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Consumí el resto de aquella semana recorriendo Barcelona en busca de alguien que recordase haber visto a Cristina el último mes. Visité los lugares que había compartido con ella y rehíce en vano la ruta predilecta de Vidal por cafés, restaurantes y tiendas de postín. A todo el que salía a mi encuentro le mostraba una de las fotografías del álbum que Cristina había dejado en mi casa y le preguntaba si la había visto recientemente. En algún lugar di con alguien que la reconocía y recordaba haberla visto en compañía de Vidal en alguna ocasión. Alguno incluso podía recordar su nombre. Nadie la había visto en semanas. Al cuarto día de búsqueda empecé a sospechar que Cristina había salido de la casa de la torre aquella mañana en que yo había acudido a comprar los billetes de tren y se había evaporado de la superficie de la tierra.

Recordé entonces que la familia Vidal mantenía una habitación reservada a perpetuidad en el hotel España de la calle Sant Pau, detrás del Liceo, para uso y disfrute de los miembros de la familia a quienes en noches de ópera no les apetecía, o no les convenía, volver a Pedralbes de madrugada. Me constaba que, al menos en sus años de gloria, el propio Vidal y su señor padre la habían utilizado para entretener el paladar con señoritas y señoras cuya presencia en sus residencias oficiales de Pedralbes, bien fuera por la baja o alta alcurnia de la interesada, hubiera resultado en rumores poco aconsejables. Más de una vez me la había ofrecido cuando todavía vivía en la pensión de doña Carmen por si, como él decía, me apetecía desnudar a alguna dama en algún sitio que no diese miedo. No creía que Cristina hubiese elegido aquel lugar como refugio, si es que sabía de su existencia, pero era el último lugar en mi lista y no se me ocurría ninguna otra posibilidad. Atardecía cuando llegué al hotel España y solicité hablar con el gerente haciendo gala de mi condición de amigo del señor Vidal. Cuando le mostré la fotografía de Cristina, el gerente, un caballero que de la discreción hacía hielo, me sonrió cortésmente y me dijo que «otros» empleados del señor Vidal ya habían venido preguntando por aquella misma persona semanas atrás y que les había dicho lo mismo que a mí. Nunca había visto a aquella señora en el hotel. Le agradecí su gentileza glacial y me encaminé hacia la salida derrotado.

Al cruzar frente a la cristalera que daba al comedor, me pareció registrar un perfil familiar por el rabillo del ojo. El patrón estaba sentado a una de las mesas, el único huésped en todo el comedor, degustando lo que parecían azucarillos para el café. Me disponía a desaparecer a toda prisa cuando se volvió y me saludó con la mano, sonriente. Maldije mi suerte y le devolví el saludo. El patrón me hizo señas para que me uniese a él. Me arrastré hacia la puerta del comedor y entré.

—Qué agradable sorpresa encontrarle aquí, querido amigo. Precisamente estaba pensando en usted —dijo Corelli.

Le estreché la mano sin ganas.

—Le hacía fuera de la ciudad —apunté.

—He vuelto antes de lo previsto. ¿Puedo invitarle a algo?

Negué. Me indicó que me sentase a su mesa y obedecí. En su línea habitual, el patrón vestía un traje de tres piezas de lana negra y una corbata de seda roja. Impecable como era de rigor en él, aunque aquella vez había algo que no acababa de cuadrar. Me llevó unos segundos reparar en ello. El broche del ángel no estaba en su solapa. Corelli siguió mi mirada y asintió.

—Lamentablemente, lo he perdido, y no sé dónde —explicó.

—Confío en que no fuese muy valioso.

—Su valor era puramente sentimental. Pero hablemos de cosas importantes. ¿Cómo está usted, amigo mío? He echado mucho de menos nuestras conversaciones, pese a nuestros desacuerdos esporádicos. Me resulta difícil encontrar buenos conversadores.

—Me sobrevalora usted, señor Corelli.

—Al contrario.

Transcurrió un breve silencio, sin más compañía que aquella mirada sin fondo. Me dije que le prefería cuando se embarcaba en su conversación banal. Cuando dejaba de hablar, su aspecto parecía cambiar y el aire se espesaba a su alrededor.

—¿Se aloja aquí? —pregunté por romper el silencio.

—No, sigo en la casa junto al Park Güell. Había citado aquí a un amigo esta tarde, pero parece que se ha retrasado. La informalidad de algunas personas es deplorable.

—Se me ocurre que no debe de haber muchas personas que se atrevan a darle plantón, señor Corelli.

El patrón me miró a los ojos.

—No muchas. De hecho la única que se me ocurre es usted.

El patrón tomó un terrón de azúcar y lo dejó caer en su taza. Le siguió un segundo y un tercero. Probó el café y vertió cuatro terrones más. Luego tomó un quinto y se lo llevó a los labios.

