Esta vez no hubo golpe de efecto, ni escenografía tremendista, ni ecos de calabozos húmedos y oscuros. La sala era amplia, luminosa y de techos altos. Me hizo pensar en el aula de un colegio religioso de postín, crucifijo al frente incluido. Estaba situada en la primera planta de Jefatura, con amplios ventanales que permitían vistas a las gentes y tranvías que ya empezaban su desfile matutino por la Vía Layetana. En el centro de la sala estaban dispuestas dos sillas y una mesa de metal que, abandonadas entre tanto espacio desnudo, parecían minúsculas. Grandes me guió hasta la mesa y ordenó a Marcos y a Castelo que nos dejaran a solas. Los dos policías se tomaron su tiempo para acatar la orden. La rabia que respiraban se podía oler en el aire. Grandes esperó a que hubieran salido y se relajó.
—Creí que me iba a echar a los leones —dije.
—Siéntese.
Obedecí. De no ser por las miradas de Marcos y Castelo al retirarse, la puerta de metal y los barrotes al otro lado de los cristales, nadie hubiera dicho que mi situación era grave. Me acabaron de convencer el termo con café caliente y el paquete de cigarrillos que Grandes dejó sobre la mesa, pero sobre todo su sonrisa serena y afable. Segura. Esta vez el inspector iba en serio.
Se sentó frente a mí y abrió una carpeta, de la que extrajo unas fotografías que procedió a colocar sobre la mesa, una junto a otra. En la primera aparecía el abogado Valera en la butaca de su salón. Junto a él había una imagen del cadáver de la viuda Marlasca, o lo que quedaba de él al poco de sacarlo del fondo de la piscina de su casa en la carretera de Vallvidrera. Una tercera fotografía mostraba a un hombrecillo con la garganta destrozada que se parecía a Damián Roures. La cuarta imagen era de Cristina Sagnier, y me di cuenta de que había sido tomada el día de su boda con Pedro Vidal. Las dos últimas eran retratos posados en estudio de mis antiguos editores, Barrido y Escobillas. Una vez pulcramente alineadas las seis fotografías, Grandes me dedicó una mirada impenetrable y dejó transcurrir un par de minutos de silencio, estudiando mi reacción ante las imágenes, o la ausencia de ella. Luego, con infinita parsimonia, sirvió dos tazas de café y empujó una hacia mí.
—Antes que nada me gustaría darle la oportunidad de que me lo contase usted todo, Martín. A su manera y sin prisas —dijo finalmente.
—No servirá de nada —repliqué—. No cambiará nada.
—¿Prefiere que hagamos un careo con otros posibles implicados? ¿Con su ayudante, por ejemplo? ¿Cómo se llamaba? ¿Isabella?
—Déjela en paz. Ella no sabe nada.
—Convénzame.
Miré hacia la puerta.
—Sólo hay una manera de salir de esta sala, Martín —dijo el inspector mostrándome una llave.
Sentí de nuevo el peso del revólver en el bolsillo del abrigo.
—¿Por dónde quiere que empiece?
—Usted es el narrador. Sólo le pido que me diga la verdad.
—No sé cuál es.
—La verdad es lo que duele.
Por espacio de algo más de dos horas, Víctor Grandes no despegó los labios una sola vez. Escuchó atentamente, asintiendo ocasionalmente y anotando palabras en su cuaderno de vez en cuando. Al principio le miraba, pero pronto me olvidé de que estaba allí y descubrí que me estaba contando la historia a mí mismo. Las palabras me hicieron viajar a un tiempo que creía perdido, a la noche que asesinaron a mi padre a las puertas del diario. Recordé mis días en la redacción de La Voz de la Industria, los años en que había sobrevivido escribiendo historias de medianoche y aquella primera carta firmada por Andreas Corelli prometiendo grandes esperanzas. Recordé aquel primer encuentro con el patrón en el depósito de las aguas y aquellos días en que la certeza de una muerte segura era todo el horizonte que tenía por delante. Le hablé de Cristina, de Vidal y de una historia cuyo final habría podido intuir cualquiera excepto yo. Le hablé de aquellos dos libros que había escrito, uno con mi nombre y otro con el de Vidal, de la pérdida de aquellas míseras esperanzas y de aquella tarde en que vi a mi madre abandonar en la basura lo único bueno que creía haber hecho en la vida. No buscaba la lástima ni la comprensión del inspector. Me bastaba con intentar trazar un mapa imaginario de los sucesos que me habían conducido a aquella sala, a aquel instante de vacío absoluto. Volví a aquella casa junto al Park Güell y a la noche en que el patrón me había formulado una oferta que no podía rechazar. Confesé mis primeras sospechas, mis averiguaciones sobre la historia de la casa de la torre, sobre la extraña muerte de Diego Marlasca y la red de engaños en la que me había visto envuelto o que había elegido para satisfacer mi vanidad, mi codicia y mi voluntad de vivir a cualquier precio. Vivir para contar la historia.
No dejé nada fuera. Nada excepto lo más importante, lo que no me atrevía a contarme ni a mí mismo. En mi relato volvía al sanatorio de Villa San Antonio a buscar a Cristina y no encontraba más que un rastro de pisadas que se perdían en la nieve. Tal vez, si lo repetía una y otra vez, incluso yo llegaría a creer que así había sido. Mi historia terminaba aquella misma mañana, volviendo de las barracas del Somorrostro para descubrir que Diego Marlasca había decidido que el retrato que faltaba en aquel desfile que el inspector había dispuesto sobre la mesa era el mío.
Al acabar mi recuento me sumí en un largo silencio. No me había sentido más cansado en toda mi vida. Hubiera deseado irme a dormir y no despertar jamás. Grandes me observaba desde el otro lado de la mesa. Me pareció que estaba confundido, triste, colérico y sobre todo perdido.
