me miró con cierta sorpresa.

—Me parece que tiene usted compañía —dijo escuetamente.

Salí al pasillo y me dirigí hacia la entrada. Me asomé a la escalera y oí los pesados pasos ascendiendo por la escalera. Un rostro se perfiló en el hueco, mirando hacia arriba, y me encontré con los ojos del sargento Marcos dos pisos más abajo. Se retiró y los pasos se aceleraron. No venía solo. Cerré y me apoyé contra la puerta, intentando pensar. Mi cómplice me observaba, calmado pero expectante.

—¿Hay alguna salida que no sea ésta? —pregunté.

Negó.

—¿Salida a la azotea?

Señaló la puerta que acababa de cerrar. Tres segundos más tarde sentí el impacto de los cuerpos de Marcos y Castelo intentando derribarla. Me aparté de ella, retrocediendo por el corredor con el arma apuntando hacia la puerta.

—Yo si acaso me voy a mi habitación —apuntó el inquilino—. Ha sido un placer.

—Igualmente.

Fijé los ojos en la puerta, que se sacudía con fuerza. La madera envejecida en torno a los goznes y la cerradura empezó a agrietarse. Me dirigí al fondo del corredor y abrí la ventana que daba al tragaluz. Un túnel vertical de aproximadamente metro por metro y medio se hundía en la sombras. El borde de la azotea se entreveía unos tres metros por encima de la ventana. Al otro lado del tragaluz había un desagüe sujeto al muro con argollas podridas de óxido. La humedad supurante salpicaba su superficie de lágrimas negras. El sonido de los golpes seguía atronando a mi espalda. Me volví y comprobé que la puerta estaba ya prácticamente desencajada. Calculé que me quedaban apenas unos segundos. Sin más alternativa me subí al marco de la ventana y salté.

Conseguí aferrar la tubería con las manos y apoyar un pie en una de las argollas que la sujetaban. Alcé la mano para asir el tramo superior del bajante, pero tan pronto como tiré con fuerza sentí que la tubería se deshacía en mis manos y un metro entero se desplomaba por el hueco del tragaluz. Estuve a punto de caer con él, pero me aferré a la pieza de metal clavada en el muro que sostenía la argolla. La tubería por la que había confiado poder trepar a la azotea quedaba ahora completamente fuera de mi alcance. No había más que dos salidas: volver al pasillo por el que en un par de segundos conseguirían entrar Marcos y Castelo o descender por aquella garganta negra. Oí la puerta golpear con fuerza contra la pared interior del piso y me dejé caer lentamente, sujetándome a la tubería de desagüe como pude y arrancándome buena parte de la piel de la mano izquierda en el empeño. Había conseguido descender un metro y medio cuando vi las siluetas de los dos policías recortarse en el haz de luz que proyectaba el ventanal sobre la oscuridad del tragaluz. El rostro de Marcos fue el primero en asomarse. Sonrió y me pregunté si iba a dispararme allí mismo, sin más contemplaciones. Castelo apareció a su lado.

—Quédate aquí. Yo voy al piso de abajo —ordenó Marcos.

Castelo asintió sin quitarme ojo de encima. Me querían vivo, al menos durante unas horas. Oí los pasos de Marcos alejarse corriendo. En unos segundos le vería asomar por la ventana que quedaba apenas a un metro por debajo de mí. Miré hacia abajo y vi que las ventanas del segundo y el primer piso dibujaban sendos tramos de luz, pero la del tercero estaba a oscuras. Descendí lentamente hasta sentir que mi pie se apoyaba en la siguiente argolla. La ventana oscura del tercer piso quedó frente a mí, el pasillo vacío con la puerta a la que Marcos llamaba al fondo. A aquellas horas el taller de confección ya había cerrado y no había nadie allí. Los golpes en la puerta cesaron y comprendí que Marcos había bajado al segundo piso. Miré hacia arriba y vi que Castelo seguía observándome, relamiéndose como un gato.

—No te caigas, que cuando te pillemos nos vamos a divertir —dijo.

Oí voces en el segundo piso y supe que Marcos había conseguido que le abriesen. Sin pensarlo dos veces, me lancé con toda la fuerza que pude reunir contra la ventana del tercero. Atravesé la ventana, cubriéndome la cara y el cuello con los brazos del abrigo, y aterricé en un charco de cristales rotos. Me incorporé trabajosamente y en la penumbra vi que una mancha oscura se esparcía por mi brazo izquierdo. Una astilla de cristal, afilada como una daga, asomaba por encima del codo. La sujeté con la mano y tiré de ella. El frío dio paso a una llamarada de dolor que me hizo caer de rodillas al suelo. Desde allí pude ver que Castelo había empezado a descender por la tubería y me observaba desde el punto del que yo había saltado. Antes de que pudiese sacar el arma, saltó hacia la ventana. Vi sus manos aferrarse al marco y, en un acto reflejo, golpeé el marco de la ventana quebrada con todas mis fuerzas, dejando caer todo el peso de mi cuerpo. Oí los huesos de sus dedos quebrarse con un chasquido seco y Castelo aulló de dolor. Extraje el revólver y le apunté a la cara, pero él ya había empezado a sentir que las manos se desprendían del marco. Un segundo de terror en sus ojos y cayó por el tragaluz, su cuerpo golpeando las paredes y dejando un rastro de sangre en las manchas de luz que destilaban las ventanas de los pisos inferiores.

