Pasé varios días sin salir de casa, durmiendo a deshora, sin apenas probar bocado. Por las noches me sentaba en la galería frente al fuego y escuchaba el silencio, esperando oír pasos en la puerta, creyendo que Cristina iba a volver, que tan pronto supiese de la muerte del señor Sempere volvería a mi lado, aunque sólo fuese por lástima, que para entonces ya me bastaba. Cuando hacía casi una semana de la muerte del librero y ya sabía que Cristina no iba a regresar, empecé a subir de nuevo al estudio. Rescaté el manuscrito del patrón del arcón y empecé a releerlo, saboreando cada frase y cada párrafo. La lectura me inspiró a la vez náusea y una oscura satisfacción. Cuando pensaba en los cien mil francos que tanto me habían parecido en un principio, sonreía para mí y me decía que aquel hijo de perra me había comprado muy barato. La vanidad empañaba la amargura y el dolor cerraba la puerta a la conciencia. En un acto de soberbia releí aquel Lux Aeterna de mi predecesor, Diego Marlasca, y luego lo entregué a las llamas del hogar. Donde él había fracasado, yo triunfaría. Donde él se había perdido por el camino, yo encontraría la salida al laberinto. Volví al trabajo al séptimo día. Esperé a la medianoche y me senté al escritorio. Una página limpia en el tambor de la vieja Underwood y la ciudad negra tras las ventanas. Las palabras y las imágenes brotaron de mis manos como si hubieran estado esperando con rabia en la prisión del alma. Las páginas fluían sin conciencia ni mesura, sin más voluntad que la de embrujar y envenenar los sentidos y el pensamiento. Había ya dejado de pensar en el patrón, en su recompensa o sus exigencias. Por primera vez en mi vida escribía para mí y para nadie más. Escribía para prender fuego al mundo y consumirme con él. Trabajaba todas las noches hasta caer exhausto. Golpeaba las teclas de la máquina hasta que los dedos me sangraban y la fiebre me nublaba la vista.
Una mañana de enero en que había ya perdido la noción del tiempo escuché que llamaban a la puerta. Estaba tendido en la cama, la vista perdida en la vieja fotografía de Cristina de niña caminando de la mano de un extraño en aquel muelle que se adentraba en un mar de luz, aquella imagen que ya me parecía lo único bueno que me quedaba y la llave de todos los misterios. Ignoré los golpes durante varios minutos, hasta que oí su voz y supe que no iba a rendirse.
—Abra de una puñetera vez. Sé que está ahí y no pienso irme hasta que me abra la puerta o la eche yo abajo.
Cuando abrí la puerta, Isabella dio un paso atrás y me contempló horrorizada.
—Soy yo, Isabella.
Isabella me hizo a un lado y fue directa a la galería, a abrir las ventanas de par en par. Luego se dirigió al baño y empezó a llenar la bañera. Me tomó del brazo y me arrastró hasta allí. Me hizo sentarme en el borde y me miró a los ojos, alzándome los párpados con los dedos y negando por lo bajo. Sin decir palabra empezó a quitarme la camisa.
—Isabella, no estoy de humor.
—¿Qué son esos cortes? ¿Pero qué se ha hecho?
—Son sólo unos rasguños.
—Quiero que le vea un médico.
—No.
—A mí no se atreva a decirme que no —replicó con dureza—. Ahora se va usted a meter en esa bañera y se va a dar con agua y jabón y se va a afeitar. Tiene dos opciones: lo hace usted o lo hago yo. No se crea que me da reparo.
Sonreí.
—Ya sé que no.
—Haga lo que le digo. Yo mientras voy a buscar un médico.
Iba a decir algo, pero alzó la mano y me silenció.
—No diga ni una palabra. Si se cree que usted es el único al que le duelen las cosas, se equivoca. Y si no le importa dejarse morir como un perro, al menos tenga la decencia de recordar que a otros sí nos importa, aunque la verdad no sé por qué.
—Isabella…
—Al agua. Y haga el favor de quitarse los pantalones y los calzones.
—Sé bañarme.
—Cualquiera lo diría.
Mientras Isabella iba a buscar un médico me rendí a sus órdenes y me sometí a un bautismo de agua fría y jabón. No me había afeitado desde el entierro y mi aspecto en el espejo era lobuno. Tenía los ojos inyectados en sangre y la piel de un pálido enfermizo. Me enfundé ropas limpias y me senté a esperar en la galería. Isabella regresó a los veinte minutos en compañía de un galeno que me había parecido ver alguna vez por el barrio.
—Éste es el paciente. De lo que él le diga, ni caso, porque es un embustero —anunció Isabella.
El doctor me echó un vistazo, calibrando mi grado de hostilidad.
—Usted mismo, doctor —invité—. Como si yo no estuviese.
El médico empezó el sutil ritual de medición de presión, auscultamientos varios, examen de pupilas, boca, preguntas de índole misteriosa y miradas de soslayo que constituyen la base de la ciencia médica. Cuando me examinó los cortes que Irene Sabino me había hecho con una navaja en el pecho, enarcó una ceja y me miró.