—Diga alguna cosa —dije.
Grandes suspiró. Se levantó de la silla que no había abandonado durante toda mi historia y se acercó a la ventana, dándome la espalda. Me vi a mí mismo extrayendo el revólver del abrigo, disparándole en la nunca y saliendo de allí con la llave que había guardado en su bolsillo. En sesenta segundos podía estar en la calle.
—La razón por la que estamos hablando es porque ayer llegó un telegrama del cuartel de la guardia civil de Puigcerdà en el que se dice que Cristina Sagnier ha desaparecido del sanatorio de Villa San Antonio y usted es el principal sospechoso. El jefe médico del centro asegura que usted había manifestado su interés en llevársela y que él le denegó el alta. Le cuento todo esto para que entienda exactamente por qué estamos aquí, en esta sala, con café caliente y cigarrillos, conversando como viejos amigos. Estamos aquí porque la esposa de uno de los hombres más ricos de Barcelona ha desaparecido y usted es el único que sabe dónde está. Estamos aquí porque el padre de su amigo Pedro Vidal, uno de los hombres más poderosos de esta ciudad, se ha interesado en el caso porque al parecer es viejo conocido suyo y ha pedido amablemente a mis superiores que antes de tocarle un pelo obtengamos esa información y dejemos cualquier otra consideración para después. De no ser por eso, y por mi insistencia en tener una oportunidad de intentar aclarar el tema a mi manera, estaría usted ahora mismo en un calabozo del Campo de la Bota y en vez de hablar conmigo estaría hablando directamente con Marcos y Castelo, quienes, para su información, creen que todo lo que no sea empezar por romperle las rodillas con un martillo es perder el tiempo y poner en peligro la vida de la señora de Vidal, opinión que a cada minuto que pasa comparten más mis superiores, que piensan que le estoy dando a usted demasiada cuerda en honor a nuestra amistad.
Grandes se volvió y me miró conteniendo la ira.
—No me ha escuchado usted —dije—. No ha oído nada de lo que le he dicho.
—Le he escuchado perfectamente, Martín. He escuchado cómo, moribundo y desesperado, formalizó usted un acuerdo con un más que misterioso editor parisino del que nadie ha oído hablar ni ha visto jamás para inventarse, en sus propias palabras, una nueva religión a cambio de cien mil francos franceses, sólo para descubrir que en realidad había caído en un siniestro complot en el que estarían implicados un abogado que simuló su propia muerte hace veinticinco años, su amante y una corista venida a menos, para escapar a su destino, que ahora es el suyo. He escuchado cómo ese destino le llevó a caer en la trampa de un caserón maldito que ya había atrapado a su predecesor, Diego Marlasca, donde encontró usted la evidencia de que alguien estaba siguiendo sus pasos y asesinando a todos aquellos que podían desvelar el secreto de un hombre que, a juzgar por sus palabras, estaba casi tan loco como usted. El hombre en la sombra, que habría asumido la identidad de un antiguo policía para ocultar el hecho de que estaba vivo, ha estado cometiendo una serie de crímenes con la ayuda de su amante, incluyendo haber provocado la muerte del señor Sempere por algún extraño motivo que ni usted es capaz de explicar.
—Irene Sabino mató a Sempere para robarle un libro. Un libro que creía que contenía mi alma.
Grandes se dio con la palma de la mano en la frente, como si acabase de dar con el quid de la cuestión.
—Claro. Tonto de mí. Eso lo explica todo. Como lo de ese terrible secreto que una hechicera de la playa del Bogatell le ha desvelado. La Bruja del Somorrostro. Me gusta. Muy suyo. A ver si lo he entendido bien. El tal Marlasca mantiene una alma prisionera para enmascarar la suya y eludir así una especie de maldición. Dígame, ¿eso lo ha sacado de La Ciudad de los Malditos o se lo acaba de inventar?
—No me he inventado nada.
—Póngase en mi lugar y piense si creería usted algo de lo que ha dicho.
—Supongo que no. Pero le he contado todo lo que sé.
—Por supuesto. Me ha dado datos y pruebas concretas para que compruebe la veracidad de su relato, desde su visita al doctor Trías, su cuenta bancaria en el Banco Hispano Colonial, su propia lápida mortuoria esperándole en un taller del Pueblo Nuevo e incluso un vínculo legal entre el hombre al que usted llama el patrón y el gabinete de abogados Valera, entre muchos otros detalles actuales que no desmerecen de su experiencia en la creación de historias policíacas. Lo único que no me ha contado y lo que, con franqueza, por su bien y por el mío, esperaba oír es dónde está Cristina Sagnier.
Comprendí que lo único que podía salvarme en aquel momento era mentir. En el instante en que dijese la verdad sobre Cristina, mis horas estaban contadas.
—No sé dónde está.
—Miente.
—Ya le he dicho que no serviría para nada contarle la verdad —respondí.
—Excepto para hacerme quedar como un necio por querer ayudarle.
—¿Es eso lo que está intentando hacer, inspector? ¿Ayudarme?
—Sí.
—Entonces compruebe todo lo que he dicho. Encuentre a Marlasca y a Irene Sabino.
—Mis superiores me han concedido veinticuatro horas con usted. Si para entonces no les entrego a Cristina Sagnier sana y salva, o al menos viva, me relevarán del caso y se lo pasarán a Marcos y a Castelo, que hace ya tiempo que esperan su oportunidad de hacer méritos y no la van a desaprovechar.
—Entonces no pierda el tiempo.
Grandes resopló pero asintió.
—Espero que sepa lo que está haciendo, Martín.