7

El tren empezaba a deslizarse por el andén cuando me refugié en mi compartimento y me dejé caer en el asiento. Me abandoné al tibio aliento de la calefacción y el suave traqueteo. Dejamos atrás la ciudad atravesando el bosque de factorías y chimeneas que la rodeaba y escapando al sudario de luz escarlata que la cubría. Lentamente la tierra baldía de hangares y trenes abandonados en vía muerta se fue diluyendo en un plano infinito de campos y colinas coronados por caserones y atalayas, bosques y ríos. Carromatos y aldeas asomaban entre bancos de niebla. Pequeñas estaciones pasaban de largo mientras campanarios y masías dibujaban espejismos en la distancia.

En algún momento del trayecto me quedé dormido, y cuando desperté el paisaje había cambiado completamente. Cruzábamos valles escarpados y riscos de piedra que se alzaban entre lagos y arroyos. El tren bordeaba grandes bosques que escalaban las laderas de montañas que se aparecían infinitas. Al rato la madeja de montes y túneles cortados en la piedra se resolvió en un gran valle abierto de llanuras infinitas donde manadas de caballos salvajes corrían sobre la nieve y pequeñas aldeas de casas de piedra se distinguían en la distancia. Los picos del Pirineo se alzaban al otro lado, las laderas nevadas encendidas en el ámbar del crepúsculo. Al frente, un amasijo de casas y edificios se arremolinaba sobre una colina. El revisor se asomó en el compartimento y me sonrió.

—Próxima parada, Puigcerdà —anunció.

El tren se detuvo exhalando una tormenta de vapor que inundó el andén. Me apeé y me vi envuelto en aquella niebla que olía a electricidad. Al poco oí la campana del jefe de estación y escuché el tren emprender la marcha de nuevo. Lentamente, mientras los vagones desfilaban sobre las vías, el contorno de la estación fue emergiendo como un espejismo a mi alrededor. Estaba solo en el andén. Una fina cortina de nieve en polvo caía con infinita lentitud. Un sol rojizo asomaba al oeste bajo la bóveda de nubes y teñía la nieve como pequeñas brasas encendidas. Me aproximé a la oficina del jefe de estación. Golpeé en el cristal y alzó la vista. Abrió la puerta y me dedicó una mirada de desinterés.

—¿Podría indicarme cómo encontrar un lugar llamado Villa San Antonio?

El jefe de estación enarcó una ceja.

—¿El sanatorio?

—Creo que sí.

El jefe de estación adoptó ese aire meditabundo de quien calibra cómo ofrecer indicaciones y direcciones a los forasteros y, tras repasar su catálogo de gestos y muecas, me ofreció el siguiente croquis:

—Tiene que cruzar el pueblo, pasar la plaza de la iglesia y llegar hasta el lago. Al otro lado encontrará una larga avenida rodeada de caserones que va a parar al paseo de la Rigolisa. Allí, en la esquina, hay una gran casa de tres pisos rodeada de un gran jardín. Ése es el sanatorio.

—¿Y sabe usted de algún sitio donde encontrar habitación?

—De camino cruzará frente al hotel del Lago. Dígales que le envía el Sebas.

—Gracias.

—Buena suerte…

Atravesé las calles solitarias del pueblo bajo la nieve, buscando el perfil de la torre de la iglesia. Por el camino me crucé con algunos lugareños que me saludaron con un asentimiento y me miraron de reojo. Al llegar a la plaza, un par de mozos que descargaban un carromato con carbón me indicaron el camino que llevaba al lago y, un par de minutos después, enfilé una calle que bordeaba una gran laguna helada y blanca. Grandes caserones de torreones afilados y perfil señorial rodeaban el lago y un paseo jalonado de bancos y árboles formaba una cinta en torno a la gran lámina de hielo en la que habían quedado atrapados pequeños botes de remos. Me acerqué al borde y me detuve a contemplar el estanque congelado que se extendía a mis pies. La capa de hielo debía de tener un palmo de grosor y en algunos puntos relucía como cristal opaco, insinuando la corriente de aguas negras que se deslizaba bajo el caparazón.