—¿Y esto?
—Es largo de explicar, doctor.
—¿Se lo ha hecho usted?
Negué.
—Le voy a dejar una pomada, pero me temo que le quedará la cicatriz.
—Creo que ésa era la idea.
El doctor siguió con su reconocimiento. Yo me sometí a todo, dócil, contemplando a Isabella, que miraba ansiosa desde el umbral. Comprendí lo mucho que la había echado de menos y cuánto apreciaba su compañía.
—Menudo susto —murmuró con reprobación.
El doctor examinó mis manos y frunció el ceño al ver las yemas de los dedos casi en carne viva. Procedió a vendármelas una a una, murmurando por lo bajo.
—¿Cuánto hace que no come?
Me encogí de hombros. El doctor intercambió una mirada con Isabella.
—No hay motivo de alarma, pero me gustaría visitarle en mi consulta mañana a más tardar.
—Me temo que no será posible, doctor —dije.
—Allí estará —aseguró Isabella.
—Entretanto le recomiendo que empiece a comer algo caliente, primero caldos y luego sólidos, mucha agua pero nada de café ni excitantes, y sobre todo reposo. Que le dé un poco el aire y el sol, pero sin esfuerzos. Tiene usted un cuadro clásico de agotamiento y deshidratación, y un principio de anemia.
Isabella suspiró.
—No es nada —aventuré.
El doctor me miró dudando y se incorporó.
—Mañana en mi consulta, a las cuatro de la tarde. Aquí no tengo ni el instrumental ni las condiciones para poder examinarle bien.
Cerró su maletín y se despidió de mí con un saludo cortés. Isabella le acompañó a la puerta y los oí murmurar en el rellano durante un par de minutos. Me vestí de nuevo y esperé como un buen paciente, sentado en la cama. Oí la puerta al cerrarse y los pasos del médico escaleras abajo. Sabía que Isabella estaba en el recibidor, esperando un segundo antes de entrar en el dormitorio. Cuando lo hizo finalmente, la recibí con una sonrisa.
—Voy a prepararle algo de comer.
—No tengo apetito.
—Me trae sin cuidado. Va a comer y luego vamos a salir a que le dé el aire. Y punto.
Isabella me preparó un caldo que, haciendo un esfuerzo, rellené con mendrugos de pan y engullí con semblante afable aunque me sabía a piedras. Dejé el plato limpio y se lo mostré a Isabella, que había estado de guardia a mi lado como un sargento mientras comía. Acto seguido me llevó al dormitorio, buscó un abrigo en el armario. Me colocó guantes y bufanda y me empujó hasta la puerta. Cuando salimos al portal corría un viento frío, pero el cielo relucía con un sol crepuscular que sembraba las calles de ámbar. Me tomó del brazo y echamos a andar.
—Como si estuviésemos prometidos —dije.
—Muy gracioso.
Anduvimos hasta el Parque de la Ciudadela y nos adentramos en los jardines que rodeaban el umbráculo. Llegamos hasta el estanque de la gran fuente y nos sentamos en un banco.
—Gracias —murmuré.
Isabella no respondió.
—No te he preguntado cómo estás —ofrecí.
—No es ninguna novedad.
—¿Cómo estás?
Isabella se encogió de hombros.
—Mis padres están encantados desde que volví. Dicen que ha sido usted una buena influencia. Si supieran… La verdad es que nos llevamos mejor. Tampoco es que los vea mucho. Paso casi todo el tiempo en la librería.
—¿Y Sempere? ¿Cómo lleva lo de su padre?
—No muy bien.
—¿Y a él, cómo lo llevas tú?
—Es un buen hombre —dijo.
Isabella guardó un largo silencio y bajó la cabeza.
—Me ha pedido que me case con él —dijo—. Hace un par de días, en Els Quatre Gats.
Contemplé su perfil, sereno y ya robado de aquella inocencia juvenil que yo había querido ver en ella y que probablemente nunca había estado allí.
—¿Y? —pregunté finalmente.
—Le he dicho que lo iba a pensar.
—¿Y vas a hacerlo?
Los ojos de Isabella estaban perdidos en la fuente.
—Me dijo que quería formar una familia, tener hijos… que viviríamos en el piso encima de la librería, que la sacaríamos adelante pese a las deudas que tenía el señor Sempere.
—Bueno, tú eres aún joven…
Ladeó la cabeza y me miró a los ojos.
—¿Le quieres?
Sonrió con infinita tristeza.
—Yo qué sé. Creo que sí, aunque no tanto como él cree quererme a mí.
—A veces uno, en circunstancias difíciles, puede confundir la compasión con el amor —dije.
—No se preocupe por mí.
—Sólo te pido que te des algo de tiempo.
Nos miramos, amparados en una infinita complicidad que ya no necesitaba de palabras, y la abracé.
—¿Amigos?
—Hasta que la muerte nos separe.