Me arrastré por el pasillo en dirección a la puerta. La herida del brazo me latía con fuerza y advertí que tenía también varios cortes en las piernas. Seguí avanzando. A ambos lados se abrían habitaciones en penumbra repletas de máquinas de coser, bobinas de hilo y mesas con grandes rollos de tela. Llegué a la puerta y posé la mano en la manilla de la cerradura. Una décima de segundo después la sentí girar bajo mis dedos. La solté. Marcos estaba al otro lado, intentando forzar la puerta. Me retiré unos pasos. Un enorme estruendo sacudió la puerta y parte del cerrojo salió proyectado en una nube de chispas y humo azul. Marcos iba a volar el cierre a tiros. Me refugié en la primera de las habitaciones, repleta de siluetas inmóviles a las que faltaban brazos o piernas. Eran maniquíes de escaparate, apilados unos contra otros. Me deslicé entre los torsos que relucían en la penumbra. Escuché un segundo disparo. La puerta se abrió de golpe.

La luz del rellano, amarillenta y atrapada en el halo de pólvora, penetró en el piso. El cuerpo de Marcos dibujó un perfil de aristas en el haz de claridad. Sus pesados pasos se aproximaron por el corredor. Le oí entornar la puerta. Me pegué contra la pared, oculto tras los maniquíes, el revólver en mis manos temblorosas.

—Martín, salga —dijo Marcos con calma, avanzando lentamente—. No voy a hacerle daño. Tengo órdenes de Grandes de llevarle a la comisaría. Hemos encontrado a ese hombre, Marlasca. Lo ha confesado todo. Está usted limpio. No vaya a hacer ahora una tontería. Salga y hablemos de esto en Jefatura.

Le vi cruzar frente al umbral de la habitación y pasar de largo.

—Martín, escúcheme. Grandes está en camino. Podemos aclarar todo esto sin necesidad de complicar más las cosas.

Armé el percutor del revólver. Los pasos de Marcos se detuvieron. Un roce sobre las baldosas. Estaba al otro lado de la pared. Sabía perfectamente que estaba dentro de aquella habitación, sin más salida que cruzar frente a él. Lentamente vi su silueta amoldarse a las sombras de la entrada. Su perfil se fundió en la penumbra líquida, el brillo de sus ojos el único rastro de su presencia. Estaba apenas a cuatro metros de mí. Empecé a deslizarme contra la pared hasta llegar al suelo, doblando las rodillas. Las piernas de Marcos se aproximaban tras las de los maniquíes.

—Sé que está aquí, Martín. Déjese de chiquilladas.

Se detuvo, inmóvil. Le vi arrodillarse y palpar con los dedos el rastro de sangre que había dejado. Se llevó un dedo a los labios. Imaginé que sonreía.

—Está sangrando mucho, Martín. Necesita un médico. Salga y le acompañaré a un dispensario.

Guardé silencio. Marcos se detuvo frente a una mesa y tomó un objeto brillante que reposaba entre jirones de tela. Eran unas grandes tijeras de telar.

—Usted mismo, Martín.

Escuché el sonido que producía el filo de las tijeras al abrirse y cerrarse en sus manos. Una punzada de dolor me atenazó el brazo y me mordí los labios para no gemir. Marcos volvió el rostro hacia donde yo me encontraba.

—Hablando de sangre, le gustará saber que tenemos a su putita, la tal Isabella, y que antes de empezar con usted nos vamos a tomar nuestro tiempo con ella…

Alcé el arma y le apunté a la cara. El brillo del metal me delató. Marcos saltó hacia mí, derribando las figuras y esquivando el disparo. Sentí su peso sobre mi cuerpo y su aliento en la cara. Las cuchillas de las tijeras se cerraron con fuerza a un centímetro de mi ojo izquierdo. Estrellé la frente contra su rostro con toda la fuerza que pude reunir y cayó a un lado. Levanté el arma y le apunté a la cara. Marcos, el labio partido en dos, se incorporó y me clavó los ojos.

—No tienes agallas —murmuró.

Posó su mano sobre el cañón y me sonrió. Apreté el gatillo. La bala le voló la mano, proyectando el brazo hacia atrás como si hubiera recibido un martillazo. Marcos cayó de espaldas contra el suelo, sujetándose la muñeca mutilada y humeante, mientras su rostro salpicado de quemaduras de pólvora se fundía en un rictus de dolor que aullaba sin voz. Me levanté y le dejé allí, desangrándose sobre un charco de su propia orina.