El hotel del Lago era un caserón de dos pisos pintado de rojo oscuro que quedaba al pie del estanque. Antes de seguir mi camino me detuve para reservar una habitación por dos noches que pagué por adelantado. El conserje me informó de que el hotel estaba casi vacío y me dio a escoger habitación.

—La 101 tiene una vista espectacular del amanecer sobre el lago —ofreció—. Pero si prefiere vistas al norte, tengo…

—Elija usted —atajé, indiferente a la belleza señorial de aquel paisaje crepuscular.

—Entonces la 101. En temporada de verano es la preferida de los recién casados.

Me tendió las llaves de aquella supuesta suite nupcial y me informó de los horarios de comedor para la cena. Le dije que volvería más tarde y le pregunté si Villa San Antonio quedaba lejos de allí. El conserje adoptó la misma expresión que había visto en el jefe de estación y negó con una sonrisa afable.

—Está aquí cerca, a diez minutos. Si toma el paseo que queda al final de esta calle, la verá al fondo. No tiene pérdida.

Diez minutos más tarde me encontraba a las puertas de un gran jardín sembrado de hojas secas atrapadas en la nieve. Más allá, Villa San Antonio se alzaba como un sombrío centinela envuelto en un halo de luz dorada que exhalaba de sus ventanales. Crucé el jardín, sintiendo que el corazón me latía con fuerza y que pese al frío cortante me sudaban las manos. Ascendí las escaleras que conducían a la entrada principal. El vestíbulo era una sala de suelos embaldosados como un tablero de ajedrez que conducía a una escalinata en la que vi a una joven ataviada de enfermera que sostenía de la mano a un hombre tembloroso que parecía eternamente suspendido entre dos peldaños, como si toda su existencia hubiera quedado atrapada en un soplo.

—¿Buenas tardes? —dijo una voz a mi derecha.

Tenía los ojos negros severos, los rasgos cortados sin amago de simpatía y ese aire grave de quien ha aprendido a no esperar más que malas noticias. Debía de rondar la cincuentena, y aunque vestía el mismo uniforme que la joven enfermera que acompañaba al anciano, todo en ella respiraba autoridad y rango.

—Buenas tardes. Estoy buscando a una persona llamada Cristina Sagnier. Tengo razones para creer que se hospeda aquí…

Me observó sin pestañear.

—Aquí no se hospeda nadie, caballero. Este lugar no es ni un hotel ni una residencia.

—Disculpe. Acabo de hacer un largo viaje en busca de esta persona…

—No se disculpe —dijo la enfermera—. ¿Puedo preguntarle si es usted familiar o allegado?

—Mi nombre es David Martín. ¿Está Cristina Sagnier aquí? Por favor…

La expresión de la enfermera se ablandó. Siguieron una insinuación de sonrisa amable y un asentimiento. Respiré hondo.

—Soy Teresa, la enfermera jefe del turno de noche. Si es tan amable de seguirme, señor Martín, le acompañaré al despacho del doctor Sanjuán.

—¿Cómo está la señorita Sagnier? ¿Puedo verla?

Otra sonrisa leve e impenetrable.

—Por aquí, por favor.

La habitación describía un rectángulo sin ventanas encajado entre cuatro muros pintados de azul e iluminado por dos lámparas que pendían del techo y emitían una luz metálica. Los tres únicos objetos que ocupaban la sala eran una mesa desnuda y dos sillas. El aire olía a desinfectante y hacía frío. La enfermera lo había descrito como un despacho, pero tras diez minutos esperando a solas anclado en una de las sillas, yo no acertaba a ver más que una celda. La puerta estaba cerrada, pero incluso así podía oír voces, a veces gritos aislados, entre los muros. Empezaba a perder la noción del tiempo que llevaba allí cuando se abrió la puerta y un hombre de entre treinta y cuarenta años entró ataviado con una bata blanca y una sonrisa tan helada como el aire que impregnaba la estancia. El doctor Sanjuán, supuse. Rodeó la mesa y tomó asiento en la silla que había al otro lado. Apoyó las manos sobre la mesa y me observó con vaga curiosidad durante unos segundos antes de despegar los labios.