—Me encanta el azúcar —comentó.

—Ya lo veo.

—No me dice nada de nuestro proyecto, amigo Martín —atajó—. ¿Algún problema?

Tragué saliva.

—Está casi acabado —dije.

El rostro del patrón se iluminó con una sonrisa que preferí eludir.

—Ésa sí que es una gran noticia. ¿Cuándo lo podré recibir?

—Un par de semanas. Me queda por hacer alguna revisión. Más carpintería y acabados que otra cosa.

—¿Podemos fijar una fecha?

—Si lo desea…

—¿Qué tal el viernes 23 de este mes? ¿Me aceptará entonces una invitación para cenar y celebrar el éxito de nuestra empresa?

El viernes 23 de enero quedaba a dos semanas justas.

—De acuerdo —convine.

—Confirmado entonces.

Alzó su taza de café rebosante de azúcar como si brindase y la apuró de un trago.

—¿Y usted? —preguntó casualmente—. ¿Qué le trae por aquí?

—Buscaba a una persona.

—¿Alguien a quien yo conozca?

—No.

—¿Y la ha encontrado?

—No.

El patrón asintió lentamente, saboreando mi mutismo.

—Tengo la impresión de que le estoy reteniendo contra su voluntad, amigo mío.

—Estoy un poco cansado, nada más.

—Entonces no quiero robarle más tiempo. A veces me olvido de que aunque yo disfrute de su compañía, tal vez la mía no sea de su agrado.

Sonreí dócilmente y aproveché para levantarme. Me vi reflejado en sus pupilas, un muñeco pálido atrapado en un pozo oscuro.

—Cuídese, Martín. Por favor.

—Lo haré.

Me despedí con un asentimiento y me dirigí hacia la salida. Mientras me alejaba pude escuchar cómo se llevaba otro azucarillo a la boca y lo trituraba con los dientes.

De camino a la Rambla vi que las marquesinas del Liceo estaban encendidas y que una larga hilera de coches custodiados por un pequeño regimiento de chóferes uniformados esperaba en la acera. Los carteles anunciaban Così fan tutte y me pregunté si Vidal se habría animado a dejar el castillo y acudir a su cita. Escruté el corro de chóferes que se había formado en el centro de la calle y no tardé en avistar a Pep entre ellos. Le hice señas para que se acercara.

—¿Qué hace usted aquí, señor Martín?

—¿Dónde está?

—El señor está dentro, viendo la representación.

—No digo don Pedro. Cristina. La señora de Vidal. ¿Dónde está?

El pobre Pep tragó saliva.

—No lo sé. No lo sabe nadie.

Me explicó que Vidal llevaba semanas intentando localizarla y que su padre, el patriarca del clan, incluso había puesto a varios miembros del departamento de policía a sueldo para que diesen con ella.

—Al principio el señor pensaba que ella estaba con usted…

—¿No ha llamado, o enviado una carta, un telegrama…?

—No, señor Martín. Se lo juro. Estamos todos muy preocupados, y el señor, bueno…, no lo había visto yo así desde que le conozco. Hoy es la primera noche que sale desde que se fue la señorita, la señora, quiero decir…

—¿Recuerdas si Cristina dijo algo, lo que sea, antes de irse de Villa Helius?

—Bueno… —dijo Pep, bajando el tono de voz hasta el susurro—. Se la oía discutir con el señor. Yo la veía triste. Pasaba mucho tiempo sola. Escribía cartas y cada día iba hasta la estafeta de correos que hay en el paseo de la Reina Elisenda para enviarlas.

—¿Hablaste con ella algún día, a solas?

—Un día, poco antes de que se marchara, el señor me pidió que la acompañase en el coche al médico.

—¿Estaba enferma?

—No podía dormir. El doctor le recetó unas gotas de láudano.

—¿Te dijo algo por el camino?

Pep se encogió de hombros.

—Me preguntó por usted, por si sabía algo de usted o le había visto.

—¿Nada más?

—Se la veía muy triste. Se echó a llorar y cuando le pregunté qué le pasaba me dijo que echaba mucho de menos a su padre, al señor Manuel…

Lo supe entonces y me maldije por no haber caído antes en ello. Pep me miró con extrañeza y me preguntó por qué estaba sonriendo.

—¿Sabe usted dónde está? —preguntó.

—Creo que sí —murmuré.

Me pareció oír entonces una voz a través de la calle y apreciar una sombra de corte familiar que se dibujaba en el vestíbulo del Liceo. Vidal no había aguantado ni el primer acto. Pep se volvió un segundo para atender la llamada de su amo, y para cuando quiso decirme que me ocultase, yo ya me había perdido en la noche.