—Me hago cargo de que acaba de realizar usted un largo viaje y estará cansado, pero me gustaría saber por qué no está aquí el señor Pedro Vidal —dijo al fin.

—No ha podido venir.

El doctor me observaba sin pestañear, esperando. Tenía la mirada fría y ese ademán particular de quien no oye, escucha.

—¿Puedo verla?

—No puede ver usted a nadie si antes no me dice la verdad y sé qué busca aquí.

Suspiré y asentí. No había viajado ciento cincuenta kilómetros para mentir.

—Mi nombre es Martín, David Martín. Soy amigo de Cristina Sagnier.

—Aquí la llamamos señora de Vidal.

—Me trae sin cuidado cómo la llamen ustedes. Quiero verla. Ahora.

El doctor suspiró.

—¿Es usted el escritor?

Me incorporé impaciente.

—¿Qué clase de sitio es éste? ¿Por qué no puedo verla ya?

—Siéntese. Por favor. Se lo ruego.

El doctor señaló la silla y esperó a que tomase asiento de nuevo.

—¿Puedo preguntarle cuándo fue la última vez que la vio o habló con ella?

—Hará algo más de un mes —respondí—. ¿Por qué?

—¿Sabe usted de alguien que la viera o hablase con ella después de usted?

—No. No lo sé. ¿Qué ocurre aquí?

El doctor se llevó la mano derecha a los labios, calibrando sus palabras.

—Señor Martín, me temo que tengo malas noticias.

Sentí que se me hacía un nudo en la boca del estómago.

—¿Qué le ha pasado?

El doctor me miró sin responder y por primera vez me pareció entrever un asomo de duda en su mirada.

—No lo sé —dijo.

Recorrimos un pasillo corto flanqueado por puertas metálicas. El doctor Sanjuán me precedía, sosteniendo un manojo de llaves en las manos. Me pareció escuchar tras las puertas voces que susurraban a nuestro paso ahogadas entre risas y llantos. La habitación estaba al final del corredor. El doctor abrió la puerta y se detuvo en el umbral, mirándome sin expresión.

—Quince minutos —dijo.

Entré en la habitación y oí al doctor cerrar a mi espalda. Al frente se abría una estancia de techos altos y paredes blancas que se reflejaban en un suelo de baldosas brillantes. A un lado había una cama de armazón metálico envuelta por una cortina de gasa, vacía. Un amplio ventanal contemplaba el jardín nevado, los árboles y, más allá, la silueta del lago. No reparé en ella hasta que me acerqué unos pasos. Estaba sentada en una butaca frente a la ventana. Vestía un camisón blanco y llevaba el pelo recogido en una trenza. Rodeé la butaca y la miré. Sus ojos permanecieron inmóviles. Cuando me arrodillé a su lado ni siquiera pestañeó. Cuando posé mi mano sobre la suya no movió un solo músculo de su cuerpo. Advertí entonces las vendas que le cubrían los brazos, de la muñeca a los codos, y las ligazones que la mantenían atada a la butaca. Le acaricié la mejilla recogiendo una lágrima que le caía por la cara.

—Cristina —murmuré.

Su mirada permaneció atrapada en ninguna parte, ajena a mi presencia. Acerqué una silla y me senté frente a ella.

—Soy David —murmuré.

Por espacio de un cuarto de hora permanecimos así, en silencio, su mano en la mía, su mirada extraviada y mis palabras sin respuesta. En algún momento oí que la puerta se abría de nuevo y sentí que alguien me asía del brazo con delicadeza y tiraba de mí. Era el doctor Sanjuán. Me dejé conducir hasta el pasillo sin ofrecer resistencia. El doctor cerró la puerta y me acompañó de regreso a aquel despacho helado. Me desplomé en la silla y le miré, incapaz de articular una palabra.

—¿Quiere que le deje a solas unos minutos? —preguntó.

Asentí. El doctor se retiró y entornó la puerta al salir. Me miré la mano derecha, que estaba temblando, y la cerré en un puño. Apenas sentía ya el frío de aquella habitación, ni pude oír los gritos y las voces que se filtraban por las paredes. Sólo supe que me faltaba el aire y que tenía que salir de aquel lugar.